CAPÍTULO 2
EL HOMBRE PÁJARO
Venecia, República de la Serenísima, año 1630
Grité y pataleé furibunda mientras me separaban de mis padres y mis hermanos. Unos fuertes brazos me alzaron en el aire mientras me retorcía entre agudos sollozos.
—Ya no están, Alonza, ya no están, pequeña —susurró una voz familiar.
—Tenemos que esconderla antes de que lleguen —apremió otra voz masculina.
Unos pasos corrieron hasta la entrada y la puerta se entreabrió ligeramente, dejando pasar al penumbroso cuarto un débil haz de luz y el bullicio de la ciudad.
—¡Ya vienen!
Unas manos me sujetaron fuertemente la cabeza, obligándome a sostener una severa mirada con urgente atención.
—Escúchame, muchacha, debes permanecer en silencio o la muerte te llevará consigo. Tu padre me pidió que cuidara de ti… No querrás negarle su último deseo, ¿no?
Gruesas lágrimas escaparon de mis ojos, zigzagueando por mis mejillas, tan amargas y ácidas que sentí cómo corroían mi alma.
—Si te descubren, todos estamos perdidos, ¿entiendes lo que te digo?
Asentí y me depositaron en el suelo. Oí cómo alguien rascaba la pared a mi espalda y algo caía al suelo. Dirigí mi vista a los cuerpos tendidos en el piso y contuve otro sollozo.
Mi padre, mi madre y mis dos hermanos pequeños yacían inertes, cubiertos de horribles bubones supurantes, con los ojos todavía abiertos, de mirada vacua y sin brillo, pero seguían siendo ellos. Eran sus rostros, los que yo tanto amé; sus cuerpos, donde yo tanto me refugié, pero ahora no me consolaban, no me susurraban palabras amorosas, y ya nunca más lo harían. Y esa certeza me enmudeció como me pedían, me inmovilizó y me secó, como los ramilletes de hierbas que mi madre colgaba de las vigas.
Me dejé llevar al despensero, donde me acurruqué en cuclillas. Pusieron la celosía de madera, ocultándome, y en ese instante una luz cegadora iluminó la estancia por completo.
Entorné la mirada acechando entre los orificios de la tapa y lo que vi me cortó la respiración.
Un hombre pájaro irrumpió en mi casa.
Iba cubierto con un hábito negro y tocado con capucha. Una máscara de pájaro blanca y tétrica cubría su rostro. Su nariz era un largo pico ligeramente curvado, llevaba guantes y portaba una larga vara.
Como un digno emisario de la muerte, se inclinó sobre mis padres y, con la punta de su bastón, retiró con tiento los ropajes para examinar los cuerpos.
Se limitó a asentir y se puso en pie haciendo un gesto hacia la puerta.
Unos hombres que portaban unas parihuelas y llevaban unos pañuelos atados a la cabeza cubriendo sus rostros entraron en la habitación y cargaron con los cuerpos. Sobre el de mi padre posaron el de mi hermano Piero, un año menor que yo, y sobre el de mi madre colocaron a Giovanni, de apenas seis meses de vida. Los sacaron de la casa en silencio, pero el hombre pájaro no se fue.
Parecía examinar unos papeles, resiguiendo con su índice unas líneas.
—En mis registros figura una niña de once años llamada Alonza. ¿Alguien sabe dónde está?
Tras un sepulcral silencio, un hombre dio un paso al frente.
—Cuando descubrió a su familia muerta la vieron salir corriendo —respondió sombrío.
El largo pico blanco se balanceó levemente hacia arriba y hacia abajo. La voz sonaba extraña, acompañada de un silbido peculiar.
—Bien, seguramente morirá en algún callejón. Solo espero que no contagie a nadie. Los niños son un foco peligroso, pues despiertan piedad y suelen ser acogidos entre los vecinos. Y, aunque me resulta encomiable tal conmiseración, también lo encuentro insensato, pues amparar a la muerte entre tus muros es temerario. En los tiempos que corren, la piedad suele resultar mortal.
El hombre al que se dirigía asintió quedo y bajó el rostro hundiendo los hombros con evidente pesadumbre.
—Si la encontraseis, avisadme, tanto viva como muerta. Hasta entonces, mi registro sigue abierto.
Deambuló por la estancia inspeccionando cada rincón. Me encogí instintivamente y contuve el aliento.
Sus pasos se acercaron hacia donde yo estaba. Me mordí temblorosa el labio inferior, con tanta fuerza que me hice daño. Exhalé un gemido sofocado y mi corazón se detuvo cuando el pálido rostro del pájaro se acercó a la celosía.
La punta de su pico se deslizó por la madera lentamente, provocando un repiqueteo continuo que erizó mi piel.
Creí sentir unos ojos negros clavados en los míos e inmediatamente los cerré con fuerza. Respiraba agitadamente, el miedo me paralizaba.
Tras un angustioso momento, oí un susurro de ropas y unos pasos que se alejaban y solté el aliento.
Luego la puerta se cerró y la celosía desapareció. Unos brazos me estrecharon.
Me cubrieron con una capa y me sacaron en volandas de la que había sido mi casa.
Por un resquicio de la tela, entreví cómo marcaban la puerta de mi casa con una brocha empapada en pintura roja, dibujando una gran cruz.
No sé cuánto tiempo pasó, pero sentí cómo mi cuerpo traqueteaba entre los brazos del hombre que me portaba, mientras recorríamos las adoquinadas callejuelas.
Los sonidos de la ciudad hacía tiempo que habían cambiado. Ya no había risas ni conversaciones joviales, tampoco riñas, ni el jaleo típico del bullicio comercial que solía animar los canales. Ahora solo había silencio, llantos y gritos desgarrados. También había rezos y lamentos agónicos, pero, de todos aquellos, uno me provocaba más desazón y escalofríos que el resto: los salmos.
Cuadrillas del clero recorrían los canales en barcazas, exhibiendo sobrias sotanas parduscas y grandes cruces, recitando la liturgia con siniestras epístolas sobre el castigo divino que Dios imponía a los venecianos para devolverlos al buen camino. Una de aquellas frases se había grabado en mi mente y resurgía en pesadillas cada noche: «La peste es la purga de los pecadores, solo los puros de corazón y pensamiento sobrevivirán a ella. Abandonad el pecado y abrazad a Cristo, solo así encontraréis la salvación…».
¿Acaso no eran puros los bebés?, ¿los niños? ¿Por qué, entonces, Dios se los llevaba? Aquella plaga se había llevado a gente de toda índole y condición. Grandes cargos gubernamentales habían sucumbido a ella, altos dignatarios del clero también. Entonces, ¿quién era puro? No, la muerte no era justa, era implacable y cruel. Porque, si hubiera sido piadosa, me habría llevado con ellos, con mi familia, pues, vivos o muertos, siempre lo serían y con ellos deseaba estar.
En aquel regular balanceo me dormí entre lágrimas con un singular rostro agitando mis sueños: el de un pájaro.
Habían pasado algunos meses desde que había pasado a formar parte de aquella nueva familia. Y, contra todo pronóstico, mi vida había adquirido cierta normalidad. La sensación de orfandad no desaparecía, pero el solaz había conseguido formar una costra sobre la herida lo suficientemente resistente para soportar respirar sin que doliera tanto. Ese día cumplía los doce años y, justo en esa fecha, mi cuerpo propició un nuevo giro en mi apacible vida.
El hombre que me había recogido en su hogar era Fabrizio Rizzoli, comerciante y amigo de mi padre, al que había acudido cuando supo que moriría, enviándole una misiva. Él también había enviudado quedando a cargo de sus tres hijos, Marco, Caterina y Lanzo.
Marco tenía dieciséis años, era apuesto y bravucón, grande y fornido para su edad, pero egoísta y sibilino cuando no conseguía lo que quería. Luego estaba Caterina, de quince, bonita pero caprichosa, no solía prestarme mucha atención y, cuando lo hacía, era para desdeñarme o reprenderme por cualquier cosa. Por último estaba Lanzo, dos años mayor que yo, apocado y reservado en sus opiniones. Solía transigir y evitaba las confrontaciones, con lo que se sometía al abuso continuo de su hermano mayor. Siempre tenía la nariz enterrada en algún libro, era desgarbado y enjuto, nada destacaba en su delgado rostro, a excepción de unos luminosos y vivaces ojos azules. Casi siempre tenía el pelo negro sobre la cara, caminaba encorvado y su mayor afición era pasar desapercibido. No obstante, yo encontraba tanta paz a su lado que solía buscarlo y permanecía junto a él en silencio, mientras él mordisqueaba una manzana y leía voluminosos tomos con suma atención.
Al principio, solo me dejaba compartir sus silencios, pero con el paso de las semanas comenzó a hablarme.
Pasábamos prácticamente todo el día juntos, a pesar del ceño de Marco y de las bromas de Caterina, pero a ninguno de los dos nos importaba. Solía embeberme de su semblante concentrado cuando dibujaba, de su conversación apasionada y de sus dulces gestos. Empecé a adorar la sonrisa del muchacho y a buscarla con mis chanzas. No solía prodigarla mucho, y obtenerla era para mí una victoria que saboreaba gustosa.
Por las mañanas recorríamos las callejuelas imaginando mil aventuras, o simplemente nos asomábamos a los puentes y contábamos historias inventadas sobre las personas que pasaban bajo nosotros. Nuestras conjeturas a veces eran tan absurdas que acabábamos entre risas. Lanzo solía maravillarse de mi inventiva, y yo, por captar toda su atención, añadía a la historia toda clase de ingredientes fantasiosos.
Por las tardes nos sumergíamos en juegos de mesa o leíamos juntos alguna novela caballeresca. Esos momentos tumbados en la alfombra de la sala principal junto al fuego del hogar eran mágicos y solían llevarnos a mundos lejanos, enfrascándonos en vehementes conversaciones sobre los protagonistas. Lanzo, siempre tan cabal y pragmático, se dejaba llevar por mi chispeante imaginación y fantaseaba animado. Admiraba su sagaz inteligencia, su amplio conocimiento de las cosas y esa aura de serenidad que siempre irradiaba. A su lado me sentía realmente en casa.
Solo cuando Caterina canturreaba con sorna («Lanzo quiere a Alonza…»), él se ponía rígido, su expresión se tensaba y entonces se perdía la magia. Fulminaba a su hermana ceñudo y se retiraba molesto a su cuarto. Entonces se me acercaba Marco, con sonrisa de suficiencia, y me hablaba de sus progresos con la espada. Yo lo escuchaba educada pero indiferente, deseando que se fuera para poder buscar a Lanzo. Cuando Marco llevaba la conversación por derroteros más íntimos, como que había besado a una chica y se jactaba de sus dotes de conquista, me sentía violenta y sin saber qué decir, por lo que él continuaba hablando vanidoso de sus muchas virtudes. Cada instante que me dedicaba me resultaba insufrible y me hacía sentir ingrata, pues, en lugar de agradecer que me hubiera aceptado en su casa, solo deseaba perderlo de vista. En cuanto a Caterina, apenas me prestaba atención, era burlona y maledicente, tan solo preocupada de lucir bonita, de pedir a su padre ricos brocados traídos de Oriente y de ser presentada en sociedad. Su mayor anhelo era conseguir un buen partido y ser una dama de la alta sociedad veneciana. Su relación con Marco era muy estrecha, y continuamente andaban con susurros, risitas y burlas de mal gusto. Lanzo, al parecer, siempre había sido un niño enfermizo y no había podido jugar mucho con sus hermanos, y seguramente esa falta de contacto los había separado de alguna forma.
Aquella mañana estábamos en la sala principal, junto a la ventana que daba al canal, sentados en el alféizar. Lanzo garabateaba sobre un pergamino arrugado.
—¿Sabes que nuestros nombres comparten todas las letras? —musitó sin levantar la vista.
—Sobra una «A» —apunté siguiendo con mi mirada los ágiles trazos de su pluma.
—Cierto. Y esa «A» será la de la amistad que espero nos una.
Dibujó una artística «A», que engalanó con rosas y arabescos.
—Pensaba que ya éramos amigos.
—Ahora es oficial. —Sonrió con timidez y se concentró en enlazar nuestros nombres a esa inicial.
—Dibujas muy bien —alabé—. ¿Te gustaría ser pintor como el célebre Tiziano?
—No, yo quiero ser apotecario.
—¿Por eso dibujas hierbas y plantas en ese libro?
Lanzo alzó la mirada, esbozó una entusiasmada sonrisa y asintió.
—Me gustaría tener mi propio dispensario y preparar toda clase de remedios. Quizá con suerte llegue a convertirme en el apotecario del dux.
—Y ¿por qué no prefieres ser médico? —inquirí curiosa.
—Porque los médicos no saben nada —espetó vehemente—. Se limitan a equilibrar humores practicando sangrías, matan a más gente que curan. A lo sumo, alinean huesos rotos y cosen heridas. Pero los preparados y los tónicos los encargan a los apotecarios, es en ellos donde reside la verdadera sabiduría de la curación.
—Y ¿no hay ningún remedio para frenar la plaga?
—No lo hay —respondió—, pero seguro que pronto hallarán una cura, o la manera de prevenirla si la investigaran. Pero es tan contagiosa que nadie se atreve a tocar a los infectados.
—Yo toqué a mis padres —repuse mordiéndome el labio inferior.
—Y yo a mi madre antes de que se la llevaran, pero por algún motivo no nos contagiamos.
Cuando acabó el dibujo, me lo entregó mirándome a los ojos.
—Feliz cumpleaños, Alonza.
Sonreí con gratitud, aunque la tristeza se afincó en mí, recordando irremisiblemente el cumpleaños anterior.
—Gracias, Lanzo. ¿Cómo lo sabías?
—El año pasado te vi celebrándolo en tu calle. Yo remaba junto a mi padre en el sandolo y me lo dijo.
Bajó la mirada algo azorado y, de nuevo, comenzó a trazar garabatos ensimismado. Yo seguí preguntándome por qué recordaba mi cumpleaños de un año a otro si no me conocía.
De pronto, un extraño aguijonazo atravesó mi bajo vientre. Me doblé sobre mí misma y proferí un sofocado gemido.
La mano de Lanzo se posó preocupada en mi hombro.
—¿Qué te ocurre?
—No… no lo sé.
—Deja que te lleve a tu cuarto.
Me puse en pie, pero otro latigazo contrajo mi cuerpo y mis rodillas flaquearon. Lanzo, a pesar de su delgadez y de su aparente debilidad, me tomó con firmeza entre sus brazos y, con paso apresurado, me llevó a mi cuarto. Abrió torpemente la puerta y me depositó en mi lecho.
—¿Dónde te duele?
—Aquí —respondí apoyando la mano justo en el punto exacto.
Lanzo entornó la mirada meditabundo y palpó con tiento la parte baja de mi abdomen. Yo llevaba un sencillo vestido celeste con una sobreveste de algodón azul más oscuro ceñida al pecho con lazadas cruzadas. Sentí su palma ahuecada contra mi vientre, el calor que desprendía me alivió. Cuando ya la retiraba, la atrapé y la apoyé sobre mi cuerpo con ambas manos.
Lanzo agrandó los ojos sorprendido, sus mejillas se ruborizaron visiblemente.
—El calor lo mitiga —justifiqué.
La mirada del muchacho se prendió en mi rostro. Llevado por un impulso, retiró con la otra mano un mechón de mi rostro y repasó el óvalo con gesto ausente.
Nuestros ojos se engarzaron como nuestros nombres en aquel papel. Sentí un extraño cosquilleo en el pecho, y en ese instante otra punzada me atravesó.
—He notado cómo se ha tensado tu vientre —murmuró con desazón—. Te prepararé una infusión de romero y ajenjo; mientras, puedes masajearte suavemente con aceite de lavanda. Caterina lo usa mucho, te lo traeré.
Ya se levantaba cuando lo retuve.
—¡No me dejes sola! —supliqué—. Yo… siento algo pegajoso entre las piernas.
Asustada, me recliné y comencé a subir mis faldas. Mis medias blancas estaban manchadas de sangre. Exhalé un jadeo sorpresivo y agrandé los ojos alarmada.
—¿Qué… qué me está pasando? ¿Estoy contagiada?
Mi voz se estiró crispada. El miedo aleteó al ritmo de mis manos.
—No, Alonza, no es nada de eso, debes tranquilizarte.
—¡Estoy sangrando! —exclamé alterada.
—Como todas cuando se hacen mujeres.
Aquella revelación me sobrecogió. Lo miré contrariada y confusa.
—Buscaré a Concetta, ella te lo explicará mejor.
No bien terminó de decirlo, la puerta se abrió de golpe. Marco irrumpió en la habitación con semblante furioso y se abalanzó sobre su hermano.
—¿Qué estáis haciendo? —vociferó.
Lo arrancó de mi lado y lo arrojó al suelo con rudeza. Marco se detuvo a mirarme y se demudó al ver la sangre entre mis piernas.
—¡Te ha forzado! —exclamó con una mueca furibunda distorsionando su faz.
Y, acto seguido, se cernió sobre su hermano y comenzó a patearlo.
Grité y lloré suplicando que se detuviera. Lanzo se hizo un ovillo en el suelo, protegiéndose la cabeza, sus gemidos dolorosos se entremezclaron con los gruñidos violentos de Marco y mis sollozos.
No lo dudé, bajé de la cama y salté sobre la espalda de Marco en un desesperado intento por detenerlo. Él giró sobre sí mismo para zafarse de mí violentamente y caí al suelo con un gemido amortiguado.
Me sentí mareada y dolorida, oí gruñidos y golpes y, cuando me incorporé, descubrí a Lanzo enfrentándose a Marco. Sin embargo, sus dos puños solo consiguieron golpear el aire que los separaba. Justo cuando recibía un derechazo que lo lanzó al suelo como un muñeco de trapo, irrumpieron los sirvientes alarmados por mis gritos y se apresuraron a separarlos.
Lanzo se limpió la sangre de la comisura de los labios y miró colérico a su hermano mientras trastabillaba intentando ponerse en pie.
Corrí hacia él, ignorando el líquido viscoso que recorría mis piernas y el dolor abdominal, y me abracé a su pecho.
—¿Qué está pasando aquí?
La atronadora voz de Fabrizio nos paralizó.
—¡Lanzo la ha forzado, padre! Vi cómo entraba en su cuarto con ella en brazos y los seguí —acusó Marco.
—¡Eso no es cierto! —desmentí, aunque no sabía qué significaba forzar. Sin duda debía de ser algo muy malo para que despertara la inquina de Marco.
Fabrizio agrandó la mirada impávido por aquellas palabras. A continuación, se acercó a nosotros. Yo abracé trémula a Lanzo, escondiendo la cabeza en su pecho.
—¡Mírame, muchacha! —ordenó Fabrizio severo—. ¿Mi hijo te ha tocado?
Alcé temerosa el rostro y negué con la cabeza, luego asentí y me mordí el labio nerviosa.
—Solo el vientre, me dolía mucho y quiso aliviarme.
—¡Mira su entrepierna, padre! —señaló Marco.
—Solo quería ayudarla, iba a bajar a buscar a Concetta cuando él entró y me golpeó —se defendió Lanzo ceñudo. Un moretón comenzó a tomar forma en su mandíbula. Tenía el labio partido y la brecha sangraba profusamente—. Ella… hoy se ha hecho mujer.
Fabrizio fulminó a Marco con la mirada y lo impelió a salir con un seco gesto de la cabeza.
Ordenó a uno de los sirvientes que buscaran a la doncella de Caterina, Concetta, y a continuación volvió a dirigirse a mí.
—A partir de ahora, está terminantemente prohibido que ninguno de mis hijos entre en tu cuarto, ¿lo has entendido, Alonza?
Asentí rauda y me limpié las lágrimas con los puños.
—Tampoco debes permitir que te toquen.
El tono seco y duro de su voz arrancó de nuevo mi llanto, más silencioso pero igual de amargo.
—Vuelve a la cama, pronto te atenderán.
Obedecí en el acto, dirigiendo a Lanzo una mirada arrepentida.
Después, Fabrizio miró a su hijo pequeño con afilada severidad.
—Marco ha hecho bien en defender la virtud de Alonza, aunque se haya equivocado en su juicio. No obstante, no apruebo su brutalidad. Sé que serías incapaz de un acto tan bajo, pero los rumores hacen más daño que la verdad. Quizá alguno de los sirvientes pensara como tu hermano y, si él no llega a armar tal alboroto, el asunto no se habría esclarecido. Con lo que esto ha sido bueno para todos.
—No para mí —susurró furioso Lanzo entre dientes.
—Pero sí para el honor de Alonza —resaltó Fabrizio—. Espero que, a partir de ahora, tú también te erijas en guardián de su virtud. Ya no es una niña, como muy bien has señalado. Este tema queda zanjado aquí. Y no olvides algo: desde el día en que ella entró en esta casa, es tu hermana.
—Siempre lo tuve muy presente —se defendió él, clavando en su padre una dura mirada resentida.
Fabrizio asintió conforme, aunque su rictus permanecía grave.
—Dejemos a Alonza descansar. Y tú necesitas compresas de hielo o nadie te reconocerá mañana.
Posó la mano en el hombro de su hijo para conducirlo hasta la puerta, pero este se revolvió bruscamente evitando el contacto. Tras dirigirme una última mirada contrita, Lanzo abandonó la habitación con los hombros hundidos y paso rápido.
Sola y trémula por lo ocurrido, me lancé sobre la cama hipando entre sollozos. Ya no me dolía el vientre, ahora me dolía un poco más arriba.
Concetta vino, me limpió y me explicó mi nueva condición. Trató de consolarme, pero no lo logró. Yo solo quería hallar consuelo en unos brazos, unos que tuve la seguridad de que ya no volverían a abrirse a mí.
Aquella noche soñé con el hombre pájaro, oí claramente su escalofriante graznido anunciándome un nuevo cambio en mi vida.