CAPÍTULO 23
DESCUBRIMIENTOS
Sentados uno frente al otro en la abarrotada mesa de su despacho, Luca clasificaba papeles, ordenando las pistas que deseaba mostrarme.
—¿A quién fotografiabas cuando me sentaste en el pozo?
—A un tipo que llevaba siguiéndonos todo el camino y a ti.
—Yo fui la excusa.
—Una preciosa excusa a la que no pude evitar besar.
Su sesgada mirada zaína se posó en mí, me agité turbada en mi asiento y desvié la vista hacia los papeles que tenía en las manos.
—¿Lo conocías?
—Lo había visto anteriormente, es el hombre de confianza de Sofia.
—¿Sofia?
—La viuda de Piero Rizzoli.
—Está claro que ambos bandos piensan que vamos por delante.
—No hay dos bandos —murmuró mirando por la ventana—. Stefano trabaja para Sofia. Es una de las cosas que descubrí cuando tuve mi entrevista con ella. Durante la conversación sobre el colgante, me di cuenta de que ella conocía términos bastante inusuales respecto a mi profesión. Convendrás en que mi trabajo no es muy común, y que una persona ajena a ella maneje datos precisos sobre él me hizo ver que estaba al corriente de mi investigación. Algo que evidenciaba su contacto con Stefano. —Hizo una pausa y me miró pensativo—. En el segundo encuentro, le formulé un par de preguntas trampa y picó, para mi fortuna. Así descubrí algo que ya sospechaba, que Piero Rizzoli pertenecía a una sociedad esotérica secreta, llamada la Sociedad de la Niebla.
—Y ¿cómo llegaste a sospechar algo tan insólito?
—Porque Lanzo Rizzoli también fue miembro de ella. Fue uno de los campos de investigación que abrí en cuanto terminé la lectura del diario.
Rebuscó entre sus papeles y me entregó un dossier con el título «Sociedad de la Niebla».
—He intentado archivar toda la información disponible sobre esa sociedad secreta. Incluso me leí el manuscrito que sus miembros estudiaban tan obsesivamente para intentar entender el paradigma de la sociedad. El libro en cuestión se llama El sueño de Polífilo, es un poema alegórico de estirpe medieval con clara vocación enciclopédica porque contiene conocimientos arqueológicos, arquitectónicos, litúrgicos, epigráficos, gemológicos y hasta culinarios. Aunque en realidad se dice que enmascara importantes descubrimientos alquímicos. De ahí que la sociedad se dedicara a su análisis.
Revisé por encima las hojas que componían aquel extenso dossier y sacudí confusa la cabeza.
—Lo que me sorprende es que esa sociedad continúe activa en la actualidad, dudo mucho que la alquimia sea de interés ya para nadie. ¿Quién en su sano juicio puede creer en la transmutación de la materia, hoy día?
Luca asintió y, tras rebuscar nuevamente, me entregó otro papel.
—Esa misma pregunta me la hice yo. Y, como bien dices, si sigue activa es porque tiene un fin. Y creo que tengo la respuesta.
Esta vez cogió un periódico y señaló las noticias de la portada.
—Solo son noticias de actualidad —espeté encogiéndome de hombros, sin ver nada fuera de lo normal.
—Conflictos bélicos, crisis económica mundial, corrupción en las altas esferas… —comenzó mirándome con atención—. No somos más que marionetas controladas por unas cuantas mentes poderosas. Y ahí está la clave de todo. Ya no buscan la transmutación física, sino la mental. Se pretende cambiar la mente y la ideología de millones de personas para que se produzca un cambio social controlado y en determinado sentido. Ya hay muchos precedentes con éxito, inician un sondeo en un sector de la población sobre la reacción que causaría un hecho determinado, de manera experimental, y si es favorable comienzan la labor de concienciación subliminal sobre ese sector. Son capaces de cambiar ideologías, de provocar reformas sociales en función de sus intereses. Por ejemplo, tanto Escocia como Irlanda fueron alentadas por personajes como Yeats para llevar a cabo sus aspiraciones independentistas y tratar de encontrar en sus raíces celtas todo aquello que justificase sus motivos para emanciparse.
—Pero ¿cómo consiguen ese cambio ideológico a su favor?
—La Sociedad de la Niebla es algo así, por poner un símil, como el Club de los Poetas Muertos, un grupo de escritores influyentes y artistas talentosos que se unieron para intercambiar conocimientos y adquirirlos, hombres con inquietudes diferentes y una mente brillante. En principio, su intención era mejorar el mundo, extender sus conocimientos y abrir la sabiduría que poseían de manera filantrópica. Pero ahora me temo que su propósito es someter a un gran sector de la población a un mismo pensamiento que favorezca sus intereses. Hasta no hace mucho, lo conseguían con sus obras. Un escritor posee el arma de la palabra y la utiliza para sembrar semillas ideológicas, para condicionar pensamientos y convencer mentes de la verdad que ellos ensalzan con su prosa. Ahora utilizan individuos, activistas apasionados que infiltran en un determinado sector de la población, como un predicador bíblico, para provocar un movimiento que les otorgue un beneficio. Las grandes corporaciones son sus más selectos clientes, y a ellas han vendido sus conocimientos. También hubo escritores pertenecientes a esa sociedad, como Dumas o Verne, que quisieron camuflar en sus novelas el mensaje oculto de esa logia.
Mi mente intentaba asimilar toda la información, atónita y demudada ante el cariz que estaba tomando aquella búsqueda.
—Y ¿qué tiene eso que ver con el tesoro de Alonza?
—Todo —respondió él misterioso—. Pero no quiero desvelarte nada de lo que leerás, porque ahora que sabes lo que está pasando en el presente, quizá te sea más fácil entender lo que se hizo en el pasado.
—Ahora mismo solo tengo ganas de irme a casa y olvidarme de todo esto. Este asunto está adquiriendo dimensiones preocupantes.
—Estoy aquí para protegerte, para que juntos hallemos ese tesoro.
—Empiezo a sospechar que no es material y que tu interés no es económico, ni tan siquiera por la promesa que le hiciste a mi abuela, ¿me equivoco, Luca?
Sostuvo mi penetrante mirada sin bajar la suya, la gravedad tiñó su semblante y negó casi imperceptiblemente.
—Mi principal interés es evitar que ellos se hagan con él —aseveró.
—¿Por qué?
—Digamos que he de terminar lo que empecé.
Abrí la boca denodada y lo miré interrogante.
—¿Tú también eres miembro?
—Lo fui.
Mis ojos se dirigieron a la pared donde se encontraba el escudo de armas de los Rizzoli. Una pregunta tomó forma en mi cabeza.
—¿Quién eres realmente?
Luca compuso una expresión grave, sus facciones se endurecieron y sus ojos se oscurecieron.
—Esto que ves.
Nos sostuvimos la mirada un largo instante, como si ambos intentásemos ver nuestras almas, con una profundidad tal que todo mi cuerpo se estremeció. Y en ese momento creí sentir emerger de mi interior una inusitada sensación de familiaridad. Un reconocimiento añejo, un vínculo poderoso con aquel hombre.
Un escalofrío me sobresaltó, rompí el contacto visual y, todavía trémula, intenté disfrazar mi desasosiego entre sus papeles. Me costó recuperar el control, y más sabiéndolo todavía pendiente de mí.
—Alessia…
Su tono hizo que mi piel hormigueara.
Alcé la vista interrogante, luchando por mantener mis emociones en un conveniente segundo plano.
—Solo te pido que confíes plenamente en mí. Nada más importa.
Asentí ligeramente en un ademán pausado. No obstante, no resultaría muy sensato, me dije. Aquel hombre ya estaba abriendo muchas puertas en mí. Tan solo mi desconfianza me protegía de su influjo, y a ella debía agarrarme para no que no abriera la puerta con más candados, la de mi corazón. Y por cómo me miraba, y por cómo mi pecho se constreñía, supe lo fácil que le resultaría forzarlos y entrar en él como un torbellino. No, no podía permitir que eso pasara, y, sin embargo, aquel no era mi único problema, porque el deseo que encendía en mí derretía candados, goznes y pomos. Y separar la atracción sexual del corazón nunca había sido mi fuerte.
—Lo intentaré —mentí.
Respiré hondo y me puse en pie, girándome hacia la pared donde tenía el plano de Poveglia punteado de tachuelas de colores con notas clavadas con números. Alrededor, las fotografías correspondientes a cada número.
—¿Qué es todo esto?
—Posibles localizaciones.
Oí el ruido de las ruedas de su silla de oficina deslizarse hacia atrás y sus pasos aproximándose. No me volví, pero todo mi cuerpo reaccionó ante su cercanía.
Se puso a mi lado y me señaló un edificio en el plano.
—Este es el antiguo lazareto —explicó—, justo delante están las fosas donde incineraban los cadáveres. Prácticamente toda la isla es un antiguo crematorio. —Señaló varias fotografías de salas médicas en ruinas. En algunas había incluso camillas decrépitas, lavabos y diversos tipos de materiales sanitarios. Largos y tenebrosos pasillos, escalinatas desvencijadas y muros derruidos por donde la frondosa vegetación mordisqueaba con saña las paredes del edificio—. Sobre las ruinas del lazareto se construyó el hospital psiquiátrico, con lo que, si Alonza enterró el tesoro en esa zona, nos lo ha puesto difícil, pero al menos con un buen equipo de excavación podremos recuperarlo. Dudo que se hubiera aventurado mucho más lejos, pues casi la totalidad del suelo de la isla es fangoso. Está podrido y es una mezcla de cenizas humanas, huesos y lodo. Esa capa de materia pegajosa es completamente inexplorable, por lo que he marcado las zonas de mejor acceso. La isla tiene prohibida su visita, con lo cual habremos de aventurarnos de noche, lo que dificulta notablemente la búsqueda. Por eso, nuestra única posibilidad viable es acceder con el equipo adecuado y la zona exacta de ubicación.
—Todavía no puedo creer que yo pueda ser de alguna ayuda —espeté desesperanzada.
—Pues creo que ya lo estás siendo. El destino parece buscarte y ha puesto en tu camino a Gina. Y pienso que, si la mujer tenía esas láminas en su poder, es muy posible que esa casa esconda más pistas. Necesitamos su colaboración.
Decidí sincerarme con él. Yo misma había tenido la sensación de que Gina escondía algo más, era una mujer que guardaba celosamente sus apegos a objetos que la habían acompañado a lo largo de su vida. La expresión alarmada ante mi proposición de comprar el retrato de Alonza así lo indicaba.
—En su salón tiene el retrato de Alonza: es la lámina que le pintó Lanzo mirando por la ventana.
Luca dejó escapar una exclamación y me miró demudado.
—Me ofrecí a comprárselo, pero comprobé que incluso le daba vértigo desprenderse de él. Ha sido su única compañía durante años.
Me regaló una mirada reprobadora, que suavizó al instante.
—Volveremos esta tarde —decidió con rotundidad.
Asentí, y en aquel momento el zumbido de un teléfono reverberó hasta nosotros. La vibración del dispositivo traqueteó contra la mesa.
Luca se dirigió hacia él y lo descolgó. Por su expresión contrariada y recelosa, supe que no era una llamada esperada ni provenía de alguien habitual en su vida. La línea de sus hombros se cuadró tensa, y su rictus permaneció severo y alerta.
Tras una serie de respuestas escuetas, colgó mirándome con el ceño fruncido y expresión concentrada.
—Tenemos una cita para comer —anunció.
—¿Con quién? —inquirí intrigada.
—Con Sofia Rizzoli. El hombre que nos espiaba en campo San Tomà la ha puesto al corriente sobre ti. Quiere conocerte.
—Pero no lo entiendo. ¿No se supone que huimos de ellos?
—Nos ofrece un trato.
—Y ¿te fías de ella?
—No, pero dice que ha localizado el colgante.
—Y, si fuera cierto, ¿para qué nos necesita? —musité desconfiada.
—Porque su propietario solo desea vendérmelo a mí.
Fruncí el ceño y entorné la mirada, completamente aturdida con todo aquel extraño asunto. Sacudí la cabeza y me acerqué a él.
—¿Lo conoces?
Asintió, se pasó con pesadez las manos por su espeso cabello, atusándolo hacia atrás, y caminó hacia la ventana con gesto hosco y las manos en los bolsillos. Su preocupación me inquietó.
—Se trata de aquel millonario excéntrico al que Stefano y aquel ladrón robaron.
Abrí la boca, lívida.
—Pero… ¿por qué solo desea vendértelo a ti? A sus ojos y a los de la justicia, fuiste cómplice de ese robo.
—Es lo que pretendo averiguar —murmuró quedo.
Su mirada se perdió en aquel cielo plomizo. Respiró hondo y su ancho pecho se dilató cuando exhaló pausadamente. Cerró los ojos, inclinó la cabeza hacia atrás y la movió en círculos, como si deseara destensar el cuello. Deseé masajear sus hombros y abrazarlo desde atrás. Naturalmente, me guardé muy bien de hacerlo.
—¿Y si es una trampa?
—La cita es en un restaurante —aclaró, dato que no restó intranquilidad a mi ánimo—. Y me temo que acudir es la única manera de saber si lo es. —Hizo una pausa y añadió circunspecto—: Creo que nos da tiempo a ir a tu hotel, que te duches y te cambies. Dudo que los hombres de Stefano nos molesten ya.
A continuación, se volvió hacia mí con expresión decidida.
—¿Te importa que guarde en mi despacho las láminas? Tengo una caja fuerte que no podría abrir ni el gran Houdini.
Asentí con una sonrisa tibia.
—Voy a cambiarme de ropa, espérame en el salón y sírvete algo si te apetece. No tardaré mucho.
Me senté en su sofá de piel en tono chocolate y me recosté cerrando los ojos, intentando buscar algo de sentido a mis desordenados pensamientos. De repente oí la puerta de entrada abrirse.
Un taconeo ya característico me anunció la llegada de Loretta. Respiré hondo y me puse rígida.
Se detuvo en seco cuando reparó en mí. Sus bonitos ojos castaños se agrandaron con disgustado asombro. Sus labios se fruncieron con desagrado y cruzó los brazos bajos sus senos en actitud altiva.
—¿Qué haces tú aquí?
—Esperar a Luca, se está cambiando —respondí tan seca como ella.
Apretó los labios, alzó la barbilla, me dedicó una mueca desdeñosa y enfiló con paso firme el pasillo.
Se topó con él justo cuando salía del salón.
Enredó sus brazos en su nuca, se puso de puntillas y le estampó un beso en los labios.
Luca se apartó con incomodidad, pero tuvo el acierto de sonreír para suavizar el desplante.
—No estamos solos, Loretta —recordó con un carraspeo, manteniendo la ligereza de una sonrisa vacua.
—¿Estuviste con ella anoche? —acusó la mujer con gesto ofendido.
—Estuve en un hotel —contestó él sin faltar a la verdad.
Loretta relajó el rictus y esbozó una sonrisa aliviada.
—Te estuve esperando —casi gimoteó mimosa.
Luca me dirigió una mirada escrutadora. Fingí alisarme indiferente la falda de mi vestido.
—Lo lamento, no caí en avisarte.
Ella se frotó acaramelada contra él, buscando alguna reacción cariñosa por su parte. Pero Luca se mostró bastante inmune a sus encantos, aunque sus brazos cercaron su cintura, detalle que me obligó a apartar mi atención de ellos: verlo abrazar a otra mujer me disgustaba.
—Loretta, tenemos que salir, y me temo que pasaré todo el día fuera. No sé si regresaré a casa. Ante cualquier imprevisto o necesidad de consulta, llámame.
La joven se apartó su trigueña melena con gesto airado y se giró para mirarme resentida, momento que aprovechó Luca para desasirse de ella y avanzar hacia mí.
—¿Nos vamos?
Asentí sin poder evitar recorrerlo con la mirada, admirando cómo le caía aquella camisa blanca, los pantalones de lino en color camel y la americana de tweed en colores tierra con coderas de piel marrón. Estaba sencillamente impresionante. El tono canela de su piel y su negro cabello contrastaban con las claras tonalidades de su vestuario.
Me puse en pie y sonreí cortés y con frialdad a Loretta, que ya fruncía de nuevo el ceño con agudo rencor.
Luca se despidió de ella con un discreto e insulso beso en la mejilla.
—Te dejo al mando, preciosa.
Aquel apelativo en su tono de voz consiguió que el ceño de Loretta se distendiera y su boca se estirara en una sonrisa esperanzada.
Una vez en la calle, lo miré de reojo y aquel magnetismo que desprendía en cada paso me subyugó de nuevo. Su aplomo al caminar y su penetrante mirada siempre pendiente de su alrededor, refulgiendo inteligente, aumentaban su atractivo mucho más que si poseyera un rostro de facciones perfectas.
—Creo que ahora mismo Loretta me estará haciendo vudú.
Luca sonrió socarrón y algo en mi bajo vientre se agitó.
—Es posible —admitió.
—Parece que estás acostumbrado a mujeres celosas y posesivas.
Arqueó mordaz una ceja y me miró de soslayo.
—De momento no he salido con nadie que prefiriera compartirme.
«No me extraña», pensé, reprendiéndome en el acto por aquel pensamiento.
—También me parece que no eres un hombre que se tome muy en serio la fidelidad.
Esta vez sí se detuvo a mirarme.
—Es una apreciación bastante injusta, teniendo en cuenta eso a lo que te aferras tanto: a que no me conoces. Y puedo asegurarte que, desde que hicimos el amor, no he vuelto a tocar a Loretta.
—Tampoco veo que seas muy sincero con ella.
—No es mi novia, no le debo explicación alguna, jamás le prometí nada. Que ella pretenda convertirse en alguien importante en mi vida es su problema. Yo fui muy claro al respecto: sexo esporádico sin compromiso y alguna salida puntual. Suelo tener mi corazón a buen recaudo.
Lo cogí de la mano para obligarlo a caminar a mi ritmo, dado que sus largas zancadas me agotaban.
—Te proteges, lo que me lleva a suponer que sufriste algún tipo de desengaño amoroso, ¿no es así?
—La teoría es buena, pero en mi caso incorrecta. Nunca he estado enamorado.
Lo observé como si fuera un bicho raro. Por la mirada que me devolvió, supe que le divertía mi asombro.
—No es posible —murmuré impresionada.
—Lo es —insistió mirando de nuevo al frente.
Su grande y cálida mano se cerró con firmeza sobre la mía y el recorrido se convirtió en un paseo que podía tomarse como de pareja. Aquella connotación cosquilleó en mi estómago, pero desasosegó mi ánimo.
—¿Nunca has sentido nada por ninguna de las muchas mujeres con las que debes de haber salido?
—Vaya, además, se me presupone todo un conquistador —repuso con ácida sorna.
—Y ¿no lo eres?
—No, no lo soy. Ese «muchas» es bastante injustificado. Siempre hui del compromiso y preferí relaciones vanas, no porque me diera miedo atarme a nadie, sino porque, con mirarlas, era capaz de saber que ninguna de ellas era la mujer de mi vida.
—Esa afirmación es bastante arriesgada y superficial. Se necesita conocer bien a la otra persona para saber si encaja o no y si te hace sentir o no —expuse con convencimiento.
—No estoy de acuerdo —replicó—, creo que cuando se está frente a la persona de tu vida se reconoce al instante. Tu mundo cambia en el acto, tu percepción de las cosas, de tu alrededor y hasta de ti mismo. Todo adquiere una dimensión distinta, tanto que provoca vértigo, taquicardia y confunde. Además, suele ir acompañado de un hormigueo constante cuando te mira, suele hacerte flotar con una sonrisa y te lleva al paraíso si tienes la suerte de probar sus besos. Y todo eso es instantáneo. Otro dato que puede llevarte de inmediato a saber si es la persona indicada es cuando se aleja de tu lado: el vacío que deja te hace sentir desolado, abatido y con tantas ganas de volver a verla que fantaseas constantemente con el reencuentro. El tiempo se convierte en tu peor enemigo, pues cuando estás sin ella las horas pasan lentas y desesperantes, y cuando estás a su lado, rabiosamente rápidas.
Se detuvo en una bocacalle para concluir su apasionada exposición mirándome a los ojos.
—Cuando se está frente a la persona de tu vida, sientes una conexión tan patente, un vínculo tan profundo que no hay duda alguna sobre quién es.
Se me cerró la garganta ante aquella mirada tan significativa. Mi pulso se aceleró y sentí que mi corazón abría sus alas y chocaba contra aquella puerta cerrada como un pájaro enloquecido.
—De hecho —prosiguió—, es tan poderoso ese influjo que suele asustar. Es muy común que la persona reaccione en contra, incluso huya, o quizá incluso lo camufle con atracción, cualquier cosa con tal de escapar de algo tan abrumador.
—Pareces muy versado en el tema para no haber experimentado nunca tal vorágine sentimental —argüí pragmática, aferrándome internamente a ese pomo que giraba bruscamente.
—Quizá lo esté experimentando ahora.
No fui capaz de sostener su mirada. Cerré mis sentidos a aquella observación y me así a aquel adverbio de duda como una simple conjetura.
Solté su mano y comencé a caminar, reafirmando con mi actitud su teoría huidiza.
Llegamos al hotel Rialto y nos adentramos en el vestíbulo.
—Te esperaré aquí —anunció tomando asiento en uno de los confortables sillones. Cogió un periódico y, cruzando elegantemente las piernas, se sumergió en su lectura.
Tras una reconfortante ducha, elegí un vestido rojo de manga francesa, abrochado por delante, con un ancho cinturón en el mismo tono y tejido. Era de corte recto y llegaba hasta las rodillas, informal pero elegante. Me dejé el cabello suelto, que en mi descuido lucía demasiado largo, y cogí mi cazadora de piel verde, pues, a pesar de que estaba siendo una primavera calurosa, por la tarde refrescaba bastante.
Deslicé mi mirada hacia el cajón de mi mesilla, donde se encontraba el diario, y pensé en cómo aquel libro estaba cambiando mi vida. Me miré al espejo antes de salir y lo que vi me impresionó.
¿Quién era esa mujer de ojos brillantes, que burbujeaba pensando en el hombre que la aguardaba en el vestíbulo? ¿Dónde había quedado mi apatía, mi insondable tristeza o mi rendición? No obstante, y quizá como pago a liberarme de aquellos peligrosos lastres, distinguí un abierto miedo no solo a lo desconocido, sino a la vida que parecía explotar en mi interior, iluminando reductos otrora sombríos. Y ese miedo a sentir, a volver a luchar por la vida, a defender mi herencia y una parte transcendental de mi pasado, palidecía ante un pánico todavía más inquietante: el de resucitar.
Pues había vivido muerta, incluso mucho antes de que mi vida se fuera desmoronando, o posiblemente esa fuera la razón de mi declive: no conseguir sentirme viva realmente, vivir por inercia, sin pasiones, ilusiones ni esperanzas, aceptando pesarosa un destino que no me hacía feliz, languideciendo por ello cada día y muriendo cada noche un poco, para amanecer más fría y más indiferente a todo. Había perdido ese lazo con la vida, conmigo misma, y me había dejado vencer. Pero el destino me había traído de vuelta. Alonza, a través de la muerte y de los siglos, tendía hacia mí su mano, pidiendo a cambio la mía.
Bajé al vestíbulo y sonreí al hombre que me contemplaba con evidente arrobamiento. Me sonrió admirado, y yo, en efecto, floté.
—Resplandeces —alabó, embebido en mi rostro.
Sonreí con timidez y salimos del hotel.
Lo que en realidad resplandecían eran los candados que comenzaban a fundirse bajo la llama de su mirada.