CAPÍTULO 3
APRENDIENDO A SER MUJER
El fuego crepitaba animoso, transmitiendo con su particular arrullo una serenidad que enmudecía conversaciones y cautivaba miradas. La mía vagaba perdida entre las ondulantes lenguas rojizas, flotando soñadora junto a las incandescentes pavesas que se esparcían hipnóticas por el hogar.
Sobre la mesa descansaba mi labor, apenas empezada. Con la excusa de sentir frío, logré evadir las tediosas clases de costura, acercándome a la chimenea. Y ahí, sentada sobre la alfombra, permanecí meditabunda, odiando mi nueva condición.
Ya no se me permitía salir a la calle sola, ni jugar. Debía actuar siempre con decoro y propiedad, nada de alzar el tono de voz ni corretear alocada. Mi cuerpo comenzaba a ser un desconocido para mí y yo lo odiaba, porque por su culpa mi vida también había cambiado.
Lanzo había vuelto a su ostracismo habitual. Se mostraba esquivo y distante, y aunque a veces lo sorprendía mirándome, cuando reparaba en él, se apresuraba a desviar la vista. De hecho, no solo se mostraba retraído conmigo, sino que parecía desear aislarse del mundo en general. No participaba en las conversaciones; en realidad, no hablaba a menos que se le preguntara. Andaba siempre encorvado y cabizbajo. Su mirada era triste y su soledad, latente. Su única compañía eran los libros y el silencio.
Marco también me miraba, pero de una forma extraña. Su sonrisa sibilina me daba escalofríos y sus gestos, que pretendían ser caballerosos, solo me producían rechazo. A pesar de eso, yo sonreía cortés y me inclinaba gentil, tal como me habían enseñado.
En cambio, Caterina se mostraba más cercana y cordial. Se había erigido en mi guía particular y, junto a Concetta, pretendía convertirme en una distinguida dama. Además de la costura, estaba aprendiendo a tocar el arpa, una actividad tan soporífera como la primera.
Aquella mañana, Caterina cepillaba mi cabello junto a la ventana mientras yo contemplaba ensimismada el brillo del sol punteando las aguas del canal en destellos parpadeantes.
—Tienes un hermoso cabello, Alonza —alabó ella—, es tan dorado como el sol y refulge como él. Aunque lo llevas demasiado largo —rezongó pensativa—, creo que deberíamos cortarlo un poco. ¿Qué te parece?
—Yo…, eh, pues no sé —respondí titubeante.
—Tus ondas pesarían menos y quedarían más bonitas —insistió con una sonrisa dulce y gesto complaciente.
La miré dubitativa, me mordí el labio inferior cavilando sobre su sugerencia. Era cierto que mi melena rozaba mi cintura y pesaba sobre mi espalda, aunque yo cada mañana me limitaba a trenzarla sobre mi hombro y solo la soltaba para dormir. Apenas me preocupaba de mucho más en cuanto a mi apariencia.
—Esta noche tenemos invitados —anunció con una risilla nerviosa. Sus ojos verdes refulgieron excitados—. Viene una de las familias de más abolengo de Venecia, los Contarini.
Me encogí de hombros proclamando con ese simple gesto mi absoluto desconocimiento sobre la nobleza veneciana.
—Primos de nuestro dux, Nicolò Contarini —aclaró impaciente.
Asentí imperturbable, decidiendo sumergirme de nuevo en las brillantes aguas del canal mientras ella farfullaba apasionada sobre el linaje y descendencia de tan pomposa familia. Perdí completamente el hilo de la conversación sumida en mis particulares ensoñaciones cuando, de repente, un cosquilleo rozó el lateral de mi cuello. Desvié la mirada hacia mi hombro y contuve el aliento sobresaltada ante lo que veía.
Con dedos temblorosos, tomé un largo mechón de mi cabello y lo alcé ante mis ojos. Comencé a palparme alterada la cabeza y descubrí que Caterina había empezado a cortarme la melena sin mi consentimiento.
Me aparté de ella furiosa y, en tan vehemente movimiento, otros mechones cayeron sobre mi pecho.
—¿Qué… qué estás haciendo?
—Cortarte el pelo como aceptaste —contestó ella fingiendo sorpresa. Pude apreciar a la perfección el brillo malicioso en su mirada.
—¡Yo… yo no he aceptado! —la contradije alzando la voz. Mi voz retembló, sentí un nudo en la garganta y apreté los puños. Sentí una oleada de fuego recorrer mi espina dorsal.
Caterina se giró hacia donde se encontraba Marco, sentado a la mesa engrasando su espada. Envaró la espalda y, con las manos en las caderas, se acercó a él.
—A ver, Marco, ¿tú no la has visto asentir conforme?
El muchacho afirmó con la cabeza tras dirigirle una sonrisa cómplice.
Mi exasperación y mi rabia acumularon lágrimas de frustración en mis ojos. Intenté contenerlas para evitar la burla de los hermanos.
—He asentido —admití ofuscada—, pero no en referencia al corte, sino a tus explicaciones sobre los Contarini.
—Pues lo lamento, pero lo he tomado como una aceptación a mi sugerencia.
Las miradas arteras que se intercambiaron entre sí encendieron mi furia. Avancé hacia Caterina con los puños apretados y le arrebaté las tijeras con brusquedad.
—No sé por qué te enfadas —farfulló ella sin amilanarse—, el pelo corto no te sienta mal. —Posó su ladina mirada en Marco y sonrió con franca diversión—. Aunque reconozco que quizá se me ha ido un poco la mano.
Marco estranguló una carcajada y, en el intento, sus ojos, del mismo tono que los de su hermana, lagrimearon y su rostro congestionado se sonrojó ante la contención. Caterina, en cambio, sonreía abiertamente, su pose y su actitud permanecían altaneras, y en su gesto cruel brillaba el sarcasmo.
Llevé mis dedos hacia los mechones de mi melena cortados tan burdamente. En algunas partes solo me cubrían la nuca. Al comprobar con más precisión el estropicio, no pude reprimir por más tiempo mi llanto.
—¡Lo has hecho a propósito! —acusé llorosa.
—Qué perspicaz —se burló ella entre risas.
La empujé con fuerza dispuesta a salir del salón, ella intentó retenerme para continuar con sus burlas. La aparté rabiosa y de repente un grito sofocado escapó de su garganta y su rostro se demudó. Seguí alarmada su mirada y entonces descubrí un corte en la parte superior de su brazo que empezaba a sangrar. Caterina clavó su mirada acusadora en mi mano derecha y comenzó a balbucear y a retroceder. Pude ver cómo cogía aliento llenando su pecho y, acto seguido, se desgañitó en un grito afilado y tan agudo que me erizó la piel.
Un brusco movimiento de silla catapultó a Marco sobre ella, que la tomó por la cintura temeroso de que se desplomara, dada la lividez de su rostro. Aturdida y temblorosa, retrocedí soltando las tijeras de inmediato, como si el acero me quemase la piel.
—¡La has atacado! —acusó él sorprendido mientras sentaba a su hermana en la silla.
—No, yo no he hecho tal cosa, no ha sido premeditado, lo juro —me apresuré a replicar.
Marco, ungido con el velo de la furia, se precipitó hacia mí con intención de apresarme, pero el miedo me constriñó y retrocedí nuevamente con el corazón atronándome en el pecho.
Tenía que llegar a la puerta como fuera, Marco era grande y fornido, pero no rápido. Comencé a sortearlo entre el mobiliario, esquivando y zafándome de su tenaz persecución como podía. Derribaba cada objeto que se interponía entre nosotros, bufando como un toro. Y, entre aquel alboroto, Caterina continuaba gritando desaforada.
Rodeé un sillón de respaldo alto, pero Marco adivinó por qué lado escaparía y me apresó aferrándome por la cintura. Comencé a patalear y a revolverme cuando una voz amenazante se interpuso entre aquella algarabía:
—¡Suéltala!
Lanzo apuntaba a Marco con su propia espada y, aunque su pulso era trémulo, su expresión era firme y su rictus tenso pero resuelto.
—Podría desarmarte con un simple suspiro, estúpido, y, cuando lo haga, lo lamentarás —amenazó Marco entre dientes.
—Hazlo entonces —lo provocó Lanzo.
Clavó en mí su mirada y luego dirigió un raudo vistazo a la puerta del salón, mandándome un claro mensaje. A continuación, retrocedió lentamente alentando a su hermano a que cumpliera su amenaza.
Marco me soltó y no dudé en correr hacia la puerta. Sin embargo, no pude salir. No podía dejar a Lanzo ahí, tenía que hacer algo.
Me giré hacia ellos justo cuando Marco, en un hábil quite, desarmó a Lanzo, descargando en su rostro un brutal puñetazo que lo arrojó al suelo como un fardo. Contuve el aliento y corrí hacia él. Lo cubrí con mi cuerpo temerosa de que volviera a atacarlo. En ese instante, unos pasos atropellados irrumpieron en la sala. Concetta y dos de los sirvientes nos contemplaron demudados.
—¡Ay, santa Madona! —clamó la vieja doncella santiguándose—. ¿Qué está pasando?
Marco nos dirigió una mirada resentida y se acercó a su hermana, que hipaba entre sollozos.
—Alonza ha atacado a Caterina, buena prueba muestra en su brazo —aclaró aproximándose a ella.
—Nuevas acusaciones…, esto parece la corte de Venecia —espetó malhumorado Fabrizio desde la puerta.
—¡Padre…, mira…!
Caterina corrió hacia su progenitor, mostrándole la herida. Él la observó con atención y, aunque en su mandíbula titiló fugazmente un músculo y sus labios se oprimieron con desagrado, su faz apenas mutó.
—Concetta, cura a mi hija. Y, sobre todo, dale algún brebaje que la calme.
Su rostro severo se centró entonces en nosotros. Descubrirme sobre su hijo pequeño, a modo protector, pareció enfurecerlo más que la herida de Caterina. Cuando reparó en mi trasquilada melena pareció tomar aliento antes de volver a hablar.
—No quiero oír nada de momento, los ánimos están exaltados y es mejor calmarlos. Quiero que todos, y repito, todos —clavó con dureza la mirada en Marco— os retiréis a vuestros cuartos a reflexionar. Yo iré pasando más tarde a vuestras cámaras para conocer la versión de cada uno. Cuando me forme una idea más precisa de lo sucedido, tomaré medidas. —Hizo una pausa que aprovechó para deslizar amonestante la mirada por los cuatro—. Porque os puedo asegurar que las tomaré.
Y, tras aquella tajante orden, todos desfilamos cabizbajos hacia la puerta. Busqué llorosa la mirada de Lanzo, no la encontré.
Cuando la manija de mi puerta se movió y los goznes anunciaron una visita, no me volví.
Estaba sentada en el alféizar de la ventana ojival contemplando las serenas aguas del canal. Ya no me quedaban lágrimas lamentando mi suerte y temiendo la de Lanzo. Parecían perseguirme las desdichas, y mi orfandad, en lugar de desvanecerse al pertenecer a una nueva familia, parecía acentuarse con tan continuos altercados, mostrando con dolorosa evidencia que yo no encajaba entre ellos. ¿Qué me quedaba entonces? ¿Huir? ¿Adónde iría? La peste continuaba diezmando la ciudad. Allí, al menos, estaba a salvo, o eso creía.
Sentí una caricia en la cabeza y me giré sobresaltada.
—No quería asustarte —musitó Lanzo dulce.
Sus grandes ojos azules me miraron con ternura, aunque cuando se detuvieron en mi cabeza su gesto se endureció un ápice. Fue evidente su esfuerzo por suavizar su expresión.
Se sentó a mi lado, apoyó la espalda en el muro, abrió las piernas y me arrastró suavemente junto a su pecho. Me acomodé junto a él y cerró sus brazos en torno a mí. Aquel abrazo afectuoso caldeó mi ánimo. ¡Lo necesitaba tanto…!
—Volverá a crecer —repuso acariciando mi cabello.
—¿Por qué lo ha hecho? —inquirí afligida.
—Porque eres mucho más hermosa que ella y porque no quería que esta noche estuvieses en la cena —respondió sereno.
—No entiendo.
Alcé mi rostro hacia él y su mirada me acarició. Sentí la punta de sus dedos delinear mi mentón, luego los deslizó pausadamente hasta mi oreja y la rodeó para descender hasta mi cuello. Sentí un escalofrío, pero no quise que se detuviera. Atisbé algo nuevo en su mirada que no supe interpretar.
—Pretende conquistar al sobrino de Benito Contarini, el joven Giacomo, y no puede correr el riesgo de que se fije en ti.
—Pero si yo solo soy una niña —repliqué confusa.
Lanzo tomó mi barbilla entre los dedos y me miró con abrumadora fijeza.
—Ya no, Alonza. Tu cuerpo despertó y se moldea cada día que pasa. Es fácil adivinar que serás una mujer arrebatadora, y eso puede verlo cualquiera que pose sus ojos en ti.
—¿Tú me ves mujer?
Lanzo pareció meditar su respuesta, su rostro se ensombreció.
—Por desgracia, sí —afirmó con pesar.
—Yo te veo como hombre —respondí para aliviar su malestar, aunque no entendía el motivo de su repentino abatimiento.
—Pero aún no lo soy, soy solo un muchacho con la cabeza llena de sueños y el corazón rebosante de cosas que debo controlar.
—¿Qué cosas?
Me sonrió condescendiente, sacudió la cabeza con delicadeza y pasó el dorso de sus dedos por mi mejilla.
—Cosas que ahora no entenderías y que, cuando seas capaz de entenderlas, seguramente no podré decirte. Eres mi hermana, y yo tu hermano, y también somos amigos, es más que suficiente para mí.
—Yo te quiero mucho, Lanzo —me atreví a confesar.
—Y yo, Alonza, y mientras estemos juntos, no permitiré que nada malo te pase.
Escondí el rostro en su pecho y me arrebujé dichosa. El regocijo de su protección y su cariño volvió a llenar mi corazón de esperanza por un futuro que se presentaba incierto y complicado.
—No desearía salir nunca de tus brazos —susurré contra su ropa.
No contestó, aunque supe que me había oído. Lo supe porque pude notar cómo su corazón se aceleraba y cómo un hondo y extraño suspiro emergía de su garganta.
Estuvimos un largo rato abrazados compartiendo silencios y caricias, miradas y gestos, sin que las palabras rompieran la magia de aquel momento.
—He de irme —anunció con desgana—, mi padre no tardará en pedir tu versión de los hechos. Solo espero que ese par de comadrejas no logren engañarlo.
—Quédate un poco más —rogué, componiendo una mueca suplicante.
Lanzo me sonrió conmovido. El brillo de sus ojos titiló cuando se posaron en mis labios. Apartó presto la mirada y la fijó pensativo en el canal.
—Es arriesgado que me encuentre aquí contigo.
Lo abracé de nuevo, con fuerza.
—Te he echado mucho de menos —confesé—, creí que… ya no me querías.
Sus brazos me oprimieron, lo sentí estremecerse. Apoyó su barbilla en mi cabeza y suspiró afectado.
—Eso jamás ocurrirá, por muy lejos que esté de ti.
Me revolví suavemente, irguiéndome un tanto para poder mirarlo. Necesitaba sumergirme en sus ojos y en la infinita dulzura que solía regalarme.
Lanzo aflojó su abrazo y me complació. Nuestras miradas se entrelazaron con inusitada intensidad, como si ambos quisiéramos grabar un mensaje transcendental en el otro. Sentí un extraño mariposeo en mi pecho y un desconcertante hormigueo en mi vientre.
—Eres una pequeña joya, Alonza —murmuró embelesado en mi rostro—. En tus ojos refulge la plata y el oro impregna tus cabellos, el nácar lustra tu piel y los rubís perlan tus labios. Podría pasarme la eternidad solo mirándote.
Sentí cómo mi garganta se secaba. Tragué saliva, entreabrí los labios y me relamí, fruto de un acto ingenuo que, sin embargo, pareció turbar a Lanzo, pues cerró los ojos y su rostro se contrajo.
—Hazlo, no te apartes nunca de mí.
—Alonza… —pronunció sufrido. Su voz pareció quebrarse y todo su cuerpo se tensó.
Parecía debatirse consigo mismo, librar una batalla interna que lo desgastaba, por cómo sus facciones cambiaban de una emoción a otra, en un caleidoscopio confuso. Lo observé curiosa sin comprender qué le estaba pasando, pero preocupada por él. Realmente parecía sufrir algún tipo de malestar.
De repente, se apartó de mí sombrío, salió del alféizar y, sin atreverse a mirarme, se dispuso a marcharse con los hombros hundidos.
—¿Qué te ocurre?
—Nada, estoy bien.
Su voz sonó fría y distante y aquello me entristeció. Su ausencia me dejó desnuda el alma y el sonido de la puerta al cerrarse lo sentí como una bofetada. Noté un repentino frío y me abracé a mí misma, frotando con insistencia mis brazos. No comprendía sus bruscos cambios de ánimo ni por qué se obligaba a permanecer lejos de mí cuando yo tanto lo necesitaba.
Apoyé mi frente en el cristal y cerré los ojos. Al cabo de un momento, unos rápidos golpes en la puerta hicieron que me pusiera tensa. La voz de Concetta llegó hasta mí.
—Adelante.
La mujer entró bamboleando sus prominentes caderas. La energía que desprendía era admirable. Cada uno de sus movimientos era rotundo, y efectuaba sus tareas con habilidad y rapidez. Su carácter vivaracho y su sempiterna sonrisa la convertían en alguien reconfortante que tener cerca. Siempre solía aligerar con chanzas cualquier problema y desplegaba su afabilidad por doquier. Allá donde ella entraba, borraba ceños e iluminaba cualquier estancia sombría.
—Vamos, muchacha, deja que arregle este estropicio.
Dio la vuelta a una silla, depositó unas tijeras, un peine de carey, un cepillo, varias horquillas y adornos para el cabello sobre la mesa, que iba sacando de los infinitos bolsillos de su delantal. Y me alentó a que me sentara.
Pero en ese momento otros golpes en la puerta detuvieron mis pasos.
—Soy yo, Alonza.
Concetta abrió la puerta y dejó entrar a Fabrizio.
—Déjanos solos un momento, tendrás tiempo de sobra para atenderla antes de la cena.
La mujer asintió obediente y salió sin demora.
Fabrizio fue el que ocupó la silla y yo me senté de nuevo en el alféizar.
—Tu padre fue un buen hombre —comenzó en tono sereno—. Vivimos muchas cosas juntos de muchachos y me salvó la vida en una ocasión. Siempre estaré en deuda con él, y por esa deuda, tú permanecerás bajo este techo hasta que tu destino se decida. Solo por eso.
Bajé la mirada llena de lágrimas. No era justo, me dije, no lo era y, llevada por la frustración, me puse en pie con los puños cerrados y me encaré a él.
—Yo no empecé la discusión —barboté temblorosa—. Yo… solo quería empujarla para irme. Estaba tan soliviantada que ni recordaba que le había quitado las tijeras, y yo…
—Sé perfectamente qué ocurrió —me interrumpió molesto.
Se cruzó de brazos en actitud huraña y entornó los ojos con severidad. Tenía el cabello oscuro y ondulado como Lanzo, pero sus ojos eran verdes y rasgados como los de sus otros dos vástagos. Compartía también con ellos esa mirada que helaba la sangre.
—Soy inocente —insistí.
—Lo sé —admitió ante mi sorpresa—. Sé que no heriste a mi hija a propósito, por mucho que Caterina se obceque en decir lo contrario. Conozco a mis hijos a la perfección, mi amor por ellos no nubla mi entendimiento. Desde que murió mi mujer, he procurado criarlos personalmente, y créeme si te digo que sé de sobra cuándo mienten.
Se puso en pie y caminó con las manos entrelazadas en la espalda. Pareció incómodo cuando volvió a mirarme. Aguardé paciente sus próximas palabras.
—No te acuso de nada intencionado, Alonza; sé que no provocas las discusiones que últimamente parecen perturbar la tranquilidad de mi casa. Pero lo cierto es que todas giran en torno a ti y mucho me temo que la situación se agravará progresivamente si no tomo medidas al respecto.
—¿Qué medidas? —logré preguntar temerosa.
—Decidir tu futuro ya para que mi hija se quede tranquila en cuanto a sus ambiciosas aspiraciones. Y para que mis dos hijos te miren con otros ojos.
Sentí un escalofrío recorrer mi espina dorsal. Una resbaladiza e insidiosa aprensión me heló la sangre.
—¿Mi… mi futuro?
—Así es, muchacha. Creo que será lo más acertado. Y, tras mucho meditarlo, creo que lo más justo es exponerte las únicas dos opciones de las que dispones.
Hizo una pausa que aprovechó para mirarme con una firme determinación. Se sentó de nuevo y tomó aire antes de continuar. Yo, por mi parte, contuve el aliento.
—He de empezar a ejercer mis responsabilidades como tutor, puesto que ya eres una mujer. Y mi obligación para contigo es buscarte dueño, Alonza; tú elegirás cuál —anunció pausado—. Puedes elegir a Dios, en tal caso, ingresarás y te harás monja en el Ospedalle della Pietà, o puedes elegir a un hombre. En este segundo caso, yo soy el responsable de casarte con quien considere más adecuado para tus intereses.
Al concluir, se puso en pie, se estiró las mangas del jubón y se dirigió hacia la puerta. Antes de salir, se detuvo y me miró fríamente.
—Piénsalo bien, dentro de unos días te pediré una respuesta. Le diré a Concetta que no te arregle para la cena, no estás en condiciones de asistir. Aunque, naturalmente, algo habrá de hacer con tu cabello.
Abrió la puerta y, tras un seco gesto, Concetta entró de nuevo. Me giré hacia la ventana con los puños apretados y embargada en un llanto silencioso.
Oí los contundentes pasos de la doncella en mi dirección. Y, después, sentí cómo me giraba y me acogía en su generoso pecho en un abrazo cálido que liberó mi angustia en un sinfín de sollozos rotos, que empaparon el tergal de su vestido.
—Ya está, mi niña, todo saldrá bien, ya lo verás.
Negué con la cabeza, incapaz de articular palabra.
—Llora, pequeña, libera tu congoja, después podrás pensar con más claridad.
Me costó recomponerme. Concetta me acercó una copa de agua y bebí algo más calmada.
—No puedo irme de aquí —balbuceé.
La oronda mujer me condujo hasta la silla y me sentó en ella.
—¿Eso es cuanto te preocupa? He oído desde la puerta la decisión del señor Rizzoli, y aunque es del todo precipitada, quizá te haga bien salir de esta casa. Las cosas se están torciendo demasiado.
—No quiero irme —insistí—. No quiero alejarme de Lanzo.
—Pues tendrás que hacerlo; además, de todos modos, él pronto partirá.
Abrí los ojos como platos, asombrada. Algo se revolvió en mi interior provocándome mareos.
—¿Qué… qué estás diciendo?
—¿No te lo ha dicho?
Negué frenética con la cabeza. Sentí el pulso alocado en la sien y cómo mis latidos me ensordecían.
—Dentro de unos meses se va a estudiar a la Universidad de Padua.
Hundí los hombros y bajé la cabeza derrotada.
—Entonces, es él quien me deja.
—Alonza… —Concetta me alzó la barbilla y me miró compasiva—. Vuestros destinos están marcados, y no os queda más remedio que cumplirlos. Sé de vuestra conexión, no hay más que veros juntos. Ese muchacho siempre fue reservado y melancólico, pero desde que tu llegada parece haber encontrado una ilusión y sus ojos brillan cuando está a tu lado. Siempre dijeron de él que era raro y diferente, y en verdad lo es, demasiado valioso para permanecer bajo la actitud envidiosa de su hermano y la rigidez de su padre. Posee una mente brillante y un corazón noble, será alguien importante.
—Bien lo sé —mascullé abatida—. Pero no imaginaba que me lo arrebatarían tan pronto. Aunque debería estar acostumbrada —lamenté sin poder contener otro torrente de lágrimas.
Concetta me abrazó dulcemente, meciéndome contra su pecho. Su voz se asemejó a un arrullo y yo deseé retroceder en el tiempo y poder mirar a los ojos de mi madre y sentirme segura.
¿Qué sería de mí a partir de entonces?