CAPÍTULO 7

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PLANES DE FUTURO

Cuando entré en el salón vestida con mis mejores galas, no pude apartar la mirada de Lanzo, que, sentado a la mesa, me contemplaba subyugado. No reparé más que en su presencia, como si un candil inexistente derramara su luz sobre su persona. Sonreí tímida y ocupé mi lugar frente a él. No fui consciente de nada más, hasta que una voz grave a mi lado me sobresaltó.

—Alonza, estás muy hermosa esta noche.

No reconocí la voz, y cuando busqué a su propietario la sangre se heló en mis venas.

Matteo Castelli me observaba embelesado, creí distinguir en su mirada un ansia que no había percibido la primera vez que me vio.

Mi desconcierto creció al descubrir que había invitados que no conocía. Junto a Caterina, un hombre de la edad de Castelli, anodino, de semblante severo y mirada sagaz. Junto a Marco, una muchacha bonita y tímida que me miraba curiosa. Y, al lado de Lanzo, otra joven, de cabellos y ojos oscuros, pero piel de alabastro, tan blanca que parecía relucir. Parecía dulce y complacida con su acompañante, por cómo le regalaba admiradas sonrisas.

—No puedo sentirme más orgulloso de los acuerdos que he conseguido para mis hijos, pues considero a Alonza como una hija más —espetó Fabrizio con solemnidad—. Y espero que cada año, por Navidad, nos reunamos en torno a esta mesa como una gran familia.

Busqué los ojos de Lanzo, que claramente mostró su disgusto y su ofuscación en una dura mirada dirigida a su padre. Cuando la desplazó hasta mí, la suavizó de inmediato y forzó una sonrisa que quedó en mueca. Su incomodidad era patente.

La cercanía de Castelli me tensó, y aunque evitaba mirarlo cuando se dirigía a mí, eso no aliviaba mi malestar.

Comí en silencio asintiendo con docilidad con la cabeza cuando me hablaban directamente, y evitando participar en las conversaciones. Lanzo también parecía ausente, tan solo buscábamos mutuo refugio en nuestros ojos para poder soportar aquella embarazosa situación.

La prometida de Lanzo aprovechaba cualquier excusa para posar su nívea mano en su antebrazo o para pestañear coqueta si conseguía que la mirara. Una y otra vez, reía por algún que otro comentario solo para atraer su atención. Se llamaba Bianca Lombardi y pertenecía a una familia ilustre, por lo que pude deducir por sus continuas referencias a sus padres. Me pareció atolondrada y jactanciosa, tenía la misma edad que Lanzo —casi diecisiete años cumplirían ambos en breve, y yo quince al cabo de unos días—, pero su actitud resultaba mucho más infantil de lo que cabría esperar.

Apenas probé mi comida, por lo que me dediqué a observar. Descubrí que Bianca y Caterina compartían una amistad de la que hicieron gala locuaces durante la cena. No sé por qué su camaradería me provocaba una desazonadora sensación ominosa, como si estuviera frente a dos serpientes que siseaban prestas a atacar. Bien era cierto que sus chismorreos al oído, seguidos de miradas insidiosas hacia mí, alertaron mis sentidos anunciándome problemas.

Marco, en cambio, parecía satisfecho con la elegida para él. Conversaban amigablemente, y pude apreciar que ambos habían congeniado, algo que me alivió considerablemente tras nuestro altercado. Al menos parecía haberse olvidado de mi existencia.

A tenor de mi indiferencia, Matteo conversaba con Fabrizio sobre el fin de la plaga.

—Creo que todavía no podemos estar tranquilos —murmuró—, ayer mismo trasladaron a Poveglia a la familia Boccaccio al completo.

—¿Murieron todos? —inquirió Fabrizio llevándose el tenedor a la boca.

—No, solo el padre —respondió Matteo quedo—, pero por precaución toda la familia embarcó a su último destierro. No podemos arriesgarnos a que la enfermedad, ahora que empieza a erradicarse, vuelva a extenderse. La normativa es bien clara al respecto: todo aquel que sea sospechoso de portar la enfermedad es llevado a la isla.

—Pero eso significa condenarlos a muerte —replicó Lanzo airado—. Y a una muerte ingrata, además, rodeados de enfermos agonizantes y de cadáveres calcinados. Es atroz, lo más lógico es mantenerlos un tiempo en cuarentena, en sus propias casas o en Lazaretto, las islas hospital de Lazaretto. Poveglia es un infierno.

—Muchacho —comenzó el hombre taladrándolo con una mirada helada—, a veces es necesario sacrificar unas pocas vidas para salvaguardar muchas. En Lazaretto ya no hay personal que atienda a los enfermos, y además es más fácil que muchos se escapen de esas islas portando la peste consigo. De Poveglia nadie escapa.

—Es terriblemente cruel —dictaminó Lanzo con gesto dolido—. No le deseo ese destino a nadie.

—Aunque no lo creas, medidas que parecen terribles y extremas son las únicas viables para atajar un mal mayor —explicó Matteo vehemente—. No podemos andarnos con remilgos, esta plaga le ha costado a Venecia muchas vidas. La república no solo ha perdido almas, sino poder. Ya no arriban a nuestros puertos los barcos con los que comerciábamos por temor a la plaga, y los Habsburgo han aprovechado eso en su favor, potenciando el puerto de Trieste. Los otomanos siguen atacando nuestras flotas, y mucho me temo que se avecinan tiempos difíciles. Es prioritario para el Véneto que eliminemos cuanto antes la sombra de la peste o nuestra decadencia será irremisible.

—Lo que no evita que esas medidas sean abominables e inhumanas igualmente —insistió Lanzo—. Y que, además, se puedan justificar de modo comercial, superponiendo el poder a la humanidad, me parece miserable. Pero esto es solo mi opinión.

—La opinión de un muchacho acostumbrado a tener comida en la mesa, a vestir buenas ropas y a descansar en un lujoso lecho —repuso Matteo incisivo—. Todo te fue dado, por lo que no sabes cuánto cuesta conseguir las cosas y te permites hacer juicios de valor a la ligera. Tu seguridad y tu bienestar pasan por tomar medidas a menudo radicales, medidas que no conoces pero que disfrutas. Y esto no es mi opinión —alzó su copa y sonrió ladino—, es mi experiencia.

—Una experiencia que dan los años y las vivencias, pero que no da la razón en todos los casos —contraatacó Lanzo.

Matteo lo fulminó molesto con la mirada y el ambiente se volvió rancio y pesado.

Fabrizio se puso entonces en pie y golpeó su copa con el tenedor para anunciar, con ese tintineo, los postres.

—Dejémonos de temas tan sombríos y, en su lugar, miremos al futuro con esperanza e ilusión —propuso—. Venecia es grande como lo es el corazón de sus gentes, y saldremos adelante, qué duda cabe. Brindemos por ello.

De repente, Matteo tomó mi mano y me instó a ponerme en pie.

—Y por mi bella prometida, a la que ardo en deseos de desposar.

Y, ante mi estupor, se inclinó y depositó un beso en mis labios.

Lanzo pareció hervir de furia, mientras los demás brindaban por nosotros. Apenas reaccioné, me limité a sentarme con prontitud y a bajar la cabeza simulando bochorno, cuando en realidad intentaba reprimir las náuseas que me había provocado su atrevimiento.

—Apenas has probado bocado, querida —murmuró Matteo con excesiva preocupación—. ¿Te encuentras bien?

—En realidad, no, creo que me he resfriado. Me temo que esta noche no seré buena compañía; si me disculpáis, prefiero retirarme a mi cuarto.

El hombre me escrutó un instante con la mirada entornada y, aunque no pareció muy convencido, asintió seco y tomó mi mano para besar el dorso con galantería.

—Me apena haber disfrutado tan poco de tu compañía. Sin embargo, ya queda menos para tenerte solo para mí.

Asentí y me incliné cortés. Tras una vacua sonrisa, me apresuré a abandonar el salón. Me giré en la puerta buscando la mirada de Lanzo, justo para ver cómo Bianca remolineaba a su alrededor con evidente descaro. Aquello me enfureció más y subí la escalera casi bufando e imprecando en mi interior.

Una vez en mi habitación, me desprendí del vestido con ademanes hoscos y, en camisola, me acerqué a la ventana y me senté en el alféizar. Abracé mis rodillas y posé la barbilla en ellas. Fuera, la luna plateaba el canal en un sendero refulgente y danzante que distrajo mis funestos pensamientos. De vez en cuando, una nota doraba la superficie del agua proveniente de los candiles de alguna embarcación. Yo seguía aquel cálido resplandor hasta que se perdía de vista, deseando convertirme en él y desaparecer en la lejanía. Supe que no aguantaría mucho más entre esas paredes, por mucho que me protegieran del mundo exterior, un mundo que me pintaban duro y cruel, pero que cada vez me atraía más.

Lanzo estaba dispuesto a descubrirlo a mi lado. Y, aunque había asegurado que su sueño era yo, no pude evitar preguntarme si algún día se arrepentiría de su decisión. Como bien había dicho Concetta, estaba destinado a grandes cosas, y a mi lado esas cosas se truncarían. Sin dinero, tendría que buscar un trabajo y, aunque se refugiase en sus sentimientos por mí, con el tiempo era posible que languidecieran, pues su pasión era convertirse en un gran apotecario, era ayudar a los demás. Tras esa reflexión me sentí egoísta y, aunque la sola idea de no estar a su lado me ahogaba, volví a cuestionarme si mi amor lo estaba sentenciando a un futuro incierto, si estaba convirtiéndose en la tumba de sus sueños más altruistas.

Inmersa en mis cavilaciones, me sumí en una letárgica duermevela que me llevó a una pesadilla que hacía tiempo no me visitaba.

Viajé a un recuerdo, reviviendo aquel momento. De nuevo me encontré escondida tras aquella celosía, abrazada por la oscuridad y el miedo. A través de los huecos, un hombre pájaro rebuscaba en cada rincón. Me pareció oír sus graznidos, y un brusco escalofrío me recorrió. Cuando se acercó a mi escondite, deslizó su largo pico por las varillas de madera. Luego giró su extraña cabeza y, tras una angustiosa pausa, comenzó a picotear la celosía cada vez con más ahínco. Aquel sonido hueco empezó a taladrarme la cabeza. Di un respingo y casi me caí de la repisa en la que me hallaba arrebujada. Desperté sobresaltada y confusa, pues el sonido persistía.

Tardé un tiempo en comprobar que estaban llamando a mi puerta. Sacudí la cabeza y me dirigí hacia ella.

—¿Quién es?

—Soy yo —contestó la voz de Lanzo.

Abrí cuidadosamente y lo dejé entrar para cerrar de nuevo después con llave. Cuando me giré hacia él, me tomó entre sus brazos.

Oír sus latidos fue el bálsamo que necesitaba.

—Tuve que esperar a que todos estuvieran dormidos —explicó llevándome hacia la cama adoselada.

»Quiero dormir a tu lado. Necesito tenerte cerca —añadió tumbándome junto a él.

Me acurruqué en su costado y él me abarcó con sus largos brazos.

—¿De veras te encontrabas mal, o solo querías huir?

—Ambas cosas —musité—. Ver cómo Bianca intentaba seducirte me descompuso.

—Jamás lo conseguiría, incluso si mi corazón me perteneciera.

—Mi amor…, junto a ella, podrías conseguir tu sueño de ser apotecario. Y quizá lograr encontrar una fórmula para erradicar enfermedades y ayudar a los demás. A mi lado, quizá solo te aguarden penurias.

—A su lado sería el hombre más desdichado sobre la faz de la Tierra, no solo porque te amo a ti, sino porque me resulta insoportable. ¿Crees que yo no he pensado en cómo sería tu vida a mi lado? Junto a Castelli, tu vida sería cómoda y lujosa, sin preocupaciones ni necesidades. Conmigo sería incierta, aunque me dejaré la piel para que no te falte de nada.

—Es justo lo que me preocupa —manifesté mirándolo a los ojos.

—Pues no debería, soy una rata de biblioteca, pero también tengo recursos e ingenio. Mis conocimientos me ayudarán a salir adelante. He pensado en seguir mis estudios un año más, y que escapemos antes de tu boda. De ese modo, podré ofrecerme de ayudante en alguna botica y conseguir, con experiencia, regentar algún día la mía.

Un año más, debía aguantar un año más para mi libertad. Pero era un año en una jaula con dos pájaros que intuía me traerían problemas. No obstante, y aunque mi deseo era huir cuanto antes, mi instinto así me lo gritaba, fui incapaz de transmitirle mis miedos a Lanzo. Y, como si leyera mis pensamientos, tomó mi barbilla entre los dedos y estudió mi mirada un largo instante.

—Pero si me pides que huyamos mañana, lo haré sin dudarlo.

—No, creo que tu plan es el más sensato. Te dará tiempo a adquirir conocimientos muy útiles para tu futuro.

—Alonza, le pregunté a Concetta si tras mi partida hubo algún altercado más con alguno de mis hermanos y me dijo que no, algo que me alivió mucho, te lo aseguro. Era una de las cosas que más me preocupaban de mi marcha. —Bajó la mirada con cierta pesadumbre y, cuando la alzó de nuevo, agregó—: También he de confesar que intenté utilizar la distancia para arrancarte de mi corazón. No fue así, sino más bien al contrario: vi con claridad que mi vida no significaba nada sin ti. No tenía muy claros tus propios sentimientos, sabía que me querías, pero no hasta qué punto. Cuando me abriste la puerta y te abalanzaste sobre mí cubriéndome de besos, cuando vi tu mirada, comprendí que era inútil luchar contra algo que no solo era cosa mía, sino de ambos.

—Lanzo, cada día sin ti ha sido un suplicio, pero ahora sé que será necesario soportar tu ausencia para poder estar juntos. Solo es un año, pasará pronto y después jamás nos separaremos.

—Jamás, amor mío.

Dormimos uno en brazos del otro hasta que la luz del alba lo alejó de mi lado para regresar a su cuarto. Y, a pesar de saber que estaba al final del pasillo, el vacío que sentí fue desolador. Sería un año largo, pensé con acritud. Demasiado largo.


Fueron dos semanas inolvidables, Lanzo y yo pasamos todo el tiempo posible juntos, y aunque en presencia de los demás nos esforzábamos en disimular nuestros sentimientos, las miradas admonitorias de Concetta, las reprobadoras de Fabrizio y los ceños de Caterina me decían que no lo conseguíamos.

Aquella tarde, salimos en grupo para asistir a un teatro popular que habían instalado en la piazzetta, frente a la basílica de San Marcos. Representaban una obra de Shakespeare escenificada en nuestra ciudad: El mercader de Venecia. Era una obra que me gustaba especialmente, pues, en ella, la sagacidad femenina de Porcia y su criada Nerissa se superponía al usurero talante del mercader en cuestión, el astuto judío Shylock.

Bianca caminaba del brazo de Lanzo, aturullándolo con una conversación vana e insustancial; por la rigidez de su espalda, supe de su obvia incomodidad. Caterina andaba a mi lado, y, detrás de nosotras, Marco y Giulia, su dulce prometida. Su boda era casi inminente, y ambos compartían risitas y susurros. Finalmente, Concetta nos escoltaba como si dirigiera un rebaño de ovejas, pastora fiel de nuestras virtudes.

La multitud ya se aglutinaba en la piazzetta frente a una plataforma elevada adornada con grandes cortinones rojos. Un bufón acróbata amenizaba el preludio de la función con un sinfín de artísticos malabares. Tomamos asiento casi al final, Bianca y Caterina flanquearon a Lanzo, yo me senté detrás, entre Concetta y Giulia, y Marco cerraba la fila. Lanzo se giró para mirarme fugazmente, en sus ojos vi el anhelo por compartir mi compañía. Le sonreí y me sonrió. Concetta carraspeó suavemente y Lanzo volvió de nuevo la mirada al frente.

Observar cómo Bianca toqueteaba su brazo o apoyaba la cabeza en su hombro me hacía resoplar.

—¿Ahora no vas a carraspear, Concetta? —susurré queda.

—No veo nada que me indique que debo hacerlo, tan solo unos prometidos trabando confianza sin excesivo atrevimiento.

—Pues yo pienso que su conducta es demasiado… cercana.

Concetta me dirigió una mirada suspicaz y sacudió la cabeza rechazando mi opinión.

—Sé por qué te molesta esa cercanía, muchacha, pero tendrás que acostumbrarte. Parece que Lanzo es de su completo agrado y se pavonea como cualquier enamorada.

La fulminé con la mirada, pero apreté los labios y miré al frente, conteniendo mi disgusto.

La obra comenzó y los actores salieron a escena saludando entusiastas. A medida que se sucedían los actos, Lanzo aprovechaba cualquier ocasión para regalarme una sonrisa que yo le devolvía tras el suave codazo de Concetta.

En el descanso, nos levantamos para recorrer los mercadillos que rodeaban la piazzetta. Adornos navideños, toda clase de vistosa artesanía y baratijas varias aguardaban cautivar a la nutrida clientela que recorría los coloridos puestos.

Me detuve en uno de los tenderetes admirando un anillo de plata con un corazón grabado en el centro. Me lo probé y sonreí ante el perfecto ajuste con mi dedo.

—Es precioso —murmuró Lanzo en mi oído.

Aprovechando el tumulto a nuestro alrededor, entrelazó subrepticiamente sus dedos con los míos. Su penetrante mirada me estremeció. Sonreí cautivada y asentí.

—Deberías encargar a un buen orfebre el anillo para Bianca —masculló Caterina, asomando la cabeza entre nosotros.

Nuestros dedos se desligaron de inmediato.

—Aún es pronto —respondió él cortante—, una de mis condiciones fue acabar mis estudios en Padua.

Me quité el anillo, lo miré con anhelo y lo deposité en la mesa. Lanzo volvió a rozarme la mano al pasar y nuestras miradas se engarzaron de nuevo.

Continuamos recorriendo los puestos, compramos unos dulces y nos encaminamos hacia el teatro otra vez. Lanzo se demoró hablando con un viejo conocido, Andrea Caivano, de origen napolitano y talante animoso y risueño, el único amigo de su niñez, según me había contado en una ocasión.

Nos adelantamos y ocupamos nuestras sillas. La función se reanudó y los murmullos se acallaron, dejando su lugar a las apasionadas voces de los actores.

Cuando Lanzo apareció, me dirigió una mirada intensa, casi impaciente, y me sonrió abiertamente ante los ceños de Bianca y Caterina. Se sentó y yo clavé mi mirada en su nuca, deseando apartar su oscuro cabello ondulado para depositar un beso en ella.

La función terminó tras el efusivo aplauso del público y, de nuevo arremolinados en el pasillo central, sentí los dedos de Lanzo rozando los míos.

Se puso a mi lado y conversó conmigo sobre algunos actos de la obra. Le sorprendió que hubiera leído tanto y que estuviera tan versada sobre literatura y filosofía. Su sonrisa orgullosa y su mirada tierna a punto estuvieron de vencer mis defensas y rendirme a mi deseo, el de lanzarme a sus brazos y prenderme de su boca.

Tras alejarnos de la muchedumbre, Bianca ocupó su lugar junto a Lanzo, apartándome con cierta rudeza y una mirada helada.

Le cedí mi sitio a regañadientes, quedándome relegada. Preferí no presenciar sus arrumacos.

Lanzo volvió a mirarme tan disgustado con la situación como yo.

Al día siguiente partiría y cada instante arrebatado era un puñal en nuestros corazones.

La reunión continuó a mi pesar en la mansión Rizzoli. Marco y Giulia, sentados en un rincón, con las manos cogidas y sonrisas perpetuas…; no pude dejar de compadecer a una muchacha aparentemente tan ingenua y dulce como ella con un patán de semejante calaña. Bianca, a la que ya detestaba profundamente, adherida a Lanzo, y Caterina con ellos, planeando la boda. Fue demasiado para mí. Cogí el libro que solía disfrutar esos días, me disculpé y, a pesar del frío, decidí leer en el patio interior, rodeada de otro tipo de hiedra bastante más agradable.

Abrí el volumen por el soneto CCXX del Cancionero de Petrarca y me sumí en su romántica lírica. Había seleccionado mis sonetos preferidos entre los trescientos que incluía el libro doblando la esquina superior de la página en cuestión. También sentía especial predilección por algunos de sus poemas y madrigales. Disfrutaba memorizándolos y recitándolos en las noches que no podía dormir, evocando el amor puro que sentía por Lanzo.

Tenía que releer varias veces las estrofas para poder retenerlas, ya que mi mente iba continuamente a ese salón y a las zalamerías que imaginaba prodigaba Bianca a Lanzo.

De pronto, una minúscula y efímera esfera blanquecina se posó perezosa en la página que leía, deteniéndose un instante hasta deshacerse y empapar el pergamino. Tras ella, otras. Cerré el volumen y miré al plomizo cielo. Nevaba.

Alcé ambas palmas y me puse en pie sonriente. Adoraba la nieve. Ya de muy pequeña mis padres me habían dejado jugar con ella, y asociaba aquellos momentos de risas y despreocupación con ese elemento.

Los copos eran suaves y lánguidos, mecidos dócilmente por una brisa que los arremolinaba a mi alrededor. Eché la cabeza hacia atrás y giré con las manos en alto. Cerré los ojos y sonreí sintiendo la nieve en mi rostro como suaves y gélidos besos en mi piel.

—Robas el aliento, mi bella Alonza.

Ante mí, Lanzo, con el oscuro cabello perlado de motitas blancas, me miraba ensimismado.

Alargué los brazos hacia él sin importarme más que sentirlo contra mi cuerpo. Se aproximó con una sonrisa traviesa en el rostro y, en lugar de abrazarme como esperaba, tomó mis manos y me giró ante él, iniciando una danza que me hizo reír. Bailamos bajo la nieve como si sonara una pavana en la corte del emperador, solo que nosotros éramos la única pareja que seguía los pasos.

Descubrí en Lanzo a un habilidoso bailarín, algo que me sorprendió gratamente; yo, en cambio, apenas lograba seguirlo. Reímos y nos dejamos llevar por la dicha de estar juntos. En uno de los giros, tiró de mí hasta que acabé entre sus brazos. Siguió girando conmigo hasta que nos mareamos. Se detuvo y me miró arrebatado. Sus mejillas sonrojadas, sus ojos brillantes y su cautivadora sonrisa me embelesaron preñándome de la necesidad de tenerlo de nuevo en mí.

Me besó dulcemente, y entonces se detuvo, me sonrió ansioso y posó una rodilla en tierra sin soltar mi mano. El pulso se me aceleró.

Rebuscó en el bolsillo de su jubón y extrajo un pequeño saquito de piel marrón. Lo abrió ceremonioso y sacó el anillo de plata con el grabado de corazón en el centro. Contuve la respiración y exhalé un gemido sorprendido. Lanzo me contempló con gravedad, tomó aire y comenzó su declaración:

—Aquí y ahora, prometo amarte y cuidarte el resto de mis días, ser tuyo hasta mi último aliento y consagrar mi vida a la tuya. Con este anillo, yo, Lanzo Rizzoli, te entrego mi corazón y mi vida para que dispongas de ellos como decidas. Tuyo soy, Alonza di Pietro, y así será hasta el fin de los tiempos.

Deslizó el anillo en mi dedo anular sin dejar de mirarme. Sentí una opresión en el pecho que me impidió hablar. Las lágrimas hablaron de mi dicha a falta de palabras, y cuanto pude hacer fue caer de rodillas junto a él y besarlo apasionada.

El corazón me reventaba de amor, la felicidad inundaba cada poro de mi piel, y en aquel preciso momento conseguí hacer algo que no había hecho desde la muerte de mi familia, y fue dar gracias a Dios por mi suerte.

Aquella noche, nuestra última noche, Lanzo y yo nos entregamos en cuerpo y alma a la promesa que nuestros corazones habían sellado. Nos amamos hasta el amanecer, disfrutando de aquel amor que nos había enlazado con fuerza arrolladora.

Un año, me dije, y después la felicidad más plena nos aguardaría. Y con ese pensamiento fui capaz de dejarlo marchar.