CAPÍTULO 24
LA PRIMERA NOCHE DE UNA MERETRIZ
Bañada, depilada, perfumada y elegantemente vestida, fui recibida en el palacete de Simone Gabini y conducida hasta su suntuosa alcoba.
Cuando aquel par de ojos tan negros como una noche sin luna se posaron en mí, me acometió una aguda sensación de familiaridad que me desazonó, sumando más nervios a los que yo ya llevaba encima. No era la primera vez que había visto ese rostro, pero no atinaba a ubicarlo en mi memoria. Solo fui consciente de la aprensión que me provocaba.
—Hacéis honor a vuestro apelativo. Vuestro brillo nacarado, vuestra belleza clásica y vuestro exquisito porte cautivan.
Tomó mi mano, se la llevó a los labios y depositó en mi dorso un suave beso, sin apartar su mirada azabache de mí.
Su piel, tan pálida como el alabastro, quizá incluso más que la mía, contrastaba vistosamente con la oscuridad de su cabello. Era un hombre de rasgos duros, mirada sagaz y porte altivo. Exudaba poder e inteligencia, y, dado los cargos que ocupaba, aquellos rasgos eran cualidades constatadas.
Era alto y espigado, de nariz afilada y barbilla con hoyuelo, peculiaridad que confería a aquel severo rostro un matiz travieso.
Me incliné grácilmente en una floritura estudiada y el hombre esbozó una tibia sonrisa complacida.
A continuación, se dirigió hacia un robusto aparador y sirvió vino en dos copas de cristal tallado. Caminó de nuevo hacia mí y me ofreció una.
—Brindemos por una noche inolvidable. Saber que soy vuestro primer cliente me honra.
Bebimos al tiempo. Percibí en mi paladar la suavidad de un vino especiado con un toque de canela y clavo. Poco antes, Carla me había ofrecido una taza de vino caliente infusionado con láudano.
—Es un vino árabe —informó mientras bebía—. Me lo suele regalar un amigo mercader que me trae diversos productos de Oriente.
—Delicioso —proferí apurando la copa.
Simone, que me observaba con expresión rapaz y mirada relamida, me quitó la copa de la mano y la depositó en una mesa baja.
Noté las mejillas acaloradas y, sin saber muy bien qué hacer, me giré contemplando el fuego del hogar. La chimenea tenía unas dimensiones apabullantes, el calor que emanaba de ella comenzó a sofocarme. Me abaniqué con la mano y retrocedí un paso. Mi espalda se topó con un pecho, y me detuve tensa. Sentí el revoloteo de unos dedos sobre mis hombros y volví la cabeza hacia atrás. Aquel gesto propició que el hombre inclinara su rostro y besara mi cuello, justo bajo mi oreja. Un escalofrío me recorrió.
—Nada habéis de temer de mí, seré un amante gentil —prometió con voz acaramelada.
Sus palmas abarcaron mis desnudos hombros y arrastraron hacia abajo las mangas de mi vestido. Acarició la línea de mi clavícula con sus labios y se detuvo inhalando con un gruñido gozoso.
—Sois tan apetecible, mi dorada Perla, que no sé por dónde empezar.
Me giró hacia él y acarició mis mejillas con el dorso de los dedos. Aquella mirada rasgada y oscura se entornó voraz, algo en su rostro me hizo sentir como un indefenso gorrión ante un avieso halcón. Y aquella comparación acrecentó un malestar que comenzaba a extenderse insidioso.
—Permitid que os desnude, nada hay más sensual que ir descubriendo lentamente lo que tanto se desea.
Comenzó a desligar la lazada de mi corpiño con gesto delicado y sin apartar su depredadora mirada de mí. Mi respiración agitada alzaba mis oprimidos y casi expuestos senos, capturando su atención y alimentando su apremio.
—Siempre supe que erais especial, pero no imaginaba cuánto.
—¿«Siempre»? —murmuré confusa.
—Desde el momento en que os vi —repuso, y ante mi semblante turbado añadió—: En vuestra presentación.
Aflojado el corpiño, el vestido se deslizó en un suave murmullo de ropas descendiendo por mi cuerpo y arremolinándose a mis pies. La traslúcida camisola de fina seda blanca mostraba ya mi desnudez. La mirada del hombre relumbró lasciva.
—Liberaos de vuestra crisálida, ansío tocaros.
Desaté el cordel que fruncía el escote y la camisola cayó lánguida a mis pies. Simone me ofreció la mano y yo salí de aquel círculo de ropas amontonadas para caer en sus brazos.
—Vuestra belleza me nubla —masculló embelesado.
Acercó su boca a la mía y no pude contener el impulso de retirarme. Bajé avergonzada la mirada, temerosa de su reacción.
—Soy un hombre paciente y delicado cuando la ocasión lo requiere —aseguró tranquilizador.
Procuré serenarme y permití que alzara mi barbilla.
Me dedicó una sonrisa porfiada y, con gesto galante, me condujo a su lecho adoselado. Dejé que me tumbara en él, y cuando se posó a mi lado, tan solo me acarició el cabello. Su mirada paternalista me desconcertó.
—Decidme, ¿por qué os enfrentasteis a Castelli?
Parpadeé asombrada ante aquella inesperada pregunta.
—Por un comentario que me soliviantó —respondí inquieta.
—Más bien era él quien parecía indignado con vos.
Tragué saliva y me mordí el labio inferior, desviando la mirada.
—Me temo que fui demasiado vehemente en mi respuesta —justifiqué.
—Denotasteis carácter, nada que ver con la palomita asustada que ahora cobijo en mi cama.
—Soy una mujer con carácter o dócil cuando la ocasión lo requiere.
Que utilizara su propia frase lo complació. Dibujó una sonrisa admirada y repasó mi boca con la yema de su dedo.
—Intuyo una poderosa inteligencia tras esa apariencia angelical. Vuestra ilusoria inocencia es excitante, pero lo que más despierta mi interés es esa fuerza que emana de vuestro interior.
Paseó la punta de su dedo entre mis senos, circundando ambas areolas. Mis sensibles pezones despertaron, y el hombre estiró una sonrisa maliciosa.
De pronto se irguió y salió de la cama, tomó una de las copas y la rellenó con vino especiado.
Cuando regresó al lecho, se acomodó junto a mí y derramó el rojizo líquido por mis senos.
—Les falta una nota de frutas —opinó pícaro—, en mi opinión, cerezas.
Y se inclinó sobre mí, tomando mi pezón en su boca, succionándolo apasionado. Dejé escapar un gemido quedo y una cosquilleante sensación comenzó a abotargarme. Quizá el láudano comenzara a obrar su efecto, me dije, o tal vez fuera la pericia de mi amante. En cualquier caso, mi tensión empezó a disiparse y, para mi sorpresa, comencé a disfrutar.
A mi nublada mente acudieron entonces imágenes inoportunas que me esforcé por expulsar. Intenté centrarme tan solo en cada una de las sensaciones que aquel hombre pensaba prodigarme.
Agasajó mis sentidos con su dulce boca, despertando mi deseo. Comencé a notarme más desinhibida, ondulando mi cuerpo bajo sus caricias. Simone vertió vino en mis labios y se cernió ávido sobre ellos. Esta vez abrí la boca y él introdujo ardoroso su lengua para frotar la mía.
Me dejé llevar sellando mi mente a cualquier pensamiento que no fuera buscar el goce conjunto y tan solo me permití evocar las explícitas demostraciones carnales con que Carla había pretendido instruirme en aquellas lides.
El beso se tornó beligerante, Simone gruñía en mi boca, pugnando por hacerse con el control. No obstante, mi fervorosa respuesta, dominando y sometiendo su lengua al capricho de la mía, lo enloqueció.
No sé qué me poseyó, pero no podía tolerar que siguiera en aquella ventajosa postura, sobre mí y presionándome con su cuerpo. Me arqueé para impulsarlo a un lado y, cuando cayó de bruces y yo monté a horcajadas sobre él, la copa se derramó sobre las sábanas. Su gesto impresionado y cautivado me animó a seguir.
Todavía iba vestido. Me incliné sobre su pecho y mordisqueé su barbilla mientras mis manos lo liberaban de su camisa con gestos bruscos y urgentes.
Sentí la imperiosa necesidad de dominarlo, de alzarme sobre su masculinidad y rendirla a mí. De mostrarle que, al menos en el lecho, una mujer gozaba de autoridad.
Mi ímpetu lo sobrecogió, su mirada turbia y sus gemidos prolongados acompañaron cada una de mis iniciativas.
Lo besé duramente, sin un ápice de dulzura, dominante y exigente. Aferré sus muñecas y las elevé sobre su cabeza, hundiéndolas en la almohada. El hombre jadeó y abrió desmesuradamente los ojos, extasiado.
—Aquí y ahora mando yo —siseé amenazante.
El hombre asintió completamente fascinado y se dejó avasallar por mi necesidad de poder.
Me froté contra su pecho ya libre de ropa, mirándolo provocadora. El contacto de mis erguidos pezones contra su piel lo hizo cerrar los ojos y exhalar un gemido placentero. Pude notar su palpitante dureza presionando sus calzas y me dije que la retendría ahí, mortificándolo cuanto pudiera.
Comencé a morder su cuello, su hombro y uno de sus pezones. Él se contrajo y gruñó, pero no se resistió.
Sonreí artera, y en aquel momento comprendí que, envuelta en aquellas mañas sensuales, podía liberar aquella rabia y frustración que otro hombre, uno abyecto, me había provocado con su mezquindad.
Mis ansias de poder, de igualarme a aquellos que tan cruelmente habían manejado mi vida, mi deseo de independencia y mi recién despertada necesidad por esgrimir aquella excitante autoridad fueron las que redujeron a Simone Gabini, médico de la corte, miembro honorífico del Consejo de los Diez e inquisidor de la República de la Serenísima a una pueril marioneta en mis manos.
Lo monté con inquina, rudamente, incluso llegué a abofetearlo cuando intentó aferrarme las caderas. Y él, sumido en una espesa nube de placer, consintió todos y cada uno de mis caprichos.
Se derramó en mi interior, casi convulsionando, cuando en un gesto violento cerré mis dos manos en torno a su cuello y lo oprimí ligeramente mientras lo cabalgaba casi con rabia, mascullando órdenes continuas.
Su grito liberador, largo y desgarrado, todavía reverberaba en el recargado aire de la alcoba, seguido de jadeos sibilantes. Me recosté a su lado respirando agitada y miré al techo, aún consternada por el descubrimiento de aquella nueva faceta.
Pasó un largo instante hasta que él se decidió a hablar:
—Nunca en toda mi vida he gozado de un placer igual.
Me miró absolutamente hechizado. Pude ver su adoración hacia mí, y aquello enardeció ese poder, todavía rutilante, que había esgrimido con tanta destreza.
—La palomita se convirtió en águila —rezongué con arrogancia.
—Y devoró mi alma despiadadamente —reconoció afectado.
Hice ademán de levantarme de la cama, pero él me detuvo.
—¿Adónde vas?
—He terminado mi encargo, vuelvo a casa.
Negó con la cabeza y me miró sagaz.
—Pagué por ti toda una noche. Y, si bien dudo de que pueda recuperarme, quiero que duermas junto a mí. Solo cuando despunte el alba podrás salir de esta cama.
Dejé que me abrazara, y no tardé en oírlo dormir plácidamente. Yo, en cambio, permanecí insomne, mirando con fijeza las brasas incandescentes del hogar, preguntándome quién era y en quién me convertiría finalmente. Y entonces comprendí que cada día nacería una nueva Alonza, más experimentada, más fría y más sabia. Pero, sobre todo, más poderosa, pues acababa de descubrir mis propias armas y la debilidad de hombres como aquel.
No sé en qué momento logré conciliar el sueño, pero desperté con la temprana luz de la aurora, con la garganta seca y unos horribles graznidos resonando aún a mi alrededor. Había vuelto a soñar con pájaros…, negros cuervos de picos afilados…
Me levanté sigilosamente, me vestí a toda prisa y salí rauda de aquella casa, huyendo de los graznidos de mi conciencia.
—Acabo de recibir una exaltada misiva de Simone Gabini —anunció Carla durante la comida.
Todas mis compañeras clavaron sus ojos en mí.
—Dice que ha caído rendido a tus pies y me pide otra cita, duplicando la cantidad estipulada.
Chloe agrandó los ojos impresionada y me sonrió orgullosa.
Las demás me contemplaron con disgusto, recelo y un marcado deje envidioso.
—Brindemos por la Perla —propuso Carla alzando su copa. Las demás la imitaron—. Te auguro un gran éxito, Alonza: mi instinto no me falló.
Me sonrió jactanciosa y bebió de su copa, mirándome complacida.
Incliné cortés la cabeza y recibí las felicitaciones de las chicas. Francesca y Giovanna forzaron una sonrisa vana, pero en la mirada de ambas relució un claro desagrado.
—¿Qué le has hecho a Gabini para deslumbrarlo tanto? ¿Lo dormiste cantándole uno de tus madrigales? —se burló la pelirroja.
Giovanna dejó escapar una risita sardónica y el resto permanecieron en silencio.
—No, para eso solo tengo que hablarle de ti.
Francesca me encaró retadora y Carla se puso en pie dando una sonora palmada sobre la mesa.
—¿Hace falta que os recuerde las normas?
Ninguna replicó, pero cuando Carla se volvió para abandonar el comedor, las miradas hablaron por sí solas.
Justo cuando ya salía, se giró y me pidió que la acompañara.
Me levanté de la mesa y fui tras ella.
Una vez en su despacho, me ofreció sentarme mientras ocupaba su habitual sillón.
—Habría preferido que no mencionaras la misiva delante de todas —espeté reprobadora.
Carla alzó una ceja y me miró altanera.
—No has de avergonzarte de tus talentos, sino mostrarlos orgullosa.
—Tampoco pienso jactarme de ellos, y menos ante quien enarbola su ego como una espada romana.
La mujer se atusó un negro mechón de su cabello semirrecogido y me contempló escrutadora.
—Quizá sea justo lo que busque: doblegar esa espada para suavizar su carácter algo déspota y vanidoso.
—¿«Algo»?
Carla curvó los labios en una sonrisa dúctil.
—Necesita una cura de humildad —alegó circunspecta.
—No a mi costa —repuse—. No estoy aquí para competir ni para lidiar con rivalidades, no quiero problemas ni envidias.
—Pues en este oficio es lo que hay. Pero acabas de demostrarme que no te amilanas, muchacha, tienes agallas, y eso me dice que no podrán contigo. ¿Cuánto más me vas a sorprender?
—Me sorprendo incluso a mí misma —rezongué con cierta pesadumbre—. Ya empiezo a creer que soy capaz de todo.
La mirada de la mujer se entornó felina. Compuso una mueca artera y la comisura de su labio se alzó traviesa.
—Me gusta oír eso, porque dentro de unos días tendrás que ser capaz de yacer conmigo —hizo una pausa y sus ojos refulgieron anhelantes— y con el aguerrido capitán veneciano Biagio Giuliani, un hombre de gustos particulares.
Tragué saliva, mi pulso se aceleró y estrujé nerviosa el tafetán de mi falda entre las manos.
—No debes preocuparte, solo dejarte llevar por mí. Ardo en deseos de saber cómo hechizaste a Gabini. Intuyo que será una velada mágica.
Me limité a asentir. Mi incomodidad se dejaba entrever en mi rigidez en la silla.
—¿Puedo retirarme?
—No, te he mandado llamar por un tema más delicado.
Su expresión adquirió gravedad, y supe a qué se refería antes de que le diera voz.
—Ha sido muy oportuno tu encuentro con Gabini —comenzó rebuscando entre sus papeles—. Esta mañana recibí un requerimiento judicial que demanda tu tutela. Fabrizio nos reclama una ingente cantidad de dinero por la pérdida de su dote o habrás de regresar a su lado.
—No regresaré, antes prefiero la muerte.
—Lo sé, pero yo no dispongo de esa cantidad, Alonza. Así pues, tan solo nos queda encontrar un buen abogado y luchar en los tribunales.
—¿Gabini?
—No, él está muy por encima, pertenece al Consejo de los Diez y se encarga más bien de la seguridad del Estado. Pero nos recomendará al mejor, y no dudo de su influencia con los magistrados que lleven el caso. Incluso con el mismo dux si acaso toma partido.
Permanecí en silencio, sintiendo cómo el pulso desacompasado repiqueteaba en mi sien.
—Fabrizio también goza de amistades poderosas —recordé inquieta.
—En efecto, tendremos que jugar muy bien nuestras cartas, Alonza.
Ambas nos miramos con expresiones graves. Y ella, sumida en una concentración en la que brilló la tenacidad por encima de otras emociones, despertó en mí una pregunta que antes no me había formulado: ¿por qué me ayudaba Carla? ¿Tantas expectativas albergaba respecto a mí? ¿Tanto dinero pensaba ganar conmigo para enfrentarse a uno de los hombres más taimados y poderosos de Venecia? De repente comencé a recelar sobre su verdadera intención en todo ese asunto. Y comprendí que algo más debía de motivar su decisión de comulgar por mi causa. Fuera cual fuese, estaba de mi parte, y únicamente debía agradecer contar con su apoyo.
Y en aquel momento también descubrí que no solo había cambiado yo, sino también mi percepción del mundo. Había aprendido duramente que la desconfianza era la mejor barrera para anticipar tanto un ataque como un desengaño. Que debía, tristemente, cuestionarme cualquier comportamiento favorable por parte de terceros. Que debía mantener la mente tan fría como el corazón. Que todo era mentira hasta que la verdad no me deslumbrara, que nadie hacía nada sin un motivo egoísta, y que si la vida era dura yo debía serlo doblemente. Pues, cuanto más alto fuera el escalón, más debía esforzarme en subirlo y más reforzada saldría con tan solo el intento. Pero si mi intuición me gritaba algo era que a menudo nada era lo que parecía y que permanecer alerta a mi alrededor, expectante y recelosa, sería lo más juicioso.
—Quiero que me conciertes citas con los hombres más influyentes de la Serenísima —comencé mirándola fijamente, enfatizando mis palabras con un tono autoritario—, con nobles cercanos al rey, con altos cargos eclesiásticos, con generales de rango, con el mismo dux si es posible. Quiero ser invitada a las fiestas más relevantes y a todas las reuniones de sociedad que se celebren en la corte.
Carla me observó intensamente, su ceño se acentuó pensativo y contrariado. Permaneció evaluándome un instante, respiró hondo y asintió queda.
—No solo quieres librarte de los Rizzoli, ¿me equivoco?
—Quiero dominar a los hombres, someterlos y demostrarles que una mujer puede gobernar un Estado si se le antoja.
Carla sonrió y me dedicó un gesto respetuoso.
—Y no dudo ni un instante de tu éxito en ese ambicioso plan. Jamás vi semejante determinación en nadie. Todas tus penurias han forjado a la mujer que hoy tengo frente a mí. Pero he de advertirte de algo: posees las cualidades necesarias para alcanzar tus metas, pero no te lo pondrán fácil. Evita el exceso de confianza en ti y utiliza tu mayor baza: tu inteligencia. Cautiva a los hombres con tu cuerpo, embriaga sus sentidos con tus artes amatorias y sácales toda la información que puedas. Con ella en tu poder, los dominarás, pero guárdate muy bien las espaldas y ve con tiento. Lo difícil no será conseguirla, sino saber utilizarla.
—¿Vendiéndola?
—Guardándola, y usándola cuando mejor te convenga. Así podrás extorsionar a quien se erija como tu enemigo y favorecer a tus aliados.
Asentí agradecida y me puse en pie.
—Tengo una curiosidad —admitió—, ¿qué le hiciste a Gabini? Francesca también estuvo con él y jamás lo vi tan… exaltado.
—Eso, Carla, es un secreto de alcoba, y como tal me lo guardo.
Su sonrisa se amplió ladina, sacudió la cabeza y chasqueó la lengua.
—Eres condenadamente lista.
—No me dejan más remedio que serlo.
Salí del despacho con paso firme.
En efecto, sería capaz de todo por lograr mis objetivos, ya no me cabía la menor duda.