CAPÍTULO 30
MI RAZÓN DE SER
De repente, oímos unos pasos en el pasillo y Luca saltó de la cama con la agilidad de un puma. Abrió el cajón de su mesilla de noche, sacó una pistola automática y pegó la espalda a la pared junto a la puerta, completamente desnudo y alerta.
Me indicó con un gesto que me escondiera y me lancé bajo la cama con el corazón desbocado.
—¡Luca! ¿Estás ahí?
Solté el aire contenido al reconocer la aguda voz de Loretta resonando en el pasillo.
Él relajó el rictus, distendió el cuerpo y volvió a depositar el arma en su lugar antes de coger la sábana, enrollarla en sus caderas y salir de la habitación. Salí de debajo de la cama justo para ver que Loretta se asomaba en el umbral. Luca le impidió la entrada interponiéndose y ella le asestó furiosa una tremenda bofetada.
—¡Eres un cerdo!
Loretta hizo un amago de alzar la mano de nuevo y Luca la detuvo apresando su muñeca.
—Nunca te prometí nada —arguyó severo.
—Salimos juntos —replicó dolida—, se sobrentiende tu fidelidad.
—No estoy de acuerdo: siempre te he dejado muy claro que lo nuestro no era una relación. Nunca impuse compromiso alguno, tú siempre has sido libre de hacer y deshacer. ¡Maldita sea, fui muy claro al respecto!
—Y ¿qué hago yo con esto que siento? —masculló ella con voz quebrada.
Luca bajó la vista, comprendiendo que, por muchas barreras que se pusieran, los sentimientos no podían contenerse.
—Lo lamento mucho, Loretta.
Su voz se suavizó ante las lágrimas que ella se esforzaba en no derramar.
La muchacha me lanzó una afilada mirada de rencor y su semblante se endureció.
—Ahora eres tú su juguete, ya sabes lo que te espera —escupió resentida.
Después fulminó a Luca con una mirada enconada y agregó:
—Ya puedes buscarte a otra empleada, no pienso seguir trabajando para un capullo arrogante e inmaduro.
Ya se iba cuando Luca la aferró del antebrazo. Ella se volvió como una culebra siseante.
—Deja las llaves de mi casa y de la tienda en la entrada. Seré generoso con tu liquidación y redactaré una carta de recomendación si lo deseas. Me encargaré de devolverte tus cosas.
Loretta se zafó ofendida y desapareció por el pasillo. El vigoroso repiqueteo de sus tacones resonó como el picoteo de un pájaro en la madera y se perdió en la distancia. Acto seguido oímos un estruendo de cristales rotos y un feroz portazo.
Luca corrió fuera de la habitación y yo, envuelta en la sábana, lo seguí.
En la entrada se hallaba el jarrón de vidrio de Murano con la «A» invertida hecho añicos. Y, entre los coloridos fragmentos diseminados por el suelo de mármol blanco, dos manojos de llaves abiertas como dedos de robot.
—Será mejor que nos calcemos —sugirió Luca, contemplando indignado aquel estropicio—. Dúchate si quieres mientras yo recojo esto.
—Imagino que debía de valer una fortuna. Era una pieza exquisita.
—Lo valía, era también una antigüedad, obra de uno de los mejores maestros vidrieros de la época, quizá te suene: Leonardo Boccia.
Alcé las cejas demudada.
—¿El aprendiz que Alonza conoció en Murano?
—En efecto.
—¿Por eso lo compraste?
—He adquirido muchas piezas de él, su trabajo es sublime, y, naturalmente, por su relación con ella.
—¿Volvieron a encontrarse?
—Sí.
Su enigmática expresión me hizo fruncir el ceño intrigada.
—Anda, ve, tengo que comprobar si Sofia me ha hecho el ingreso y resolver los acertijos. Esta noche me infiltraré en la casa de Gina a ver qué logro descubrir.
Ya me volvía cuando un destello azulado llamó mi atención. En aquella irregular y cortante porción de vidrio, el sol refulgía en un puntiagudo extremo plateado. Me acerqué cautelosa y me incliné para observar el cristal con más detenimiento.
—En ese trozo parece asomar algo extraño —advertí curiosa.
Luca caminó precavido entre los vidrios y se puso en cuclillas para coger el trozo en cuestión.
Se incorporó y se acercó a la ventana a examinar el trozo a la luz diurna.
—Menos mal que esa ventana no da a la calle. Serías todo un espectáculo.
Admiré su esbelto y fornido cuerpo desnudo y me acerqué pasando mi mano por su espalda. Él giró el rostro en mi dirección y sonrió ladino.
—Creo que, con todo lo que hay que admirar en esta ciudad, pasaría desapercibido.
—¿Qué es?
—Parece una filigrana de plata incrustada en el vidrio, pero no tiene mucho sentido su presencia en él.
Extendió el brazo y miró el fragmento al trasluz, girándolo entre los dedos.
Las intensas vetas añiles y celestes enmascaraban su forma.
—Trataré de romper con cuidado el cristal para averiguar qué esconde.
—Quizá se trate de un alambre que se dejaron al ensamblar varias piezas —aventuré reflexiva—, o tal vez un trozo de herramienta que se quedó fundida con el vidrio.
Luca negó con la cabeza y entornó los ojos concentrado, estudiando el cristal.
—No lo sé, es posible, pero sería un imperdonable descuido viniendo de un maestro tan reconocido.
Contempló el cristal con concienzuda agudeza, componiendo una mueca recelosa pero también rebosante de un curioso brillo entusiasmado que me intrigó.
—Empiezo a pensar que sabes algo que yo no sé —comencé cavilosa—, y que ese alambre no fue un descuido, sino algo intencionado.
Él esbozó una abierta sonrisa que reafirmó mi suposición.
—Sí, nena, tus conjeturas también son brillantes.
—Tan solo interpreto tus gestos.
Rodeó mi cintura, escondió el rostro en mi cuello y mordió juguetón mi cuello. Me encogí presa de un ardoroso cosquilleo y reí apartándome.
—Y ¿cómo interpretas esto?
—Como que, si no vuelo a la ducha en este mismo instante, tu serpiente morderá de nuevo.
Soltó una carcajada y asintió guiñándome un ojo.
—Corre, nena.
Escapé de sus brazos entre risas, justo cuando él me gruñía socarrón.
Duchada y vestida, me encaminé al salón, pero Luca ya no estaba allí. Recorrí el apartamento con igual fortuna. Inquieta, me pregunté adónde habría ido, miré en derredor buscando quizá una nota, pero no vi nada. En mitad de aquel silencio oí un leve susurro, como el roce de una hoja proveniente del patio interior. Me dirigí hacia el ventanal del salón y me asomé. Descubrí a Luca sentado indolente en el banco de piedra situado delante de la fuente.
Su negra cabellera trajo a mi mente la de otro hombre, un muchacho que llevaba varios siglos muerto. Algo extraño reptó por mi interior despertando una inusitada sensación familiar que logró remover cada fibra de mi ser. Estaba recostado contra el perfil de una columna cubierta de madreselva, con las piernas flexionadas y, sobre los muslos, un cuaderno donde garabateaba. Sentí una corriente eléctrica y vibrante que apresó mi corazón en un puño y que me robó el aliento momentáneamente. Y entonces, en mi cabeza, se deslizaron una serie de piezas que encajaron a la perfección, iluminando como certeras mis primeras sensaciones. Aquella casa, aquel patio, era la mansión de los Rizzoli.
En mi mente resurgieron los últimos datos leídos en el diario… La boda de Lanzo se había celebrado en Santa Maria dei Frari, cerca de la casa familiar… Había convertido la primera planta en una botica, tal como me explicó Luca en su día, todo cuadraba. Y aquel patio… había sido testigo de aquel amor joven y hermoso que la codicia, la envidia y la crueldad habían destruido.
Me aferré al marco de la ventana intentando serenarme, pero la emoción me apresó y pude verlos allí, bailando, besándose, conversando, leyendo y disfrutando de esa complicidad que ambos compartían de manera tan entrañable. Mis ojos se humedecieron, como si los siglos transcurridos apenas fueran una gasa traslúcida que los mostraba con sorprendente viveza. Mi corazón se encogió conmovido y una lágrima rodó por mi mejilla, aunque mi rictus permaneció inmutable.
Entonces, con meridiana claridad, comprendí que la lectura de aquel diario debía de tener impreso algún hechizo mágico, pues cada capítulo leído resucitaba con sobrecogedor realismo aquella vida, que ya sentía como mía. Todavía flotaba en mí la angustia por el destino de Chloe, la amargura de Alonza, la rendición de Lanzo y la intriga por cuanto aguardaba vivir. Aquella historia tomaba consistencia página a página, filtrándose tan profundamente en mí que ya formaba parte de mi propia vida. Todavía quedaba mucho por descubrir, y si ya me calaba de manera tan apabullante, ni me atrevía a imaginar cómo me afectaría cuando conociera la historia completa.
Absorta en aquella negra cabellera, espesa y brillante, me remonté siglos atrás y, conmocionada, sentí cómo mi corazón palpitaba con más fuerza ante aquel hombre que permanecía embebido en sus pensamientos, desconocedor de lo que su sola presencia provocaba en mí.
Por algún motivo, saboreé aquel momento atesorándolo en mi memoria, quizá por aquella efímera bocanada de aire que Alonza apenas pudo paladear antes de volver a perder el resuello y toda esperanza.
Apenas fui consciente de que unos curiosos ojos oscuros se hallaban clavados en mí, presos también de una ensoñadora expresión. Cuando nuestras miradas se unieron, la intensidad se acentuó y mi piel hormigueó extendiendo aquel cosquilleo por mi espina dorsal, estremeciéndome.
Y, de nuevo…, surgió la pregunta que, a pesar de haber sido contestada, continuaba todavía sin respuesta: «¿Quién eres realmente, Luca Vandelli?».
—Baja, se accede por el balcón de mi alcoba —informó tras carraspear algo confuso.
Asentí y, tras lograr romper aquel vínculo visual, me dirigí hacia su habitación.
Cuando salí al balcón, encontré que se engarzaba con una escalera pegada al muro. Descendí por ella seguida de la penetrante mirada de Luca.
Una vez en el patio, paseé mi vista en derredor, descubriendo detalles que me abrumaban. El rosal enredado en el espino, la madreselva escalando el único muro que no formaba parte de la vivienda y que parecía ocultar una puerta, seguramente al pequeño canal trasero. La pared de piedra punteada de macetas con hierbas diversas, el banco encajado entre dos columnas, y la fuente central redonda, con forma de concha. Por un instante me faltó el aliento, subyugada por aquel reconocido entorno.
Caminé abstraída hasta las macetas de la pared y luego lo miré inquisitiva.
—Plantas aromáticas y medicinales —respondió.
Tragué saliva y cerré los ojos un momento, asimilando aquella verdad que asomaba insidiosa y que no se diluía por mucho que la tachara de inverosímil.
—¿Te gustan?
—Sí.
Volví a mirarlo y su intensidad me secó la garganta. Parecía sereno, expectante e incluso paciente. A mis labios acudió un nombre que me esforcé en tragar.
Volví a prestar atención a las variopintas hierbas, con un nudo en el estómago y el corazón en un puño… ¿Acaso era posible…?
—¿También te gusta dibujar?
—Desde niño.
Cerré los ojos y aspiré lentamente. Trémula, me giré para mirarlo.
—Pasaba horas mirando por la ventana de mi cuarto en el orfanato el huerto de las monjas, dibujando las plantas y averiguando para qué se utilizaban. Solía estar castigado y me aburría.
—¿Por qué te castigaban?
—Por insolente. No acostumbro a estar callado ante lo que veo injusto o no entiendo. No suelo consentir abusos ni desprecios hacia los que no saben defenderse o no pueden. La rigidez de las hermanas chocaba con mi visión del mundo.
—Un niño especial —murmuré enfatizando el adjetivo con una mirada penetrante.
—Un niño raro —corrigió en tono sombrío.
—Un niño valiente y maravilloso —apunté enternecida.
Y en aquel instante sentí la profunda soledad que siempre debía de haberlo acompañado, la incomprensión de su entorno y la desolada tristeza de un niño desprovisto de lazos. Me acerqué a él con el imperioso anhelo de abrazarlo.
Me senté entre sus piernas y lo estreché dulcemente entre mis brazos.
—Ya no estás solo.
Lo sentí temblar y lo abracé con más fuerza.
—Nunca estuve realmente solo —afirmó con voz afectada—, ya te pensaba incluso antes de conocerte. Incluso antes de comprender qué significabas. Ya te soñaba entonces, ya me hacías compañía, ya te hablaba y te esperaba, ya suspiraba por ti y ya me imaginaba entre tus brazos. Creo que eso fue lo único que me dio fuerzas para agarrarme a una vida vacía y gris.
La emoción me constriñó, mis ojos se humedecieron y me aparté para sumergirme en su mirada, para empaparme de su rostro, para embriagarme con su esencia.
—Jamás, en toda mi vida, nadie había logrado acariciarme el alma como lo haces tú —murmuré cautivada—. Nunca imaginé que pudiera latirme el corazón tan rápido, ni que mi estómago girara tan vertiginosamente. Ni que pudiera sentirme desfallecer aguardando un beso.
Un quebrado suspiro manó de sus labios aproximándose a los míos. Entreabrí la boca exhalando un gemido anhelante, y él… él la tomó trémulo, derramando en mi interior cuanto sentía. Y ese torrente incesante de sentimientos se enlazó al mío propio, fundiéndonos en un vínculo más allá de la razón, de la comprensión y la realidad. Hubo una entrega casi mística en aquel beso. Casi sentí crepitar cada terminación nerviosa, me pareció levitar, y aquella ingravidez exaltó todos mis sentidos, desdibujando mi alrededor.
Cuando nos apartamos, ambos continuábamos con el alma prendida. Incapaces de hablar, nos acariciamos el rostro, como un ciego que delinea las facciones con delicadeza y curiosidad, como si nos viéramos por primera vez.
Bajo mis yemas, el tacto de su piel se grabó a fuego, en mis pupilas cada ínfimo detalle de su rostro, y en mis sentidos, aquel amor que me rompía por dentro, dejando mi corazón en carne viva.
—La primera vez que te vi fue en una fotografía —adujo embebido en mi rostro—, y fue suficiente para reconocerte.
—¿Reconocerme? —murmuré confusa.
—Sí, la presencia que nunca permitió que la soledad me tragara.
—¡Dios…, Luca…, ni yo misma puedo creer cuánto te amo!
—Amor mío —susurró él en aquel tono que hacía vibrar el aire y untaba mi piel de besos volátiles—, fui paciente todos esos años que te espié, nutriéndome de tu rostro, de tu manera de caminar, de tu sonrisa, de tu ceño, de esa nostalgia tan similar a la mía, de tus gestos y tu mirada. A veces creí languidecer ante el impulso de tropezarme contigo, de aparecer en tu vida y arrancarte de ella para llevarte lejos de todo. Pero resistía, porque no eras mía y, sin embargo, así te sentía. —Su mirada se rasgó tortuosa ante la remembranza de aquellos años—. Alguna vez, cuando mi necesidad de ti me desgarraba, marcaba tu número y escuchaba tu voz, tu respiración, y yo… cerraba los ojos y apretaba el auricular contra mi boca y pronunciaba en silencio lo que en aquel momento me nacía antes de que colgaras la llamada.
Sus carnosos labios se estiraron en una sonrisa tímida que nunca había visto.
—Por eso ahora… no puedo reprimir dar voz a lo que tanto tiempo callé.
Lo abracé de nuevo, inmersa en lágrimas de felicidad, de asombro, de gratitud, de amor.
Me apoyé en su pecho, entre sus gráciles piernas, sentada en aquel mismo banco de piedra que siglos atrás contempló un amor tan profundo como el que ahora nos unía, y comprendí que mi razón de ser se reducía a ese momento.
Ya sabía quién era Luca Vandelli: era lo que yo siempre había anhelado, lo que siempre me había faltado y lo que daría gracias eternamente por encontrar.
Tras un largo silencio plagado de confesiones, tan solo roto por el regular gorgoteo del agua y el sofocado murmullo de la ciudad, me incorporé y le sonreí enamorada. Luca suspiró arrobado y me miró triunfal. Besé la punta de su nariz y reparé en el bloc de notas que había caído al suelo.
—¿Qué hacías?
—Cábalas.
—¿Los acertijos?
—Sí, todavía estoy esperando la solución del que te cedí.
—Y ¿cuál es el cuarto?
Se inclinó para recoger el bloc y lo abrió por sus apuntes.
—Dice así: «En un reino, uno de los bufones quería llegar a ser un sabio del rey y se propuso como tal. El monarca le contestó que, para ello, debía resolver un enigma, y era descubrir las edades de sus tres hijas. El bufón estuvo de acuerdo y pidió una pista. Primera pista: “El producto de las tres edades de las hijas es treinta y seis”. El bufón hizo cálculos y pidió una segunda pista. Segunda pista: “La suma de las edades es igual al número de diamantes de la corona del rey”. El bufón nuevamente hizo cálculos y dijo necesitar otra pista. Tercera pista: “La menor tiene los ojos verdes”. En esta ocasión, el bufón dio las tres edades sin equivocación. ¿Cuáles son las edades de las tres hijas?».
—Un bufón muy listo —espeté hojeando sus anotaciones—, casi tanto como tú.
Luca sonrió mordaz y me arrebató el cuaderno para repasar sus notas.
—También soy muy bufón.
—Y más cosas que adoro.
—Me haces gruñir, nena…
Mordió mi cuello y proferí un gritito por la sorpresa que lo hizo reír.
—Será mejor que te centres, este parece difícil.
—No creas, es cuestión de lógica y cálculo.
—Y ¿cómo es posible que nadie más lo haya logrado? Imagino que el señor Zanetti habrá consultado a más expertos, Stefano entre ellos, ¿no?
—La verdadera dificultad no radica en resolver los acertijos por separado, sino en hallar una solución con sentido a la suma de las cuatro respuestas. Está claro que es una frase codificada. Eso es lo que verdaderamente debo resolver, lo otro es tan solo, digamos, un juego previo.
—Que también entraña dificultad, a mi juicio.
—Quizá para los profanos, mi mente analista y mi experiencia logística y matemática cuenta con ventaja.
—También tu talento, pues otros criptógrafos no lo han conseguido.
—¿Quieres otro mordisco? —bromeó risueño.
—Lo quiero todo de ti.
—Lo tienes todo de mí.
Me besó vehemente, ronroneó contra mi cuello y miró complacido la página con el cálculo.
—¿Y bien? ¿Tienes la respuesta?
—Sí: dos gemelas o mellizas de seis años y una bebé de uno. Simples matemáticas.
Arqueó una ceja y me contempló expectante, con cierta mordacidad en su gesto.
—Y tú, ¿tienes la tuya?
—Pues sí, la tengo —respondí orgullosa, apuntándolo con mi dedo índice y gesto vanidoso.
—Adelante, mi preciosa Watson.
—La respuesta al acertijo del paraíso sobre cómo el hombre reconoció a Adán y Eva entre miles de parejas desnudas de la misma edad es fácil: son los únicos que no tienen ombligo.
—Exacto, nena.
—Me vas a aficionar a los acertijos.
—Prefiero aficionarte a mí.
—Ya soy adicta a ti.
—Y espero que no te desintoxiques nunca.
Enlacé mis brazos a su cuello y lo miré seductora.
—No mientras no me falte una buena dosis de ti.
—Nena… —ronroneó mordisqueando el lóbulo de mi oreja.
Sus manos recorrieron mi cintura ciñéndome a su cuerpo.
Comenzó a puntear mi cuello de besos cortos y suaves. Incliné la cabeza hacia atrás y gemí cuando mordió mi garganta.
En aquel momento sonó la vibrante melodía procedente de su teléfono móvil. Luca rebuscó en el bolsillo de su pantalón sin dejar de besar mi piel.
Cuando lo abrió, apartó su rostro de mí y contestó:
—¿Diga?
La respuesta que recibió hizo que se tensara súbitamente y que su rostro mostrara alarma.
—Tranquilícese, y, por favor, no llame a la policía, vamos ahora mismo.
Me miró con rictus grave y maldijo entre dientes.
—Se me han adelantado. Anoche entraron en casa de Gina.
Abrí los ojos como platos, consternada y preocupada.
—¿Está bien?
—Asustada. Temo que llame a la policía si no acudimos de inmediato para calmarla y convencerla de que deje el caso en mis manos.
—No perdamos tiempo —apremié poniéndome en pie.