CAPÍTULO 27

Libro cerrado

SIN BARRERAS

Gina miró a Luca con marcada desconfianza. Oculté una sonrisa cuando él se esforzó en deslumbrarla con la suya.

—¡Alessia, qué agradable sorpresa! —proclamó la anciana dando poco énfasis gestual a sus palabras—. No esperaba que vinieras tan bien acompañada. ¿Tu novio?

—Sí —respondió Luca por mí, rodeando mi cintura y haciendo que la piel me hormiguease con aquella mirada rapaz que tanto me exaltaba—. Alessia me habló de usted y, bueno, quería conocerla. No imagina la emoción con que me relató su encuentro.

La mirada recelosa de Gina pareció suavizarse cuando nos dejó pasar a su casa. Los gestos cariñosos de Luca lograron tranquilizarla; a mí, en cambio, me provocaron el efecto contrario.

Aquella complicidad, propia de una relación, acentuaba mi miedo. Me sentía tan absolutamente arrobada por aquella actitud que resultaba tristemente patente mi rendición. Estaba enamorada de él, y esa certeza me ilusionaba tanto como me aterraba. No obstante, y a pesar de no albergar expectativa alguna, aquella situación simulada pero tan vívida como si fuera real caldeaba mi corazón.

En aquel preciso instante comprendí que la vida era eso, instantes, y que vivirlos disfrutándolos al máximo era lo más acertado. Que no importaba lo que ocurriera después, que de nada valdrían las barreras ante lo que estaba predestinado a suceder y que, si tras esos momentos inolvidables y mágicos aguardaba sufrimiento, pérdida o desolación, no importaba. Porque la vida era eso, un conjunto de vivencias, de emociones dispares, de circunstancias y de sentimientos cambiantes. Los miedos no protegían, los miedos privaban de vida. Había que arriesgarse para ganar, e incluso si se perdía, pensar que el viaje había valido siempre la pena, como enseñanza, como experiencia y como cofre de recuerdos maravillosos. ¡Al cuerno con las barreras, los muros y las puertas blindadas! Ninguna vida merecía la pena si se afrontaba con mil escudos. ¿Vivir a medias una vida que ni se sabía lo que duraría? No, cada cicatriz era una lección de vida, no para enclaustrarnos, sino para saber qué buscar y qué evitar. Y aun con mil cicatrices, había que enfrentar la vida y entregarse por completo. En aquel momento decidí con férrea determinación vencer mi miedo y saborear todas y cada una de las emociones que Luca lograba arrancarme.

Lo miré desde una nueva perspectiva y sonreí embebiéndome de sus facciones. Él me contempló con extrañeza, intrigado y maravillado a un tiempo. Me guiñó un ojo y me devolvió la sonrisa, y un fulgor ilusionado titiló en su mirada iluminando su faz.

Cuando entramos al salón, mis pasos me condujeron hacia el retrato de Alonza. Luca me siguió y, en un reverencial silencio, ambos contemplamos la ensoñadora expresión de aquella hermosa muchacha que miraba al horizonte pensativa y melancólica.

Cuando volví mi rostro hacia Luca, no esperé encontrar en su semblante aquella trémula emoción que lo velaba. Al apercibirse de mi atención, se apresuró a recomponer su rictus en un gesto más adusto, aunque todavía resplandeciente de admirado asombro.

Apretó perceptiblemente la mandíbula y tragó saliva, su nuez subió y bajó en su garganta y su pecho se dilató con una respiración profunda. Daba la impresión de intentar contenerse, buscando apaciguar sus emociones. Jamás habría imaginado que pudiera impresionarlo tanto ver a Alonza. Lo miré desconcertada y me pregunté de nuevo el verdadero motivo de su interés en el caso.

—Anoche no pude dormir —reveló Gina en tono sombrío—. Tenía la sensación de que Alonza intentaba decirme algo. Bajé aquí, a este salón, y me pasé la noche mirándola tumbada en el sofá. No sé qué es, pero la inquietud no desaparece.

La anciana me miró con abatimiento y tomó asiento en ese mismo sofá, suspirando apática.

—Alessia, tu presencia aquí no es casual —murmuró meditabunda—, tu visita ha despertado el pasado. Anoche incluso me pareció oír pisadas.

Luca se tensó a mi lado y se acercó a la anciana.

—¿Ha notado algo fuera de lugar? ¿Ha comprobado si le falta algo?

Gina frunció el ceño y lo miró con evidente preocupación.

—No, yo no he notado nada extraño. Solo… sensaciones.

—Necesitamos su ayuda, Gina —musitó Luca sentándose en la butaca frente a la mujer. Desvió la mirada hacia mí y agregó con gravedad—: Alessia, debes contarle toda la verdad, me temo que ya la hemos implicado en todo este asunto y debe permanecer alerta.

Asentí y me senté junto a ella. La anciana me observó con desazonada expresión. Entrecruzó nerviosa los dedos y depositó las manos sobre su regazo.

—Alonza dejó un diario en el que cuenta su vida —comencé tras coger una profunda bocanada de aire—. Llegó a mis manos cuando murió mi abuela. En ese diario se halla codificada la ubicación de un tesoro que supuestamente ella escondió. Nosotros intentamos averiguar su paradero, y cualquier pista relacionada con ello es importante. Pero no somos los únicos que andamos tras él. Hay una asociación que también lo busca, gente sin escrúpulos, decididos a que nada se interponga en su camino.

La anciana dejó escapar un gemido asustado y llevó una mano a su pecho. Sus ojos se agrandaron temerosos y su boca se entreabrió sorpresiva.

—Escúcheme, Gina, cuando descubrí su casa y la reconocí, ellos me estaban siguiendo.

—¡Santa Madonna! Yo… yo no tengo nada aquí, a excepción de las láminas que te di y ese retrato.

—Quizá haya algo que no relacione con Alonza, pero que sea importante en la investigación —intervino Luca—. Solo le pido que me deje inspeccionar su casa, que me hable de los objetos que encontró en ella cuando se instaló aquí. Si no hay nada importante, no volveremos a molestarla.

—¿Y… y esa gente? ¿Cómo sé que no me molestarán?

—Yo me encargo de eso, se lo prometo.

La mujer temblaba lívida. Cogí sus manos y las oprimí ligeramente.

—No sabe cuánto lamento haberla involucrado en este asunto.

Ella inclinó la barbilla hacia el pecho y cerró los ojos. Inspiró hondamente, sus hombros se hundieron y, tras un incómodo silencio, alzó el rostro hacia mí. Sus ojos relucieron apesadumbrados.

—No tengo nada y no quiero saber nada de esto. Por favor, quiero que se marchen.

—Gina…

—No, Alessia, no quiero complicaciones. Acabas de dejar claro que buscas pistas sobre Alonza, y ya no creo que todo esto sea fortuito. Viniste con una intención y me has puesto en peligro. No te conozco y no sé quién eres realmente. Si no os marcháis, llamaré a la policía.

Luca se puso en pie y asintió ofreciéndome su mano.

—Gina —masculló dulcemente—, comprendo sus recelos, no volveremos a importunarla. Pero si necesita cualquier cosa, no dude en llamarnos.

Le entregó una tarjeta que la mujer no cogió. La depositó en la mesa y me miró, esperándome.

—Siento mucho todo esto, Gina —me disculpé arrepentida—. Lo último que pretendía era asustarla.

La mujer asintió quedamente y apartó la mirada, dando por terminada la visita.

Salimos de la casa y nos miramos preocupados.

—¿Crees que anoche entraron aquí?

—Me temo que sí, pero como ella se desveló y estuvo en el salón, seguramente se marcharon. Aunque volverán, no me cabe duda.

Mi desasosiego aumentó, miré hacia atrás y vi la silueta de Gina recortada en la ventana junto a la puerta principal.

—No le harán daño, ¿verdad?

—No sería muy juicioso poner a la policía tras su pista —respondió—. Registrarán la casa, eso seguro, pero estoy pensando en adelantarme.

—No, Luca, podrías toparte con ellos.

—Es un riesgo, pero mi instinto me dice que Gina oculta algo: por eso nos ha echado, no quiere que descubramos su secreto. En esa casa hay más cosas relacionadas con Alonza. No sé por qué ella nos las oculta, pero no puedo quedarme cruzado de brazos permitiendo que se nos adelanten.

—De todos modos, lo importante es el colgante. Según tú, es el portador que llevas tiempo buscando. Quizá lo que Gina esconda carezca de valor en la investigación, no merece la pena que te arriesgues innecesariamente. Aun así, estoy muy inquieta por ella, de verdad.

Caminamos con paso ligero por las callejuelas. Luca, siempre atento a nuestro alrededor, alerta y concienzudamente observador, deslizaba su perspicaz mirada sobre el más ínfimo detalle, como si fuera un radar.

—Por eso debo saber qué demonios nos oculta. Si me anticipo a ellos y lo descubro, la olvidarán.

Luca tomó mi mano y me regaló una mirada tranquilizadora.

—No te preocupes, iré con cuidado.

Iremos —lo corregí.

Su disconformidad destelló en sus ojos, compuso un mohín reprobador y negó rotundo con la cabeza.

—De eso nada, tú te quedas en mi apartamento.

—Tendrás que atarme.

Su ceño se remarcó y sus labios se oprimieron con obstinación.

—Pues te ataré si es necesario, no se me da mal el bondage… —Alcé las cejas inquisitiva y él me sonrió burlón. Acto seguido, endureció el gesto y añadió—: Debo convertirme en un ninja esta noche, y para eso necesito ir solo y camuflarme sigilosamente.

—Luca…

—He dicho que no, esta noche te quedarás leyendo el diario hasta que regrese. Y, si sigues molesta conmigo, pienso darte una master class de bondage.

Lo empujé ligeramente fingiendo escandalizarme. Él se rio y me cogió de la cintura ciñéndome a su pecho.

—Aunque he de confesar que aquí la experta en atar eres tú: no puedo apartarme de ti.

Ronroneó contra mi cuello y yo me abracé a él con fuerza. Inhalé su perfume y suspiré abrumada por el torbellino emocional que giraba vertiginoso en mi pecho.

Cuando me separé de él, lo miré a los ojos con intensidad.

—Nena, me secas la garganta —afirmó afectado.

Froté mi nariz contra la suya y él gimió cerrando los ojos. Nuestras bocas se rozaron y mi estómago se encogió preso de un hormigueo acuciante.

—Vas a conseguir que te acorrale en otro callejón.

Atrapé su labio inferior y tiré suavemente de él.

—Esta vez quiero una cama.

Luca me besó apasionado, pero se apartó contenido y tiró de mí hacia delante acelerando el paso con el ceño fruncido y la urgencia pintada en el rostro.

Reí divertida. Entonces él se detuvo, me lanzó una mirada traviesa y rodeó mi cintura normalizando el paso.

—Vas a acabar conmigo, ¿lo sabías?

—Sí —ratifiqué con gesto pícaro—, y no voy a dejar nada.

—Tampoco yo —prometió con mirada depredadora.

Sonreí con el corazón pleno y el alma tan ligera como una pluma.


Tras hacer el amor con ardiente frenesí, tras prodigarnos caricias tiernas y besos dulces, tras hablarnos con miradas emocionadas y abrazarnos presos de sentimientos profundos, supe que, pasara lo que pasase, aquel hombre de mirada felina había conseguido reventar mi pecho con un sentimiento que, a pesar de haberlo pronunciado, en realidad ahora comprendía que me era desconocido. Hasta ese momento, hasta que esos oscuros ojos y esa pendenciera sonrisa habían derribado a patadas la puerta con que protegía mi corazón.

—¿Lo he conseguido? —inquirió leyendo mis pensamientos.

La ternura de su expresión y el ilusionado tono que vibró en su voz me hicieron sonreír emocionada.

—Lo has conseguido.

Compartió mi sonrisa y me besó trémulo. Cogió mi mano y posó mi palma en la desnuda piel de su pecho a la altura de su corazón.

—Te metiste aquí la primera vez que te vi, te amé en silencio todos esos años y fantaseaba con robarte lo mismo que tú me habías robado a mí sin ni siquiera mirarme. Soñaba cada noche con este momento, creyéndolo una quimera. Y ahora… —hizo una pausa, tragó saliva y suspiró largamente— estás aquí, entre mis brazos, y tus ojos brillan como los míos.

—Luca…

Apoyé mi rostro en su ancho pecho y oí sus latidos. Sus brazos me rodearon y, por primera vez en mi vida, me sentí en casa. Aquel era el lugar que tanto había buscado, el único sitio en el mundo donde deseaba estar.

—Sé que hay cosas que no me has contado sobre ti —murmuré pensativa—, y sé que lo harás cuando llegue el momento. Y quiero que sepas que anhelo ese instante tanto como lo temo.

—Yo también lo anhelo tanto como lo temo, pero todavía no ha llegado ese momento, y me niego a pensar en él. Ahora mismo tengo muchas cosas de las que preocuparme.

—Como resolver ese acertijo —recordé.

—En efecto.

Se removió y yo me aparté. Estiró el brazo hasta su chaqueta, tirada en el suelo, y rebuscó en el bolsillo interior. Extrajo el papel plegado y volvió a acomodarse en la cama.

Le eché un vistazo mientras él lo leía con atención.

—Los acertijos no son complicados —declaró convencido.

Presté atención al primero y lo leí en voz alta:

—«Un cazador salió una mañana de su campamento. Caminó un kilómetro hacia el sur y vio un oso. Lo siguió hacia el este durante un kilómetro exacto, lugar donde lo mató. Luego lo arrastró un kilómetro hacia el norte hasta el mismo campamento de donde había salido. ¿De qué color es el oso?»

Fruncí el ceño y miré a Luca impresionada.

—¿Esto te parece fácil? Yo no le encuentro sentido.

Él sonrió con suficiencia y asintió.

—Todo tiene su lógica, solo hay que encontrarla.

Fijé mi vista en el segundo y mi ceño de incomprensión se acentuó.

—«Dos hermanos estaban tomando un trago en un bar. De repente, uno se enzarzó en una acalorada discusión con el cantinero. Sacó un cuchillo y, a pesar de los intentos de su hermano por detenerlo, hirió al cantinero en el pecho. En el juicio se lo encontró culpable de ataque con un arma mortal y de inferir heridas serias. Al finalizar, el juez dijo: “Se lo ha encontrado culpable de un grave crimen. Sin embargo, no me queda más remedio que dejarlo libre”. ¿Por qué?»

Alcé las cejas confusa y resoplé desconcertada.

Luca se inclinó lateralmente y extrajo del primer cajón de su mesilla de noche un bolígrafo y un bloc de notas.

Se incorporó acomodando tras su espalda la almohada doblada, flexionó las rodillas y apoyó el bloc en ellas. Observé con interés cómo comenzaba a apuntar datos en la libreta con expresión concentrada.

Al cabo, y tras haber escrito algunas líneas, releyó el primer acertijo y asintió para sí.

—Blanco —afirmó rotundo—, el oso es de color blanco. Es un oso polar.

Lo contemplé boquiabierta y miré sus notas y a él alternativamente.

—Y has llegado a esa conclusión por…

—El dato común y más llamativo de este acertijo es la distancia: un kilómetro. El cazador parece estar a la misma distancia de su campamento, tome la ruta que tome. Y el único lugar de la Tierra donde se puede caminar distancias iguales hacia el sur, el este y el norte, y acabar en el punto de partida es uno de los polos. Y puesto que en el Polo Sur dicen que no hay osos, se trata del Polo Norte, y ya se sabe de qué color son esos osos.

Lo admiré maravillada y contuve las ganas de borrar esa sonrisa vanidosa con un beso.

—¿Y el del hermano asesino? ¿Por qué se lo acusa y no va a la cárcel?

Luca arrugó el ceño y releyó con aguda atención el acertijo. Esta vez no apuntó nada, mordisqueó reflexivo la punta del bolígrafo y se encogió de hombros.

—Debe de haber una razón de peso para que a un tipo se lo encuentre culpable de un grave crimen y quede en libertad. La solución está en la frase del juez: «No me queda más remedio que dejarlo libre», lo que me lleva a suponer que el condenado debe de sufrir de alguna tara física.

—¿Por qué no psíquica?

—Pues porque, si fuera así, no lo dejarían libre, sino que lo internarían en un psiquiátrico.

Asentí aceptando su teoría.

—Debe de ser una tara muy peculiar para no entrar en prisión.

Luca se reclinó y cerró los ojos meditativo.

Volví a abrazarme a él, sentir su brazo rodeándome me hizo sentir segura y querida. Comenzó a acariciar mi cabello en un gesto repetitivo que empezó a adormilarme.

—¡Lo tengo!

Abrí los ojos y lo miré asombrada.

—El acertijo menciona al otro hermano y que intentó detenerlo —comenzó animado—, si no fuera importante ese dato, no tendría mucho sentido que se reseñara.

—Cierto.

—Con lo cual, ese dato es parte de la solución. Y si el hermano culpable no puede ir a la cárcel porque tiene una tara física, quizá el otro hermano sea su tara. Ya que, si fueran hermanos siameses, no sería justo mandar a prisión a alguien inocente que, además, intentó evitar el crimen.

Me incorporé completamente impresionada con aquella brillante deducción, fascinada por la agudeza de su ingenio, y absolutamente arrobada por ese gesto descreído y fatuo de quien conoce sus habilidades y las muestra con aquella relamida naturalidad.

Acaricié su mentón con la fija vista en sus voluptuosos labios y fui incapaz de contener el anhelo de probarlos.

Lo besé minuciosamente, recreándome, tanteando su lengua y apartándome para que fuera él quien me buscara. Gimió entregado y entonces me aparté para sumergirme en sus ojos.

—Con semejante recompensa, ya ardo en deseos de desentrañar los otros acertijos.

—Tu inteligencia me subyuga, Luca, pero esa boca tuya me nubla el entendimiento.

Curvó los labios en un gesto arrogante y me clavó una mirada ardiente.

Deslizó su mano por mi espalda sinuosamente hasta llegar a mis nalgas, repasó su redondez y las oprimió con posesividad.

—Hay un acertijo que lleva tiempo dándome vueltas y no logro resolver —susurró en un tono grave y roto que me erizó la piel—. ¿Cómo es posible que te desee tanto tras haberte hecho el amor?

—¿Importa el porqué? —musité frotándome contra él.

—No, solo me preocupa morir de hambre, pues, por mucho que coma, no logro saciarme de ti. Porque así me siento contigo, joder, nunca parezco tener suficiente.

—Entonces moriremos juntos devorados por este fuego.

Luca buscó mi boca y la tomó con famélica urgencia. Gemí ardorosa y, sin despegar nuestros labios, me coloqué a horcajadas sobre sus caderas. Balanceé las mías para sentir entre mis piernas su latente dureza y me alcé para cobijarla en mi interior.

Descendí lentamente, acomodando mi interior a la férrea incursión y saboreando cada sensación. Me aparté de su boca y me erguí arqueando levemente la espalda hacia atrás. Incliné la cabeza hacia el techo, cerré los ojos y comencé a cimbrearme con suavidad, buscando esa fricción que tanto exaltaba mis sentidos. Las grandes manos de Luca apresaron mis caderas, imponiéndome un ritmo lento. Nuestros cuerpos se acoplaron con una sincronía perfecta, prendiendo un placer que comenzó a desgastarnos.

Cuando sentí su boca cubriendo uno de mis pezones, exhalé un gemido largo y tortuoso. La voracidad de Luca, sus posesivos ademanes y el feroz deseo que lo consumía lo llevaron a tomar el control. Se incorporó aferrando con más fuerza mis caderas, me impulsó hacia atrás colocándose de rodillas y tumbándome de espaldas y comenzó a moverse con más vehemencia, marcando unas embestidas más profundas e impetuosas.

Un placer agudo me acuchilló deshilachando mi juicio en flotantes lenguas de fuego que me azotaron sin piedad cuando la yema de su dedo sumó su pericia al volcán en el que se hallaba sumido mi sexo. Ante un rudo empellón que desgarró mi garganta con un gemido roto, todo mi cuerpo se desmadejó en un orgasmo virulento. Los espasmos me sacudieron un largo instante, liberando de mi interior un líquido torrente que empapó las sábanas. Luca continuó moviéndose buscando su propio clímax. Me estremecí ante el quebrado grito que emergió de él cuando finalmente se derramó en mi interior.

Jadeante y trémulo, se inclinó sobre mi pecho y se acomodó en él. Lo cubrí con mis brazos, acompasando nuestras agitadas respiraciones.

Permanecimos un largo momento así, todavía asimilando y apaciguando aquel vertiginoso deseo que nos convertía en animales desesperados. Enredé mi mano en su espeso cabello y lo peiné hacia atrás besando su cabeza, derramando en aquel gesto todo el amor que me inspiraba.

—Esta conexión entre nosotros no es muy normal, ¿verdad? —musité embriagada por cuanto sentía.

Su cabeza, apoyada entre mis pechos, se movió ligeramente.

—No, no lo es.

Me estrechó con más vigor, como queriendo fundirse en mi piel.

—A tu lado siento que eres mi razón de ser, que eres cuanto he buscado, cuanto necesito —susurró enronquecido—. A tu lado comprendo lo vacía que ha sido mi vida hasta este momento, lo solo que he estado y el frío que nunca me abandonaba. Ahora este calor que me inunda me hace sentir realmente vivo. Aquí, entre tus brazos, todo cobra sentido.

—Luca…, te has metido en mi alma. Me da vértigo pensar en lo rápido que está sucediendo todo. Siempre he sido una mujer muy hermética, muy racional, pero contigo… contigo soy otra persona. Y, si lo pienso fríamente, sigo sin saber nada de ti.

Él alzó su rostro hacia mí, la expresión que teñía su rostro me desconcertó: una vulnerabilidad desconocida y una tristeza desgarradora que me impactó enormemente.

—Mi infancia transcurrió entre orfanatos varios y casas de acogida —comenzó con la mirada perdida—. Parecía no encajar en ningún sitio, tuve que superar el desprecio de los que se suponían serían mis hermanos, la desconfianza de tutores que me miraban con recelo y la compasión de las asistentes sociales que me devolvían al orfanato tras un rechazo más. Decían que tenía un problema de adaptación, pero no era verdad. No era un chico conflictivo, solo taciturno y apático. Pero no porque fuera mi carácter, sino porque era el escudo con que me protegía en cada nuevo traslado. Ya había sufrido demasiadas desilusiones y la esperanza de conectar se diluía tras cada rechazo.

—¿No conociste a tus padres?

—No, me abandonaron recién nacido en la puerta de un hospital.

—Fue una dura infancia —aseveré apenada, acariciando su cabello.

—La adolescencia fue peor, pero me convirtió en el hombre que soy.

—¿De dónde salió la pasión por la criptografía?

—De mi inquietud por encontrar una explicación a las cosas. De mi afán por comprender la mente humana y horadar en cada recoveco, quizá buscando descubrir lo que se esconde tras las diferentes visiones y pensamientos individuales. Comencé haciendo crucigramas y jeroglíficos como afición, para distraer mi mente y alejar mi abatimiento. Luego me cautivaron las adivinanzas y los acertijos, lo que me llevó a indagar sobre eso. Leí acerca de las tácticas de Julio César y de grandes líderes de la Antigüedad y acabé recopilando libros sobre el tema. Finalmente, me licencié con honores en Ingeniería Informática, con especialización en Criptografía.

—Me maravilla tu inteligencia y, ahora que conozco algo más de ti, también tu fortaleza. Te has hecho a ti mismo sin ayuda de nadie.

—El cerebro es un órgano que se puede ejercitar. Y yo lo he trabajado mucho, no es más que práctica —replicó circunspecto.

—Yo sería incapaz de alcanzar tu grado de deducción, tu capacidad analista es impresionante.

—Veamos…

Cogió de nuevo el papel, fijó en él su atención y comenzó a leer en voz alta:

—Un hombre murió y fue al paraíso. Allí había miles de personas, todas desnudas y con la apariencia que tenían a los veintiún años. Miró alrededor tratando de reconocer a alguien. Súbitamente vio a una pareja y supo que se trataba de Adán y Eva. ¿Cómo lo supo?

Fruncí reflexiva el ceño y lo miré expectante.

—No —negó con una sugerente sonrisa—, este acertijo lo vas a resolver tú. En realidad, ninguno entraña una excesiva complicación, simplemente se trata de leer con atención, separar las pistas y usar la lógica.

—Bien —acepté, concentrada en cada línea—. Si los reconoció fue porque poseen una característica especial que los diferencia del resto, ¿no es así?

Luca asintió, su sonrisa se estiró en una mueca complacida, alentándome a continuar elucubrando.

—La cuestión radica en esa característica física que los distingue —mascullé convencida—. Y si destacaron entre miles de personas desnudas, o estaban tremendos —murmuré socarrona— o Eva llevaba una manzana en la mano, o la serpiente de Adán siseaba.

Luca soltó una risotada divertido y me mordió la barbilla travieso.

—Mi serpiente aún sisea, nena.

—Pues no será porque no le haya tapado la boca.

Rio a carcajadas, contagiándome su risa.

—La has dejado muda unas cuantas veces, sí.

Continuamos riendo retorciéndonos por la cama.

—Espero que recupere pronto el habla —repuse entre carcajadas.

—Quizá si me das a probar tus manzanas… —espetó burlón—, logre balbucear algo.

—Todo sea por iniciar una interesante conversación.

Luca me atrapó risueño bajo él, se inclinó sobre mis senos y succionó voraz mis pezones. Me arqueé contra su cuerpo y me inmovilizó contra el colchón.

—Quieta, nena, creo que está susurrando algo.

Alcé la cabeza para mirarlo maravillada.

—No puedo creer tan rápida recuperación.

—La verdad es que yo tampoco.

Enterré los dedos en su melena y volví a hundir la cabeza en la almohada disfrutando de sus caricias.

Hicimos el amor y Luca se quedó dormido entre mis brazos, pero, por alguna razón, yo no pude conciliar el sueño. Algo rondaba por mi cabeza, pero no supe qué. Estiré mi mano hacia el bolso que había dejado sobre la mesilla y saqué cuidadosamente el smartphone, procurando no despertarlo.

Abrí el archivo pdf del diario y comencé a leer: «Una efímera bocanada de aire». Bien, por fin se encontraba con Lanzo, pensé tan nerviosa como ilusionada. Respiré hondo y me sumergí en la historia, en aquel siglo y en el corazón de Alonza.