CAPÍTULO 35
TRAS LA ESPESA HIEDRA
—Blanco, hermano, ombligo y 661 —repitió Luca para sí, completamente abstraído en sus cavilaciones.
Había escrito en diferente orden las soluciones de los cuatro acertijos intentando encontrarle algún sentido. Según él, eran cuatro claves que, enlazadas con un patrón común, darían la solución final. Ya había usado distintas técnicas criptográficas, pero nada daba resultado. No obstante, Luca no cejaba. Consultaba libros, buscaba en internet, garabateaba una especie de algoritmos secuenciales, combinando las letras con los números buscando una palabra o una frase, intentando denodadamente desentrañar aquel complejo acertijo.
Cuando resoplaba frustrado, se pasaba las manos por el cabello, desordenándolo, y a menudo se levantaba y se dirigía a la ventana para observar por ella con las manos en los bolsillos y la mirada perdida en el horizonte. Luego, iluminado por alguna idea, regresaba a su escritorio y la ponía en práctica, trazando una especie de esquema, desglosando aquellos términos y tachándolos tras profundas inspiraciones frustradas y resoplidos impacientes.
Luego me miraba y reparaba en que estaba allí, y entonces su enojo se evaporaba. Me sonreía casi con asombro, con ilusión, y mi corazón se derretía.
—Saldré a leer al patio —murmuré devolviéndole la sonrisa—, no quiero entretenerte.
—Ven.
Ladeó la silla y se palmeó el muslo. Acudí a su lado y me senté en su regazo enlazando mis brazos a su nuca. Luca hundió el rostro en mi cuello inhalando gustoso, frotó la punta de su nariz contra mi piel y depositó un beso.
—Es la primera vez que trabajo acompañado, y me gusta.
—¿No te distraigo de tus concienzudas cábalas?
—Ahora sí, y lo necesito. Cuando me concentro demasiado en un punto, me viene bien distraer mi mente y aligerarla, porque usualmente, cuando regreso al trabajo, lo veo todo con más claridad.
—Vaya, y yo que pensaba que no estaba haciendo nada y resulta que mis brazos cruzados son decisivos en la investigación… Me siento bien —bromeé resiguiendo sus labios, que curvó en una sonrisa divertida.
—Es más decisivo un beso ahora mismo.
—¿De veras?
—De veras, nena —ronroneó entornando seductor los ojos.
—¿Alguien se resiste a esa mirada? —repuse embebida en su rostro.
—Mientras no te resistas tú…
—Creo que por eso no tendrás que preocuparte.
Rocé sus labios y él cerró los ojos. Observé su arrobada expresión y me sentí afortunada por ser yo quien la provocara.
—¿Vas a hacerme suplicar, nena?
—Voy a hacerte suspirar.
Atrapé su labio inferior y tiré suavemente de él, profiriendo un ronco gruñido. Luca entreabrió los labios para recibirme, pero me demoré indolente repasando su boca con la mía. Asomé juguetona la punta de la lengua para recorrer con ella sus labios, pero su hambre no me permitió seguir mi juego. Aferró mi nuca y me atrajo hacia él con voracidad. Su lengua atrapó la mía y la cercó dominante. Me saboreó con frenesí al principio, para colmar su ansia. Luego, el beso cambió. Me apartó para mirarme a los ojos y de nuevo me besó, pero esta vez con exquisita delicadeza, con almibarada ternura, derramando todas sus emociones y deleitándose en mi sabor. Cada tanto, se apartaba, me miraba afectado y regresaba a mi boca, logrando que perdiera el sentido del tiempo, que lo olvidara todo a mi alrededor. Solo se oían los largos gemidos placenteros, el roce terso y húmedo de nuestras lenguas, el murmullo de nuestras ropas.
Cuando por fin soltó mi nuca y deslazó su brazo de mi cintura, me dedicó una sonrisa cautivada y luminosa. Su boca inflamada y enrojecida me invitaba a tomarla de nuevo, pero haciendo acopio de una extraordinaria voluntad, me puse en pie y me encaminé hacia la puerta.
—Has logrado que suspire hasta mi alma, ladrona de voluntades. —Su voz sonó ronca y tan libidinosa que algo en mi vientre se enroscó como una serpiente hambrienta.
Me giré hacia él prodigando una sonrisa vanidosa y complacida, le guiñé un ojo y me toqué los labios, que todavía me cosquilleaban.
—Quien roba a un ladrón…
—… cien años de perdón —completó él divertido.
Arqueó una ceja travieso y sonrió con suficiencia.
—Volveré por más —prometí traviesa.
—Y más te daré…, nena.
Me costó romper el vínculo de nuestras ardorosas miradas. Y cuando logré salir del despacho me temblaban las piernas.
Tuve que apoyarme en la pared y respirar hondo con una gran sonrisa abierta de pura felicidad. Cerré los ojos y paladeé aquella bendita sensación que todavía burbujeaba por todo mi cuerpo.
Me adentré en su habitación para dirigirme al patio y, al atravesarla, me detuve en seco al reparar en un dibujo que había sobre la mesilla. Luca había estado rebuscando en los cajones el cargador de su smartphone y se había dejado algunos objetos sobre la mesilla de noche.
Me acerqué a aquella hoja de papel y, a cada paso, mi estómago se encogió un poco más al reconocer aquel dibujo, aunque trazado por otra mano en otro tiempo.
Había utilizado un rotulador de punta fina, y los trazos negros eran delicados y precisos. Una «A» y una «L», bellamente entrelazadas dentro de un corazón, como Gina había asegurado que llevaba por sello la carta de Lanzo, la que Lanzo había dibujado siendo un muchacho, casi a la llegada de Alonza a su casa. Tomé el dibujo y lo observé con atención. Quizá Luca había querido reproducirlo, y naturalmente era casi exacto a la lámina original que me entregó Gina, pero lo que me desconcertó y me hizo temblar realmente fue la fecha que había al pie del dibujo: noviembre de 1997. Hacía diez años ya.
Respiré hondo y sentí que la habitación me daba vueltas. Si Luca había dibujado eso hacía diez años, sin haber visto la lámina ni ninguna ilustración, era improbable que entre ambos dibujos existiera tanta similitud. Pues en el diario, aunque se describía, simplemente se mencionaba que eran las iniciales entrelazadas dentro de un corazón, pero hasta que encontré la lámina en casa de Gina nada lo había ilustrado. Así pues, era completamente imposible que Luca supiera dónde engrosar un trazo, dónde dejar un rizo y dónde curvar el arabesco que las unía como una hiedra hermanando dos rosas.
Aquello no tenía sentido alguno. Sin duda, en el diario debía de encontrarse alguna ilustración al respecto, y Luca la habría copiado sin más. No cabía otra explicación posible, o al menos verosímil.
Dejé el dibujo donde lo había encontrado y me encaminé al balcón con una sensación extraña martilleándome la sien. Todavía persistía en mí ese regusto receloso que me afanaba por sepultar y que me zarandeaba con preguntas inquietantes sobre la identidad de Luca. La sensación de que me ocultaba algo se negaba a desaparecer, y tan solo podía esperar a que se abriera completamente a mí, como lo estaba haciendo. No obstante, confiaba en él.
Descendí la escalera de hierro labrado y me dejé llevar por el adormecedor murmullo del agua. El apacible ambiente que se respiraba alejó por un instante mis inquietudes y me senté en el banco de piedra, tal como había visto a Luca aquella mañana. Me apoyé en la columna almohadillada de madreselva, subí los pies y flexioné las rodillas para acomodarme. No le habrían venido nada mal un par de cojines a ese banco, pensé sintiendo la fría piedra en mi trasero.
Saqué mi smartphone y busqué el archivo del diario. Me desplacé hasta el marcador de lectura y respiré hondo para enfrentarme a ese secreto que se escondía entre la niebla, tan deseosa como desazonada.
Comencé a leer y todo mi alrededor se desdibujó, transportándome a través de los siglos…
Perdí la noción del tiempo sumergida en la apasionante lectura, cuando de pronto una llamada me arrastró bruscamente a la realidad.
Era un número desconocido.
Pensé si descolgar o no un instante, pero un nombre acudió a mi cabeza por ser el único que tenía una tarjeta con mi teléfono. El resto de mis contactos estaban identificados en mi agenda. Aunque bien podía ser la llamada de cualquier comercial o institución. Quizá fuera un aviso de embargo del banco, o un reclamo de alguna corporación por impago, me dije.
—¿Diga?
—Alessia, soy Gina.
Me puse rígida en el banco y pegué bien el dispositivo a mi oído.
—Hola, Gina, ¿sucede algo?
—¿Estás sola?
Fruncí el ceño recelosa y me puse en guardia.
—¿Importa?
Se hizo un silencio y pude oír cómo exhalaba un suspiro. Parecía vacilar.
—Importa, sí —dijo por fin.
—Pues lo estoy.
—Alessia, apenas nos conocemos, pero pude ver tu complicidad con ese hombre…
—Luca —la interrumpí.
Y de pronto recordé mi primera conversación telefónica con él, su insolencia y su seguridad habían sido sus primeros imanes. Reprimí una sonrisa y me aferré a toda mi desconfianza para continuar la conversación.
—Con Luca —prosiguió ella en tono más irritado—. Te aseguro que esto me resulta muy violento, Alessia, pero me pareces una mujer maravillosa, y no me gusta que te utilicen.
Tomé una profunda bocanada de aire y apreté con más fuerza el teléfono.
—¿A qué se está refiriendo exactamente, Gina? No me gustan los rodeos.
—Ese hombre, Luca Vandelli —comenzó en tono cáustico—, vino a importunarme el día que estuviste aquí por primera vez. Acudió ya entrada la noche y me rogó que lo dejara entrar, que tenía que contarme algo de vital importancia, que estaba en peligro.
Contuve la respiración y traté de serenarme. Esa noche fue la que pasamos ambos en aquel hostal, en habitaciones diferentes, con lo que pudo escaparse sin que yo lo supiera. «¡No!», me reprendí, no podía creerla. Debía confiar en Luca y darle oportunidad de réplica.
—Y ¿qué le dijo?
—Que estaba trabajando en una importante investigación y que tenía que colaborar con ellos. No venía solo, iba con una mujer muy atractiva, morena y de aspecto distinguido, una tal Sofia Rizzoli, y dos hombres más.
Sentí una punzada temerosa que me agrió la boca del estómago.
—Y… y ¿cómo le pidieron colaborar?
—Dijeron que tenían que escenificar una serie de pistas para ayudarte a recordar.
—¿A recordar?
Comencé a sentir un nudo oprimiendo mi garganta.
—Sí, me dijeron que las piezas que les faltan las guardas en tu memoria, pero que no las recuerdas todavía, y ellos intentan ayudarte a recordar.
Abrí la boca completamente estupefacta, mi pulso se aceleró y mi garganta definitivamente se cerró. Tuve que inhalar una profunda respiración para serenar mi ánimo. No…, no entendía nada. Aquello era una completa locura. ¿Qué demonios estaba pasando? ¿Intentaban confundirme, ponerme en contra de Luca, volverme loca?
—Alessia, ¿sigues ahí?
—Sí…, sigo aquí —respondí trémula—, solo que no entiendo nada.
—No me dieron buena espina, y, bueno, solo quería alertarte contra ese hombre. Te pido, por favor, que no le digas nada: yo no quiero problemas, ni que vuelvan a molestarme. Créeme que lo lamento mucho, y que deseo de corazón que estés a salvo. Harías bien en abandonar Venecia cuanto antes.
Y colgó la llamada, dejándome lívida, confusa y angustiada.
No, no abandonaría Venecia, porque evidentemente eso era lo que buscaban. Gina era tan solo un peón que utilizaban quizá atemorizándola, quise pensar. Era la misma táctica del principio, hacerme desconfiar de Luca, apartarme de él, y no lo conseguirían. Él me amaba, lo veía en sus ojos, en cada gesto, y nada ni nadie podría convencerme de lo contrario.
Y, por supuesto, le hablaría a Luca de la llamada. No pensaba volver a ocultarle nada. Decidí no interrumpir su concentración, pero sabía que tampoco podría centrarme en la lectura, ya que me sentía demasiado inquieta para eso. Me apetecía salir a pasear, pero suponía que no sería muy sensato salir sola, teniendo en cuenta que seguían nuestros pasos, y Luca no consentiría que me expusiera. Así que me puse en pie y decidí explorar aquella casa.
Me pareció extraño que a aquel patio solo se accediera por la escalera de hierro forjado que partía del balcón de su habitación. Si esa casa era la de los Rizzoli como sospechaba, debía de tener una entrada en la parte baja. Y, aunque no lo fuera, no tenía mucho sentido que a un patio interior en la planta baja se accediera por el piso superior. Comencé a deambular por él inspeccionando con atención los muros repletos de plantas trepadoras y macetas con flores vistosas, buscando quizá una puerta oculta. Me situé mentalmente para saber dónde estaba la fachada principal de la casa y me dirigí a esa pared en particular.
Estaba cubierta por una cortina de hiedra que escalaba hasta la ventana del salón, cubriendo la totalidad del muro, bordeando las ventanas y frenada tan solo en los canalones del tejado. Las apretadas hojas acorazonadas y lobuladas, de un verde brillante, conformaban un entramado tan consistente y cerrado que, fuera lo que fuese lo que había en aquella pared, este lo protegía con pasivo celo. Me acerqué a la pared e intenté introducir mis dedos entre aquella maraña de hojas apasionadamente enredadas, palpando el fondo. Toqué un muro de ladrillo rugoso e irregular, que databa de la época, y, a ciegas, fui recorriendo el centro de la pared de hiedra con ambas manos. Fui desplazándome hacia la derecha sacando las manos y volviendo a penetrar con cuidado aquel espeso telón de hiedra. Paso a paso, fui recorriendo la longitud del muro hasta que mis manos tocaron una textura diferente. Animada, comencé a palpar reconociendo un portón de madera, me sonreí victoriosa y aparté con más ahínco el entramado. En efecto, era una puerta de gruesas molduras, ajada y desgastada por el tiempo. Descubrí que justamente en aquel recuadro la hiedra se separaba sin problemas, ya que habían cortado los tallos que unían las hojas en una línea vertical para poder acceder a aquella entrada oculta.
Descorrí el velo vegetal y me adentré tras él, hallándome frente a la puerta. Por un momento me sentí en la antesala de otro mundo, como si aquella puerta llevara a otro tiempo, al pasado, a aquella época en la que ellos habían vivido y se habían amado. Sentí un extraño hormigueo en el vientre y tomé aliento. Posé la mano en el pomo y lo giré, la puerta gruñó quejicosa, pero cedió hacia el interior. Tras de mí, un rumor de hojas susurrantes; enfrente, un silencioso pasillo penumbroso.
Utilicé la linterna de mi teléfono móvil para alumbrar aquel angosto espacio. Detecté un acre olor a rancio, posiblemente procedente de la humedad de las paredes de ladrillo visto, que parecían rezumar su añejo aliento.
El opaco y mortecino resplandor provenía de la parte superior de una puerta al fondo, donde un cristal esmerilado filtraba la luz del exterior.
Recorrí aquel pasillo apercibiéndome de varias puertas a los lados, que decidí investigar a mi salida.
Como imaginaba, la puerta acristalada estaba abierta, y por ella se accedía a una especie de almacén de la tienda de antigüedades.
Aquella trastienda me resultó tan dolorosamente familiar que casi esperé ver aparecer a Lanzo, y mi corazón estúpidamente se aceleró. No cabía duda de que era el mismo lugar y, curiosamente, apenas había cambiado. Naturalmente ya no había hierbas ni potes con remedios, ni tampoco una camilla, pero sí estaban las alacenas horadadas en el muro, la gran mesa en el centro, la chimenea y la ventana lateral que daba a la calle, demasiado alta para verla, pero lo suficientemente amplia para llenar aquel espacio de luz.
La sensación que me invadió me desconcertó por su intensidad, la familiaridad que me asaltaba con aquel repentino ímpetu me desconcertó. ¿Era posible que tan solo haber leído y haber reconocido aquel lugar por una escena reciente entre ellos lograra provocarme tan vívida emoción?
Recorrí aquella sala, donde se apilaban muebles antiguos envueltos en plásticos, grandes cajas, cuadros y diversos objetos sin desembalar. Me encaminé hacia un armario renacentista que llamó mi atención. Guiada por un impulso, acaricié la labrada superficie repasando el tallado con la yema de los dedos, como si esperara que su recia y lustrosa madera me contara sus secretos.
Lo abrí y deslicé mis ojos por una percha que sostenía un largo abrigo de cuello alto y mangas cosidas y acuchilladas de color negro, elegante pero austero para la época. Acaricié las tiras abullonadas de la manga y su tacto me estremeció. Sentí la necesidad de aspirar su fragancia, y me dejé llevar por aquel absurdo impulso. Acerqué mi nariz al hombro y cerré los ojos. Olía a polilla con un levísimo deje a lavanda.
Suspiré, no sé muy bien por qué, pero sentí un conato extraño de melancolía. Alcé la vista al estante superior, por el que asomaba lo que parecía la esquina de una carpeta de viejo cuero marrón. Me alcé ligeramente de puntillas hasta alcanzarla y la arrastré hasta que cayó en mis manos.
Sacudí el polvo de su arrugado lomo y la abrí. Lo primero que vi fue un emblema, un ojo dentro envuelto en jirones de niebla. Aquello me paralizó, permanecí inmóvil un instante, tomé aire y lo leí.
Era el documento de adhesión a la sociedad de Lanzo Rizzoli, en el que juraba su fidelidad a la orden y prometía proteger con su vida los secretos que tan celosamente compartieran en sus reuniones. Observé con inusitada emoción la firma de Lanzo, sus trazos alargados y levemente inclinados suscitaron la necesidad de reseguirlos con la punta de mi índice. Y así lo hice, como si tocando aquellas letras lo sintiera más cerca. Entonces, me detuve con extrañeza, preguntándome de dónde provenía aquel anhelo. Cerré la carpeta abruptamente y la dejé en su lugar. Otra pregunta más inquietante era por qué Luca poseía tantos objetos de los Rizzoli, y por qué no me había dicho que los tenía. Bien era cierto que era coleccionista y anticuario, pero lo que cada vez me quedaba más claro era que su relación con aquella familia era más estrecha de lo que sospechaba.
En la parte inferior, en la base del armario, una vieja maleta asomaba provocadora. Me incliné y solté los cierres, abriéndola. En su interior había diseminados numerosos folios: en unos había extrañas ilustraciones; en otros, frases desordenadas con interrogaciones. Reconocí en algunos una letra infantil y dibujos rudimentarios e imprecisos de plantas, las famosas iniciales, unos bellos ojos de mirada profunda, una niña con el pelo corto sentada en un alféizar, un anillo… Detuve mi atención en aquel dibujo trazado por la vacilante mano de un niño, pero sin duda claramente reconocible por el corazón grabado en el centro. Sentí en mi estómago un punzante desasosiego tan intenso que me provocó un escalofrío.
Advertí que otro folio solo estaba plagado de interrogantes, podía apreciarse en el furioso trazo la impotencia del joven autor. En el siguiente, había preguntas repetidas: «¿Quién soy? ¿Por qué a mí? ¿Dónde estás?»… Preguntas de un niño perdido y solo que expresaba su miedo, su rabia y su dolor en aquellas letras.
Aquel joven y desorientado Luca me inspiró una profunda compasión.
De pronto oí un ruido procedente de la tienda que me tensó y me cortó el aliento.
Cerré la maleta con sigilo y también el armario y me escondí entre unas grandes cajas. Los ruidos continuaban, era como si alguien estuviera registrando la tienda. No pude contener mi curiosidad y salí de mi escondite.
Me acerqué subrepticiamente a la puerta que daba a la parte trasera del mostrador y me asomé por los cuarterones de cristal.
Reconocí al hombre que registraba un archivador en la zona habilitada como despacho. Era Stefano. Una mujer rubia fácilmente reconocible miraba ansiosa hacia la escalera que llevaba al apartamento mientras lo alentaba a darse prisa.
¡Tenía que avisar a Luca!
Saqué mi smartphone del bolsillo de mis pantalones y comencé a teclear rápidamente un mensaje, avisándolo de lo que estaba pasando. Me apresuré a desactivar el sonido por si me contestaba y permanecí quieta conteniendo el aliento.