CAPÍTULO 47

libro abierto

LA APUESTA

Poco después, el gran Claudio Monteverdi falleció de muerte natural.

El funeral se celebró en la basílica de San Marcos. Fueron unas exequias fastuosas, a las que asistió el dux y el Senado en pleno. Salvo Tiziano, ningún artista había recibido semejante demostración de afecto. No obstante, algunos pensaron que no era suficiente y organizaron otro funeral, igual de pomposo, en la capilla de los lombardos de la iglesia de Santa Maria Gloriosa dei Frari. Fue enterrado ahí, en el último ábside del evangelio.

Una multitud se arremolinó en la gigantesca iglesia para darle el último adiós. Cuando el sepulturero, vigilado por los entristecidos rostros del público, selló la tumba, un individuo uniformado con el hábito de los cantores de la capilla ducal se abrió paso entre la multitud y se arrojó encima de la lápida sollozando y rogando a grandes voces el perdón de Dios. Era Domenico Aldegati, con quien Monteverdi tuvo un pleito porque el cantante lo injurió en público acusándolo de ladrón, aunque luego se arrepintió avergonzado por tal infamia cuya víctima era un hombre de tal edad y rango, tan querido por los venecianos.

Y allí, tirado sobre su tumba llorando desconsolado, juró que mientras él viviera habría siempre flores frescas sobre su tumba. Y, en efecto, siempre hubo una rosa blanca sobre ella.

Pasó el tiempo y yo seguí recibiendo amenazas de muerte, por lo que reforcé la seguridad de mi casa y amplié mi escolta. Hasta que un día me llegó una carta diferente.

Me citaba en un lugar curioso, el pozo que había frente al palacio Contarini del Bovolo, muy cerca del Rialto, con dos exigencias: que fuera sola y que llevara el libro con su mensaje descifrado.

No fui sola, y aunque Lanzo se ocultó, debían de saber que estaba acechando, pues no aparecieron.

No hubo más cartas, pero sí una respuesta.

Lanzo recibió un requerimiento del Estado para alistarse en la flota del capitán Biagio Giuliani, ya que el sultán otomano Ibrahim I había declarado la guerra a Venecia.

Debía partir de inmediato para reforzar los dos fuertes venecianos al nordeste de La Canea que custodiaban el estrecho de Dardanelos, la frontera entre ambos continentes, por donde se esperaba que comenzara la conquista otomana.

—Te mandan al frente, al punto más candente y peligroso —musité angustiada.

Desde la llegada de la primera amenaza había decidido pasar todas las noches conmigo. En realidad, pasaba más tiempo conmigo que en su casa. Todos sabían que yo era su amante oficial y él el mío, pues desde la muerte de Carla yo no había vuelto al oficio. Tan solo regentaba el negocio y percibía mi porcentaje.

Lanzo me abrazó y yo me acomodé sobre su pecho. Estiró las arrugadas sábanas y nos cubrió con ellas. Nuestro deseo permanecía inagotable a pesar de colmarlo cada noche, y aquella efervescente pasión que nos consumía nos unía de un modo mágico. No era una simple entrega física, era tan profunda y tan espiritual que a través de nuestros cuerpos se enlazaban también nuestras almas. Y no solo mediante el goce carnal, sino que era capaz de hacerme el amor con una dulce mirada, una tierna sonrisa o una simple conversación.

Aquel año fue el más dichoso de toda mi vida.

Gina también la iluminaba con su sola existencia. Ser madre inundaba mi corazón de gozo y plenitud, e incluso Lanzo había traído alguna vez a su hijo para que jugaran juntos.

Recorrí con mis dedos su vasto pecho trazando imaginarias líneas errantes y sinuosas, observando cómo su respiración lo henchía.

—Me mandan a una muerte segura, y no puedo negarme —contestó circunspecto—, y el dux lo sabe. Lo que me lleva a pensar que es justo lo que busca.

Alcé mi rostro hacia él con semblante inquisitivo.

—Busca apartarme de ti y eso solo puede significar una cosa.

—¿Qué?

—Que él es el miembro oculto.

Abrí los ojos como platos, atónita. Tragué saliva e intenté asimilar aquella reflexión tan inquietante.

—Alguien dentro de palacio nos permitió celebrar las reuniones en la cámara, y dudo que el dux no estuviera al tanto. Y si algo tengo claro es que no es un hombre que haga nada sin aguardar un beneficio. Luego te citaron frente al palacio de los Contarini, y no fue una mera casualidad, Alonza. Ellos son la familia más cercana al dux, y posiblemente el emisario que pensaban enviarte era una persona de confianza. Y ahora esto. Saben que estamos juntos, suponen que yo he descifrado el libro o me incitan a que lo haga amenazándote. Pero también creen que, alejándome de ti, serás más fácil de amedrentar.

—Huyamos, Lanzo —mascullé atemorizada. Si el gran dux estaba detrás de toda esa trama, éramos simples peones en su mano.

—Es lo que había pensado —respondió mirándome con gravedad—. Podemos embarcar rumbo a las Indias, o a cualquier otro reino donde la mano del dux no alcance. Viajaremos con los niños.

Ya sabía que Bianca ignoraba al pequeño Renzo, que de su cuidado se hacía cargo su niñera y que lo desdeñaba cuando tenía ocasión, por lo que alejarlo de ella, de una mujer tan vil, solo supondría ventajas para el chiquillo.

Curiosamente, a pesar de ser un niño guapo, no guardaba ningún parecido con su padre, pero tampoco con su madre, lo que había despertado mis serias dudas sobre su paternidad, pues a quien realmente se parecía y de manera asombrosa era a Marco. Y, aunque Marco y Fabrizio compartían rasgos físicos y la gente comparaba al niño con su fallecido abuelo, sin sospechar siquiera que pudiera ser hijo de Marco, tanto Lanzo como yo sabíamos que lo era.

Como sabíamos que el nuevo embarazo de Bianca también era de él. Principalmente porque Lanzo no la había tocado.

Paradójicamente, la mujer de Marco no podía darle hijos, quizá por eso él cohabitaba con Bianca, y porque debía de sentir un perverso placer usando como vasija de su linaje a la mujer de su odiado hermano.

No obstante, Lanzo quería a ese niño, y hasta yo misma le profesaba un profundo afecto.

—Ya imagino nuestra vida lejos de aquí —sonreí soñadora.

Me besó la punta de la nariz y sus límpidos ojos azules refulgieron tan ilusionados como los míos.

Al día siguiente, me trajo un regalo.

Era un cofre abierto con un colgante de plata en su interior que llevaba nuestros nombres bellamente enlazados. Reconocí el dibujo: era el mismo diseño que el que Lanzo había plasmado en aquel pergamino que yo encontré en su habitación de Padua.

—Es más de lo que parece y menos de lo que debería. Encierra nuestro destino y abre nuestro corazón.

Me lo puso al cuello y lo admiró descansando refulgente entre mis senos.

—Sin duda, ese es el lugar para el que fue creado. Y en el que me gustaría morir a mí.

La única muerte ese día fue la del deseo que nos consumía, pero como siempre ocurría, fue una muerte temporal.


Una semana después, mientras ultimábamos ya los últimos trámites de nuestra huida, Lanzo fue arrestado en su botica por la guardia del dux.

Lo esposaron a una galera y partieron con él en las bodegas rumbo a Candía.

Nada pude hacer por evitarlo. Acudí a magistrados, abogados, incluso al propio dux, pero todos coincidían en lo mismo: era su deber como noble supeditado al Estado. Su detención se debió a una denuncia sobre una posible deserción puesta por su hermano Marco, que embarcó con él en la misma galera para demostrar su honorabilidad y su lealtad al Véneto.

Sin duda Bianca debía de haber sospechado al respecto y había puesto al corriente a Marco, malogrando así nuestro plan.

Dispuse todo para forjar uno nuevo, más arriesgado e inconsistente, pero el único posible: alistarme en la flota del dux para combatir a los moriscos. Y ya tenía ideada la forma de proponer aquella atrevida decisión de una manera rentable, además, con una apuesta.

Había contratado a Concetta como ama de llaves y mi intención era que ella criara a Gina si yo no regresaba. Mi deseo, en tal caso, era que ella dispusiera de mis ganancias para adquirir una casa en el campo, donde ella eligiera, lejos de Venecia, donde vivir una vida cómoda y tranquila. También tenía un plan para la última página del libro sagrado donde Lanzo había transcrito la clave el enigma que encerraba, y para ello necesitaba de la ayuda de Leonardo. Lo escondería donde nadie ajeno a nosotros pudiera encontrarlo, dejando una serie de pistas que únicamente Lanzo podría seguir si yo no sobrevivía. Custodiado por Hades, para que solo un valiente Orfeo pudiera atreverse a adentrarse en su reino.

Aquella noche elegí para la ocasión mi mejor vestido, en tonos rojos y verdes, tachonado de pedrería, suntuoso y regio, y acudí a la recepción que el dux ofrecía por su cumpleaños.

La impaciencia me carcomía por dentro ante los desoladores informes sobre el avance otomano. Casi tuve una crisis de nervios cuando oí de boca de Leonardo que el capitán Biagio Giuliani, al mando de la defensa de aquellos dos fuertes en una pequeña isla al nordeste de La Canea, se había enfrentado a un asedio tan feroz que había preferido volar uno de los fuertes antes que rendirlo, que ocasionó la muerte de casi quinientos otomanos. El otro fue tomado por el enemigo tras rendir la plaza. La toma de estos puertos brindó acceso a las galeras otomanas. Muchos milicianos venecianos murieron en aquel cruento asedio, otros pudieron escapar, y yo pedí al Altísimo que esa vez sí me escuchara y fuera Lanzo uno de ellos.

La sala estaba repleta y la encopetada concurrencia, que graznaba carcajadas, picoteaba elaboradas viandas y aleteaba con efusiva pompa cual soberbios pajarracos en pleno cortejo, sería mi público en la estudiada interpretación que estaba a punto de ofrecer. Pensé en aquel momento en Vico Grossi y en Martia, los actores principales de aquella compañía de teatro ambulante, y supe que ese día sí podrían estar orgullosos de mí.

Me acerqué al grupo donde el dux conversaba con un miembro del Consejo de los Diez sobre la delicada situación de la guerra de Candía, y saludé a la mujer del magistrado mientras ponía atención a la tertulia de los caballeros, todos preocupados por los avances otomanos.

Cuando el dux, Francesco Erizzo, reparó en mí, se puso rígido, a todas luces nervioso. Le sonreí de manera forzada, dibujando una mueca manifiestamente cínica.

—Qué honor contar con la presencia de la perla más hermosa de toda Venecia.

Le ofrecí la reverencia exigida y él me tendió la mano: le dirigí mirada fue insolente y retadora.

—En estos momentos en que el reino pasa por situaciones tan preocupantes —comencé alzando la voz intencionadamente—, me gustaría dejar de ser una perla para convertirme en la bala de un arcabuz.

Resonaron risas a mi alrededor, los hombres me miraron divertidos y las mujeres fruncieron el ceño reprobadoras.

—Gozáis de un agudo ingenio, meretriz, aunque no sean chanzas lo que se espera de vos.

Esbozó una sonrisa sardónica y un gesto fatuo que me acicateó, cosquilleando la punta de mi lengua con un picor de latente impertinencia.

—Tampoco se espera de mí ni de ninguna otra mujer que sea capaz de defender su reino. Pero tenemos dos manos y dos pies como cualquier hombre y, si podemos sujetar el peso de un niño, no veo por qué no el de un arcabuz.

Me giré hacia la concurrencia, trazando con el brazo un arco en el aire para acaparar la atención de los presentes.

—¿Acaso una mujer de baja casta no carga con pesos diariamente, con trabajos físicos muy duros, con situaciones peliagudas que debe resolver, con el sufrido esfuerzo de traer hijos al mundo y con aguantar a un patán por marido? Pues si ellas pueden, las de alta casta también.

Una asombrada exclamación resonó en el amplio salón como el arrullo de una ola muriendo en la orilla.

—No es comparable al mérito de un soldado que arriesga su vida y lucha a muerte con destreza, entrenado en tales lides —rezongó el dux contrariado.

—Cierto —convine—, entrenado. Yo aquí, ante todos los presentes, afirmo que una mujer entrenada puede desempeñar el mismo papel, pero con más arrestos.

Los escandalizados murmullos se elevaron condenatorios. La mirada de Erizzo refulgió ofendida. Arrugó el ceño y frunció los labios con notorio desagrado.

El cardenal, a su lado, se persignó indignado. Sus gordezuelas mejillas se arrebolaron con un rubor furibundo.

—¡Eso es una herejía, una blasfemia! —acusó fulminándome con la mirada.

—No —repliqué enfrentándolo. Sonreí complacida ante su atónita expresión—. Es tan solo un hecho fácilmente constatable.

—¿Habéis perdido el juicio, meretriz? —exclamó Erizzo.

—Mi nombre es Alonza di Pietro —repuse insolente, enfatizando mi nombre—, y no, no lo he perdido. Y para ratificar mi teoría estoy dispuesta a ofrecerme como prueba de mis afirmaciones.

—Esto empieza a ponerse interesante —opinó el duque de Mantua dedicándome una mirada admirada y un gesto pícaro—. Y ¿cómo pensáis demostrarnos semejante intrepidez?

—Convirtiéndome en soldado para luchar junto a mis compatriotas en Candía.

Los allí congregados abrieron la boca, desencajados. Una colectiva exhalación de espanto se elevó como una nube negra presta a descargar su lluvia de críticas.

—Además —me encaré con el dux, que me observaba horrorizado—, lanzo a los presentes una formal apuesta.

Mi proposición animó semblantes y trazó sonrisas interesadas.

—Cinco mil escudos cuando me enrole como miliciana en la primera galera que parta hacia Candía y diez mil si regreso con la cabeza de un otomano. Quien desee apostar deberá entregar a mi acompañante, Concetta, aquí presente —la señalé acentuando su natural rubor—, diez escudos.

Todos me miraban como si fuera una aparición. Hubo un pesado silencio, más fruto del desconcierto que de barajar realmente la apuesta.

—Y ¿cómo sabremos que no ejerceréis de vulgar ramera para la tripulación?

—Podrá llevar vestimenta de soldado, pero eso no contendrá su naturaleza licenciosa —barbotó el cardenal con inquina—. Como toda mujer que no goza del buen juicio y el control de un esposo que inhiba sus concupiscentes apetitos y su perniciosa conducta, y que no se rige por la moralidad que imponen los evangelios, caerá en todo tipo de tentaciones rodeada de varones necesitados. Al menos hará algo bueno: evitar la sodomía.

—En tal caso ya seré más útil que vos en la comunidad.

Otro gemido generalizado de estupefacción se extendió despertando comentarios ofensivos contra mí, la mayoría provenientes de mujeres.

Me desplacé hacia el centro acaparando toda la atención.

—Abogo por el coraje de las mujeres, las igualo a los hombres, aunque en realidad pienso que son superiores y que ellos lo saben: por eso nos temen y nos someten con leyes y mandamientos convenientemente restrictivos para nosotras. Defiendo nuestras virtudes y ensalzo nuestro valor en una sociedad patriarcal y, a cambio, recibo vuestra cobardía. Yo decidí ser meretriz huyendo de esas cadenas, y aunque utilicé mi cuerpo para lograr mis fines, no me arrepiento, pues comprendí que en un matrimonio de conveniencia no solo se entrega el cuerpo, sino también todo cuanto somos. Nos educan para ser serviles y dóciles, para anular nuestro entendimiento, y nos arrebatan la capacidad de opinar y decidir. Nos hacen sentir culpables de ser mujeres, como si fuera una tara. Nos vetan la cultura, las artes, el poder, la libertad. Y mientras, ellos son libertinos, controladores y libres y se jactan de ello. Nosotras los traemos al mundo y los cuidamos, en nuestra mano está convertirlos en hombres tolerantes que nos miren como a un igual, esa es la llave de nuestras cadenas. En un mundo gobernado por hombres, yo voy a demostraros que una mujer puede hacer lo que quiera si se lo propone.

Hice una pausa para mirarlas con feroz orgullo.

—Sí, soy meretriz —afirmé con altiva solemnidad—, porque elegí serlo. Algo que la mayoría de vosotras no ha hecho nunca, elegir su destino. Sueño con que un día no sea necesario este oficio para declararnos libres e independientes.

Esta vez el silencio presidió la sala.

Un hombre se acercó entonces a mí, me aferró con brusquedad del brazo y me arrastró hacia la salida. Me desasí con fiereza y me encaminé hacia el dux, que me fulminaba con la mirada.

Acerqué mi boca a su oreja y susurré sibilina:

—Creo que tengo algo de niebla en el ojo, quizá si aceptáis mi apuesta se aclare.

Palideció al instante, su rostro se tensó y sus ojos se abrieron desmedidos.

Luego me acerqué al cardenal, al que mi sola cercanía lograba pintar en su rostro un gesto tan despectivo que soltó mi lengua.

—Permitidme que os ofrezca cariñosos recuerdos de Marcello —murmuré en su oído—. Y siento discrepar, monseñor, pero que haya mujeres disponibles no revierte a un sodomita, ni siquiera tocado con el manto escarlata. Si Dios no ha obrado ese milagro, dudo que condene mis actos.

El cardenal enrojeció tanto como su vestimenta. Un hilillo de sudor descendió por sus sienes. Encogió tanto su cuello que su vacilante papada me recordó a la de un sapo.

—Acepto la apuesta.

El duque de Mantua alzó la mano, mostrando entre sus dedos unas monedas. Dirigí una mirada a Concetta, que, tan atónita como el resto, pero con expresión admirada, se aproximó con su bolsa abierta para guardar los diez escudos del duque.

El hombre, tan distinguido como atractivo, se acercó a mí, y esta vez fue él quien susurró en mi oído:

—Sois una mujer tan excepcional que a vuestro regreso pagaré lo que me pidáis por una noche. Me rindo a vuestros pies, Alonza di Pietro.

Sonreí seductora, aunque mi precio jamás estaría ya al alcance de nadie que no poseyera mi corazón. Y solo tenía un dueño, que encontraría, aunque tuviera que atravesar medio mundo.

Al punto, comenzaron a elevarse manos y Concetta no dejó de deambular por el salón llenando su bolsa. Entre lo recaudado esa noche y los cinco mil escudos que obtendría a mi partida, tendría suficiente para una casa y una vida acomodada. Parte de mis joyas y mis ahorros irían para Berta y Aldo.