CAPÍTULO 49

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DOS INICIALES, UN FINAL

Pasó el tiempo y Lanzo fue declarado desaparecido oficialmente, aunque todos lo consideraron muerto. Y, como tal, su viuda recibió el pésame de sus convecinos.

Yo fui la única que no lo veló, que no derramó una lágrima, que lo esperó. Yo sabía que seguía vivo, como aquella otra vez en que había desaparecido haciéndome creer que estaba muerto, porque así lo sentía mi corazón.

Ese vínculo que nos unía continuaba tenso y vibrante, pues si él ya no hubiera respirado, parte de mí habría dejado de hacerlo. Lanzo era Alonza y Alonza era Lanzo, compartíamos todas las letras, y esa «A» que sobraba era la de un amor inconmensurable que ni el tiempo ni la distancia podrían borrar nunca.

Y, mientras esperaba, fingía vivir.

La guerra empobreció al Estado y el dux elevó los impuestos y exigió que cada ciudadano aportara parte de sus riquezas a la causa para evitar que los otomanos tomasen Venecia. Comenzaron a encarcelar a todas las meretrices, requisándoles sus pertenencias y confiscando todos sus bienes, alegando que la permisividad con la concupiscencia había traído la desgracia a la ciudad, una burda excusa para robarnos. Y, ante mi inminente arresto, decidí guardar mis joyas y los escudos ganados en la apuesta en un lugar donde a nadie se le ocurriría mirar. Tan solo a quien conociera mi historia y lo más profundo y recóndito de mis pensamientos, a alguien tan cercano a mí que pudiera adivinar mi proceder.

Tras mi regreso de Candía, tuve que reconocerme una gran verdad, que la colaboración entre hombre y mujer era necesaria. Esa compenetración entre ambos géneros era lo que realmente elevaba al ser humano a un nivel superior.

No obstante, y a pesar de sentirlo vivo, mi corazón languidecía con el paso del tiempo.

Podía ver la negligencia como una solución y, aun así, no esperar que la vieran los demás, como podía ver una esmeralda en mitad del mar como refugio de su inmensidad. Cualquier cosa era válida para escapar de pensamientos funestos y aferrarme a la esperanza bajo la piedra de mi nombre.

Como le había pedido a mi partida, Concetta compró una bonita casa de campo en los alrededores de Padua y, pese a que solía visitarlas semanalmente, mis obligaciones regentando el negocio me ataban a Venecia. Aunque el verdadero motivo de mi permanencia en una ciudad convulsa y tensa por el desalentador desarrollo de la guerra con los otomanos era otro.

El antaño esplendor de aquella mágica urbe apenas titilaba ya. El declive apagó el chispeante ánimo de los venecianos. El varapalo al floreciente comercio incidió en el desgaste económico de una guerra que ya se vislumbraba perdida. Y, como siempre ocurría, cuanto más oprimida estaba la población, la Iglesia se crecía alimentándose de la vulnerabilidad y los miedos para obtener más poder. La antigua permisividad con ciertas conductas y oficios se evaporó, y se tornó rígida e intolerante. La Inquisición comenzó a tener más presencia escuchando denuncias y actuando en consecuencia. De nuevo, tal como había sucedido con la gran plaga de 1631, se reforzó la culpabilidad a la inmoralidad como causante esta vez del azote otomano. Y la gente acudía en tropel a las capillas de la ciudad a pedir perdón y a prometer seguir fielmente los mandatos de la Iglesia. Entonces más que nunca, la amenaza del infiel encendía la adormecida chispa cristiana en el corazón de los ciudadanos, convirtiéndolos no solo en beatos manipulables, sino en guardianes de la moral ajena, casi tan inflexibles y severos como sus católicos mandatarios.

Y, así, transcurrió un año tan duro como desolador.

Estábamos a mediados de 1646 y la guerra continuaba más virulenta que nunca, mermando las milicias venecianas y forjando nuevas alianzas que reforzaran su delicada situación. Los otomanos tomaron un importante bastión en Candía, la ciudad de Rétino, aunque, como contrapunto, no consiguieron invadir Dalmacia, y las tropas venecianas lograron no solo mantener su posición, sino recuperar estratégicos enclaves.

Y yo, yo me preguntaba dónde estaría Lanzo y cómo. Y la segunda cuestión me angustiaba incluso más que la primera. Barajé mil respuestas, dibujándome esperanzas con tinta que no terminaba de secar y el tiempo se empecinaba en borrar. Pero, pertinaz, las sobrescribía una y otra vez, convenciéndome de que tarde o temprano regresaría a mí. Y si algo aprendí en aquellos duros momentos era que cuanta más negrura me rodeara más luz debía sacar de mi interior.

Lo único que me sostenía, aparte de mi inquebrantable esperanza, era Gina. Aquella hermosa niña de rebeldes rizos castaños e inmensos ojos turquesa alborozaba mi corazón como ninguna otra cosa en el mundo. Además, la vida en Venecia comenzaba a ser peligrosa.

Se había creado una especie de milicia popular que combatía con insultos, ofensas y alguna que otra agresión la inmoralidad de sus convecinos. Por supuesto, las meretrices éramos condenadas públicamente. Comenzaron a lanzarnos toda clase de verduras y frutas en mal estado, y luego fueron piedras y baldes de agua; alguna acabó en el canal y otras, golpeadas. Esos grupos sectarios se paseaban con carteles condenatorios y rezos fervorosos. Solían apostarse frente a mi casa para sermonearnos a voz en grito, insultarnos o aporrear con violencia la puerta y romper los cristales. Como evidente consecuencia, los clientes dejaron de acudir.

La decadencia invadió cada rincón y yo temí que un día nos arrestaran o simplemente nos ajusticiara el populacho. Debía abandonar Venecia cuanto antes y cerrar el negocio por la seguridad de todas. Pero, antes, decidí esconder en mi cuarto mis documentos y los de Carla, una pista y una nota sobre mi paradero, la casita de campo en Arquada, una aldea en los alrededores de Padua. Elegí un lugar en mi cuarto del ático y decidí marcarlo con un objeto simbólico que solo Lanzo podría descifrar y Leonardo elaborar.

Fue una conmovedora despedida la nuestra. Tras una última propuesta de matrimonio, que rechacé lo más dulcemente que pude, Leonardo me pidió tan solo un beso más y yo se lo concedí. En mis labios se grabó su amor no correspondido y su pasión insatisfecha, y en los suyos mi admiración, mi gratitud y mi cariño. También la tristeza selló aquel último beso por una despedida definitiva, aunque teñida de buenos deseos. Su última frase quedó asimismo en mi recuerdo y en mi corazón: «Nunca desaparecerás de mi vida, Hada de Cristal, pues te llevo en lo más profundo de mi alma. Y, cuando cierre los ojos por última vez, serán los tuyos los que vea».

Días más tarde, partí rumbo a Padua, cerrando la casa para siempre, al menos bajo mi tutela.

Pasaron los meses y la plácida vida en el campo, junto a mi niña y la enérgica Concetta, lograron que no me volviera loca, pues pasaba las noches soñando con sus brazos y los días imaginándolo en cada rincón.

Solía mirar continuamente el camino de entrada a la finca, y cada galope de caballo o traqueteo de carruajes aceleraba mi pulso para sumirme en un profundo abatimiento cuando pasaban de largo.

También solía pasear por el robledal que circundaba la propiedad sola, liberando mi pena sin que nadie la presenciara, presa de una nostalgia tan desgarradora que sollozaba contra el rugoso tronco de un árbol y gemía lastimera mi pena al viento de la montaña.

Y fue en uno de aquellos paseos cuando vi una marca reciente grabada con algo punzante en el tronco de un roble: una «A» y una «L» entrelazadas.

Mi corazón se detuvo un instante para bombear atropellado a continuación, preso de una emoción que aceleró mi pulso.

Miré en derredor agitada y ansiosa, esperando verlo asomar entre la espesa vegetación, pero nada ocurrió, nada oí y nada vi.

Sin embargo, estaba allí.

Deambulé siguiendo el sendero, descubriendo exaltada otra marca igual en otro árbol. Fui avanzando mientras buscaba las huellas blanquecinas en la oscuridad de la madera y fueron ellas las que me guiaron hasta un pequeño cobertizo destartalado. La puerta abierta colgando de sus goznes evidenciaba que estaba vacío, pero en aquellos tablones frontales habían grabado el emblema con nuestras iniciales.

Corrí impaciente hacia el interior y, clavado en la pared del fondo, me encontré un pergamino raído y sucio. Me acerqué y la primera frase que leí desbordó mis ojos de lágrimas:

Querida Alonza:

 

No sé si volveré a verte, no sé siquiera si leerás esta carta algún día, posiblemente no, aunque todavía conservo la esperanza de que nos canjeen por prisioneros…

Un profundo sollozo desgarró mi garganta y aflojó mis rodillas.

Continué leyendo entre hipidos y lágrimas, temblando con cada palabra, sintiendo su profundo amor, desgarrada por aquella misiva que sonaba a despedida pero que en realidad era un reencuentro.

En el párrafo final creí desfallecer, ávida de sus brazos y hambrienta de su contacto…

Mía, mi Alonza, así suenan mis latidos, y en mi último suspiro esa «A» penderá en el aire y te buscará. Quizá lo oigas allá donde estés, porque donde tú estés, allí estaré yo.

 

Siempre a tu lado, amor mío.

Si alguna vez el amor tuvo otro nombre, fue el nuestro.

Cubrí mi boca con la mano sofocando los sollozos con gesto trémulo. Con la mirada anegada en lágrimas y el corazón transido, salí del cobertizo mirando a mi alrededor con tal intensidad que me escocieron los ojos. Me sepultó un implacable anhelo que resultó físicamente doloroso.

—¡Lanzooo…, amor mío! —gemí rota.

Y entonces oí el crujido de unos pasos sobre las cobrizas hojas del otoño que cubrían el lecho del bosque.

Contuve el aliento cuando la figura de un hombre con un abrigo negro apareció ante mí.

Era él.

Caí de rodillas presa de un llanto que me convulsionó. Fue un llanto liberador, donde toda la angustia, el miedo, la soledad, la desesperación y la nostalgia emergieron y volaron con el viento, aligerando así mi alma.

Me alcanzó con dos apresuradas zancadas y cayó de rodillas junto a mí. Tomó mi rostro entre las manos y besó las lágrimas que perlaban mis mejillas. Su mirada, tan húmeda como la mía, se desbordó de amor, un amor tan puro y profundo como la inmensidad del mar y tan luminoso como todas las estrellas del firmamento.

Nos fundimos en un abrazo apasionado, y ese hilo que nos unía restalló vigoroso y crepitante, fortalecido y resplandeciente.

—Mi Alonza…

Entrelacé mis dedos en su larga y sedosa melena oscura, sintiendo cómo su contacto cauterizaba mis heridas, cómo su calor evaporaba mi aterida alma, cómo su abrazo recomponía las partes rotas de mi espíritu.

Permanecimos un largo instante así, derramando nuestras emociones en aquel conmovedor abrazo. Me ceñía con fuerza, tan trémulo como yo.

Cuando logramos apartarnos, de nuevo abarcó mis mejillas con sus grandes manos y su celeste mirada penetró hasta lo más profundo de mi ser. Luego comenzamos a besarnos con arrobada urgencia. Párpados, mejillas, frente, nariz, barbilla, boca…, con apremio, con torpe anhelo. Mi corazón derrochaba tal liviandad, tan alborozado alivio, tan desbordante dicha que saltaba en mi pecho alocado.

—He soñado con esto cada noche desde que me arrancaron de tu lado. Y ha sido lo único que me ha mantenido con vida todo este tiempo.

Recorrí con la vista su rostro, deleitándome en cada línea. Descubrí una cicatriz en su sien y otra en su barbilla. Fruncí el ceño y las acaricié con la yema de los dedos.

—Logré escapar —explicó, absorbiendo también mis rasgos con avidez—, pero me capturaron. Me llevaron a la corte del sultán en Constantinopla. Jamás imaginé a quién encontraría allí.

—A Marco.

Asintió. Su mandíbula se tensó y su mirada se oscureció ante aquel recuerdo.

—Era apenas un despojo, lo habían castrado y, cuando yo lo vi, deliraba de fiebre en una celda de palacio. Me habló de ti, te culpaba de su desgracia. Al principio pensé que aquello era producto de sus desvaríos, pero al borde de la muerte, en ese instante de aparente mejoría y clarividente lucidez, me dijo que habías ido a buscarme a La Canea y que lo habías canjeado por información sobre mí. —Suspiró afectado, sonrió emocionado y besó la punta de mi nariz—. Fue aquello lo que me dio las fuerzas necesarias para resistir.

—¿Encontraste las pistas que te dejé en mi cuarto, por eso llegaste hasta mí?

Su ceño se acentuó y su expresión confusa me desconcertó.

—No. Cuando llegué, la casa estaba cerrada. Habían clavado tablones en las puertas y en las ventanas con carteles ofensivos y cruces pintadas.

—¿Entonces? —inquirí curiosa.

—Acudí a la única persona que podía saber de ti: Leonardo. Fui a su casa y él solo me dijo que te habías marchado a Padua, pero desconocía a qué parte. Me invitó a cenar y, aunque me negué, insistió. —Hizo una pausa y su rostro se ensombreció—. Me dijo que te había pedido matrimonio y que lo habías rechazado, me confesó que me envidiaba y que te hiciera feliz por ambos. Que él se quedaba con tu recuerdo y con tu réplica.

—¿Mi réplica?

Asintió y repasó el contorno de mis labios con gesto reverente, como si estuviera ante un icono sagrado. Sus ojos, fijos en mi boca, preñaron su expresión de un anhelo tan agudo que forjó una mueca casi dolorosa.

—La repisa de su chimenea exhibía la pieza más hermosa de su colección —murmuró embriagado en mi rostro—. Era un hada de cristal, de una exquisita minuciosidad en los detalles. Eras tú, tu rostro, tu cuerpo, tu cabello, y todo en vidrio coloreado. Tenía las alas desplegadas, casi parecían aletear ante la viveza del modelado. Una bellísima obra de arte que me robó el aliento. —Hizo otra pausa, sus dedos mariposearon por mi rostro, su semblante casi hechizado me abrumó—. No fue fácil estar ante un hombre que te ama con semejante veneración y que además posee una nobleza fuera de lo común. Sentí celos, pero también comprensión, pues lo que no concibo es que no te amen. Además, saber que renunciaste a él incluso pudiendo estar yo muerto… —Su mirada se veló emocionada—. Casi me derrumbé cuando vi aquella figura. Era de una belleza tan etérea pero, al mismo tiempo tan rotunda, que no pude evitar acariciarla con la punta de los dedos. Ver mis propios celos en los ojos de Leonardo consiguió forjar una peculiar complicidad entre nosotros, pues comprendimos que no éramos rivales, que tú habías sido fiel a tu corazón y que, aunque yo era el afortunado, él no era el perdedor, pues te tenía y te llevaba consigo. En aquella delicada pieza había volcado su amor por ti, y con él viviría. Me hizo prometerle algo.

Delineó el óvalo de mi rostro con infinita ternura antes de proseguir:

—Que si él moría antes que yo, yo debía custodiar su hada de cristal.

—Mi corazón fue tuyo desde la primera vez que te vi —susurré—, y no es justo para nadie que te entreguen un pecho vacío.

—Arriesgaste tu vida por mí. En Venecia me enteré de tu valiente apuesta, de tu ardid para venir en mi busca enfrentándote al mismo dux. Y yo me pregunto qué hice para merecer a la gran mujer que tengo enfrente, y cómo poder demostrarle que soy y seré suyo por toda la eternidad.

Dejé escapar un suspiro y parpadeé tratando de aclarar la mirada. Las perlas traslúcidas y saladas engarzadas a mis pestañas se derramaron por mis mejillas, trazando sinuosos senderos que sus labios borraron.

—Abrázame y no me sueltes nunca —le pedí.

—Nunca, amor mío, nunca.

Enlazó sus brazos en torno a mí con un gemido estrangulado que escapó de sus labios. La emoción nos constriñó con la misma fuerza que ese abrazo.

Hicimos el amor tendidos en aquel mullido manto de hojas, volcando en cada caricia, en cada beso, la angustia sufrida y la dicha compartida, reafirmando en esa entrega aquel amor que nos reventaba el corazón y nos incendiaba el alma.

Por fin juntos.

Por fin felices.

Por fin libres.