CAPÍTULO 19

Libro cerrado

LAZOS DE CONFIANZA

Me debatí entre unos fuertes brazos, pataleé y luché infructuosamente. Pero aquel hombre cercó mi cintura y me ciñó a él con tenacidad.

Unos pasos acelerados resonaron entre los muros de piedra. Por la entrada del callejón pude ver cómo dos hombres corrían por la calle de donde me acababan de arrancar a mí.

La tibia brisa nocturna me trajo sus murmullos. De nuevo pasaron ante nosotros, dejando claro que me buscaban. El hombre me inmovilizó contra el único hueco que había, una puerta de madera enclavada bajo un arco abovedado.

Comencé a retorcerme intentando hacer ruido, pensando que entre aquel proverbial silencio un sofocado gemido se oiría. Pero él acercó su boca a mi oído y susurró:

—Chis…, quieta, Alessia, soy yo.

La voz de Luca congeló mis movimientos, pero aceleró mis latidos.

Permanecimos inmóviles y en silencio un buen rato. Sentir su respiración tras de mí, la calidez de su cuerpo envolviéndome y su rotundidad apresándome me turbaba. Y, aunque intenté tranquilizarme, continuaba respirando agitadamente. Su cercanía y su contacto removían mi interior con inoportunos recuerdos.

—Creo que ya no hay peligro —aseveró aflojando su abrazo.

Denoté en su tono una vibrante tensión.

Pareció costarle soltarme, pero cuando lo hizo no solo sentí frío, sino desamparo.

Me tomó de la mano y caminó sigilosamente hacia la entrada del callejón tirando con suavidad de mí.

Se asomó subrepticiamente por la esquina y, tras atisbar a ambos lados, salimos a la calle principal a buen paso. Seguir sus largas zancadas me obligaba casi a correr. Doblamos varios recodos, girando a izquierda y a derecha. Antes de doblar una esquina para tomar una nueva calle, Luca se asomaba con extrema precaución para asegurarse el camino despejado. Yo estaba completamente perdida, sin poder encontrar ni un punto de referencia que me situara.

Me sorprendió lo mucho que me había alejado del centro, o quizá Luca solo estuviera dando un rodeo para despistar a nuestros perseguidores. De cualquier modo, parecía saber adónde dirigirse.

Cuando se detuvo en la puerta de un pequeño hostal y comprobó de nuevo si nos seguían, me lanzó una mirada furiosa que me sobrecogió.

—No puedo llevarte a tu hotel esta noche porque estarán apostados en las proximidades; tampoco puedo llevarte a mi casa por el mismo motivo. Hasta que amanezca, debemos escondernos. Así pues, no quiero ni una réplica, ¿entendido?

Su tono frío y amenazador me hizo fruncir el ceño, pero asentí.

Nos adentramos en el hostal y nos registramos en una habitación doble, fingiendo ser una pareja más. A tal efecto, él rodeó mi cintura y se mostró excesivamente cercano acariciando mi talle, un gesto que me incomodó tanto como me excitó.

Subimos a la primera planta hasta la habitación asignada. Cuando entramos, Luca cerró con llave, me soltó y se dirigió raudo hacia la ventana. Apartó apenas la cortina para acechar la calle y, tras un tenso instante, la soltó y respiró aliviado.

Yo, en cambio, contuve el aliento ante su ceño y su mirada resentida.

—¿Por qué demonios me espiabas?

—Necesitaba confiar en ti, y no puedo hacerlo.

Se me acercó lentamente y sentí el impulso de retroceder, pero logré mantener mi posición.

—Te dije que no salieras sola, que era peligroso. Te juro que, cuando te descubrí en aquella plaza, tuve que reprimir las ganas de ir hacia ti y darte un buen escarmiento, y si no lo hice fue porque ellos me acechaban. Pero cuando te vi alejarte no dudé en ir tras de ti. No creas que fue fácil deshacerme del hombre que me vigilaba, tuve que dejarlo inconsciente en un callejón. Cuando te localicé de nuevo y te vi entrar en aquella casa, estuve a punto de aporrear la puerta para sacarte de allí. Pero fui paciente y te esperé, aunque no dejé de sortear a los hombres que me buscaban.

Se puso frente a mí, inclinó la cabeza y me fulminó con la mirada.

—Te niegas a decirme la verdadera relevancia de todo esto —le recriminé altiva—. Me escondes cosas, y así es imposible que confíe en ti. Además…

Me interrumpí abruptamente, preguntándome demasiado tarde si debía confesarle mi encuentro con Stefano.

—Además, ¿qué?

Tomé aire y sostuve su acusadora mirada, resuelta a liberar todos mis recelos.

—Además, sé que también registraste las posesiones de mi abuela, sé que… fuiste tú quien me mandó las instantáneas de la infidelidad de mi esposo y… también sé lo cariñoso que eres con todas tus clientas.

Agrandó los ojos consternado y asombrado y su rictus se endureció. Apretó los puños y sus labios se oprimieron en una línea rígida.

—No tengo ni el jodido beneficio de la duda —bramó ofuscado—. Crees todo lo que te dicen, cuando sabes que lo hace mi enemigo, ¡joder!

—¡Lo he visto! —me defendí tan irritada como él.

Su rostro palideció y su mirada se crispó furibunda.

—Me… mostraron unas fotografías tuyas —detallé observando cómo su semblante se oscurecía— en las que te vi haciendo todas esas cosas.

—¿Stefano?

—Me acorraló en el ascensor de mi hotel.

—Y te indispuso conmigo.

—Las imágenes son evidentes, eras tú… haciendo todas esas cosas. No hay malinterpretación posible en ellas.

—¡Claro que la hay, por supuesto que la hay! —replicó iracundo—. Dime, ¿qué viste en realidad?

—Te vi a ti, registrando la habitación de mi abuela mientras ella dormía en su cama, te vi haciendo fotos en la ventana de un motel de carretera, y te vi… abrazando a una de tus clientas.

—Te juro por Dios que, si no fuera por la promesa que hice y porque me importas, me largaba ahora mismo.

—No te largas por el tesoro —proferí acusadora.

Me aferró por los hombros y me clavó una mirada dura y dolida.

—Piensa lo que quieras de mí, que es lo peor, por lo que veo. No temas, me buscaré otro hotel, y desde ahora mismo, rompo mi promesa y te dejo sola en esto.

Me soltó y se dirigió ofendido hacia la puerta. En ese preciso instante, un pánico incontrolado me asaltó. Una voz interior me gritó que no lo dejara marchar, pero otra me instaba a permitirlo. ¿Qué sentido tenía retenerlo si no confiaba plenamente en él? Si pudiera conseguir que me contara todo lo que me ocultaba, que él también confiara en mí…

—¡Luca!

Ya abría la puerta cuando lo alcancé. Me interpuse entre esta y él, y lo encaré mirándolo suplicante.

—No me dejes.

Sus felinos ojos se suavizaron, aunque la gravedad seguía tensando su rostro.

—No confías en mí, no tiene sentido que sigamos perdiendo el tiempo —adujo severo.

—Tampoco tú en mí. Sé que posees información que no compartes conmigo —reproché posando las palmas de mis manos en su pecho. Pude apreciar cómo aquel contacto lo confundía—. Yo… necesito una explicación, necesito confiar en ti, y trabajar como un equipo unido. ¿Cómo crees que me sentí cuando vi esas fotografías? Estuve tentada de llamarte, pero quise investigar por mi cuenta.

Nos miramos largamente, buscando en el otro un asidero al que poder agarrarnos para continuar juntos aquella aventura.

Luca respiró hondo, mis manos, en contacto con su torso, notaron cómo sus pulmones se llenaban dilatando su pecho. Sentí el impulso de moverlas hacia sus hombros, pero las retiré, no sin esfuerzo.

En cambio, él apoyó las suyas en la puerta y me ciñó contra su cuerpo. Inclinó la cabeza posando su frente en la mía y resopló contenido.

—Alessia, voy a contarte cuanto sé, pero antes… antes necesito besarte.

Acarició la línea de mi mentón hasta llegar a mi barbilla, la alzó y acercó su boca a la mía. Mi corazón atronó desacompasado en mi pecho, su penetrante mirada me encogió el pecho. Una sensación efervescente burbujeó en mi bajo vientre y mil alas revolotearon en mi pecho cuando sentí el contacto de sus labios sobre los míos.

Entreabrí la boca y su lengua incursionó en ella, buscando la mía. Liberé un ronco gemido ante su apasionada urgencia. Me besó con dulce desesperación, frotando mi lengua con la suya, explorando cada rincón, embriagándome con su sabor. Y yo, yo me rendí tan ansiosa y hambrienta como él. No fue hasta que lo tuve sobre mí cuando descubrí mi anhelo por volver a tocarlo, por besarlo, por sentirlo mío.

Me negué a pensar, era hora de sentir, y como ya me había ocurrido con él, mi cuerpo despertó voraz. Me encontré intentando arrancarle la camisa, ávida por tocar su piel, pero él aferró mis muñecas y se apartó de mí. Su mirada turbia de deseo contrastó con la determinación que palpitaba en su mandíbula.

—No.

—¿No? —repetí aturdida y molesta.

—No hasta que confíes en mí.

Me cogió la mano y me sentó en la cama. Él tomó asiento en la butaca que había junto a la ventana y cruzó indolente las piernas, observándome con atención.

—Deja de mirarme así —masculló tenso—, o no podré contarte todo lo que sé.

Que mi deseo insatisfecho fuera tan evidente encendió mis mejillas. Me mordí el labio inferior y él cerró brevemente los ojos, como si buscara en su interior su propio autocontrol. Cuando los abrió de nuevo, compuse una expresión lo más serena posible mientras intentaba apagar las brasas que ese hombre provocaba con su sola presencia.

—Adelante, quiero saberlo todo.

Exhaló una profunda bocanada y se acarició pensativo el muslo. Ese simple gesto hizo que mis ojos admiraran sus musculosas piernas y, de nuevo, las brasas resurgieron crepitantes.

Maldije en silencio el hambre voraz que sentía por él.

—¿Qué fue lo que descubriste en mi despacho?

Aquella pregunta me secó la garganta. Desvié la mirada nerviosa y medité muy bien mi respuesta. Resultaba obvio que sabía que había estado revolviendo entre sus papeles, de nada valdría negarlo. Así pues, decidí ser sincera.

—Que tienes el escudo de armas de los Rizzoli como si fuera el tuyo propio. Y que Lanzo desapareció en 1641.

Luca entornó los ojos y me miró suspicaz.

—¿Desapareció? Y ¿de dónde sacas esa conclusión? Porque, que yo sepa, en el árbol genealógico solo figura la fecha de nacimiento y de deceso. Veo que en verdad has estado investigando por tu cuenta. Dime lo que has averiguado y te mostraré mis archivos.

Como era natural, a alguien tan sagaz y avezado como él nada le pasaba desapercibido. Decidí ser franca y confié en recibir lo mismo.

—Esta mañana he estado consultando unos libros en la biblioteca Marciana. Descubrí que Lanzo había participado en la batalla de Creta y que fue declarado desaparecido. También encontré una mención a Alonza en la que retaba al dux en una apuesta, asegurando poder pasar por hombre para combatir a los moriscos. Tengo la sospecha de que lo que deseaba era ir en busca de Lanzo.

Tras un breve silencio, Luca respiró hondo y asintió.

—Conozco esa información y todo lo que ocurrió en aquella batalla, está todo en el diario, pero llevo viviendo toda mi vida aquí y no se me ocurrió buscar el burdel que regentó Alonza. En Venecia hay muchas casas parecidas, pero cuando vi cómo te detenías frente a esa en concreto, la reconocí al instante. ¿Descubriste algo en su interior?

Su entornada y aguda mirada me escrutó perspicaz. Era evidente que temía que le ocultara algo. No obstante, yo no quería involucrar a Gina en toda esa trama. Había sido un hallazgo fortuito y, de todos modos, unas simples láminas no aportaban nada más que un bonito legado familiar.

—Que su propietaria es una anciana encantadora que rehabilitó el edificio conservando cuanto pudo su esencia.

Luca me observó evaluándome con recelo. Adopté una expresión serena y sostuve su intenso escrutinio sin apartar la mirada. Sabía que, si detectaba el más mínimo titubeo, me interrogaría hasta la saciedad.

—¿Nada más? —murmuró pertinaz.

Negué con la cabeza, y esta vez fui yo quien lo taladró con una mirada inquisitiva.

—Tu turno.

Dibujó una ligera sonrisa mordaz y arqueó la ceja con una mirada astuta y sibilina que aguijoneó cierta parte de mi anatomía.

Me recosté acomodándome sobre la cama. Me puse de costado, hinqué el codo en la almohada y apoyé la cabeza en la palma.

—¿Crees que podré hilar una sola frase viéndote repantigada en esa cama? —masculló reprobador.

—No veo por qué no —respondí fingiendo inocencia.

—Porque solo tendré neuronas para lograr permanecer aquí sentado y no saltar sobre ti.

Sonreí divertida, y mi parte juguetona, esa que creía extinta, le dirigió una mirada insinuante. Mis piernas se movieron inquietas y forcé un bostezo aprovechando para desperezarme. Disfruté vanidosa cuando sus ojos se posaron en mis curvas.

Luca puso los ojos en blanco y resopló frustrado. Solté una carcajada traviesa y él cerró sus manos en los brazos de la butaca. Sus nudillos se pusieron blancos.

—O confías pronto en mí, o serás responsable de una muerte por combustión espontánea.

Reí de nuevo y me compadecí de su gesto hosco y malhumorado.

—Disculpa, no te distraeré, me interesa mucho lo que tienes que contarme.

Adquirí una expresión circunspecta y lo observé expectante.

—Vayamos por partes, como diría Jack el Destripador.

Sofoqué una carcajada, él alzó una ceja y sonrió mordaz.

—Empezaré por las instantáneas que te mostró Stefano —comenzó respirando hondo—. Sin duda me viste hacer todas esas cosas porque las hice, pero todas tienen una explicación. Respecto a la mujer a la que abrazaba, confieso que he abrazado a unas cuantas —me guiñó travieso un ojo—, pero seguramente esa foto corresponde a una mujer morena y atractiva, y no es una de mis clientas —matizó frunciendo el ceño—. Esa mujer fue la esposa de Piero Rizzoli, y ese día fue el de su funeral. Ya había tenido contacto con ella anteriormente porque solicité una cita con Piero y ella tuvo la amabilidad de ponerme al tanto de la delicada salud de su marido. Me ayudó mucho en mis pesquisas.

—¿Qué buscabas exactamente de los Rizzoli?

—Un colgante.

Aguardé una aclaración mirándolo inquisitiva. Entonces recordé las palabras de Loretta en su apartamento informándolo de que ningún coleccionista parecía saber nada de un colgante.

—Era lo que buscaba en casa de tu abuela. Es lo que llevo buscando desde que todos mis recursos esteganográficos y criptográficos resultaron infructuosos. Utilicé todos los protocolos conocidos para desencriptar y no conseguí nada, tan solo el lugar donde podría estar escondido el tesoro, pero necesitamos la ubicación exacta. He barajado mil posibilidades, y mi intuición siempre me lleva al mismo punto: el colgante. Creo que ese colgante es el portador. Tengo la sospecha de que, usándolo sobre un párrafo determinado, nos dará la localización del tesoro.

—Pero hay dos —repuse—, el de Alonza y el de Lanzo.

—No, hay otro más. Todavía no has llegado a esa parte del diario.

—Hay algo que no me cuadra. ¿Por qué buscabas ese colgante por tu cuenta? Dabas la impresión de ser un ladrón aprovechando el sueño de una anciana.

Mi última frase torció su rictus, su mirada se endureció un ápice, pero, al cabo, su semblante se recompuso con un mohín paciente.

—Tu abuela no estaba dormida, ya había entrado en coma. Llamé a los servicios de emergencia y rebuscaba en sus cajones la carta que dejó para ti. —Hizo una pausa y desvió la mirada. Su expresión se oscureció, quizá recordando aquellos momentos—. Ornella no tenía consigo el colgante, pero sí recordaba que su padre lo había vendido a un famoso anticuario de Florencia cuando ella era niña y pasaban por apuros económicos.

Asentí, intentando asimilar de manera fría aquella información.

—Respecto a la infidelidad de tu esposo, no soportaba ver cómo te engañaba, no lo merecías, y yo…, bueno, me tomé esa libertad.

—Te extralimitaste en tus funciones, aquellas fotografías se me clavaron como puñales —reproché grave y seca.

—¿Habrías preferido no saberlo?

—Creo que no solo buscabas abrirme los ojos —aduje entornando los párpados recelosa—. Creo que querías alejarme de él, aislarme para traerme contigo a Venecia y que juntos averiguáramos el paradero de ese supuesto tesoro.

—Creo que ya tenía una relación con ella mucho antes de que yo apareciera —se defendió ofuscado—. Y, sí, la verdad suele doler, pero es la única manera de acabar con una mentira. Y vuestro matrimonio lo era.

A pesar de la veracidad de sus palabras, no pude evitar sentir ganas de increparlo. Pensar en Nicola solía llenarme de amargura, y por alguna razón tenía la necesidad de verterla sobre Luca.

—Lo fuera o no, no era asunto tuyo.

Él apretó la mandíbula y asintió levemente con una mueca tensa.

—Mis disculpas —barbotó tirante—. Quizá cuando todo esto acabe te apetezca regresar con él.

—Nicola hace tiempo que forma parte de mi pasado. Y ahí seguirá.

—Como bien dices —espetó ceñudo—, no es asunto mío.

Asentí con cierta rigidez y carraspeé para recuperar el tono de la conversación, esquivando toda emoción posible.

—Si el colgante fue vendido a un anticuario, ¿por qué lo buscaste en la familia Rizzoli?

Luca sostuvo mi mirada y suspiró profundamente antes de responder:

—Las familias de abolengo suelen transmitir y traspasar sus posesiones, su historia y sus anécdotas más singulares, e incluso sus secretos más oscuros, como, digamos, parte de su linaje. Necesitaba encontrar más piezas del puzle, y ellos son parte relevante de la historia de Alonza. Además, uno de los anticuarios a los que pregunté por el colgante me reveló que había otra familia interesada en su hallazgo: los Rizzoli.

—Sin embargo, el último Rizzoli murió sin descendencia, con lo cual solo queda de esa parte la viuda. Así pues, debe de ser ella la interesada en el colgante. Pero, si así fuera, significaría que…

—… que sabe de la importancia real de ese colgante —completó Luca.

Abrí mucho los ojos, asimilando aquella información. No solo Stefano ambicionaba el tesoro, también la viuda. Cuanto más averiguaba, más ramificaciones se atravesaban en el camino.

—Dijiste que ibas a mostrarme tus archivos y todo cuanto has descubierto del caso.

—Y lo haré, mañana iremos a mi apartamento.

—Hay otra cosa que no encaja —musité desconfiada—. Si la viuda persigue lo mismo que nosotros, no tiene mucho sentido que te ayude en tu investigación.

Luca sonrió con una mueca de suficiencia orgullosa en su rostro. Intrigada, me encogí de hombros inquisitiva.

—Pues lo hizo, y más de lo que ella misma imagina.

Se puso en pie y se acercó a la ventana, apartó apenas el visillo y atisbó por la abertura. Cuando se giró hacia mí, su mirada se posó hambrienta en mis labios. Me hormiguearon como si sus ojos tuvieran el poder de acariciarlos físicamente. Me estremecí queda.

—Creo que será mejor que coja otra habitación —anunció.

Asentí conforme y me incorporé algo nerviosa por su penetrante mirada. Ahuequé la almohada y la puse en mi regazo, como si aquel irrisorio parapeto me procurara algún cobijo ante la intensidad de la que Luca me hacía objeto.

Había muchas preguntas sin respuestas, muchos recelos no satisfechos y una tensión sexual tan palpable que tensaba poderosamente nuestros cuerpos, que hasta parecían poder oírse crepitar, sucumbiendo a la implacable llama de un deseo cada vez más voraz.

—Yo también lo creo —convine.

Luca caminó pausado hasta la puerta, esgrimiendo una calma que no sentía. Cuando la abrió y se volvió hacia mí, la contención tensaba su rictus.

—Mañana querré saberlo todo —recordé.

—Mañana te lo contaré todo, no tienes ni idea de cuánto anhelo tu… confianza.

Nuestras miradas se engarzaron más tiempo del prudente. La garra del deseo me apresó con más fuerza cuando insensatamente miré su boca, tan próxima a la mía.

—Me habría gustado seguir la lectura esta noche, dudo que duerma mucho —me lamenté.

—Puedes hacerlo, yo mismo transcribí el diario a mi ordenador para elaborar un completo y exhaustivo análisis. Lo tengo en formato pdf y suelo consultarlo desde mi móvil. Puedo pasártelo por correo electrónico al tuyo.

—Me encantaría.

Dirigí mis pasos hacia mi bolso y, al abrirlo para sacar mi tarjeta profesional, asomaron las esquinas de las láminas plastificadas. Sentí un nudo en la garganta y las acomodé de nuevo con cierta urgencia. Miré de soslayo hacia la puerta y dibujé una sonrisa vacua mientras cerraba el bolso.

—Espero ansiosa ese archivo —repuse entregándole mi tarjeta.

Luca extrajo un móvil del bolsillo interior de su chaqueta y comenzó a teclear en la pantalla mi dirección de correo electrónico. Al instante, mi dispositivo emitió el característico sonido de la notificación.

—Ahí lo tienes, feliz viaje al pasado. Por cierto, ¿por dónde vas?

—Carla Brunetti acaba de aceptarla como pupila y esa noche planea mostrarle una exhibición real de lo que se espera de ella.

Luca sonrió sibilino, sus ojos refulgieron pícaros.

—En efecto, no dormirás, tendrás demasiado… calor.

Y, tras una ligera inclinación de cabeza, salió de la estancia cerrando tras de sí.

Intrigada y anhelante, con el pulso todavía acelerado, saqué mi smartphone del bolso, me lancé sobre la cama y abrí el archivo. Sonreí al reparar en el asunto del correo electrónico: «Salir de tu cuarto debería convalidarse como grado supremo de monje tibetano».

Tuve que obligarme a apartar a Luca de mis pensamientos y centrarme en la lectura.