CAPÍTULO 8

libro abierto

DESTINO CONFABULADOR

Con el paso de los meses, ya casi tres desde la marcha de Lanzo, comencé a encontrarme mal. El malestar solía ser matutino, aunque en las noches, pesadillas dantescas me asolaban condenándome al insomnio. Había perdido el apetito y me asaltaban implacables náuseas. Estaba pálida y ojerosa, y lo achaqué a la profunda tristeza que provocaba la ausencia de mi amor.

Sumida en mi particular malestar, no reparé debidamente en la excesiva atención que Caterina me procuraba. Cuando una arcada me convulsionaba y corría al excusado, solía encontrarla espiándome con mirada recelosa. Nada preguntaba, pero tenerla tan pendiente me preocupaba.

Al menos, Marco había decidido ignorarme. En cuanto a Bianca, solía visitarnos con frecuencia y se paseaba por la casa como si ya fuera dueña de ella. Esa sensación grimosa de verlas a ella y a Caterina juntas y cuchicheando reptaba por mi espina dorsal cada vez con más ahínco. Era consciente de que, a menudo, sus risas sofocadas provenían de alguna burla sobre mi persona. No obstante, ignorarlas había sido siempre la mejor estrategia. O eso creí en un principio, pues mi indiferencia pareció acicatearlas y comenzaron a volverse más audaces y sibilinas.

—Da la impresión de que tu enfermedad, en lugar de remitir, se acrecienta —murmuró un día Caterina, que junto a Bianca se entretenía en su labor mientras yo leía junto a la chimenea—. Deberías dejar que te visitara un médico.

—No, es tan solo una indisposición pasajera.

—¿Tanto temes a los médicos?

—No es temor, simplemente no estoy mal —repuse con cautela.

—Pues no lo parece, no hay más que verte —espetó Bianca entornando los ojos y dedicándome una mirada desdeñosa.

Ambas rieron maledicentes, burlándose de mi aspecto.

—Últimamente vomitas mucho —apuntó Caterina, se frotó pensativa la barbilla y, mirando alarmada a Bianca, agregó—: ¿Los vómitos no eran un síntoma de la peste?

—Y los bubones —repliqué comenzando a perder la paciencia—. Y no tengo ninguno.

—Pero tengo entendido que los bubones aparecen después, cuando la enfermedad ya está avanzada —indicó Bianca, componiendo un mohín asqueado.

—Con lo que no podemos descartar que la estés contrayendo —insistió Caterina ocultando sin éxito una sonrisa malévola—. Además, estuviste en contacto con ella.

—Eso fue hace más de dos años —aclaré furiosa—, pero sois tan estúpidas que no sabéis que el período de incubación no pasa de dos semanas.

Ambas apretaron los labios ofendidas y me miraron resentidas.

—Sin embargo, durante nuestra salida al teatro vi cómo dabas unas monedas a un mendigo tiñoso que bien podía estar infectado —repuso Caterina con una sonrisa escalofriante.

—Eso no es cierto, no me acerqué a ningún mendigo —mascullé alzando la voz.

—Yo también te vi —apoyó Bianca— y, curiosamente, ahora estás enferma.

—¡No estoy enferma, maldita sea!

Las jóvenes se cubrieron las bocas con espanto ante mi exabrupto furibundo.

Me puse en pie cerrando el libro. No pensaba tolerar más sus absurdas acusaciones.

—Eres una ingrata, siempre lo has sido —escupió Caterina con inusitado rencor—. Así pagas nuestra preocupación por ti. Mi padre te acogió en nuestra casa poniendo en riesgo a toda su familia, y tú… y tú… abusas de nuestra confianza y buena fe portándote como una…

Me acerqué a ella y, encarándome belicosa, la enfrenté.

—¡Dilo! —la alenté furiosa.

—Tú lo sabes bien.

En su dura mirada traslució un odio que me desarmó.

—Esta casa nunca será tuya, ni mi apellido —silbó entre dientes.

Esa última frase sí me asustó, pero me guardé bien de mostrarlo.

—No soy yo quien los ambiciona precisamente.

Dirigí una mirada intencionada a Bianca, que, al igual que Caterina, me contemplaba con afilada animosidad.

Salí del salón con la espalda erguida y falsa calma. Caterina conocía mis sentimientos por Lanzo, y eso sí era peligroso, pues haría cuanto estuviese en su mano por perjudicarnos.

No logré alejar la intensa desazón que habían provocado en mí sus palabras. En su sesgada mirada verde pude apreciar con claridad que, como enemiga declarada, no pararía hasta ganar su guerra contra mí. Además, tenía una aliada tan pérfida como ella. Debía evitarlas a toda costa. Quizá lo mejor sería recluirme en mi cuarto y pedir que me subieran la comida. Sí, me dije, mejor sortear el peligro y conseguir apaciguar su animadversión hacia mí.

Conduje mis pasos hacia la cocina en busca de Concetta.

La encontré desplumando enérgica una gallina.

—Parece algo personal —comenté sonriente.

—Arrancar plumas está mejor visto que arrancar mechones, y te aseguro que a veces me dan ganas de lo segundo —adujo poniendo los ojos en blanco.

—También a mí —coincidí—. ¿No tendrás alguna otra gallina por ahí?

Alzó una ceja interesada y, tras terminar su tarea, le pasó el ave a una de las cocineras.

—¿Problemas?

—Caterina ha vuelto a la carga.

La mujer resopló apartándose una guedeja gris de su rubicundo rostro.

—Esa niña parece llevar al diablo dentro. ¿Qué nueva travesura ha ingeniado?

Me senté en una banqueta mientras Concetta cortaba unas verduras. Le conté lo sucedido en el salón, y la expresión de la mujer se tornó severa dibujando una mueca grave que trazó un ceño profundo en su faz.

—¿Sigues vomitando? —inquirió preocupada.

—No siempre, pero las náuseas no me abandonan por las mañanas.

Su penetrante mirada me inquietó sobremanera.

—También me encuentro muy cansada y tengo ganas de dormir, pero me asaltan pesadillas. Aunque por las tardes suelo dormitar tras la comida, algo que antes no necesitaba.

El rostro de Concetta se oscureció de repente. Pareció tragar saliva forzadamente y me miró ansiosa. Se limpió las manos en el delantal y llamó a Domenica.

—Termina esto, no tardaré.

Me tomó del brazo y casi me arrastró fuera de la cocina. Titubeó a la hora de decidir hacia dónde dirigirse, hasta que se decidió por el patio interior. Me condujo hacia allí con rictus tenso y ánimo disgustado.

—¡Maldición, Alonza! ¿Qué locura has hecho?

Me relamí nerviosa y confusa, y sacudí la cabeza sin entender.

—¡Santa Madonna, apiádate de nosotros! Has arruinado tu vida, muchacha —exclamó contrita. Se santiguó y me miró con una aguda angustia en su semblante.

—No sé a qué te refieres —espeté asustada.

—Te entregaste a Lanzo, ¿no es verdad?

Bajé la mirada azorada y asentí con lágrimas en los ojos.

—¡Dios mío, niña, estás condenada!

—¡Lo amo y no me arrepiento de nada! —barboté envalentonada.

Concetta negó con la cabeza y me miró compasiva. Sus ojos se humedecieron y me obligó a sentarme junto a ella en uno de los bancos de piedra.

—Estás embarazada, Alonza, de tres meses calculo; tendrás al hijo de Lanzo antes de que él regrese. Tiene que saberlo, solo él puede salvarte.

Aquella noticia fue como una fuerte bofetada en el rostro. ¿Un… un hijo? Sentimientos contradictorios me desgarraron en aquel momento, abriéndome en canal. Un hijo de Lanzo… Habría sonreído si el miedo no me hubiera atenazado las entrañas.

—No puedo hacerlo volver antes de lo planeado. Este año es crucial en su futuro.

Me cogió las manos y exhaló un suspiro acongojado.

—Muchacha, creo que no eres capaz de ver las terribles consecuencias de tu estado.

—Al menos, se romperá mi contrato de matrimonio.

Concetta me miró gravemente, su rictus se contrajo de nuevo y resopló como si le faltara el aire.

—Es tu vida la que se romperá —sentenció mirándome a los ojos—. No solo caerá sobre ti la ignominia de la sociedad, sino que atraerás la ira desatada del señor Rizzoli ante la pérdida de tan jugosos beneficios para él. También cargarás con el honor ofendido de una casa poderosa, los Castelli, y el más temible desamparo. Te echarán de aquí como a un vulgar perro, Alonza.

—No me importa, sé que Lanzo vendrá por mí —farfullé trémula.

—Tenemos que procurar ocultar este secreto el mayor tiempo posible y planear tu huida antes de que regrese Lanzo —sugirió cavilosa—. Esconderte en algún lugar antes de que tu estado sea evidente y, cuando regrese el muchacho de Padua, decirle dónde te encuentras. Es cuanto se me ocurre.

—Concetta, no tengo a nadie en el mundo —repuse estrangulando un sollozo.

—Me tienes a mí, muchacha, y lo tienes a él. —Me tomó entre sus rollizos brazos y me acunó contra su pecho—. Solo pido a Dios que seamos suficiente para evitar tu desgracia. De momento, creo que lo mejor es que te recluyas en tu cuarto, aduciendo estar enferma pero evitando que ningún médico te examine.

—Es justo lo que venía a pedirte, que me trajeran la comida a mi cuarto, pero porque no soporto la presencia de Caterina.

—Ahora más que nunca debes alejarte de ella. Si se entera de tu estado, se lanzará sobre ti como una hiena.

Asentí inquieta. La opresión en mi pecho se hizo más consistente y el amargor en mi boca, más pronunciado.

—Mientras —agregó tomándome por los hombros—, debes procurar estar tranquila y comer bien. Yo trataré de buscarte acogida en casa de alguien de confianza. Como mucho, presumo que dentro de un par de meses será evidente tu embarazo; para entonces organizaremos la huida de noche. Y, con suerte, nadie sabrá de ti. Yo misma le diré a Lanzo dónde encontrarte, y con ayuda de Dios, marcharéis muy lejos de Venecia.

—No… no sé cómo agradecerte tanto, mi buena Concetta.

—Parece que la Madonna me asignó el papel de ángel guardián —murmuró mirándome con dulzura—. No me agradezcas nada, pequeña, lo hago de corazón y porque pienso que la vida ya te ha golpeado bastante para permitir que las hienas te devoren.

Sonreí muy conmovida y besé sus mejillas antes de abrazarla con fuerza.

—Eres un ángel, de eso no hay duda —susurré agradecida.


Apenas salía de mi cuarto, la poca luz natural que recibía provenía de mi ventana. Y, aunque me acostumbré a leer junto a ella, buscando algún rayo de sol, la sensación de encierro comenzó a ahogarme. Echaba de menos pasear, aspirar el aroma de los rosales del patio, acercarme al frescor de la orilla del canal y contemplar espacios abiertos.

Tan solo recibí dos visitas de Fabrizio que insistía en llamar a un médico amigo suyo, ofrecimiento que yo me apresuraba a rechazar esgrimiendo una sonrisa agradecida. Cuando llamaban a la puerta, pellizcaba mis mejillas para alejar la palidez y tener un aspecto más saludable. Comencé a usar vestidos holgados y a fingir sonrisas y despreocupación, aunque en mi interior la inquietud por mi futuro empezaba a desesperarme. Anhelaba tanto el regreso de Lanzo que esa frustración comenzó a convertirse en un dolor casi físico. Sentía un vacío tan palpable que, a pesar de estar en primavera, el frío no me abandonaba.

Aquella mañana no pude soportar más la reclusión y decidí bajar al patio a respirar y a leer. Elegí bien la hora, asegurándome de que Caterina había salido, y me aventuré escaleras abajo. Me detuve en un peldaño al oír la voz de Marco y aguardé inmóvil hasta que sus pasos se perdieron por el pasillo. Bajé rauda la escalinata y me encaminé hacia el patio, libro en mano.

El cabello me había crecido lo suficiente para poder trenzármelo de nuevo. Una agradable brisa acarició mi nuca y suspiré embriagada la penetrante fragancia de las rosas. Los verdes muros recubiertos de madreselva parecían brillar acariciados por el sol. El gorgoteo del agua derramándose por los platillos de la fuente circular compuso la perfecta melodía a aquel pequeño pero mágico reducto, ya tan lleno de buenos recuerdos. Lo sentí allí, conmigo, y de algún modo tuve la certeza de que él pensaba tanto en mí como yo en él.

Me senté y me recosté contra la mullida pared vegetal, acaricié mi apenas redondeado vientre y sonreí dichosa. Lo llevaba dentro de mí, nuestro amor latía en mi interior, y solo eso me daba las fuerzas necesarias para continuar.

Leí y dormité toda la tarde y, mucho más serena, regresé luego a mi habitación. Cuando abrí la puerta, esa paz se evaporó en el acto.

El joyero de mi cómoda había sido revuelto, y ni siquiera habían tenido la delicadeza de ocultar ese acto. Comencé a inspeccionar mis escasas posesiones para descubrir demudada que solo faltaba el anillo de plata que Lanzo me había regalado el día de Navidad. Un anillo que lo significaba todo para mí y que guardaba celosamente, deseando llevarlo el día de nuestra huida.

Desesperada y furiosa, salí de nuevo y me dirigí al cuarto de Caterina. Mi instinto proclamaba a gritos su culpabilidad.

Llamé con fuerza a su puerta, esperando impaciente una respuesta que no llegó.

Enfilé escaleras abajo con una bola creciente de fuego expandiéndose por mi interior.

Cuando entré en el salón, Caterina y Bianca, de espaldas a mí, reían divertidas. Marco estaba de cara a la ventana, parecía esperar a alguien.

Con gran aplomo, me planté delante de Caterina con los brazos en jarras.

—¡Devuélveme de inmediato lo que has robado de mi cuarto! —exigí furiosa.

Ella parpadeó ingenua, mostrando exageradamente su falso desconcierto.

—No sé de qué me estás hablando —se defendió.

—Del anillo de plata con un relieve de corazón en el centro.

—¿Parecido a este?

Miré el dedo anular alzado de Bianca y mi rostro se desencajó.

—¡Es justo ese!

Hervía de furia ante la retadora mirada de ambas arpías.

—Ese anillo se lo regaló Lanzo a Bianca el día de Navidad por su compromiso.

—¡Mientes, víbora! ¡Acabas de robármelo!

La frustración y la furia pusieron acerbas lágrimas en mis ojos. Mis mejillas ardían y todo mi cuerpo temblaba.

—Es cierto —corroboró Bianca—, es la prueba de amor que Lanzo me regaló antes de partir.

—Lanzo te detesta tanto como yo —escupí rabiosa.

Y, sin poder contener el acceso colérico que ya incendiaba todo mi ser, me lancé sobre ella con intención de arrebatarle el anillo, aunque tuviera que arrancarle el dedo en el intento.

Forcejeamos y logré tirarla al suelo. Caí a horcajadas sobre ella, que chillaba desaforada, y aferré su mano con violencia. Estaba a punto de quitarle el anillo del dedo cuando sentí cómo tiraban con fuerza de mi trenza.

Me giré hacia Caterina, que me golpeaba la espalda con saña mientras llamaba a Marco en su auxilio.

Oí pasos apresurados y cómo alguien me alzaba en volandas. Unos fuertes brazos rodearon mi cintura y me ciñeron a un amplio pecho. Intenté infructuosamente revolverme contra mi captor.

—Parece que has engordado, Alonza —insinuó Marco en mi oído—. Creo que tus sospechas eran ciertas, Caterina: esta ramera ya se ha abierto de piernas.

Grité y me revolví iracunda, pero mis pies seguían sin tocar el suelo. Marco era demasiado fuerte.

Me inmovilizó contra él y esperó a que Caterina se acercara.

—Creo que finalmente habrá que llamar a un médico.

—Padre no regresa de Nápoles hasta mañana —musitó Marco.

Aquella información me heló la sangre. Decidí no presentar batalla y permanecí inmóvil. Sin Fabrizio en casa, mi desprotección era absoluta.

—Llévala a su cuarto, Marco, y enciérrala con llave en él. Mañana nuestro padre tomará una decisión respecto a esta situación. Ha deshonrado a nuestra familia y tendrá que pagar por ello. Y un duro precio.

Bianca me miró triunfal, sonriendo satisfecha.

—Pronto saldrás de esta casa, perra. Lanzo es mío.

—Nada deseo más que estar lejos de aquí —acepté—, pero por muy lejos que me vaya, Lanzo dará conmigo.

—Eso ya lo veremos —amenazó Caterina con sonrisa pérfida—. ¿Acaso creías que había olvidado tu ataque? —Se bajó el hombro del vestido mostrándome la recta cicatriz que cruzaba la tierna piel de su brazo—. Yo no olvido ni perdono.

—Tampoco yo, a partir de hoy.

Marco me tomó en brazos y me llevó en volandas escaleras arriba. Rígida y con el rostro vuelto para no mirarlo, soporté su contacto como una penitencia más.

Cruzó la puerta de mi alcoba conmigo en brazos, cerró de una patada y me lanzó sobre la cama. La ladina sonrisa que me regaló no vaticinó lo que sucedería a continuación.

Cuando comenzó a desabrocharse los botones del jubón, un sudor frío perló mi frente. «No —me dije—, no». Aquello no podía pasar, no sería capaz. Su mirada dura y ansiosa imprimió en mi ser un pánico atroz que me hizo temblar y me revolvió el estómago.

Se desprendió de los zapatos y se quitó las calzas, mostrándome su endurecida virilidad. Miré a mi alrededor en busca de algo con lo que defenderme, pero él fue más rápido.

Se abalanzó sobre mí, sepultándome contra la colcha. Aferró mis muñecas y ciñó con rudeza su frente a la mía. Sentir su aliento me asqueó.

—Te entregaste de buen grado al enclenque de mi hermano, ahora vas a saber lo que es un hombre de verdad. Algo que, por otra parte, he deseado hacer desde el día en que te conocí. He soportado tu indiferencia y cómo contenías sin éxito tu desprecio por mí; es tiempo de una compensación.

—Por favor, Marco, no lo hagas, te lo ruego. No cometas esta bajeza.

—Giulia es demasiado inocente y pura para que descargue mis instintos sobre ella. Mejor liberarlos sobre alguien más experimentado, ¿no crees? Debo avisarte sobre un detalle: soy algo rudo con mis bajas pasiones, y prefiero los lamentos a los jadeos.

Me abofeteó con tanta saña que a punto estuve de perder la conciencia. No tuve tanta suerte, por desgracia. Supe que, si me resistía, la bestia que tenía sobre mí enloquecería. Sentí cómo abría con hosquedad mis piernas y apartaba impaciente la falda. Comencé a llorar aterrada y todavía suplicante le rogué que no lo hiciera. A esa demanda siguió un fuerte puñetazo en mi costado que me dejó sin aliento unos instantes y boqueando como un pez.

Sus fuertes manos apresaron mi garganta en un cepo letal. Su dura y desquiciada mirada me robó la respiración más que la presión de sus dedos.

—Si algún día te atreves a contar esto, juro sobre la tumba de mi madre que te mataré, y si se lo cuentas a él, será él quien muera si se atreve a enfrentarme. Y, como bien ha pronosticado Caterina, creo que vas a necesitar un médico. Si no hubieras salido de tu cuarto, no te habrías caído por la escalera, ¿cierto? Pero tuviste que salir.

La maléfica sonrisa que esbozó contorsionó sus facciones en una mueca casi demoníaca.

—Pagarás por esto —escupí llena de odio—, de mi mano o de la mano del destino, pero pagarás.

Un puñetazo nubló mi vista y prendió de dolorosas llamas mi mejilla. Sentí el ferroso sabor de la sangre en la comisura de mis labios y amargas lágrimas recorriendo mi rostro mientras aquel animal abusaba de mí. Arrancó el escote de mi vestido con fiereza y manoseó burdo mis senos, con tanta violencia los apretó que grité para su placer.

—Así, Alonza, lo estás haciendo muy bien —jadeó libidinoso.

Sentí su incursión como un puñal en mi vientre. Sus bruscos movimientos eran dolorosas punzadas con las que, más que gritar, exhalaba alaridos desgarrados. Sus repugnantes jadeos fueron veneno en mis oídos y sus continuos golpes laceraban algo más que mi piel, rompiendo mi alma en mil pedazos. Temí por el bebé que llevaba en mis entrañas, pero estaba a merced de un salvaje, de un ser inhumano y maligno contra el que nada podía hacer, excepto rezar por sobrevivir a aquel infame ataque.

Intenté alejar mi mente de aquello, cerrar los ojos y soportar aquel suplicio pensando en otra cosa, evocando algún recuerdo, pero no me lo permitió.

—¡Mírame, puta!

Una violenta bofetada volvió a girarme la cabeza, y esta vez una nebulosa se perfiló atrayente a mi alrededor. Sin embargo, el dolor la alejó sumiéndome en la más profunda desolación.

Tras varios envites más, culminó con una última invasión, tan profunda y brutal que sentí algo desgarrándose en mi interior.

Cuando se retiró con una sonrisa jactanciosa, me giré de lado y vomité.

—¡Me has complacido mucho, Alonza! Lástima que no pueda repetir, pronto te marcharás de aquí. Y, aunque creas que acabas de vivir un infierno, me temo que esto es solo su antesala.

Se vistió sin prisa, con ademanes indolentes. Me lanzó un beso y salió altivo y orgulloso de la habitación.

Sollocé dolorida, tenía el rostro ardiente por las magulladuras y el alma quebrada, pero lo que realmente me sumió en un abismo de dolor fue la cálida y densa humedad que recorría mis muslos. Sangraba.

Intenté levantarme, pero ni siquiera conseguí incorporarme. Solo hice lo único que pude hacer: gritar mi rabia hasta desgarrarme la garganta.