CAPÍTULO 20
EL OCULTO MUNDO DEL PLACER
Dos mujeres y un hombre, ataviados únicamente con unas túnicas blancas atadas a un hombro, se subieron a una gran cama redonda vestida de satén rojo.
Alrededor del curioso lecho habían dispuesto toda una fila curva de sillas encaradas a él. En ellas tomamos asiento las cortesanas de la casa, Carla y yo.
A mi lado tenía a Chloe, mi compañera de cuarto y guía particular. Parecía una chica dulce con aspecto aniñado, con sus grandes ojos turquesas y su cabello castaño y ensortijado, pero tras aquella apariencia se intuía carácter y aplomo.
En total, para Carla trabajaban siete chicas, todas bonitas, refinadas y elegantes. Las que iban a ofrecernos la exhibición se llamaban Francesca y Giovanna; la primera, pelirroja y exuberante; la segunda, rubia y esbelta. El resto presenciaríamos aquel acto público como cualquier alumno que asiste a clase.
Cuando el hombre, de constitución musculosa y rostro agraciado, comenzó a desatar el nudo de la toga que llevaban ambas mujeres, me agité nerviosa en mi silla, captando la atención de Carla, que me sonrió condescendiente.
Comenzaron a besarse las dos mujeres, al principio lánguidamente. Ambas abrían la boca y ofrecían indolentes sus lenguas. Y el hombre, con ademanes suaves, acariciaba, desde detrás de una de ellas, los enlazados cuerpos femeninos.
Noté cómo mis mejillas se prendían acentuando mi rubor y cómo la garganta se me secaba ante lo que estaba aconteciendo a tan solo unos pasos de mí.
Francesca se giró de medio lado para ofrecer también su boca al hombre, que la tomó ávido. Y, mientras la pareja se entregaba al beso, Giovanna comenzó a lamer los prominentes y altivos pechos de la pelirroja. Los abarcaba con sus manos y los unía para succionar alternativamente los pezones de su compañera.
—Es muy usual que nuestros clientes pidan los servicios de dos mujeres —susurró Carla inclinándose ligeramente sobre mí—: presta mucha atención.
Su aliento me envaró en la silla. Mi pulso se aceleró y la incomodidad que ya me embargaba me cubrió con más rotundidad.
Francesca se apartó entonces del hombre y, de nuevo, tomó la boca de su compañera. Ambas mujeres se frotaban sinuosas mientras sus manos recorrían cada curva. Se tumbaron en la cama sin despegar sus bocas y cruzaron los brazos para acariciar el sexo de la otra, entrelazando sus piernas.
Los gemidos comenzaron a inundar la habitación. Bajé la vista avergonzada, mordiéndome el labio inferior. Aquella escena impúdica provocaba emociones extrañas en mí. Emociones que no fui capaz de comprender ni controlar, pero sentía como si una hilera de hormigas se concentrara en el vértice de mis piernas.
Unos dedos aferraron mi barbilla, alzándola.
—El sexo es algo natural que hemos de disfrutar y ver como tal. No hay nada ignominioso en el goce carnal, Alonza.
La penetrante mirada avellana de Carla buscó la mía, intentando imprimirme serenidad. No obstante, consiguió todo lo contrario.
Respiré hondamente y me obligué a contemplar al apasionado trío. Entrelacé mis inquietas manos y crucé los tobillos bajo el asiento, intentando no mostrar mi incomodidad y el temblor que me acometía traidor.
Cuando Giovanna trazó un húmedo camino de besos por el vientre de Francesca hasta llegar a su pubis y enterró el rostro entre sus pálidas piernas, contuve el aliento. El hombre se colocó entonces de rodillas tras Giovanna, aferró sus caderas y masajeó su depilado sexo, provocando que ella alzara más sus nalgas, recibiendo gustosa su caricia. Al cabo, apuntó su rígido miembro contra la abertura y se introdujo con un largo jadeo placentero. Y así, mientras Giovanna paladeaba con ardiente frenesí el sexo de su compañera, el hombre se afanaba ardoroso en sus empellones.
Los jadeos subieron de tono mezclados con gruñidos y palabras soeces. Cuando el hombre salió de Giovanna, su prominente y húmeda verga basculó todavía altanera. Los tres se movieron para modificar las posiciones. Francesca continuó tumbada, pero Giovanna se abrió de piernas sobre su rostro. La lengua de la pelirroja se enterró gustosa entre los pliegues de esta y comenzó a moverla con entusiasmo. El hombre abrió las piernas de Francesca, le alzó las caderas e introdujo un almohadón bajo sus nalgas para elevarla. Luego la penetró profundamente. En aquella primera embestida se inclinó hacia delante y atrapó los pechos de Giovanna, que, encarada hacia él, gemía desaforada ante las habilidades bucales de Francesca. Luego la besó mientras se movía en el interior de la pelirroja. La palabra triángulo nunca ha sido tan literal como en aquella postura.
Sentí el irrefrenable impulso de salir corriendo de la habitación. El sexo sin amor me parecía frío y obsceno, un mero trueque de placeres. Y, aunque el goce que aquel trío sentía era genuino, me pregunté cómo lograban mantener al margen el pudor de ser observados. Y en el caso de ellas, de…, bueno, de tocarse con aquel apasionamiento, sin considerarlo antinatural. Me replanteé mi decisión no por considerarla deshonrosa, pues toda mujer condenada a un matrimonio concertado rendía su cuerpo de igual modo. Sí, a un solo hombre y a cambio de protección, sin ningún control sobre su vida, producto de una venta cuyo beneficio únicamente concernía a dos hombres: al que la entregaba y al que la recibía. Yo, por el contrario, me vendería a muchos hombres, pero a cambio de libertad e independencia. No obstante, solo hallé una traba a aquel camino: el rechazo que crecía progresivamente en mí. No solo tendría que yacer con hombres, también con mujeres, y cuanto más lo pensaba, más me costaba encontrar la manera de alejar mi mente y mi corazón de aquel oficio, que ya intuía complejo.
Tras una cópula impetuosa, en la que alternaron posiciones en varias ocasiones, el hombre salió con urgente premura de una de ellas y comenzó a masajearse el miembro con la cabeza inclinada hacia atrás. Ambas mujeres se apresuraron a arrodillarse frente a él y abrieron la boca para recibir en ella la blanquecina y espesa semilla masculina, que se derramó por sus labios tras un grito liberador. Ellas se relamieron gustosas y sonrieron lascivas.
Aquello fue suficiente para mí.
Me levanté abruptamente y, con presurosas zancadas, salí de la habitación.
Subí de dos en dos los escalones que llevaban al ático, que era donde estaba mi cuarto, y me adentré en él acalorada, frustrada y furiosa conmigo misma.
Me dirigí a la jofaina, vertí en ella el agua de la jarra que había debajo y me incliné ahuecando las manos para enfriar mi rostro. La frescura del agua me reconfortó. Tomé el lienzo que colgaba de un gancho en la pared y me sequé mirándome al espejo. Todavía tenía las mejillas arreboladas y la mirada brillante. Todavía respiraba agitadamente, y todavía permanecía en mi mente aquella explícita demostración.
Oí la puerta abrirse y, por el espejo, vi a Chloe entrar y sentarse en el borde de su lecho.
—¿Te has indispuesto, Alonza?
Negué y colgué de nuevo el lienzo para volverme hacia ella.
—Solo estoy algo… impresionada, nada más.
Chloe esbozó una sonrisa comprensiva y me instó a tomar asiento en la cama, junto a ella. Sin embargo, yo cogí una silla y me senté enfrente.
—Nadie va a obligarte a hacer nada que no quieras hacer —comenzó en tono indulgente—. Tu reacción es común, casi todas hemos pasado por lo mismo. Sentimos miedo, rechazo, aprensión. No obstante, verlo hace que parezca más sórdido de lo que es.
—¿Acaso no lo es? —espeté apesadumbrada.
—No, participar del juego, sea el que sea, es más fácil de sobrellevar. Porque, por muchos remordimientos o escrúpulos que tengas, el placer que te ofrece tu cuerpo y que te proporcionan tus compañeros de cama o, en su defecto, tú misma, ayuda a borrar toda preocupación o barrera de tu mente.
—Resulta difícil de creer —manifesté abatida.
Chloe suspiró y fijó sus hermosos ojos en la ventana que había tras de mí con semblante perdido. La luz del quinqué titiló en sus exquisitas facciones.
—El placer nubla el juicio, a él nos aferramos para no pensar demasiado —murmuró abstraída—. Luego, con el tiempo, lo que te parece escandaloso deja de serlo. Te habitúas y comienzas a entender que el cuerpo es solo eso, una herramienta de uso. Que lo verdaderamente importante es el corazón, el alma en sí. Eso es lo único que debes mantener incorruptible. Cuando yo llegué, me sentí exactamente igual que tú, pero el fin fue lo único que me ayudó a saltar ese primer obstáculo. Si tu meta es tan importante como lo era la mía, resistirás. Si no, es mejor que te marches hoy, porque lo que acabas de presenciar es apenas una leve muestra de lo que tendrás que estar dispuesta a hacer.
—¿Cuál era tu motivo?
Chloe parpadeó repetidamente y, cuando fijó sus ojos en mí, estos se empañaron de recuerdos.
—Salvar a mi familia de la miseria más absoluta.
—Y ¿lo lograste?
—Sí, aunque ya no sé nada de ellos.
Su expresión se contrajo apenas, como si un aguijonazo doloroso la punzara. Consiguió recomponerse rápidamente, tensando la mandíbula y apretando los puños sobre su falda.
—¿Mereció la pena?
—Sí, a pesar de todo lo que pasó, volvería a hacerlo. Y, aunque los perdí, aquí encontré otra familia. Soy libre y puedo establecerme donde quiera y hacer lo que me plazca con mi vida, pero le debo tanto a Carla y estoy tan a gusto aquí que ni siquiera me lo planteo. Además, aquí contamos con la protección de los guardianes de Carla. Uno de ellos, Marcello, es el que acabas de ver con las chicas. Es bien parecido, y muy viril, cuando requieren un trío o… un hombre, acepta de buen grado los encargos y los escudos extras que eso le reporta.
—¿Hay algo más que deba saber antes de aceptar mi primera cita?
Chloe pareció meditar su respuesta frunciendo el ceño. Tras un instante en el que dio la impresión de titubear sobre alguna cuestión, asintió con la cabeza.
—Francesca es la predilecta de Carla, la más demandada por los clientes y, por tanto, la que más beneficios le aporta. Goza del favor de hombres poderosos que se declaran abiertamente enamorados de ella. Si alguno de esos hombres te pide, debes rechazarlo. Francesca es muy celosa y posesiva, y puedo asegurarte que, como enemiga, es temible.
Asentí y la miré mostrando toda la gratitud que me inspiraba.
—Deberías acostarte y reflexionar bien sobre si ese fin merece la pena. Mañana comenzarás las clases de geografía, política e historia, y, por la tarde, arpa y danza. Así que despeja bien la cabeza y déjate de remilgos. Si vas a hacerlo, sé la mejor o no lo hagas.
Chloe salió del cuarto y me dejó allí sentada, con las manos cruzadas sobre el regazo y aquella última frase flotando en mi cabeza.
Supe que pasaría por momentos como ese, donde las dudas, la conciencia y ese corazón que debía cegar me harían querer escapar y esconderme del mundo, de mi venganza e incluso de mi ansiada libertad aderezada de poder. No obstante, tras todas las penurias, crueldades e injusticias que ya había soportado, tras todo el dolor, la pérdida y la desolación, entregar mi cuerpo y usarlo en mi beneficio era un mal menor y necesario para esa transición que tanto anhelaba, la de ser la única dueña de mi destino.
Asentí enérgicamente para impregnar cada fibra de mi ser de esa determinación, grabando en mi fuero interno que era capaz de todo y que, como bien me había aconsejado Chloe, me esforzaría por convertirme en la mejor cortesana de toda Venecia.
Me desvestí, me puse mi camisón y me metí en la cama. El nudo que me había atenazado se aflojaba paulatinamente, ya del todo convencida de que, a pesar de tener que afrontar momentos delicados, duros o incluso desagradables, no me rendiría.
Me acomodé lateralmente abrazada a la almohada y miré la noche, apenas rota por un velo nacarado, procedente de una luna que no veía pero que teñía de plata cada rincón. Y a esa luna envié mi último pensamiento para Lanzo: «Te amaré mientras me quede un hálito de vida, amor mío, mi corazón es solo tuyo, y en él morarás por siempre».
Y, así, cerré aquella puerta, poniendo a salvo lo más preciado para mí.
Dormí entre lágrimas por lo que el destino me había arrebatado y por lo que yo pensaba arrancarle: las riendas de mi vida.
Transcurrieron las semanas y, cada día que pasaba, mis conocimientos aumentaban, mis miedos perdían fuerza y mi espíritu se alimentaba de arte y sabiduría con la voracidad de un famélico depredador.
Hallaba ilusión en todas las materias, absorbiéndolas con avidez. Comía leyendo, me relajaba estudiando y me evadía practicando. Mi entrega era absoluta y mis avances, notables. Carla se maravillaba de la rapidez en mi aprendizaje y me animaba con continuas alabanzas, dedicándome todo su tiempo libre y reforzando mi erudición.
La convivencia con mis compañeras, en cambio, no era lo esperado, pues, excepto Chloe y Paola, las demás me trataban con desdeñosa indiferencia. No obstante, no me permitía concederles ni un solo pensamiento, toda mi atención se centraba en asimilar aquel maravilloso mundo oculto y vetado para las mujeres. Ahora podía conocer todas las artes, descubrir un mundo ignoto, países lejanos, culturas diversas y lenguas clásicas. Ahora me sumergía en la prosa de grandes literatos, en la sapiencia de filósofos y humanistas, en las rocambolescas tramas políticas de las cortes más importantes del mundo. Mi mente bullía repleta de información y, cuanto más la absorbía, más la ansiaba. Por las noches dormía recitando poemas de Petrarca, Boccaccio, Dante y Maquiavelo. Amanecía tarareando los madrigales y motetes de Claudio Monteverdi, y danzaba por las tardes memorizando con soltura los pasos de la pavana, la gallarda y el elegante ballet de cour, tan de moda en la corte. También fui instruida en una danza más privada, dado sus lascivos movimientos, ya que los rígidos moralismos sociales la consideraban un baile del demonio: la polémica zarabanda.
Y, así, llegó el día de mi presentación como meretriz ante lo más selecto de la burguesía veneciana. El círculo de gentilhombres, ricos comerciantes y artistas de moda había sido congregado expresamente para mi presentación. Aún tenía que cultivarme más, pero Carla consideró que ya debía exhibir mis encantos para alimentar el interés de posibles clientes que pujarían por estrenar mi nueva condición y degustar las mieles de mi reciente formación. Mi única exigencia fue que omitiera mi nombre.
Bien era cierto que, aunque había presenciado otra exhibición similar, no habían exigido de mí ninguna incursión en el tema carnal, algo que agradecí, a pesar de ser sabedora de la brevedad de aquella licencia.
Tras ser vestida con ricos brocados, ungida con aromáticos afeites, adornada con vistosas joyas y calzada sobre las elevadas plataformas de los chapines, con paso regio aunque prudente, y de la mano de mi instructora, hice mi entrada en aquel suntuoso salón, barbilla en alza y sonrisa tibia. Tras nosotras, el resto de las chicas de la casa.
La amplia estancia estaba abarrotada de hombres y de alguna que otra mujer, cosa que me sorprendió. Se hizo el silencio y algunos carraspeos anunciaron nuestra presencia. La música del arpa enmudeció y un mutismo reverencial flotó sobre los presentes como un manto pesado.
Detuve mi avance, sobrecogida ante tanta expectación. Un suave carraspeo y un leve tirón me pusieron nuevamente en movimiento.
Fui conducida hacia una tarima, donde se encontraba el arpa. Ante un gesto seco de Carla, que lucía espléndida para la ocasión, el hombre sentado junto al instrumento se levantó y desapareció discretamente.
—He querido reuniros esta noche aquí para mostraros la nueva joya del Adriático, mi nueva y avezada pupila, tan bella como talentosa —anunció Carla con voz clara tildada de orgullo—. Ante vos, la Perla.
Y, como habíamos planeado, me senté en la banqueta y comencé a templar las cuerdas del arpa. Cerré los ojos y las notas aprendidas fluyeron con soltura. Sentí el pulso acelerado, mas logré controlar los nervios inhalando varias bocanadas de aire que exhalé lentamente, tal como me había enseñado Carla.
Cuando comencé a cantar, mi voz sonó clara y mi tono fue dulce y acariciador. Aquel don recién descubierto había impresionado a mi mentora, que se frotaba las manos ante los eventos que ya planeaba para mí.
La pieza elegida era, cómo no, un madrigal de Monteverdi, el famoso compositor veneciano del momento, Sì dolce è il tormento.
Permití que la tristeza de aquella canción liberara mis emociones y me dejé llevar en cada estrofa, imprimiendo en ellas la nostalgia que tanto me esforzaba en mantener bajo control cuando me acercaba a aquella puerta cerrada donde ocultaba mi corazón.
Terminada la melodía, abrí los ojos y miré a mi atónita concurrencia. Temí haber desafinado, o quizá haber cometido un error de dicción. Pero, al cabo de unos segundos, la sala estalló en aplausos, y algunas damas, conmovidas, se secaban los ojos con sus pañuelos de encaje.
Miré confusa a Carla, abrumada por aquella entusiasta reacción.
Su amplia sonrisa conjugó con la que bailaba en su mirada.
—Espléndido —manifestó con admiración.
Saludé tímidamente y bajé del reducido estrado, donde un nutrido grupo de hombres se arremolinaron curiosos en torno a mí.
Carla comenzó a pronunciar sus nombres y sus títulos, y yo apelé a mi retentiva y me escudé en una sonrisa cortés y en respectivas inclinaciones formales de cabeza por cada presentación.
Vi miradas interesadas, algunas lujuriosas y muchas cautivadas. Tanta atención me incomodó, y de nuevo el impulso de salir corriendo resurgió.
Carla aferraba mi antebrazo, quizá advirtiendo mi turbación.
Con una congelada y forzosa sonrisa, solventaba el intenso escrutinio de los hombres que me rodeaban. Empecé a sofocarme y a respirar agitadamente. Miré alarmada a Carla, y esta, que entendió al punto mi súbita indisposición, me llevó hacia una esquina, ofreciéndome una silla.
—Te traeré un licor, eso te reconfortará —adujo exhibiendo una sonrisa despreocupada.
Asentí agradecida y ella se perdió entre los invitados con paso resuelto y porte altivo.
Tragué saliva e intenté acompasar mi resuello. Frente a mí, varios grupos conversaban, dirigiéndome descaradas miradas. Las risitas fluyeron y mi malestar se acentuó.
Miré en derredor y, entre la concurrencia, un rostro fijo en mí me detuvo el pulso.
Exhalé un asombrado suspiro y mi mano aleteó nerviosa sobre mi escote. Aquellos ojos parduzcos se clavaban condenatorios en mí. Su rostro, tan desencajado como el mío, esgrimió una mueca feroz, una repulsa tan exacerbada y una ofensa tan acusada que me puse en pie y me alejé todo lo rápido que pude, subida a aquellos malditos chapines.
Tenía que salir de allí de inmediato. Divisé la puerta de entrada, y ya me catapultaba hacia ella cuando una mano masculina aferró mi codo y me hizo trastabillar hacia atrás. Aguanté el equilibrio a duras penas y me giré para enfrentarlo.
—¡Soltadme!
—Me perteneces, pequeña zorra —siseó mi antiguo prometido.
—¿Algún problema, caballero?
Carla intervino con semblante amenazador y tono gélido.
Matteo Castelli apretó los labios con marcada ofuscación y se encaró a la meretriz.
—En efecto —aseveró rotundo—, esta joven me pertenece. Es mi prometida.
Carla se demudó y me miró turbada y confusa.
—¿Es eso cierto?
—No, su prometida murió —escupí furiosa—, aunque sería más correcto decir que la asesinaron.
Ambos me contemplaron atónitos.
—Y supongo —agregué con firmeza— que fue informado de lo sucedido, con lo que aquel contrato prenupcial se rompería a falta de una novia con la que desposarse. Por lo que me temo, señor Castelli, que vuestra afirmación sobre mi pertenencia es del todo infundada.
—Pero estás viva, ¡maldición!
—No —farfullé frunciendo el ceño y endureciendo el gesto—. Alonza di Pietro murió aquel día como bien os dijeron. Ante vos se encuentra la Perla, y puedo aseguraros que ni todas vuestras riquezas podrían comprarla. Y, para que no quepa duda alguna, de momento pertenezco a mi mentora. Así pues, caballero, no os atreváis a volver a poner un solo dedo sobre mí.
Aquella abierta confrontación suscitó la curiosidad de los presentes, que nos observaban estupefactos sin entender lo que ocurría.
A mi alrededor, soterrados murmullos se alzaban sobre la música. Tras un momento tenso y un feroz pulso de miradas, Matteo claudicó con una abierta amenaza:
—Esto no quedará así.
Y se alejó a grandes zancadas abriéndose paso a empellones.
Fue en ese momento cuando el pánico me asaltó.
—Necesito salir de aquí —supliqué en un hilo de voz.
Carla me aferró por la cintura y me acompañó fuera del salón.
No preguntó nada durante el trayecto de vuelta. Tan solo me acurrucó contra su hombro, sofocando los temblores que me acometían.
Cuando llegamos a la casa, me acompañó a mi cuarto, me desvistió y me metió en la cama arropándome con mimo.
—Descansa, Alonza, mañana exigiré que me cuentes tu pasado. No es algo que suelo pedir, pero conozco a Castelli y suele cumplir sus amenazas. Solo podré ayudarte si conozco toda la verdad sobre ti y sobre quién eres realmente.
Asentí con semblante mortificado. Carla ya se levantaba para marcharse cuando posé mi mano sobre la suya.
—Lamento mucho este incidente, espero que no suponga un problema para continuar bajo tu techo —proferí temerosa.
Su mirada acaramelada me tranquilizó, encerró mi mano entre las suyas y sonrió con dulzura.
—Firmaste un contrato, estás bajo mi protección. Como bien te expliqué, gozo del favor de hombres poderosos, pero deberías haberme puesto al corriente de esto.
A pesar de que era un reproche, no sonó como tal, y eso me alivió sobremanera. Sin embargo, me sentí culpable por meter a Carla en un problema.
—Era consciente de que en este oficio me expondría y acabarían descubriéndome, pero no pensé que ocurriera tan pronto. Yo…, si decides que debo irme, lo entenderé.
—No, Alonza. Tengo grandes planes para ti, soy testigo de tus muchas aptitudes y acabo de comprobar tu coraje y tu nobleza. Voy a respaldarte en esto. Bien es cierto que tener enemigos es una contrariedad con la que no contaba, pero los afrontaré por ti, solo por ti.
Me dio un suave beso en la frente y se dirigió hacia la puerta. La abrió y se giró hacia mí.
—No obstante, me debes una compensación.