CAPÍTULO 16

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RENACIENDO… UNA VEZ MÁS

Desperté con la boca pastosa, confusa y cansada. Todo era extraño a mi alrededor, y aunque el rostro que me observaba también lo era, lo reconocí y, con él, todo lo que había descubierto. La piedra tiró de nuevo de mí hacia la profunda negrura que tendía sus manos invitadora.

—¡Muchacha! Por fin despiertas.

Percibí un claro alivio en el tono, pero más como la liberación de un problema que como una verdadera preocupación. Parpadeé y miré a mi alrededor. Aquella habitación, a pesar de ser desconocida para mí, me transmitió extrañamente una sensación familiar. Cuando reparé en los dibujos que había en las paredes, mi corazón se detuvo.

Eran dos artísticas iniciales enlazadas: una «A» y una «L» dentro de un corazón. En otra lámina, mi rostro de perfil mirando por una ventana con expresión soñadora. En una más, dos manos enlazadas bajo la nieve, las nuestras. El dolor que me afligió se derramó en gruesas lágrimas por mis mejillas, mi corazón sangraba y mi impotencia despertaba ya no furia, sino una pesadumbre tan pesada y oscura que ensombrecía mi alma hasta marchitarla.

Y ahí, en la antigua habitación de Lanzo, supe que era lo más cerca que ya nunca estaría de él. El destino me lo había arrebatado. Si estaba vivo, solo rezaría por su felicidad; si no lo estaba, mis plegarias se reducirían a reunirme con él cuando la muerte decidiera llevarme.

No obstante, en mitad de mi implacable tormento, supe que no me rendiría. No me entregaría a la muerte, no todavía, no hasta que cumpliera con dos vitales cometidos: vengarme de mis enemigos y recompensar a mis amigos.

Entonces y solo entonces partiría feliz y libre.

Me limpié la humedad de las mejillas y miré a la ruda casera del albergue.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Te desvaneciste hace un par de días, temí que…

Me incorporé sobre los codos y respiré hondo.

Dolía. Dolía todo, cada latido, cada resuello, cada movimiento, cada pensamiento, y, cuanto más dolía, mi fortaleza más se redoblaba. Ni la muerte ni el dolor acabarían conmigo hasta pagar mis deudas.

Logré ponerme en pie sin ayuda y me aproximé a la pared. Con el alma desgarrada, arranqué los dibujos y los enrollé con cuidado. La mujer me ofreció un cordel y los até. Los abracé contra mi pecho con extrema suavidad y me permití llorar de nuevo. Él seguía conmigo, latiendo en mi pecho, y así sería hasta que este se detuviera para siempre.

—Necesito que alguien me lleve a Venecia.

Mi voz sonó dura en contraposición a mi apariencia frágil y mi semblante marchito.

Mirarme al espejo en el que en tantas ocasiones se habría mirado Lanzo y ver apenas una sombra de mí me hizo prometerme renacer no una vez, sino tantas como fuera necesario, para demostrarle al destino que no habían podido con nosotros, que en mí viviría Lanzo, estuviera donde estuviese. Y que nuestro amor jamás podrían apagarlo.

Apreté los puños, presioné los labios y entorné los ojos mirándome retadora. Iban a pagar cada lágrima, me prometí.

—Hay una compañía de teatro que parte mañana para Venecia, quizá puedas preguntar si les importa llevarte. La función no tardará en empezar, han instalado el escenario en la plaza del mercado. Si lo deseas, mi marido puede acercarte, tiene recados que hacer allí.

—Os lo agradecería mucho, como agradezco vuestra hospitalidad.

Estiré vanamente mi arrugado vestido e intenté atusar mi cabello. Mientras trataba de adecentar mi aspecto, descubrí en mis ojos que apenas quedaba rastro de la Alonza que fui una vez. La dureza, el dolor y la amargura habían construido a una Alonza nueva, más resistente, más cínica y más resuelta. Y, aunque no sabía muy bien qué sería de esta nueva joven, cuyos ojos grises, antes perlados como la plata bruñida y ahora ya sin brillo, eran tan solo dos piedras basálticas inexpresivas y punzantes, sí sabía que saldría adelante. Pues alguien que no teme a la muerte se convierte en alguien poderoso. Cuando no se tiene nada que perder, no hay barrera insalvable ni meta insuperable. Sin miedos se gozaba de una libertad que pensaba conservar como el bien más preciado. Y en aquel preciso instante recordé una conversación con Concetta, y un nombre. Sonreí para mis adentros.

Sí, elegía ser libre y dueña de mi destino, usar cuanto estuviera en mi poder para dominar mi vida y mi alrededor. Y solo tenía un modo a mi alcance.


Observaba admirada cómo los actores representaban Hamlet con una pasión que estremecía al público, que, entre sonoras exclamaciones, manifestaban su total entrega a la obra. Tras cada acto, se hacía un silencio solemne que terminaba en alborozados aplausos.

Disfruté de la representación con tan vívido realismo que lloré ante el desgarrado discurso de Hamlet en el entierro de Ofelia. Cuando la función llegó a su fin, los actores salieron a escena para recibir el agasajo de un público entusiasmado. Fue en ese momento cuando decidí acercarme y rodear la tarima.

En la parte de atrás, flanqueadas por una serie de carretas, varias tiendas se apiñaban a modo de camerinos. En aquel momento, varios hombres cargaban diversos elementos escénicos en los carromatos.

Me adentré en aquel espacio justo cuando de detrás del telón emergieron los actores eufóricos y risueños. Un hombre robusto chocó conmigo y me tiró al suelo. Varios caballos relincharon y me apresuré a ponerme en pie por miedo a ser coceada. Algo desorientada, comprobé que los actores se perdían en sus respectivas tiendas. Corrí hacia la primera que encontré de lona escarlata y me adentré titubeante.

Hamlet, con el torso desnudo, se lavaba con profusión en una palangana. Un rostro extrañado me miró goteante. Sacudió enérgico su cabello y, tras coger un lienzo con el que comenzó a secarse, se acercó sonriente a mí.

—Bienvenida, muchacha, pasad y os mostraré algo más que mis dotes de interpretación.

—Yo… solo buscaba al dueño del teatro.

—Ante vos lo tenéis —anunció tras una florida reverencia—. Si deseáis un papel en la función, desnudaos y mostradme vuestros encantos.

—No —me apresuré a contestar—. No aspiro a ser actriz, solo me preguntaba si podríais llevarme a Venecia.

El hombre se peinó su mojado cabello con los dedos y me sonrió artero. Me rodeó escrutándome con atención y, finalmente, se detuvo ante mí.

—Pues, a mi parecer, encandilarías al público aunque no supieras recitar un solo verso.

Tuve que contener el impulso de salir corriendo y me obligué a alzar la barbilla y a mirarlo sin temor a los ojos.

—Sin embargo, mi única intención es regresar a Venecia —recalqué con frialdad.

El hombre entornó sus oscuros ojos y me dedicó una sonrisa aviesa.

—Y ¿cómo piensas pagar ese viaje?

—Puedo ayudar en toda clase de labores.

Cogió mis manos entre las suyas y las observó sagaz.

—Estas manos jamás han trabajado.

Acto seguido, tomó mi barbilla y me giró el rostro a un lado y a otro.

—Tus rasgos son finos, patricios, presumo que tu belleza, ya evidente, todavía debe despuntar. Serías una gran adquisición para la compañía.

—No tengo ningún interés en la interpretación. No creo que posea los dones necesarios para ello —aduje rotunda— ni pienso desnudarme ni compartir lecho para pagar el viaje. Así pues, no perdamos más el tiempo.

Ya me giraba cuando el tenaz Hamlet me detuvo.

—Se me ocurre que actúes en la función de Venecia. Un pequeño papel de doncella de Ofelia, nada relevante, solo para que sientas la magia escénica…, quién sabe si es tu vocación. Si, tras esa aparición, no sientes la llamada del teatro en la sangre, me sentiré pagado y tú libre de deuda. No creo pedir tanto.

Venecia estaba a un día escaso de trayecto, pero una joven sola sería fácil presa de maleantes. Demasiado arriesgado, me dije. Y en verdad no pedía tanto. Asentí y el hombre sonrió ampliamente. Tomó mi mano y la acercó a su boca para depositar en mi dorso un galante beso.

—¿Cuál es tu nombre?

—Alonza di Pietro.

—El mío es Vico Grossi, actor, vividor y poeta.

—Un placer, señor Grossi.

Su sonrisa pendenciera relumbró jactanciosa.

—No sé de quién o de qué escapas, muchacha, pero nada como un teatro ambulante para esconderte.

—Da la impresión de que anda escaso en el reparto —repliqué mordaz.

El hombre rio estentóreamente y me observó complacido.

—Eres una muchacha muy despierta.

—Y más que habré de serlo, me temo —objeté mirándolo intencionada.

—Aquí, en el teatro, somos una gran familia. Todos cuidamos de todos. Con nosotros, tu pasado quedará atrás. Nadie te preguntará cuando llores, pero te consolarán. A nadie le importará quién has sido o qué has hecho, sino lo que haces y quién eres. Respetarán tus silencios y atenderán tus palabras. Aquí puedes ser quien quieras ser. Todos y cada uno de nosotros tenemos una historia detrás, pero solo nos importa la que tenemos delante. No es un mal lugar para empezar de nuevo.

Avancé hasta la pequeña mesa donde se esparcían potes de polvos, cepillos y horquillas. Un espejo me devolvió mi imagen. No vi en aquel reflejo un ápice de ilusión por aceptar aquel ofrecimiento, aunque realmente sonaba tentador.

—No, no es un mal lugar, a tenor de vuestras palabras. Pero no es mi lugar.

—No puedes saberlo si no intentas encajar en él. Quizá sobre la tarima y frente a un público cautivado, cambies de opinión —insistió colocándose detrás de mí y observándome perspicaz en el espejo.

—En Venecia se verá.

—Salgamos, te presentaré a la compañía. Partiremos al amanecer.


El hedor del estiércol, los efluvios malolientes de los excrementos humanos depositados en cubos bajo las carretas, el aroma almizclado y dulzón del sudor y la densa fragancia de bolsitas de hierbas que, en lugar de anular la pestilencia, solo conseguían acentuarla me golpearon en cuanto abrí los ojos en el interior de aquella gran tienda, donde la compañía al completo dormía en jergones y literas.

No solo se componía de actores, también contaba con tramoyistas encargados de montar los escenarios, costureras y carpinteros. Había un maestro de dicción, una cocinera y un curandero que aprovechaba para vender sus remedios en los entreactos. Varios niños, imaginaba hijos o huérfanos recogidos, ayudaban en las tareas diarias. Tres perros de considerables dimensiones vigilaban el recinto del campamento, y varias ocas deambulaban erráticas atadas a un poste. En efecto, una gran y variopinta familia.

Contuve una arcada ante la primera inspiración de aire matutino y salí de la tienda principal temiendo vomitar.

Ofelia, cuyo nombre era Martia, sonrió burlona y con cierto desdén cuando salió tras de mí. Se desperezó con indolencia y bostezó largamente.

—Demasiado exquisita para ser una de nosotros —masculló convencida.

—He estado en lugares peores, y sigo en pie.

La mujer me miró con curiosidad y frunció el cejo con incredulidad.

—Tu estómago no tanto.

Se levantó las faldas, se puso en cuclillas y orinó con semblante gozoso.

Vi con claridad su expuesta entrepierna. Pareció divertirse con mi azoramiento.

—Sin duda eres de buena familia —resolvió poniéndose en pie y una sonrisa displicente en su faz.

—No tan buena como creía.

La mujer alzó una ceja suspicaz y comenzó a peinar su larga melena oscura con los dedos.

—Eso parece. Eres muy joven para aventurarte tú sola en un mundo tan ingrato. O eres una inconsciente, o huyes de algo terrible. —Compuso un mohín pensativo y agregó—: ¿Un esposo abyecto quizá?

—Quizá.

Tras evaluarme largamente, sacudió la cabeza, chasqueó la lengua y musitó:

—Eres lista, así que imagino que fue un motivo de peso.

—Vico se jactó de que en la compañía el pasado no importaba y dio a entender que la curiosidad no iba con vosotros. ¿Me mintió?

La mujer sonrió ladina, aunque en su mirada percibí aprobación.

—Muy lista —reiteró admirativa—. Pero, que yo sepa, todavía no eres de la compañía. Y, a decir verdad, no sé si quiero que lo seas.

—Ya veo, no tengo intención de quedarme —la tranquilicé.

—Yo tampoco la tenía cuando di con ellos.

—Te puedo asegurar que persigo otras cosas.

—¿Sabes, condenada muchacha? Contigo es muy difícil no ser curiosa.

Sonreímos al unísono. Luego me sopesó un instante, escrutándome con agudeza.

—Si huyes de un matrimonio concertado y buscas libertad solo hallarás dos caminos, actriz o puta, con lo cual me acabas de contestar. Posees juventud, belleza e inteligencia: harás una fortuna, no lo dudo.

Me guiñó un ojo con burlona picardía y, tras una respetuosa inclinación de cabeza, se adentró de nuevo en la tienda.

Yo quedé allí, frente a mi verdad, frente a aquel nombre mencionado por Concetta y que acudía a mis pensamientos con clarividente asiduidad: Carla Brunetti, la famosa meretriz que seleccionaba e instruía a sus pupilas convirtiéndolas en las más veneradas cortesanas de Venecia siguiendo la estela de Veronica Franco, la cortesana poetisa.

La pregunta era: ¿sería capaz de vencer mis reparos ante el rechazo a entregar mi cuerpo sin amor, de estrangular mi dignidad y mi moral en pos del poder que obtendría? Me contesté con otra cuestión: ¿de qué valía la moralidad si llevaba a unas cadenas, a una vida vacía ya? Y yo no solo anhelaba ser libre, sino también poderosa, para vengar ese amor que separaron de mí con tanta saña. Y por Dios que lo haría. Ya nada me importaba realmente, ni siquiera yo misma, excepto verlos inclinados, humillados y vencidos ante mí.


Atisbé nerviosa entre los pesados cortinones bermellón y tragué saliva. La plaza estaba atestada, un público ruidoso y alborozado aguardaba el inicio de la función. Un bufón amenizaba la espera con cantos, cabriolas y burlas que la gente reía y aplaudía con entusiasmo.

Llevaba un sencillo vestido de sarga gris con un delantal blanco atado a la cintura, mi claro cabello recogido en la nuca y cubierto con una cofia para representar a la doncella de Ofelia, interpretada por Martia. Era tan solo recitar en tono algo dramático unas líneas que ya había aprendido y luego permanecer en una esquina en actitud apenada y servil. Repasaba mentalmente cada frase cuando, oteando entre el gentío, caí en la cuenta de que no podía cometer la insensatez de salir a escena.

Me reprendí mentalmente y comencé a alejarme atemorizada. Martia, que presenció mi turbación, se adelantó y me detuvo mirándome con expresión reprobadora.

—Muchacha, es tan solo miedo escénico, todos lo sentimos, pero se pasa cuando empiezas a hablar.

—No es eso, es que… no puedo salir ahí fuera. Está media Venecia en esta plaza.

—Por fortuna para nosotros.

Intenté desasirme, y el pánico comenzó a desatarse en mi interior como una serpiente sibilina reptando por mi espalda.

—No vas a escapar, lo prometiste.

Apresó mi muñeca y comenzó a arrastrarme hacia la tarima.

—¡No! Si me ven, si descubren que estoy viva, vendrán de nuevo por mí. Todavía no es momento de mostrarme.

Martia me observó sorprendida e indecisa.

—¡Por favor! —supliqué.

—¿Por qué demonios no lo dijiste antes?

—No… no reparé en ello…, lo siento. Lo siento de veras. Haré cualquier otra cosa, lo juro.

—No, saldrás ahí como le prometiste a Vico, sin que tu vida peligre. No sé qué has hecho para que quieran acabar contigo, y no me incumbe, pero voy a ayudarte. Espero que el Altísimo algún día me lo tenga en cuenta.

Se alejó dejándome trémula e inquieta. Oía las voces sofocadas del resto de los actores ensayando sus actuaciones, y recé por que no apareciera Vico en aquel momento.

Al cabo, acudió Martia con una capa con capucha y un antifaz.

—Improvisaré algo sobre tu extraña indumentaria. Intenta modular tu voz para camuflarla. Son apenas dos frases, espero que no te reconozcan, y más si piensan que estás muerta.

Le sonreí tremendamente agradecida y conmovida por su buen corazón.

—No me lo agradezcas, en realidad lo hago por mí: tengo mucho que expiar —añadió devolviéndome la sonrisa.

—Gracias de igual modo.

Asintió conforme, tomó una profunda bocanada de aire y se alejó hacia el lugar donde los actores aguardaban su entrada.

El narrador ya estaba anunciando el inicio de la obra. Me tensé y esperé mi turno.

Allí fuera podían estar Caterina, Marco o Fabrizio, o cualquier otra persona que me reconociera. Si descubrían que estaba viva, no cabía duda alguna de que vendrían a terminar lo que habían empezado. No podían arriesgarse a que contara lo que habían hecho conmigo. Y, sin embargo, algún día estaría frente a cualquiera de ellos para hacerles pagar caras las cuitas afligidas y las vilezas cometidas.

Inmersa en mis pensamientos, envuelta de nuevo por la furia, el miedo se evaporó una vez más. Cuando oí la frase que me invitaba a entrar, me cubrí con la capucha, acomodé el antifaz y salí con paso resuelto al escenario.

Pude ver el desconcertado asombro en los ojos de Vico y cómo su ceño comenzaba a fruncirse progresivamente.

Martia profirió una aguda carcajada que me sobresaltó y añadió la improvisación para meterme en escena.

Vico no fue capaz de ocultar su ofuscación y su desconcierto y fulminó a Martia con la mirada, pero su ingenio y su agudeza consiguieron solventar el imprevisto con bastante acierto.

Titubeante y con el pulso acelerado, pronuncié mis dos frases en tono algo apresurado y me dirigí inquieta hacia una de las esquinas para pasar a formar parte pasiva del elenco.

Aproveché para derramar sobre el público asistente mi curiosidad. Y, como sospechaba, Marco estaba casi en las primeras filas, junto a Giulia, su prometida, o quizá ya esposa. Junto a ellos, Caterina conversando sottovoce con su insulsa y distinguida pareja. Un acceso de cólera me dominó y todo mi cuerpo tembló. Tuve que apretar los puños para contener mis impulsos. Ese odio exacerbado que su sola presencia me producía estiraba impunemente las cuerdas de mi control. No encontré a Bianca, ni por supuesto a Lanzo. Y pensar en él casi me derrumbó sobre el escenario.

Comencé a marearme, mi visión se desdibujó y un opresivo malestar me sepultó. Tenía que salir de allí como fuera. De repente, sentí la alarmada mirada de Martia sobre mí, y, astutamente, enfocó la atención del público sobre ella con un abrupto gemido dramático antes de comenzar su párrafo. Muy sutilmente me hizo un gesto rápido con la mirada, alentándome a marcharme.

Abandoné el escenario lo más discretamente que pude y me precipité a la tienda dando traspiés, me quité la capa y la máscara, y me abalancé sobre el jergón. Todo me daba vueltas y en mi mente comencé a oír los repugnantes jadeos de Marco mientras me embestía salvajemente. Sacudí la cabeza con violencia y apreté con ferocidad los dientes mientras cerraba con fuerza los ojos. Las imágenes se sucedían en mi mente, y la furia, la humillación y el dolor resurgieron con una viveza sobrecogedora.

Sollocé impotente, asqueada y temblorosa. Abracé mi vientre y lloré de nuevo por aquel hijo perdido, fruto del amor más puro, de un amor roto por el destino y por la inquina de seres abyectos.

«¿Dónde estás, mi amor? ¿Dónde? Allá donde estés, sé feliz».

Lloré también por mí, por la mujer en la que me tendría que convertir para sobrevivir. Por la mujer condenada ya a vivir una vida vacía, sin amor, sin esperanzas, sin sueños. Atrás quedaba cuanto fui o pude ser. Delante, lo que sería, una mujer libre y poderosa como ninguna otra, una mujer de hierro, independiente y valiente, dueña de su propia vida.

Oí en la distancia el sofocado clamor de un largo aplauso y me limpié las lágrimas apresurada. Me puse en pie cuando percibí pasos aproximándose.

El primero en entrar fue Vico, con su enjaretado jubón de terciopelo rojo, sus ajustadas calzas blancas y sus pulidas botas de piel negra. Su porte era regio, tal como el papel que interpretaba. Me puse rígida irremisiblemente.

—¿Qué demonios ha significado eso? He estado a punto de perder la concentración —bramó furibundo.

—¡Oh, vamos, Vico! —intervino Martia, que iba tras él—. No es la primera vez que tenemos que improvisar, y además resulta excitante poder disfrutar de alguna variante.

Él me observó ceñudo aguardando una respuesta.

—Temí que me reconocieran —confesé en apenas un murmullo.

El resto de los actores comenzaron a llenar el ambiente de risas y conversaciones alborozadas, y Vico me tomó del brazo y me sacó de la tienda. Lancé una mirada angustiada a Martia, solicitando su ayuda nuevamente. Ella asintió y nos siguió.

Nos detuvimos entre dos carretas y Vico me contempló con aguda perspicacia.

—¿De quiénes estás huyendo, muchacha?

Martia me miró con inusitada gravedad. Su rictus se tensó visiblemente y pude apreciar en su gesto cómo algo la preocupaba. Parecía debatirse internamente, y eso me inquietó. Creí adivinar una casi imperceptible negación justo cuando de mis labios escapó un nombre:

—De los Rizzoli.

Martia cerró los ojos con una mueca frustrada que se apresuró a ocultar cuando Vico se dirigió a ella, lanzándole una clara mirada admonitoria.

—Son una familia poderosa —repuso intrigante, frotándose la barbilla en actitud pensativa—. Si te están buscando, te encontrarán. No deberías quedarte aquí, tan cerca de ellos. Con nosotros estarías a salvo, viajamos como nómadas de villa en villa, no podrían seguirte la pista.

Negué con la cabeza. Tenía muy claro adónde quería ir.

—No será necesario que actúes —insistió tenaz—, puedes ayudar en vestuario, o ejerciendo la función que más te agrade.

—¿Por qué deseas ayudarme?

—Por humanidad. Una joven como tú sería devorada en un mundo como este, sin la protección de un padre o un esposo. Eres tan solo una presa.

—Y ¿quién me dice que tú no eres un depredador?

Vico sonrió ladino, chasqueó la lengua y negó con la cabeza.

—Lo soy: cazo aplausos, admiradoras, fama y fortuna —admitió burlón—, pero jamás inocencia.

Justo cuando abría la boca para responderle, Martia intervino interrumpiéndome:

—Yo la convenceré —se ofreció tranquilizadora—, creo que te toca salir a escena.

Vico asintió complacido, la cogió de la cintura y la besó en los labios. El modo en que ella respondió evidenciaba la clase de relación que mantenían.

Cuando él se alejó de nosotras, la risueña y despreocupada expresión de Martia se trocó en agudo desasosiego.

—Los has visto ahí fuera, ¿no es cierto?

—Sí. A todos menos a quien deseo ver.

Ante su penetrante escrutinio se me anegaron los ojos de lágrimas. Bajé la vista, pero ella me obligó a alzarla de nuevo, sujetando mi barbilla entre los dedos.

—Voy a darte un último consejo, Alonza. Huye de aquí, y debes hacerlo de inmediato. Cuando la función termine, Vico negociará una suculenta suma por entregarte a los Rizzoli. No es la primera vez que lo hace, por eso insiste tanto contigo.

Abrí los ojos como platos, impávida, y mi rostro se desencajó. Miré asustada a mi alrededor y los temblores regresaron.

—No tienes tiempo que perder —me apremió oteando a su alrededor.

Ya me giraba cuando una idea cruzó por mi mente iluminándola de algo parecido a la esperanza.

Tomé a Martia de las manos y la miré suplicante.

—No sé cómo agradecerte todo lo que has hecho por mí, y sé que es todo un atrevimiento pedirte un último favor, pero no tengo a nadie aquí que pueda ayudarme… y ellos están tan cerca que…

—¿Que no puedes evitar pedirme que averigüe dónde está él?

La contemplé atónita, admirando su sagacidad.

—¿Có… cómo lo has sabido?

—Esas lágrimas que has derramado ante el deseo de ver a ese alguien llevan nombre. Es fácil adivinar que te enamoraste de quien no debías.

Asentí mordiéndome el labio inferior.

—¿Cómo se llama?

—Lanzo, Lanzo Rizzoli. Fui a Padua en su busca, pero se marchó de allí. Y nadie conoce su paradero. Ahí fuera están dos de sus hermanos, Caterina y Marco.

Martia resopló pesadamente, me evaluó un instante y, al fin, tras lo que me pareció una eternidad, asintió.

—Ingeniaré algún ardid para averiguarlo. Tú debes marcharte ahora mismo. Cuando sea noche cerrada, espérame junto al Rialto. Coge una capa oscura, una de las dagas que guardo en mis cajones y procura esconderte.

—¿Una daga?

—Sí, muchacha, las prostitutas del Rialto son muy territoriales, por tu seguridad.

—Y ¿por qué allí?

—Es el único lugar de Venecia donde se espera ver a mujeres a esas horas. Además, así verás el camino que has elegido tan de cerca como este.