CAPÍTULO 45
CONFESIONES A LA LUZ DE UNA DESPEDIDA
Desperté en la trastienda de la botica de Lanzo, aunque era la mano de otro hombre la que sostenía la mía.
Mi primer pensamiento fue para Carla. Dejé exhalar un gemido desazonado e intenté incorporarme para otear a mi alrededor.
La descubrí en una camilla cercana, siendo atendida por Lanzo. Estaba inconsciente y tan pálida como las sábanas que la cubrían.
Sentí una punzada en el brazo y lo miré confusa: una venda envolvía la herida.
—Te ha suturado, es un corte limpio, cicatrizará bien —me informó Leonardo con dulzura.
—¿Y… ella?
Su semblante no anunció un buen pronóstico.
—Está muy mal, ha perdido mucha sangre. Lanzo está haciendo todo lo humanamente posible por salvarla.
Deslicé mi mirada hacia él, que, inclinado sobre Carla, le aplicaba un emplasto en las heridas. Su expresión concentrada y preocupada me conmovió. Por primera vez me pregunté si debía confesarle quién era realmente la mujer a la que atendía tan concienzudamente, rompiendo así la promesa que en su día le había hecho a Carla de guardar su secreto.
Admiré su entrega, su delicadeza y su eficiencia, pero sobre todo el entrañable mimo con que prodigaba sus cuidados. Finalmente, aunque su pasión era ser apotecario, lo que emergía realmente era un alma de médico, pues su única ambición era sanar, no solo crear filtros naturales y conocer los beneficios de las plantas, sino desplegar sobre los pacientes sus dones, su enorme corazón. Y entonces comprendí que no solo los conocimientos curaban. No, el mayor milagro lo ejercía el alma del sanador, la luz que desprendía su corazón, ese anhelo por hacer el bien y por otorgar bienestar. Lanzo era uno de los mejores sanadores por la grandeza de su espíritu, que, en combinación con sus avezados conocimientos, lo convertían seguramente en el mejor médico de toda la cristiandad.
Si Carla tenía salvación, Lanzo la traería de vuelta. Como bien había dicho Monteverdi, sin duda era Orfeo, y lucharía contra mil leviatanes para encender de nuevo la vida de aquella maltrecha mujer que tanto compartía con él.
A mis ojos asomaron las lágrimas por aquel lazo arrebatado tan impunemente a una madre.
Leonardo estrechó con más fuerza mi mano, intentando reconfortarme. Le sonreí agradecida y en aquel momento recordé dónde los había dejado la última vez.
—¿Qué… ocurrió entre vosotros?
Respiró hondo y terminó esgrimiendo una sonrisa tibia.
—Es mejor espadachín de lo que presupuse —comenzó— y, tras un buen rato batiéndonos, ambos comprendimos que en realidad no queríamos herirnos de gravedad. Acabamos agotados y él frustrado por mi persistencia. Intentaba zafarse de la pelea, pero yo se lo impedía una y otra vez. Entonces comenzó a hablarme. Me dijo que corrías peligro, que habías robado algo muy importante, que sin duda habías trazado un plan para esa noche y que adivinaba lo que pretendías. —Hizo una pausa y tomó aire lentamente. Posó sus ojos sobre Lanzo, que agitaba un matraz con expresión concentrada, ignorándonos—. Me dijo que debíamos ayudarnos mutuamente para salvarte la vida. En un principio no lo creí, pero él dejó caer su espada al suelo y me suplicó que lo creyera. «Sé que la quieres», me dijo —me miró con gravedad, pero también con una tristeza infinita—, «también yo, y no podemos seguir perdiendo el tiempo en una reyerta inútil, cuando la mujer que amamos corre tan grave peligro». Aquello fue suficiente para mí. Le dije que habías regresado al palacio y, juntos, fuimos en tu busca.
Acarició mi mejilla con ternura y suspiró afectado.
—No entiendo qué ha pasado esta noche ni en qué andas metida, pero si alguien puede ayudarte es Lanzo —musitó no sin cierto pesar—. Yo solo soy un pobre vidriero soñador.
Tomé su mano entre las mías y lo miré dulcemente.
—Tú eres un gran hombre. De hecho, el único que me recordó que no estaba muerta del todo.
Su expresión se aligeró esbozando una mueca emocionada.
Y en ese momento sus ojos se desviaron al frente, adquiriendo una intensidad que lo tensó. Seguí su mirada y me topé con la ceñuda expresión de Lanzo, que nos observaba visiblemente irritado. Apartó raudo la vista y la centró nuevamente en la preparación de su filtro.
Leonardo observó mi pesarosa expresión y asintió levemente, aceptando comprensivo lo que veía en mis ojos.
—Sin duda él es el artesano que logró moldearte, y lo hizo en un fuego imperecedero —se lamentó abatido.
Sus aceitunados ojos se oscurecieron y su rictus expresó un sentimiento de derrota.
En ese preciso instante, un exangüe gemido llegó hasta nosotros. Los tres nos volvimos al unísono para contemplar cómo Carla intentaba abrir los ojos. Me incorporé del camastro y, aunque algo mareada, Leonardo me ayudó a ponerme en pie.
Lanzo se acercó a ella con un pequeño frasco de hierbas en la mano. Carla se esforzaba por despertar, pero el pesado sopor la mantenía con los ojos cerrados. Lanzo acercó a su nariz el pote y, tras inhalarlo, ella abrió de golpe los ojos y los fijó en él.
Suspiró y frunció el ceño formando una mueca emocionada. Su gesto trémulo denotó por primera vez en su vida el lazo real que los unía. Sus labios se estiraron titubeantes en una sonrisa débil pero luminosa.
Luego reparó en mí y sus ojos se empañaron de lágrimas. Alargó esforzadamente el brazo y tomó mi mano. Hizo lo mismo con el otro y aferró la de Lanzo. A continuación, las unió cerrando las suyas en torno a las nuestras.
—Os… perte… ne… céis…
Lanzo me miró de una forma tan penetrante que sentí cómo mi corazón se ensanchaba en mi pecho.
Oí unos pasos alejándose. Leonardo salió de la trastienda.
Miré hacia la puerta batiente y, de un modo extraño, me sentí culpable y triste por él.
Lanzo escrutó entonces mi rostro, temeroso de encontrar quizá un sentimiento enraizado por el hombre que acababa de abandonar su trastienda.
Yo centré mi atención en Carla y le dediqué una sonrisa alentadora.
—Te pondrás bien —aseguré confiada.
Pero ella no podía apartar los ojos de Lanzo. Era fácil imaginar a quién le recordaba.
De sus ojos escaparon sinuosas lágrimas que lamieron sus sienes.
Sentí los dedos de Lanzo entrelazándose con los míos. Mis dedos también lo buscaron. Su calor y su mirada caldearon mi alma.
—De… béis escapar juntos —susurró Carla suplicante.
—Debes descansar, estás muy débil —aconsejé mirándola con ternura.
—Pro… meted… lo.
Sus manos ejercieron una asombrosa presión, y en su ambarina mirada asomó una determinación conmovedora.
Lanzo me observó con gravedad. En sus ojos pude ver que Carla estaba al borde de la muerte. Asentí conteniendo el dolor, el deseo de poder decirle quién era ella, las ganas de abrazarlo y de llorar hasta caer rendida.
—Lo prometemos —musité en tono estrangulado.
Carla esbozó una sonrisa aliviada. Su mirada se nubló, le costaba mantener los ojos abiertos. Liberó nuestras manos y quedó laxa. Todavía respiraba, pero tan lánguidamente que temí que fueran sus últimas bocanadas.
Lanzo la arropó entonces con mimo y la miró con compungida frustración. No soltó mi mano, me llevó consigo y me sentó en mi camastro. A continuación, tomó asiento a mi lado.
—Es mi tía —adujo apenado—, y ha matado a mi padre. No… no sé qué ha ocurrido, pero…
—No es tu tía —proferí firme, tomando finalmente una dura decisión—. Como Fabrizio no era tu padre —solté a bocajarro.
Lanzo abrió ligeramente la boca demudado y sus bellos ojos celestes me contemplaron confusos.
No podía dejarlo en la ignorancia sobre sus orígenes. Jamás podría perdonarme el hecho de arrebatarle la única oportunidad de despedirse de su madre y de arrancar de su pecho esa losa de culpabilidad por los sentimientos encontrados sobre el que creía su progenitor. Tenía todo el derecho a saber la verdad, por muy difícil que esta fuera. Y más cuando el tiempo entre ellos se agotaba de manera tan trágica.
—No sé a qué viene eso —musitó aturdido mirándome con fijeza—. Mi madre fue Rosella, no la recuerdo, pero sí mis hermanos.
—Rosella nunca tuvo hijos. Carla fue llevada a vuestra casa y encerrada en un cuarto justamente para ejercer el deber al que su hermana se negaba.
Lanzo resopló angustiado. Se pasó las manos por su espeso cabello negro con frustrada incomprensión, alborotándolo, como cuando algo lo ofuscaba.
—No…, eso no puede ser verdad —gimió horrorizado.
—Lo es —proseguí, dolorosamente consciente del daño que estaba provocando mi confesión. Solo esperaba que liberarlo de la sangre y del apellido de un monstruo compensara de algún modo la amargura de aquella revelación—. Poco después de tener a Caterina, Carla logró escapar con un joven y apuesto marino tripulante de una de las galeras de la flota mercante de Fabrizio. Pero este la capturó de nuevo y se deshizo de tu padre, solo sé que se llamaba Angelo.
Lanzo cerró los ojos con fuerza. Apretó los dientes y su rostro se contorsionó sofocando como podía la vital y desgarradora confesión con que lo había bofeteado. Intenté tocarlo, pero se retiró y comenzó a caminar de un lado a otro, todavía negando con la cabeza, intentando asimilar aquel varapalo.
—¡Dios! —gimió en un hilo estirado de voz al tiempo que se sujetaba la cabeza entre las manos.
Sus acongojadas muecas se me clavaban como dagas en el pecho. Quise rodearlo con los brazos, pero permanecí inmóvil observando su desgarradora reacción.
—Tantas… veces intenté disculparlo… —farfulló furioso y dolorido—. Tantas veces me recriminé odiarlo. —Se acercó de nuevo a mí y me miró inquisitivo con la expresión crispada—. ¿Él sabía que yo no era su hijo?
—No lo sé —contesté apesadumbrada.
—Lo sabía.
La trémula voz dirigió nuestra atención sobre Carla, que, con los ojos anegados en lágrimas, observaba a su hijo compartiendo su dolor.
Lanzo se encaminó hacia ella y se postró de rodillas junto a su cama. Esta vez fue él quien tomó su mano y la llevó a sus labios.
Verlo llorar en silencio, temblando sacudido por mil emociones, a cuál más aguda, me desoló.
—¿Es… verdad? —sollozó roto.
Carla logró sostener su propio brazo en el aire para posar la mano en el negro cabello de su hijo.
—Sí…, lo es.
Los hombros de Lanzo se sacudieron.
—Vosotros… lo con… seguiréis.
—He tenido a mi madre tan cerca todos estos años…
—Mi… corazón… estuvo… a tu lado, hijo.
Carla le acarició la cabeza y lloró con él una vida que no les habían dejado vivir. Lanzo la abrazó, apoyando la cabeza sobre su pecho, y Carla sonrió de un modo que jamás le había visto, en completa paz.
Y, así, exhaló su último aliento, con una hermosa expresión serena que iluminó su bello rostro, entregada por fin al descanso eterno, libre de recuerdos y pesadillas, de venganza y de odio, de tristeza y de dolor.
Lloré mi despedida de aquella mujer, que, sin saberlo, me había salvado quizá de un destino todavía más infame, que me había hecho más fuerte, que había derribado mis miedos y fomentado mi entereza, que me había enseñado que la vida se lucha con lo que tenemos a mano y que una mujer tiene la misma valía que un hombre, incluso más. Carla había arrancado de mi mente convencionalismos estúpidos, me había abierto a un mundo nuevo, donde ni la moralidad ni los estrictos preceptos que sometían a la mujer tenían cabida, donde lo único prohibido era ser desleal a uno mismo, donde el placer podía esconderse en cualquier cuerpo y donde el coraje era la única bandera que se debía enarbolar. Y, sobre todo, me había enseñado que podía ser la única dueña de mi destino.
Me aproximé a Lanzo y caí de rodillas a su lado, abrazando su costado y acompañándolo en su llanto.
—No… no he podido salvarla —se lamentó desconsolado.
—Ella me salvó a mí. Y cuanto pude hacer fue devolverle a su hijo a las puertas de su muerte.
Nos abrazamos derramando en el otro esa pena que comenzaba a aflorar imparable.
Tras un largo instante, Lanzo me ayudó a ponerme en pie y ambos nos inclinamos para besar la frente de Carla.
—La estocada de Fabrizio no fue lo que la mató —aclaró—. Esa herida no atravesó ningún órgano vital, la sangre era limpia y clara. Podría haber sobrevivido. Pero la otra, la del lado derecho, había perforado el hígado, la sangre era más espesa y oscura. Le… puse un drenaje, pero sabía que estaba sentenciada en cuanto vi la herida.
—Nos atacaron unos presos —confesé—. Ella mató a su agresor y al mío. Ya estaba herida cuando acudió en mi auxilio. No he conocido jamás a ninguna otra mujer con su fortaleza y su coraje.
Me limpié las lágrimas, reprochándome no haber podido evitar el ataque, incluso haber accedido a participar en aquel desquiciado plan.
—Solo mujeres excepcionales pueden sobrevivir a Fabrizio y crecerse.
—No nos dejaron otra opción.
Lanzo asintió y pasó el dorso de sus dedos por mi mejilla. Sus acuosos ojos de mirada límpida me miraron afligidos.
—Lástima que las heridas que yo le provoqué no lo llevaran en aquel momento a la tumba.
—Ya no podrá hacer daño a nadie más —intenté consolarlo mientras acariciaba la marcada línea de su mandíbula, rodeaba su barbilla y reseguía con el dedo la línea inferior de su labio al tiempo que reprimía el deseo de ahogar mi aflicción en su boca.
En ese preciso instante llegó hasta nosotros el llanto de un bebé procedente del piso superior. Retiré la mano de inmediato y me puse rígida.
Lanzo respiró profundamente y su rictus se ensombreció.
Se giró hacia el cuerpo de Carla y la cubrió con la sábana.
—Yo me haré cargo de ella. Regresa a tu casa, también has perdido sangre y tienes que descansar. Ya hablaremos sobre lo sucedido. Pero el libro me lo quedo yo.
Negué con la cabeza.
Aquel llanto era como una fusta restallando en mi corazón, recordándome que no era mío y que su familia estaba tan solo a unos pasos de allí.
—Le prometí a Carla que yo lo custodiaría —mentí. Pensaba destruirlo en cuanto tuviera ocasión.
Lanzo escudriñó perspicaz mi expresión y, para mi sorpresa, asintió.
—De acuerdo, si es su última voluntad, cúmplela. Pero te diré que hay más copias por el mundo de ese libro.
Agrandé los ojos contrariada y asombrada. ¿Más copias? Entonces, ¿qué sentido tenía destruirlo? ¿Carla había muerto para nada?
—Tengo entendido que tú lo has descifrado. Quizá por eso es especial.
Me contempló un instante indeciso, tras el cual compuso una mueca decidida y tomó el libro, que se hallaba sobre su mesa, para entregármelo.
—Lo descifré y tengo el mensaje en mi cabeza, solo guardo apuntes inconexos en los que desarrollé decenas de hipótesis y apliqué varias técnicas antiguas de cifrado. El resto fue suerte y sentido común, con lo cual, ese libro es tan solo uno más. No trabajaba sobre él, no tiene impresa la más mínima pista real, aunque sí garabateé algunos rastros falsos.
Fruncí el ceño sin comprender y lo miré inquisitiva.
—¿Por qué?
—Me infiltré en la sociedad por un solo motivo: evitar que su investigación diera frutos. Y es lo que he estado haciendo desde el primer día, desviarlos de esa revelación oculta. Sin embargo, conforme lo estudiaba, comencé a entender que entre todo aquel enrevesado periplo que encierra El sueño de Polífilo se repetían diversas pautas. Ese fue el principio, luego descubrí el patrón de cifrado que había usado el autor.
—¿Cómo supiste qué estaba pasando si no estabas en la sociedad?
—Monteverdi fue el que me avisó del peligroso camino que estaba tomando el grupo que lideraba mi pa… Fabrizio —se corrigió al punto—. Le sugirió que me invitara a entrar dado mi brillante expediente en Padua. Y entre ambos urdimos el plan de boicotear la investigación.
Suspiré compungida. Si hubiéramos sabido eso, Carla seguiría viva. Aunque había llevado a cabo su venganza. Había acabado con casi todos los miembros.
—Déjame acompañarte a casa. Ha amanecido, pero debe de haber maleantes y borrachos en cada rincón. Además, tengo que ocuparme de un cabo suelto.
—¿Qué cabo?
—Piero Rossi —respondió con inquietud—, no lo vi entre los muertos. Debió de escapar y no puedo arriesgarme a que descubra que estás implicada ni puedo permitir que cree de nuevo la sociedad. Es tan vil como Fabrizio, y muy amigo del dux. Por eso nos dejó celebrar las reuniones en esa cámara. Más ávido de poder que de sabiduría.
—Y ¿qué piensas hacer?
—Solo tengo una opción: matarlo.
Dejé escapar una exhalación y volví a abrazarlo.
Lanzo hundió su rostro en mi cuello y yo entrelacé mis dedos en su nuca. Al conocido hormigueo que su contacto siempre me provocaba se sumó un punzante temor por él.
Me abrazó con fuerza, como si quisiera fundirme en su interior.
—Alonza, muero cada día que paso sin ti.
A continuación, levantó su rostro y su sufrida mirada recorrió mi rostro con absoluta veneración. ¡Dios, lo amaba tanto…!
—Necesito una nueva bocanada de ti para poder seguir adelante —musitó ansioso.
Y se inclinó sobre mi boca con la desesperación de un sediento en un oasis. Descargamos en aquel beso cuanto sentíamos: rabia, impotencia, tristeza, incertidumbre, pasión, anhelo y amor. Siempre teñido de despedida y de la amargura por considerarlo quizá el último.
Cuando nos apartamos, trémulos y más hambrientos, nuestros ojos se enlazaron, abriendo en ellos nuestros corazones.
—¿Era un beso lo que esta noche buscabas de mí? —inquirí comprendiendo de pronto su actitud en la fiesta.
—Te buscaba a ti, y algo a lo que agarrarme para resucitar. Ya no puedo más, Alonza. La idea de secuestrarte cada vez está más presente en mi cabeza.
—Lanzo…, te debes a tu hijo.
Asintió, pero su tortuosa mirada me hizo querer besarlo de nuevo.
—Y tú, ¿a quién te debes?
—A mí misma y al camino que decidí tomar.
Asintió de nuevo, más abatido y contrito.
Caminó hasta el armario que había en un rincón, lo abrió y extrajo su abrigo negro y mi capa roja. Me ayudó a cubrirme con ella, luego se puso mecánicamente su prenda y me entregó el libro. Acto seguido, dirigió una afectada mirada al cuerpo cubierto por la sábana antes de tomar mi mano y salir de allí.
El alba apenas aclaraba las sombras en los callejones. La desvaída luz reverberaba en los canales, punteando tímidamente su plácida superficie. El solitario eco de nuestros pasos resonaba entre las piedras, sumándose al batir del agua contra las amuras de la ciudad y al graznido de madrugadoras gaviotas. Y, a pesar de que una espesa neblina pendía sobre el agua lamiendo la orilla y se arremolinaba filtrándose sibilina por las calles, y de que mi aliento era visible ante mí, no tenía frío. No supe si por el calor del abrazo de Lanzo, porque caminábamos a buen paso o porque el escozor que palpitaba en la herida de mi brazo se extendía por todo mi cuerpo, pero incluso comencé a sentir sofoco. Un malestar extraño crecía en mí a medida que nos acercábamos a la casa de placer.
Cruzamos el puente de Rialto, y a nuestro olfato llegó el moribundo aroma de fogatas que las prostitutas solían prender bajo él para soportar el frío de la noche a la espera de clientes.
La ciudad todavía dormía, presa de la resaca de una noche libertina. No nos cruzamos con nadie consciente, pues sí había algún borracho encogido bajo su capa incapaz de encontrar el camino a su hogar, si acaso lo tenía.
Cuando llegamos a la casa, Lanzo se puso frente a mí y me acarició la mejilla con mirada enternecida.
—¿Quién va a regentar ahora esta casa?
—Yo —respondí no sin cierta aprensión ante tal responsabilidad—. Carla me la cedió.
Lanzo arrugó el gesto, mostrando su desagrado.
—¿Ser meretriz es cuanto deseas?
—Ser libre es a lo que aspiro, y ese es el único camino a mi disposición. Lo que deseo me está vedado.
Su mirada adquirió un brillo diferente, determinado y rebelde.
—¿Y si te pidiera que huyésemos juntos?
Aquella propuesta aceleró mi corazón, inundando mi mente de una dicha que pronto se desdibujó ante la realidad que ahora me rodeaba.
Pensé en Chloe, en el destino de las chicas que estarían a mi cargo, en su hijo y, por último, en mí. Y necesité tomar una gran bocanada de aire para aceptar que no podía ser egoísta.
—Al igual que sobre tus hombros recae la responsabilidad de un hijo, sobre los míos recae la de las chicas. Debo disponer con buen criterio el destino de esta casa y asegurarme de su funcionamiento y su sostén antes de pensar en mí. Como tú has de pensar si abandonar a tu familia no se enquistará con el tiempo y volcarás tu resentimiento en mí. Renunciar a un hijo es un gran sacrificio que, de una manera u otra, terminaría pesándote, pesándonos, pues yo no puedo dártelos.
Mi tono amargo acompañó mi abatimiento. Sentí un peso tirando de mí, como si aquel deber fuera un lastre físico que me alejara de la felicidad una vez más.
Lanzo me observó con una afligida desilusión pintada en el rostro. No obstante, logró cubrirla con una frágil máscara de frialdad y aceptación que sumó más acritud a mi estado.
—Quizá debamos preguntarnos si renunciar a nosotros mismos hará feliz a esas personas por las que nos sacrificamos —repuso con triste agudeza.
—Tal vez esa respuesta llegue tarde.
—Alonza…, yo…
La puerta de la casa se abrió entonces repentinamente y de ella emergió una Elisa trémula, lívida y bastante alterada.
—¡Rápido, Alonza, busca ayuda, necesitamos un médico!
—¿Qué ocurre? —pregunté angustiada.
—Es Chloe…
—Yo soy médico —intervino Lanzo, dibujando en su rostro una expresión de serenidad y eficiencia.
La mujer respiró aliviada, pero su mirada permaneció temerosa y su rictus crispado.
—¿Está de parto?
Negó con la cabeza al tiempo que se le escapaba un sollozo ronco. Y el malestar que ya sentía se agudizó revolviéndome el estómago.