CAPÍTULO 10
UNA NOTA INESPERADA
—La hice yo, pero era de tu abuela —respondió ofreciéndome el vaso de agua, que no cogí. Asintió tenso y se lo bebió él—. Al morir, empaqueté sus cosas, te serán entregadas cuando quede zanjada toda la burocracia ligada a la herencia —puntualizó de inmediato—. Sin embargo, me tomé la libertad de coger esta foto para mí.
—¿Por qué?
—Me gusta mucho.
Di un paso hasta la puerta y él se aproximó intentando retenerme.
—No me toques —advertí, todavía perpleja.
—¡Maldita sea, Alessia, no soy un pervertido ni un maníaco! ¿Acaso no puede gustarme una fotografía?
—¿Por qué la escondes entonces?
Resopló y se pasó las manos por su espeso cabello oscuro.
—Loretta… sube de vez en cuando a… comentarme asuntos de la tienda y no quiero que la vea y me cosa a preguntas, es muy chismosa.
—¿Tiene llave de tu apartamento?
—Sí.
—Ya veo, cosas de la tienda, ¿no? —aduje sarcástica.
Bajó la mirada molesto y sacudió la cabeza con cierta frustración.
—Más que chismosa, imagino que es celosa —apunté segura de que mi especulación era la correcta.
—Eres muy lista, Lois Lane. La prensa se ha perdido a una gran periodista. Un día más contigo y averiguas mi vida entera.
—No veo por qué no reconoces abiertamente que tienes una amante, a mí tu vida personal no me incumbe lo más mínimo —aduje flemática.
—No suelo contar mis intimidades a la primera de cambio ni soy hombre de jactarme de mi vida amorosa. Ya sé que te importa un bledo, bien, pues ya tienes lo que has venido a buscar: respuestas. Puedes irte satisfecha.
—¿Ahora me echas?
—¿Hay algo aquí que pueda interesarte?
Nos sostuvimos la mirada un largo instante. La atmósfera se tornó espesa y tensa. Me tomé la libertad de recorrerlo de arriba abajo con la mirada, manteniendo una expresión hierática que lo alteró visiblemente.
—Sí, hay algo más que me interesa aquí.
Noté que contenía el aliento, permaneciendo rígido y expectante. También capté la mirada que fijó en mis labios. Una mirada que cosquilleó mi piel.
—Quiero ver tu dossier sobre la investigación del diario.
Creí ver un gesto decepcionado en su faz, que enseguida sustituyó por una sonrisa indolente.
—¿De veras eres agente inmobiliaria y no una agente del FBI?
—Dejémoslo en una agente incisiva —completé con una sonrisa suficiente.
—Doy fe.
Abrí completamente el cajón y guardé la foto.
—Espero que no te cause problemas con la celosa Loretta —resalté mordaz.
—Y si me los causa es problema mío —musitó él cortante.
Me condujo a su despacho. En el camino atisbé por el amplio ventanal del salón y distinguí un hermoso patio interior. Curiosamente era similar al que había descrito Alonza en sus memorias. Sentí una punzada al pensar en ella y me afané por alejarla momentáneamente de mi mente.
—Espero que disculpes el aparente desorden.
La habitación era como una pequeña biblioteca con una gran mesa rectangular en el centro. Sobre su pulida superficie se desparramaban toda una serie de documentos, libros abiertos, un portátil y blocs de notas con anotaciones ilegibles.
—¿Aparente?
—Sí, donde tú ves desorden yo veo orden. Hasta que acabo una investigación no recojo mi mapa de trabajo. Una vez terminado y resuelto, lo archivo. Hasta entonces, el mapa crece sin parar. A menudo paso varios días sin entrar al despacho para despejarme. Luego, cuando entro y paseo la mirada por toda la red de pistas y datos recopilados, suelo encontrar un patrón común y hallo la solución.
—El portador —recordé.
—En efecto. También resuelvo acertijos. Te sorprendería saber lo que paga un millonario por amenizar una fiesta con amigos. O por dar la respuesta a una adivinanza en la que han apostado dinero. Ya sabes, las extravagancias de los ricos.
—Interesante —espeté mirándolo fijamente—, tu vida es muy interesante.
Tanto como él, me reconocí, pero me guardé muy bien de decírselo.
—No me quejo.
—Tengo otra duda —afirmé mientras examinaba una de sus librerías.
Allí, los títulos eran de lo más variopintos y desconocidos para mí: El lenguaje secreto de los números, The Code Book, Introducción a la criptografía moderna, La guerra de los códigos secretos, Cifrado César, Espías de Felipe II y, así, un sinfín de temas similares.
—Por lo que he podido comprobar, no te hace falta el dinero. ¿Por qué aceptaste el encargo de mi abuela?
—Porque me apasionan los retos, y este lo es. Además, no solo es mi trabajo: es mi afición.
Me llamó la atención el escudo de armas que había en una de las paredes. Franjas azules y doradas se alternaban en el fondo; sobre ellas, un áureo león rampante. Arriba, hojas decorativas y el yelmo de un caballero. Imaginé que sería el escudo heráldico de su familia.
Finalmente me acerqué a su mesa de trabajo.
—Muéstrame las pistas.
—Prácticamente he diseccionado cada párrafo del diario, aplicando diferentes técnicas esteganográficas y de cifrados más comunes de la época, pero además de ser un trabajo arduo y meticuloso, no dio resultado alguno. A excepción del acróstico donde se lee claramente «Poveglia», nada parece tener sentido. Por lo que deduzco que no hay código alguno, sino que el portador es un mensaje subliminal, algo que una mujer como Alonza dejó entrever, pero solo a alguien capaz de meterse en su cabeza. Y ese alguien eres tú.
—¿Porque soy mujer y antepasada? —inquirí descreída—. Mi abuela también y no lo logró.
—Tú compartes la inicial.
Parpadeé confusa y fruncí el ceño con marcada incomprensión.
—La «A» —aclaró.
—Y ¿qué tiene que ver?
Toqué instintivamente el colgante de plata que llevaba al cuello con mi inicial. Cuando lo leí en el diario, me impresionó saber que ella también llevaba uno, y que le había regalado a Lanzo otro como prueba de su amor y su entrega.
—No lo entiendes todavía porque no has terminado de leerlo. Pero la de Alonza es una gran historia de amor, un amor que truncó el destino pero que no logró apagar. No voy a desvelarte nada más, porque tienes que averiguarlo por ti misma. Tienes que sentirte ella para que tu mente se abra al conocimiento. Tú, Alessia, tienes la clave de este misterio.
De pronto, y de manera casual, caí en la cuenta de otro detalle.
—Tú también compartes la inicial de Lanzo.
—Yo no tengo nada que ver en esto —se apresuró a replicar él—. Soy ajeno a la historia, pero estoy implicado emocional y profesionalmente. Hice una promesa a tu abuela antes de morir y a mí mismo, y la cumpliré.
Sentí admiración por él, por su tesón, su lealtad y su pasión.
—Eso te honra. Creo que es hora de volver al hotel.
—¿Qué tal si damos un paseo, te enseño la ciudad, comemos y después te dejo en tu hotel para que pases la tarde leyendo? —propuso animado—. Creo que necesitarás fuerzas para lo que te aguarda. Además, podrás seguir acribillándome a preguntas.
—Me parece buena idea —acepté.
—En fin, si ya no deseas acariciar nada más —hizo una pausa provocadora y me miró ladino—, podemos irnos.
—De momento, por hoy, creo que podré pasar sin tocar tus cosas.
Sonrió divertido y de nuevo me abrió galante la puerta para dejarme pasar.
—Eres tan anticuado como tus cosas —repuse con sorna—, pero eso es parte de tu encanto.
—Antes nos llamaban caballeros —se quejó burlón poniendo los ojos en blanco.
Reí, y distendida le di un pequeño empujón a su hombro. Aquella inusitada cercanía por mi parte me pilló desprevenida incluso a mí. Pude ver regocijo en sus ojos y un gesto complacido que me produjo un extraño aletear en mi vientre. «No —me dije—, no, no, no». Pero otra voz interior, ingrata y traidora, se alzó contradiciendo a la razón: «Y ¿por qué no?».
Sacudí la cabeza de pensamientos confusos y alocados y descendí la escalera con él detrás.
Oí cómo se abría la puerta de entrada de la tienda y me detuve en el último escalón sin saber qué hacer.
Luca me empujó suavemente y ambos llegamos al rellano justo cuando una mujer joven bastante guapa, de dorados cabellos y ojos oscuros, nos miró contrariada.
Abrió la boca, pero no logró que saliera nada bien articulado.
—Eh…, yo… no…
—Hola, Loretta, te presento a mi nueva clienta, Alessia.
—Hola.
Le tendí la mano y ella me la estrechó. No me pasó desapercibida la mirada recelosa que me regaló, ni el gesto seductor que dirigió a Luca.
—No volveré hasta la tarde, tengo unos asuntos que atender.
—Como digas, Lu…, señor Vandelli —corrigió con prontitud.
Salimos a la calle y caminamos hasta el campo de San Polo.
—Tienes buen gusto —alabé.
—Soy anticuario, tengo buen ojo para las obras de arte.
—Sin duda, es muy bonita.
Pero su mirada me recorrió por entero con evidente aprobación y mi pulso se aceleró.
Un nutrido grupo de turistas japoneses nos arrolló en uno de los callejones. Luca tomó mi mano, se pegó a la pared y me ciñó a él, dejando paso a los exaltados transeúntes nipones.
Su proximidad me afectó más de lo que me habría gustado admitir. Me percaté entonces de su perfume y de la calidez que emanaba su pecho. Esa nítida conciencia de cada detalle concerniente a su persona me preocupó. Era como si mi cuerpo reaccionara al suyo. En lugar de permanecer rígida ante el inevitable contacto, me relajé y, para mi completa turbación, me acomodé contra él. Fue tan evidente mi rendición que Luca me miró con extrañeza y un toque de orgullo. Nuestras bocas estaban muy cerca, y sus oscuros ojos indagaron en los míos, esperando quizá una señal de conformidad, o una aprobación. No se la di, porque me recompuse a tiempo.
Rompí el contacto visual y el físico y fingí que aquel momento no había tenido lugar. Él no pareció contrariado, sino que continuó su labor de guía contándome la historia de aquel sestiere en particular con absoluta naturalidad.
Comimos en un coqueto restaurante, conversando de todo un poco. Luca era un hombre atento, inteligente y divertido. Y yo tuve que asumir que me atraía, que su mirada penetrante, su sonrisa pícara y su forma de ser lograban algo que había buscado todo ese tiempo en vano: evadirme del mundo. Y, aunque aquel sortilegio mágico se disolvería como humo cuando aquella aventura terminara, pensaba disfrutarlo.
—Hacía tiempo que no lo pasaba tan bien —reconocí alzando mi copa.
—También yo.
—¿Ni con la rubia Loretta?
Me miró esbozando una sonrisa perspicaz.
—Ni con la rubia Loretta —admitió.
En aquel momento me pregunté hasta dónde era capaz de llegar con aquel hombre. Por cómo me miraba, era fácil adivinar hasta dónde llegaría él, y aunque era una mujer libre, la cautela era una barrera difícil de sortear. Me había aislado de relaciones de cualquier tipo. A decir verdad, había tomado un camino en mi huida, una decisión que en realidad siempre me había merodeado desde la adolescencia, desde que perdí a mis padres. Camuflado en la nostalgia, ese desapego por la vida aparecía tentándome con rendirme. Siempre había luchado contra aquella inclinación, hasta que perdí toda motivación por seguir adelante. No pude evitar preguntarme si ese diario era la puerta a la esperanza, a una nueva oportunidad. De hecho, en apenas unos días me había sentido mucho más viva que tiempo atrás. Quizá el único tesoro que en realidad tenía verdadera importancia era encender de nuevo mi pasión por vivir, descubrir que aún había cosas por sentir, situaciones que vivir, lugares que conocer. Aquel viaje me estaba abriendo los ojos a un mundo nuevo pleno de sensaciones.
La nostalgia había comenzado a deshilacharse en guedejas a mi alrededor, pero permanecían ahí, acechantes, flotando ansiosas por volver a apresarme con su habitual inquina.
—No lo permitas —musitó él de repente.
Lo miré confusa. Había estado inmersa en mis pensamientos mientras terminaba mi plato.
—No permitas que la tristeza te atrape, Alessia.
Lo observé atónita. Dejé el tenedor en el borde del plato y me limpié con la servilleta. Bebí un sorbo de vino rosado y me enfrenté a él.
—¿También lees el pensamiento?
—He pasado demasiado tiempo observándote como para no poder interpretar tus expresiones.
—Has visto demasiado de mí y de mi vida, me temo —me lamenté incómoda.
Luca me sostuvo la mirada con inusitada gravedad.
—He llegado a conocerte sin estar presente en tu vida. Me he sentido ligado a ti en muchas ocasiones. He intentado ayudarte sin que supieras de mi existencia, aunque mi capacidad de actuación fuera muy limitada. Había momentos, cuando te veía tan sola, cuando todo tu cuerpo gritaba un abrazo, en que tenía que apretar los puños y resistir la tentación de dártelo yo. O cuando llorabas en silencio, me descubría sacando un pañuelo de mi bolsillo y me debatía por ir a tu lado y consolarte en mis brazos. O cuando reías y te brillaban los ojos y yo me encontraba sonriendo. O cuando discutías con tu esposo y yo me sentía impotente. O cuando os besabais y os perdíais en vuestro dormitorio, entonces yo me marchaba y tardaba tiempo en volver.
Tras esa inesperada revelación que me dejó completamente anonadada, se hizo un silencio tenso, que él volvió a romper:
—He estado en tu vida estos cinco años, Alessia, como un infame intruso, de la forma más ingrata y más desesperante que se puede estar, siendo invisible para alguien que estaba tan presente en mi vida.
Tragué saliva, sostuve su mirada y vi que, de algún modo, quizá inevitablemente, se sentía ligado a mí de una manera especial. Una manera que tal vez lo confundía, preferí pensar. Aunque no pude dejar de sentirme abrumada por su intensidad.
—En cambio, para mí, no eres más que un extraño.
Asintió casi imperceptiblemente, pude detectar un leve matiz apesadumbrado que se aprestó a eliminar esbozando una sonrisa liviana.
—Espero cambiar eso.
—Ya lo estás haciendo —espeté devolviéndole la sonrisa—, gracias por ser tan accesible.
—Es lo menos que puedo hacer por ti. Y, aunque era un trabajo, me sentí un vulgar voyeur.
—¿Por qué mi abuela no contrató a un detective experimentado? Según me has dicho, no te ganas la vida como detective.
—Pensaba hacerlo, pero yo me ofrecí. En cierto modo, mis aptitudes en el campo de la criptografía no difieren tanto de la investigación detectivesca. Todo se reduce a observar.
—¿Cómo era ella?
Me observó concienzudo, y me sentí analizada y molesta por su escrutinio.
—Era como tú, incisiva, tenaz y directa. Además, tenía tus ojos grises y algunos de tus gestos.
—Imagino que debes de saber por qué huyó de nosotros. En la carta no lo aclara, aunque incide en la típica excusa de hacerlo por nuestro bien. ¿Qué pasó en mi familia realmente?
—Pretendo mantenerte interesada en mí algún tiempo más, así que no me pidas que te muestre todas mis cartas en apenas veinticuatro horas.
—Pensaba que confiabas más en tus encantos.
—Quizá mis… encantos… atraigan a mujeres como Loretta, pero a una mujer como tú dudo que logren impresionarla.
—¿Quieres impresionarme?
—Quiero que me conozcas.
—¿Por qué, Luca?
—Porque quiero dejar de ser una sombra.
De pronto su expresión cambió y se crispó visiblemente. Miró con preocupación un punto detrás de mi espalda y sus dedos se cerraron sobre su servilleta.
—¿Ocurre algo?
—Nada, será mejor que nos vayamos, te acompañaré al hotel.
Pidió la cuenta y se apresuró a levantarse. La sonrisa vacua que se esforzó en componer no aligeró su inusitado desasosiego.
Me cogió la mano, obligándome a acelerar el paso. Su lividez y las continuas miradas sobre su hombro me indicaron con claridad que huíamos de algo o de alguien. No obstante, decidí no preguntar y permití que me guiara por las calles sin pronunciar palabra.
Ya frente a mi hotel, y sin soltar mi mano, entramos en el hall y me condujo hacia los ascensores.
—¿Qué planta es?
—La segunda, pero no es necesario que me acompañes hasta la misma puerta —objeté confundida por su actitud.
—Pero quiero hacerlo —replicó—, ya sabes que soy muy anticuado.
Me guiñó un ojo y su expresión tensa se suavizó ligeramente.
Le sonreí asintiendo y, cuando el ascensor abrió sus puertas, tiró de mí para adentrarme en él. Pulsó el botón con el número dos, la puerta doble se cerró y, en lugar de relajarse, me tomó por los hombros y me besó.
Su apasionada urgencia, me inmovilizó momentáneamente, y el asombro dejó paso a un indignado desconcierto que dio alas a mis manos. Posé las palmas en su amplio pecho e intenté empujarlo fútilmente. Ante mi incipiente rechazo, él aferró mi cintura y me ciñó con fuerza contra su cuerpo, acorralándome contra la pared.
Intenté en vano resistirme, pero cuando su lengua se enredó en la mía, cuando su calidez me atravesó y su pasión se desató, mis defensas se debilitaron. No solo me declaré vencida, sino que me encontré respondiendo con la misma vehemencia.
Apenas nos apercibimos de que las puertas se habían abierto y de que estábamos siendo observados, hasta que oímos un suave y admonitorio carraspeo.
Luca se separó de mi boca a regañadientes, me cogió de la mano y salimos al pasillo. Volvió a tomarme de los hombros y me miró con gravedad. No habló hasta que las puertas se cerraron.
—No voy a disculparme, Alessia. A decir verdad, he aguantado este impulso demasiado tiempo.
Sentí un cosquilleo en el bajo vientre y un aleteo extraño en mi pecho que me robó las palabras. Temblé ante su intensidad y, sin saber muy bien qué hacer, rebusqué en mi bolso la llave de mi cuarto.
Caminé hacia mi puerta seguida por él y, con el pulso todavía acelerado y las mejillas arreboladas, abrí y me giré encarándolo.
—Te… te llamaré cuando vuelva a necesitar un respiro.
—Aquí estaré para ti —musitó él con voz quebrada y rictus contenido. Sus labios inflamados atraían mi mirada y despertaban mis sentidos. La desvié de inmediato por temor a que adivinara el anhelo de volver a sentirlos sobre los míos—, como lo he estado siempre —agregó misterioso.
Tras un leve asentimiento con la cabeza, se alejó a grandes zancadas. La tensión de sus hombros volvió rígido su porte, arrebatándole aquella elegancia felina que caracterizaba sus movimientos. Cerré la puerta y me apoyé en ella tomando una gran bocanada de aire. Dejé caer el bolso al suelo y exhalé dejando escapar un gemido.
Rocé mis labios con la yema de los dedos y cerré los ojos. Quise alargar aquella mágica sensación que había despertado en mí. Todavía confusa y abotargada, me descubrí sonriendo queda.
Algo más recompuesta, me agaché para recoger el bolso. Fue entonces cuando reparé en un pliego de papel junto a la puerta. Alguien lo había introducido por debajo.
Lo desdoblé intrigada y lo que leí me secó la garganta.
Está en peligro, Alessia. Cuídese del señor Vandelli, la está utilizando para llegar hasta el tesoro. Es un hombre sin escrúpulos, capaz de todo por conseguir su objetivo. Hay mucho más en juego de lo que cree. Pronto me pondré en contacto con usted para ofrecerle mi ayuda. Hasta entonces, permanezca alerta y desconfíe de ese hombre.
Sentí un escalofrío que me hizo soltar la nota, que se planeó lánguida hasta posarse en la moqueta. Yo quedé allí absorta y aturdida, respirando agitadamente.
La duda sobre las verdaderas intenciones de Luca, que había ido disipándose con nuestra cercanía, me golpeó en aquel instante con fuerza arrolladora. Pero también era posible que aquella nota insidiosa pretendiera precisamente eso, que yo desconfiara de él y me apartara. Intentaban utilizarme, eso estaba claro, mi única incertidumbre era quién. Lo más sensato que podía hacer era no confiar en nadie, y es lo que haría a partir de entonces. De pronto, entendí el repentino malestar de Luca: debía de haber visto a alguien acechándonos.
Me acerqué a la cama, me recosté en ella, ahuecando el mullido cojín que adornaba el cabecero, y tomé el diario, que estaba sobre la mesilla. Supe que era de vital importancia que lo leyera cuanto antes. Alonza tenía la clave de aquel misterio y yo debía descifrarlo.
Lo abrí por donde lo había dejado y respiré hondo… Poveglia…