CAPÍTULO 50

Libro cerrado

EL DESPERTAR

«Por fin libres…»

Ya no había más páginas.

Ya no tenía más lágrimas.

Me recosté en la almohada, cerré los ojos y exhalé un largo suspiro entre sufrido y aliviado que implantó en mi fuero interno una sensación angustiosa. Era como la luz parpadeante de una vela que iluminaba cosas que no quería ver. Soplé mentalmente, ansiando apagarla. No supe bien por qué, pero sentía que la negrura me protegía. Era como un manto cálido que me había arropado siempre, protegiéndome, y me negaba a desprenderme de él. Y aquella maldita luz, aunque titilante, me provocaba escalofríos. Su resplandor mostraba dolor, pérdida y algo más, algo mucho más inquietante que me atemorizaba. Algo que sentí como una presencia ominosa que me observaba paciente.

Sin abrir los ojos, sacudí enérgica la cabeza, pero aquella sensación insidiosa de no estar sola no desapareció. La luz pareció ganar intensidad y yo me encogí. Quise abrir los párpados, pero no pude, y eso me asustó todavía más.

El resplandor iluminó entonces un vestido.

Un hermoso vestido renacentista bordado con pedrería, en seda adamascada en rojo y oro, punteado de pequeñas perlas, mangas acuchilladas, escote trapezoidal y camisola blanca con mangas de encaje. La precisión de los detalles aceleró mi pulso y acentuó mi pánico. Reconocí aquel atuendo.

Comencé a gemir mortificada. Quise gritar, pero tampoco pude.

La luz no iluminaba el rostro de la mujer que lo llevaba, tan solo el recargado y hermoso corpiño, aunque yo sabía quién era. Una mano pálida y delicada se tendió hacia mí, pero yo mentalmente retrocedí. Y entonces me topé con algo. Era un escritorio, me giré sobresaltada y vi que sobre él había un teléfono que sonaba estridente. Quise taparme los oídos, pero mis manos fueron al auricular y lo descolgaron.

Una voz de mujer me llamó por mi nombre y, aunque no la reconocí, había algo en su deje que me resultó familiar. Me pidió algo y yo obedecí. Me dijo que era mi abuela y confié en ella. Era como un juego, una pequeña travesura que mis padres no debían conocer. Requería una carta y me pidió que la leyera. Empecé a hacerlo, aunque la letra estaba desvaída y el trazo era extraño. Justo cuando comenzaba, alguien me quitó el auricular de las manos bruscamente y yo me asusté y dejé caer la carta al suelo. Salí corriendo, y entonces aquella luz tímida y cálida que iluminaba aquella escena en mi mente se tornó brillante y furibunda, tanto que estalló en llamas.

Grité y grité y me revolví aterrada, sintiendo el punzante calor de aquel fuego que en rabiosas lenguas intentaba devorarme.

Oí pasos apresurados y un portazo y grité más alto.

—¡Alessia!

Alguien me sacudió vehemente y entonces logré abrir los ojos y mirar un rostro alarmado al que pude ponerle nombre.

Salí abruptamente de aquella angustiosa ensoñación respirando de manera entrecortada.

Luca aferró mis brazos y acercó su rostro al mío impregnado de preocupación.

—¿Estás bien?

Asentí, todavía confusa y con el pulso acelerado, tratando de asimilar o de naturalizar aquel extraño desvarío.

—Una… pesadilla —mentí, esperando engañarme a mí misma.

Su mirada se suavizó y su rictus se destensó. Aun así, me escudriñó atentamente, buscando en mis ojos una constatación.

Intenté sonreír, aunque me encontraba mareada y todavía asustada.

Luca me abrazó y su calor amortiguó mis temblores. Aspiré su fresca fragancia masculina, acaricié su terso cabello y me aparté solo para mirarlo a los ojos. Deseé besarlo. De hecho, aquel impulso era muy agudo, como si mi cuerpo supiera que únicamente en sus labios hallaría consuelo y serenidad. Seguramente mi semblante evidenció mi deseo, pues él miró mi boca y oprimió la suya conteniendo sus ganas de complacerme.

Se apartó a regañadientes y adoptó una expresión más distante.

—Casi se me sale el corazón por la boca —repuso con una sonrisa tímida—. Estaba dormitando tras una larga noche en vela y he saltado como un resorte.

—Debí de quedarme dormida leyendo.

Reparé en sus ojeras, sus ojos cansados y su barba incipiente. Su cabello negro estaba alborotado, lo que le daba un atractivo aspecto pendenciero.

—¿Lo has terminado?

Asentí.

Arqueó las cejas y me escrutó expectante.

Ahora comprendía que lo que me acababa de ocurrir era lo que él había estado esperando. No había sido una ensoñación, sino un recuerdo enterrado que asomó entre los escombros calcinados de aquel día.

—Tremenda historia, la he sentido mía.

Me miró tan gravemente, de manera tan penetrante que me abrumó su intensidad. Luego bajó los ojos y llenó los pulmones lentamente. Cuando volvió a alzar la vista, no me pasó desapercibido un tinte desilusionado en ella.

—Y ¿qué tal tu noche?, ¿ha funcionado lo del colgante?

Se pasó las manos por el cabello acomodándolo hacia atrás con gesto cansado.

—Solo hallé tres palabras con un mínimo de sentido respecto al tesoro y su ubicación. Es más pequeño de lo que imaginaba y no tenía ni idea de la posición en que debía usarlo. Así que decidí aplicarlo en el centro de cada página.

—¿Qué palabras son?

—Una es embarcadero, otra nordeste y, la última, almacén.

Fruncí el ceño y lo miré desconcertada.

—Yo, en cambio, creo que el colgante no es un portador, sino una llave.

Me observó interesado y se encogió de hombros aceptando mi planteamiento.

—Es bastante posible, se lo dio junto al cofre, y la frase que él le dice es una clave en sí: «Es más de lo que parece y menos de lo que debería. Encierra nuestro destino y abre nuestro corazón». Pero tenía que intentarlo.

—Te la sabes de memoria —murmuré admirada.

—Algunas frases las transcribí aparte para estudiarlas.

—También opino que el diario no está cifrado —añadí con pleno convencimiento—. No hay en él técnicas específicas, quizá la frase que encierra la palabra Poveglia sí sigue unas pautas, pero os centrasteis en ese descubrimiento y obviasteis el resto.

Su semblante se iluminó impresionado. Esbozó una sonrisa complacida y sus ojos brillaron con agudeza.

—Has dado con la frase, pero ¿cómo la interpretas tú?

Respiré hondo y acudí a mi memoria. Lo tenía todo tan fresco que me fue fácil rememorarla.

—«Podía ver la negligencia como una solución y, aun así, no esperar que la vieran los demás, como podía ver una esmeralda en mitad del mar como refugio de su inmensidad». Llama la atención la palabra negligencia, pues no encaja en la frase. Y si miras detrás es fácil ver que con un salto de 3-5-5 letras se compone la palabra Poveglia.

—Pero esa misma pauta la trabajé con el resto del párrafo y no descubrí nada relevante —replicó contrariado.

—Esa frase es únicamente para esconder la palabra Poveglia, pero el resto encierra la verdadera pista sobre su ubicación dentro de la isla.

—«… una esmeralda en mitad del mar como refugio de su inmensidad»… —pronunció caviloso.

—No sé a qué podría referirse —admití frustrada.

—Quizá en la isla encontremos pistas sobre una esmeralda —confió—. Ya he avisado a Sofia… Vendrán a recogernos después del almuerzo.

—Pero iremos a ciegas, se nos hará de noche buscando alguna pista.

—¿Temes a los fantasmas? —inquirió burlón.

—Solo si se quitan la sábana: no me gustan los fantasmas exhibicionistas.

Luca rio y, por un momento, el cansancio desapareció de sus ojos.

—Voy a la ducha —arguyó—, necesito despejarme.

Estuve a punto de decirle que lo acompañaba, y lo habría hecho de buen grado. Mi cuerpo comenzaba a aquejar la ausencia del suyo.

En cambio, asentí con una sonrisa y él se puso en pie y, mientras abandonaba la habitación, devoré cada línea de su cuerpo, recreándome en sus andares felinos, en su amplia espalda y en su duro trasero. Me mordí el labio y suspiré, pensando en la gran evasión que todo él podría procurarme. Resoplé resignada y me recosté en la cama, repasando mentalmente las frases que a mí más me habían llamado la atención para analizarlas con Luca.

Sin embargo, cuando oí el rugido de la ducha solo pude imaginarlo bajo ella. Y únicamente tuve fuerzas para mantenerme anclada a la cama, luchando contra la imperante necesidad de reunirme con él para perderme en su cuerpo, en su mirada y en su boca. Y por mucho que intenté distraer mi mente de aquel cuarto de baño, regresaba hambrienta a él una y otra vez.

Me levanté frustrada y me asomé al balcón.

Tenía calor, aunque la primavera en Venecia estaba resultando más fresca de lo habitual. Tan solo llevaba un camisón de gasa con tirantes a mitad de muslo y la brisa de la mañana lo batía contra mi cuerpo, otorgándome algo de alivio.

La laguna estaba preciosa, punteada de diminutas perlas doradas que el sol engarzaba con su sonrisa. En el horizonte, una difusa neblina se arremolinaba contra las pequeñas islas que lo silueteaban, confiriéndole un toque místico, como si fueran las brumas de Ávalon protegiendo el reino de los dioses antiguos. Y yo sabía que una de ellas era Poveglia, pues era reconocible incluso a aquella distancia el pináculo de su campanario. Fijé mi vista en ella y tuve la impresión de que, en efecto, era un mundo aparte; no solo un cementerio del pasado y una leyenda en el presente, sino una puerta a algo más.

—De todos los amaneceres que he tenido el placer de contemplar, ninguno me ha turbado igual.

Me volví apenas para descubrir a Luca absorbiendo cautivado las líneas de mi cuerpo a contraluz. La diáfana gasa no dejaba mucho a la imaginación.

Desde aquella postura de medio lado, fui plenamente consciente de que la luz del alba lamía mis curvas mostrándoselas abiertamente, haciendo ondear el liviano tejido contra mi piel y remarcando las enhiestas y rosadas cumbres de mis pechos.

Saboreé vanidosa la lujuria que oscureció su mirada y tensó sus facciones. Tampoco cohibí la mía, que devoró su cuerpo, tan solo cubierto por una toalla blanca alrededor de sus caderas, una prenda que también remarcaba sus formas, en especial su henchido y palpitante deseo.

Supe que relamerme en ese momento no era lo más acertado. Pero fue lo que hice.

Quizá él también supo que acercarse con aquel gesto depredador no era lo más coherente a tenor de nuestras firmes decisiones. Pero fue lo que hizo.

Y, equivocados o no, ambos hicimos lo mismo, dejarnos llevar por aquella impetuosa necesidad, que era más fuerte que nosotros mismos.

No me moví cuando llegó hasta mí, pero sí sostuve su ardiente mirada.

No me retiré cuando su mano abarcó mi nuca para ceñirme a él, pero sí gemí ante su vehemencia.

—Alessia… —jadeó sufrido. Su rostro estaba prensado por un deseo dolorosamente insatisfecho.

Su mirada en mi boca quemó mis labios, que entreabrí anhelantes.

Luca rodeó mi cintura con su otro brazo y su contacto inundó mis sentidos, despertando una voracidad como nunca antes.

Su respiración era agitada, su pecho caliente y su mirada turbia. Lo vi luchar contra sí mismo, desgarrarse en una contención que yo pensaba ayudar a vencer.

Tenía el cabello húmedo y olía a su loción de afeitado. Deseé devorarlo. Y comencé por la barbilla. La mordí, y él echó la cabeza hacia atrás y gruñó haciendo vibrar su garganta. Fue mi siguiente objetivo. Volvió a gruñir, esta vez más rotundo. Enlacé mis brazos en su nuca y besé su cuello. Y entonces él liberó por fin aquella bestia que intentaba reprimir.

Volvió a mirarme, y lo que refulgía en sus ojos me secó la garganta y acicateó mi bajo vientre.

Tomó mi boca como una alimaña hambrienta, con esa desesperación que desdibuja el mundo y todo lo transforma en urgencia por colmar una necesidad vital.

Nuestras lenguas se buscaron famélicas, y entonces la locura se desató.

Me agarró por las nalgas y me alzó con apremio. Enlacé mis piernas en torno a sus caderas y me alejó del balcón en dirección a la pared más próxima. Allí, me atrapó contra ella para derramar en mí todo su deseo. Su toalla cayó y mi camisón desapareció hecho jirones bajo sus ansiosas manos, que buscaban mi piel, desquiciadas y voraces.

Sin despegar nuestras bocas, nos acariciamos con tal pasión que el placer nos nubló, convirtiéndonos en animales salvajes.

Cuando me penetró, lo hizo de un seco empellón, pero estaba tan húmeda que el acople fue perfecto. Clavé mis uñas en su espalda y mordí su hombro acometida por agudas punzadas de goce desatado. Todo mi cuerpo ardía con sus bruscos movimientos. Con las manos fuertemente ancladas en la tierna piel de mis nalgas, Luca me subía y me bajaba contra sus caderas, controlando el ritmo de las embestidas. Mis pezones, acariciados por el suave y disperso vello de su torso, estaban erectos; ese roce me erizaba, además, la piel, sumando aquella sensación a la del inmenso placer que ya me consumía.

Luego se detuvo y, sin salir de mí, cruzó la estancia para sentarme en un aparador. Colocó una de mis piernas sobre su hombro, se encorvó sobre mí y empezó a moverse tomando mi boca con el mismo apetito. Una de sus manos recorrió mi cuerpo y la otra recogió mi cabello en una cola para controlarme mejor.

Sentí que tenía sobre mí un lobo hambriento e implacable, fuera de control. Y ese sumiso sometimiento a su imperativa voluntad arrancó de mí un violento orgasmo que arqueó mi cuerpo preso de repetitivos espasmos que me dejaron laxa entre sus brazos.

No obstante, él quería más de mí.

Su sonrisa depredadora y pícara así lo dijo.

Me llevó a la cama y me tumbó en ella. Salió de mí y se sumergió entre mis muslos para saborear su premio. No tardó en conseguir otro, casi más abundante que el anterior. Me cimbreé como una espiga de trigo sacudida por una brisa estival, y grité mi dicha a aquellas cuatro paredes por el hombre que tan pleno dejaba mi cuerpo y tan desbordado mi corazón.

Jadeante y rendida, permanecí inmóvil recuperando el resuello. Luca se estiró sobre mí y comenzó a besarme con dulzura, pausado, desplegando toda su dedicación y su ternura. Me dije que si Alonza había amado a Lanzo la mitad de lo que yo amaba a aquel hombre, ya era bastante. Y, de algún modo, supe que seguramente tanto ella como yo teníamos en común ese amor tan profundo que nos había inundado el alma, y quizá también más cosas.

Lo aparté y lo empujé, obligándolo a tumbarse para cernirme sobre él.

Me puse a horcajadas y sus manos aferraron mis caderas. Alcé las mías para cobijarlo en mi interior y me deslicé gozosa saboreando aquella enloquecedora fricción. Ondulé mi cuerpo sobre el suyo, marcando el compás de mi sensual danza, paladeando los diversos gestos que componía su rostro, gozando de su propio placer.

Me incliné sobre él y lo besé. Sus manos recorrieron mi espalda. Me arqueé sin dejar de balancear las caderas y entonces apresó mis pechos en su boca. Creí desfallecer presa de un goce desatado.

Aceleré mis movimientos, convirtiéndolos en vertiginosos, y él jadeó y gruñó enloquecido.

—¡Dios, me arrancas el alma…! —gimió apretando los dientes.

—¡Es mía, me pertenece! —exclamé apasionada.

Sus ojos brillaron emocionados, su gesto afectado me lo confirmó.

—Siempre lo ha sido, y por eso te buscó incansable —murmuró quedo.

Sentí una dicha tan burbujeante que hizo hormiguear cada rincón de mi ser. Pero algo más emergió.

Su hermoso cabello negro continuó igual, quizá algo más corto de lo que debería, pero su nariz era diferente de como debía ser y sus ojos oscuros, por algún extraño hechizo, se aclararon hasta convertirse en un profundo cielo azul. Su rostro se espigó y sus labios se afinaron. Y entonces lo vi. Vi a Lanzo Rizzoli a mi merced, tan cautivado como debía de mirar a Alonza en la misma situación.

Luego, ante mi completo estupor, mis largos mechones castaños también se aclararon hasta convertirse en un rubio platino. Si no hubiera sido por el grito liberador de Luca al derramarse en mi interior, creo que me habría desmayado.

Me desplomé sobre su pecho y él me abrazó todavía trémulo y agitado.

Cerré los ojos e intenté recomponer mis zarandeados sentidos.

Era como si la lectura del diario hubiese abierto una puerta al pasado, como si el alma de nuestros antepasados intentara infiltrarse en nuestros cuerpos para volver a encontrarse. Un pensamiento atravesó mi cabeza. Quizá el alma de Lanzo ya se encontrara dentro de Luca, quizá hubiese nacido ya con ella. Todo así lo indicaba. Sus sueños, sus inclinaciones, sus preferencias y su mismo origen.

Y si eso era así…, entonces, ¿qué pasaba conmigo? ¿Acaso él solo esperaba que el alma de Alonza despertara en mí? ¿Era eso lo que realmente buscaba desde el principio, y no que recordara la carta del día del incendio?

Mi intuición me dijo que eso era lo que siempre había anhelado: mi despertar.

Sentí una sensación desazonadora, insidiosa, como si hubiera alguien oculto aguardando para arrebatarme la identidad.

Pero que ella despertara en mí no tenía por qué significar que borraría mis recuerdos ni quien yo era ahora. Sin embargo, aunque me lo repetí, no terminó de tranquilizarme. Ese vestido envuelto en penumbras que había visto me sobrecogía, y lo que más me inquietaba era pensar que las visiones extrañas no habían hecho más que empezar.

Me deslicé hacia un lado y rodeé su torso con un brazo, acomodándome contra su costado. Cobijé la cabeza sobre su hombro y él apoyó su barbilla en ella. Necesité un instante para reordenar mis pensamientos antes de hablar:

—Alonza está en mí, ¿no es así? Como Lanzo está en ti.

Levanté el rostro para ver su expresión. No parecía conmocionado, ni siquiera levemente sorprendido.

—Yo recuerdo, tú apenas despiertas. Pero somos Alessia y Luca, y así seguirá siendo.

Respiré hondo, intentando controlar el pánico que crepitaba todavía encerrado en una burbuja de cristal, pero en la que ya comenzaban a surgir peligrosas grietas.

—¿Cómo lograste asimilar eso sin volverte loco, siendo tan joven?

—Siendo un niño —concretó—. Creo que por eso me aislé del mundo, para poder batallar contra esto sin perder el juicio y sin que nadie advirtiera mi lucha interna. —Hizo una pausa, en la que su mirada relució atormentada—. Tampoco es que tuviera a nadie que se preocupara por mí, con lo que tristemente fue más fácil. Al principio eran retazos fugaces y extraños de imágenes sueltas. Luego se aunaron en pesadillas reiterativas e inconexas que aterraban mis noches. Pero cuando despertaba aún estaban ahí, en mi memoria, y durante el día me acompañaban. Flotaban nombres desconocidos en mi cabeza y sucesos dispares. Con el tiempo comprobé que era yo quien los protagonizaba, y eso me turbó aún más. Así que decidí evitar dormir —esbozó una sonrisa condescendiente—, con lo que dediqué mis noches a leer todo lo que encontraba y, aunque finalmente caía rendido, al menos eran pocas horas. Por el día sentía la necesidad de dibujar, y a menudo ni siquiera era consciente en realidad de lo que mi mano creaba, pero no había titubeo alguno en los trazos; al contrario, surgían fluidos y firmes. Luego comencé a interesarme por las hierbas y, sin una utilidad justificable, las agrupaba y las estudiaba, apuntándolas en mi libreta. Hacía tantas cosas extrañas y sin sentido que resolví buscar una explicación a mi caso.

—¿Nunca te planteaste pedir ayuda?

—¿Para pasar de un orfanato a un psiquiátrico? —espetó mordaz—. No, era justo lo que evitaba. Aquello era mi problema y yo lo resolvería. Y fue así como comenzó mi afición por los enigmas de todo tipo. Me dije que quizá aquellos sueños tenían que ver con mi desconocido origen. Hasta pensé que mis padres eran extraterrestres —sonrió avergonzado—, creo que nunca un niño tuvo la cabeza tan llena de hipótesis. Sin duda ahí se desarrolló mi capacidad analista.

—¿Qué sentiste al descubrir que había un diario de Alonza? ¿O recordaste que lo había escrito y por eso lo buscabas?

—No lo recordé todo, ni mucho menos, pero sí lo suficiente para que me cambiara la vida. No recordaba apellidos ni conversaciones, solo sensaciones y escenas sueltas que terminaron uniéndose en pasajes más extensos, conformando la historia de un hombre que a todas luces fui yo. Cuando, siguiendo la pista de mi madre, encontré a Piero Rizzoli, todo comenzó a encajar. Saber que había un diario y que estaba a mi alcance fue lo que me introdujo en toda esta historia y lo que me llevó a ti.

Flexioné el brazo y apoyé el mentón en la palma de mi mano para observarlo con atención.

—A medida que avanzaba en la investigación sobre mis orígenes, comenzaron a asomar otros recuerdos, más nítidos y concisos —prosiguió con la mirada perdida—. Ya no los temía como al principio, ahora los buscaba, y quizá esa predisposición mía ayudó a que todo surgiera con más fluidez. No puedo explicar lo que sentí cuando tuve en mis manos el diario: fue como tener esa confirmación que tanto busqué durante toda mi vida y, además, con profusión de detalle. No era mi vida, sino la de ella, y conocer sus más íntimos secretos, sus pensamientos más profundos, todo lo que vivió y sufrió me conmocionó. Poder situar esas escenas que pendían en mi mente en momentos precisos de su historia, leer palabras que me habían acicateado todo ese tiempo sin encontrarles sentido… Todo en mí se reavivó al instante y, cuando lo terminé, todo lo que no había llorado mientras mi cabeza intentaba desentrañar esa maraña de cosas inexplicables lo lloré ese día. Me permití regodearme en las emociones, esas que tan ferozmente había logrado estrangular todos esos años.

Lo observé compasiva y admirada a un tiempo.

—Y ¿cómo intuiste que ella… podía estar en mí?

—Por el impacto que sufrí cuando te vi. Aquel día te hice una fotografía, fue la que encontraste en mi apartamento. No solo era una aguda sensación familiar, era esa subyugación que únicamente sentía cuando en mis sueños aparecía ella, sin rostro entonces, era el sentimiento de pertenencia que me despertaste. Ese imán me atrajo a un nivel tan profundo que me hizo reconocerte. Hay una frase en el diario, una que pronuncia Lanzo en la carta…, curiosamente una carta de la que yo recordé frases sueltas, y una de ellas es la que me confirmó que eras tú.

Tragué saliva, cada vez más inquieta y aprensiva. Lo miré expectante, simulando una calma que no sentía.

—«Mía, mi Alonza, así suenan mis latidos, y en mi último suspiro esa “A” penderá en el aire y te buscará. Quizá lo oigas allá donde estés, porque donde tú estés, allí estaré yo». —Hizo una pausa y clavó en mí una mirada tan penetrante que encendió de nuevo aquella luz de mi interior que tanto me atemorizaba—. Esa «A» compartida con ella me buscó —añadió—, como mi «L» permaneció a través de los tiempos en esas dos iniciales que nos unieron por siempre y que afloraron para reencontrarnos.

Suspiré hondamente con el corazón en un puño, desbordada y atenazada por un sentimiento añejo y tan profundo que resurgió a través de los tiempos.

Tragué saliva presa de un creciente desasosiego. Sentí vértigo, un amago angustioso y taquicardia. Las palabras de Luca volvieron a encender aquella luz y el vestido apareció de nuevo en mi mente. Cerré los ojos e intenté centrarme en el tema que me ocupaba: despejar las dudas y llegar al fondo de todo. Cuando los abrí, respiré hondo y lo miré decidida a descubrir toda la verdad.

—Entiendo entonces que te aliaste con Sofia Rizzoli armando todo este ardid de seudoinvestigación solo para que yo recordara. Pero ¿cómo descubrió Sofia que perdí la memoria ese día crucial en el que murieron mis padres?

Luca me observó con rictus grave, suspiró y asintió para sí.

—Yo se lo conté. Y no fue una seudoinvestigación, es cierto que embaucamos a Gina y que predispuse algunas cosas —aceptó justificándose—, pero también descubrí pistas que no poseía y…

—Déjalo —pedí envolviéndome en la sábana y saliendo de la cama. Comenzaba a estar saturada de todo aquello y necesitaba serenarme—. No creo que pueda asimilar nada más por hoy.

Luca aferró mi muñeca y me detuvo en seco.

—Se lo conté por un motivo, para…

—¡He dicho que basta por hoy! —exclamé impaciente. Me giré hacia él, y aquella veta frustrada se tornó en furia—. ¿Acaso alguien me ha preguntado si quiero recordar? Todos actuáis según vuestra jodida conveniencia. Tú quieres que recupere la memoria porque buscas en mí a la mujer que amas. Ellos, para que recuerde la carta y los guíe hacia la clave descifrada de la sociedad. Mi abuela, por el tesoro. Pero ¿quién demonios piensa en mí? Yo no pedí nada de esto. ¡Yo no soy ella, maldita sea!

Aquel rechazo rasgó mi voz y quemó mis ojos, y me dirigí rauda hasta la puerta. Luca salió de la cama apresurado y me interceptó en el pasillo. Me tomó de los brazos y me pegó a la pared, reteniéndome contra ella.

—Lo único que yo quería desde un principio era que me amases. Tú, Alessia, tú. Porque yo, Luca Vandelli, te amé nada más verte. Quienes fuimos en otro tiempo fue a lo que me agarré para conseguir mi objetivo. Porque, ¿sabes?, era tal mi inseguridad para creer que podían amarme por mí mismo que ni siquiera barajé otra opción. Nadie lo hizo nunca, nadie.

Las lágrimas brotaron, así como una caótica mezcla de emociones que no supe gestionar.

—También deseaba llegar al final de todo esto —admitió afectado—. Arrancar hasta el último velo que ocultara esta historia, pensando que solo así todo quedaría en paz. —Acercó tanto su rostro al mío que nuestras narices se tocaban—. Alessia, yo le conté a Sofia lo de la carta para que confiara en mí y me dejara participar en sus planes. Y el motivo siempre fue protegerte de ellos. Tarde o temprano irían a por ti.

Inclinó la cabeza y apoyó su frente en la mía.

—A veces, uno no tiene ninguna capacidad de decisión en las cosas que le ocurren —murmuró suavemente, aunque su tono era quebrado y tembloroso—. Por ello es mejor aceptarlas que negarlas, yendo más allá, incluso buscar algo positivo a lo que aferrarse. Y yo…, bueno, desearía creer que lo que quiera que sientas por mí lo sea. Puede sonar pretencioso o vanidoso, pero, Dios…, es que te amo tanto…

Un gemido mortificado escapó de sus labios y yo estrangulé un sollozo.

No pude evitar abrazarlo y adherirme a su pecho, donde descargué mis miedos.

—Estoy… despertando, Luca, y me asusta —sollocé.

Sus brazos me ciñeron con más fuerza. Me susurró tranquilizador y me acarició con mimo.

—Nadie mejor que yo comprende cómo te sientes. Pero no estás sola, no lo estás.

Besó mis lágrimas y, como si sus labios fueran mi panacea, logré calmarme.

En aquel momento se abrió la puerta de la entrada y ante nosotros apareció el perplejo rostro de Maurizio, que nos observó impávido.

Luca estaba completamente desnudo, y yo envuelta precariamente en una sábana.

—¿Interrumpo? —murmuró apretando los dientes.

Luca se puso delante de mí cubriéndome con su cuerpo.

—Eres jodidamente inoportuno, sí —masculló molesto.

—¿No habéis tenido suficiente con estar solos toda la noche? No me extraña que la hayas cogido con ganas —musitó Maurizio burlón—. ¿Cuánto hacía que…?

—¡Largo! —gruñó Luca.

Su amigo ya se daba la vuelta cuando se giró y chasqueó la lengua apoyándose en el marco de la puerta.

—Espero que se haya portado bien —agregó dirigiéndose a mí—. Esta casa tiene una excelente reputación y no me gustaría que me avergonzara, por muy amigo mío que sea.

Oculté una sonrisa ante la expresión malhumorada de Luca.

—Puedes sentirte orgulloso —proferí divertida.

—Menos mal —resopló aliviado con gesto exagerado—. Ya puedo desayunar tranquilo.

Luca puso los ojos en blanco y bufó irritado.

—En la cafetería, no aquí —aclaró lanzándole una mirada admonitoria.

—Eres un toro, Luca, me rindo a tus pies —acicateó Maurizio burlón—. Creo que voy a comprarte una de esas chapitas…

Luca se apartó de mí para avanzar completamente desnudo y belicoso hasta la puerta. Maurizio abrió los ojos como platos y alzó la mano en actitud conciliadora, pero viendo que Luca iba a por él, salió apresurado cerrando la puerta y dejándonos el eco de su carcajada.

No pude evitar sonreír, como tampoco pude dejar de contemplar al hombre que avanzaba hacia mí con aquella maldita mirada taimada que removía cada fibra de mi ser.

—Nada como la intervención de tu amigo para aligerar dramatismos —espeté todavía risueña.

—Si al menos ha servido para hacerte sentir mejor, bienvenido sea.

Denoté en su tono un deje abatido y preocupado al tiempo.

—Lo estoy —afirmé—, pero no por eso, sino porque no estoy sola en este despertar. Y, sea lo que sea lo que ocurra, solo sé que quiero estar a tu lado.

Su sonrisa ilusionada animó su faz y la mía.

Su respuesta fue un beso entregado. Sí, me amaba, como yo lo amaba a él, no importaban los motivos. Cuando se apartó de mí, deslicé mis manos por su torso embebida en su rostro.

Sentí un roce acerado y cálido en mi bajo vientre.

—Al final llevará razón Maurizio: eres un toro.

Sonrió sin un ápice de vanidad en su gesto.

—Solo soy un hombre frente a la mujer a la que venera en cuerpo y alma.

—Luca…, me dejas sin palabras.

—Si no te vistes, te dejaré sin aliento —prometió con mirada gatuna.

No me moví. Y cumplió su amenaza con renovado ahínco.