CAPÍTULO 32
ENTRE HIERBAS Y RECUERDOS
Descendimos la escalera todo lo sigilosamente que pudimos.
Chloe, debilitada y atemorizada, oprimía con fuerza la mandíbula, sofocando en silencio las punzadas que debían de estar apuñalando su bajo vientre.
Llegamos al vestíbulo justo cuando oímos la puerta de la sala abriéndose detrás de nosotras. Me aventuré a soltar la cintura de Chloe y recé para mis adentros.
—¿Adónde vais?
La voz de Francesca hizo que nos pusiéramos rígidas. Solo yo me giré para mirarla con el habitual desdén que ella me prodigaba.
—¿Acaso te interesa? —farfullé cáustica.
Recibí una sonrisa sardónica y me volví al frente, tomando a Chloe del brazo para reanudar la marcha. Apreté los dientes con desagrado cuando oí sus pasos acercándose.
Se plantó altanera frente a nosotras con los brazos en jarras y mirada taimada y arrugó la nariz con recelo. Paseó los ojos por el rostro de Chloe y frunció el entrecejo con aguda perspicacia.
—No tienes buena cara —espetó acentuando el ceño.
—Pero tengo buen corazón… Otras no pueden decir lo mismo —replicó mi amiga en tono mordaz.
Francesca la fulminó con una mirada resentida, dejó caer los brazos a ambos lados de su cuerpo y apretó los puños airosa.
—El corazón solo vale para que te lo rompan.
—La cara también —replicó Chloe, devolviéndole una mueca dura y contenida.
Habría sonreído admirada si la preocupación y la premura me lo hubieran permitido.
Francesca se encaró a mi amiga, y yo me interpuse amenazante.
—Si sabes lo que te conviene, déjanos tranquilas.
—Sois vosotras las que no parecéis entender a quién os estáis enfrentando. Pero os juro que pronto lo descubriréis.
Y, tras otra mirada afilada, se encaminó hasta la escalera y subió con la espalda recta pero ademanes bruscos.
Tras aquel momento tenso, las rodillas de Chloe parecieron ceder. La sostuve de la cintura y, apoyada en mí, caminamos hacia la salida.
—Eres una inconsciente —reprendí suavemente—, pero eso son arrestos.
—Estaba tan muerta de miedo que me he refugiado en la indignación que esa arpía me provoca.
—Ha sido intrépido por tu parte —subrayé—, pero ha merecido la pena solo por ver su cara.
Dibujó una mueca orgullosa y de pronto palideció.
La ceñí con más urgencia y aceleré el paso.
—Aguanta, amiga, aún nos queda un buen trecho.
Caminamos en silencio, sorteando a la gente en los callejones más estrechos, procurando pasar desapercibidas. De vez en cuando me detenía para que Chloe recuperara el resuello. Ella se apoyaba en mis hombros, inclinaba la cabeza e intentaba acompasar la respiración. Luego me miraba más recuperada y asentía.
El sobresfuerzo al que la estaba sometiendo me pellizcaba la conciencia y me oprimía el corazón. Sabía que continuaba el sangrado, y, a pesar de haberle puesto unos paños de algodón que había atado con cordeles a su cintura, temí que se empapara y la sangre se escurriera por sus piernas, y goteara en el suelo antes de llegar.
—¿Cómo te encuentras? —susurré a pesar de conocer la respuesta.
—Débil, pero podré llegar.
Continuamos el camino, ya recibiendo alguna que otra mirada recelosa de los viandantes que sorprendían alguna mueca dolorida de Chloe.
Tras doblar varios recodos más y ya casi al límite de sus fuerzas, atravesamos la plaza frente a la basílica de Santa Maria dei Frari y nos introdujimos en la callejuela donde estaba la casa de los Rizzoli.
Habían transcurrido algo más de tres años desde la última vez que había salido de allí rumbo a Poveglia y su sola visión me detuvo el pulso. Un torrente de recuerdos me inundó con cruenta inquina y retrocedí casi inconscientemente. Cerré los ojos y respiré hondo. Tuve que obligarme a continuar y alejar de mi mente las imágenes que se superponían implacables encogiéndome el corazón.
Alcé la vista y contemplé el cartel de madera tallada que había sobre la puerta de entrada que rezaba «Apotecario» y nos dirigimos hacia allí. Chloe ya trastabillaba torpemente. Pasamos por el angosto callejón que daba a la otra entrada a la casa e imaginé que aquella debía de ser ahora la entrada familiar.
Nos adentramos en el pulcro establecimiento, una campanilla sobre la puerta anunció nuestra llegada.
—¡Ahora mismo atiendo!
Su voz salió de la trastienda, más profunda y varonil de lo que la recordaba. Todo mi interior se removió ante la cadencia de su tono.
Cuando emergió de un pasillo y apareció tras el mostrador ubicado en lo que había sido el amplio vestíbulo, limpiándose las manos con un paño, mi corazón se detuvo. Hacía un año que lo había visto por última vez y, cuando él alzó su celeste mirada hacia mí, me sentí desfallecer.
Su faz se congeló estupefacta, sus ojos se abrieron como platos y me observó boquiabierto. El impacto de verme se trocó en desconcierto, pero su faceta profesional tomó el control cuando se apercibió del evidente malestar de mi acompañante.
Salió de detrás del mostrador con gesto preocupado y se acercó a nosotras. En el preciso instante en que nos alcanzaba, las rodillas de Chloe cedieron y se desplomó fatigada. Lanzo, que anticipó su desmayo, se abalanzó en dos zancadas hasta ella y la tomó entre sus brazos.
Lo miré angustiada y lo seguí hasta la trastienda, que no era sino el salón principal de la casa, completamente distinto de como lo recordaba.
Depositó a mi amiga en un camastro que había junto a la ventana y posó la palma de su mano en la frente con semblante concentrado.
—Está perdiendo mucha sangre —informé—. Está encinta.
Lanzo me dirigió una mirada adusta con un leve deje incómodo y asintió.
—Tiene fiebre y su pulso es bajo —murmuró desabrido.
Le alzó la falda y la camisola y profirió un sonido que no supe interpretar, pero que no sonó nada bien en mi opinión.
Se alejó y cogió una jofaina que tenía bajo otro mostrador, este más tosco, y vertió en su interior agua de una larga jarra de latón que tenía colgada de la pared. Tomó una esponja, varios lienzos limpios y un pequeño frasco con tapón de corcho, y regresó a su lado ignorándome por completo.
—¿Puedo ayudar en algo? —pregunté inquieta.
Dejó la jofaina a un lado de la cama y negó con la cabeza sin mirarme.
Abrió el frasco y vertió parte de su contenido en el agua. Se remangó, dejando al descubierto unos fuertes antebrazos que yo no había visto nunca, y me di cuenta de que ya no era el joven delgado e imberbe que conocía. Era más alto y fornido, y sus hechuras rezumaban poder.
Observé la dedicación que prodigaba a todos sus movimientos, y la delicadeza de su trato me cautivó. Retiró despacio el paño empapado en sangre y le abrió las piernas ligeramente.
Embebió la irregular esponja en el líquido, la escurrió y comenzó a lavarla con mimo.
—¿Qué le has echado al agua?
—Decocción de milenrama y cola de caballo —respondió sin desviar la atención de su trabajo—, es un remedio muy efectivo para detener hemorragias femeninas.
Aclaró la esponja y la escurrió hasta limpiar completamente la zona. Luego palpó la parte baja de su vientre con la punta de los dedos.
—Está inflamada y caliente. Tendré que aplicarle compresas frías.
Retiró el recipiente con el agua sanguinolenta y tomó otro frasco de vidrio de un estante.
—Alcohol de lavanda y romero —informó anticipándose a mi pregunta—, baja la fiebre aplicado sobre la piel.
Empapó uno de los lienzos limpios en aquel tónico y me pidió que desvistiera a Chloe.
—No es necesario que la desnudes del todo.
La dejé en camisola y le desaté los cordones del escote, abriéndoselo ligeramente.
Cuando me volví hacia él, lo sorprendí mirándome nostálgico.
—¿Así está bien?
Asintió hosco y se dedicó a refregar suavemente el cuello y el escote de Chloe concentrado en su tarea.
—¿Perderá a su hijo?
—Es bastante posible. Es lo que quiere, imagino. ¿Acudió a una de esas parteras que los arrancan del vientre con un gancho? ¿O tomó algún remedio para provocar la expulsión?
—Nada de eso. Ella quiere a su hijo.
Alzó una ceja incrédulo y me miró con burda indolencia.
—Un caso bastante inusual. Las meretrices los evitan, no los buscan.
Le lancé una mirada reprobadora y fruncí el ceño molesta por su frialdad.
—Solo si se descuidan o se enamoran.
—Y ¿cuál es el caso de tu amiga?
—Se enamoró.
Continuó empapando el lienzo y frotando su piel con él. La intensa fragancia del romero y la lavanda estimularon mi olfato.
Nuestras miradas se encontraron un leve instante en el que mi pulso se aceleró. Desvié rauda la vista sobre el cuerpo inconsciente de Chloe y tomé su mano entre las mías. Mi brazo rozó el de Lanzo y él se detuvo y me miró con cierta turbación. Se apartó un ápice y continuó con su labor. Cuando estuvo satisfecho, regresó a su mostrador y yo observé su lugar de trabajo. De las vigas tenía colgados manojos de hierbas secas. Sobre la repisa de la chimenea, donde tanto habíamos jugado juntos, leído y conversado, se apilaban gruesos volúmenes que, imaginaba, consultaba a menudo o quizá en los que tomaba sus apuntes y conclusiones médicas. En la pared del fondo, varias alacenas estaban repletas de potes y frascos de diferentes tamaños. En el centro, una larga mesa llena de utensilios varios: cuencos, morteros, alambiques, una balanza, marmitas, un libro abierto con ilustraciones de hierbas, pinzas, tenazas y algún otro objeto que no reconocí.
Supe discernir el oculto orden que había en aquel aparente desorden.
—Me alegró mucho saber que habías cumplido tu sueño.
—Me arrebataron otros, al menos este distrae mi mente.
Observé su perfil: su semblante permanecía inmutable, pero con una tensión palpable pulsando su mandíbula.
Tenía el cabello algo más largo, negro y ligeramente revuelto, seguramente por enterrar sus dedos en él, un gesto habitual cuando estudiaba, investigaba o se abstraía en sus pensamientos. Sentí el impulso de pasar mis dedos para acomodar sus rebeldes mechones, pero pensar que ahora otra mujer lo hacía implantó en mi garganta una sensación amarga, reprimiendo con acritud ese anhelo.
Redobló el lienzo y permaneció pensativo mirando a Chloe.
—¿Tú… cómo estás? —preguntó sin mirarme.
—Cambiada —respondí queda.
Entonces giró el rostro y me miró, por primera vez desde que había entrado en su botica, directamente a los ojos.
—Ya veo. Todos cambiamos, o más bien la vida nos obliga a ello.
—Como nos conduce por caminos inesperados. Ambos tomamos uno que jamás habríamos imaginado.
Pensar en cómo la vileza de Bianca finalmente había salido victoriosa seguía revolviéndome el estómago.
—Cierto —convino. Su mirada se ensombreció afligida, apretó el mentón y la tristeza veló su rostro—, y cuanto nos queda es recorrerlo sin mirar atrás.
—Mirar duele —confesé desviando la vista.
Se apartó de mi lado y caminó hacia la alacena. Eligió dos potes cerrados y los llevó a la mesa. Allí, los abrió y, con una cucharilla, comenzó a volcar el contenido en el mortero. Acto seguido, vertió un líquido traslúcido en el interior y comenzó a remover aquel mejunje espeso y rojizo.
Su rostro, aunque había recompuesto su máscara impasible, denotaba un tinte contenido en la dura línea de sus labios.
—Estoy preparando una infusión concentrada de rosas rojas —susurró flemático—, entre sus propiedades está la de afianzar el embarazo. Debe tomarla varias veces al día, y naturalmente no tiene que mantener relaciones carnales, posiblemente hasta que nazca el niño.
Pensé en el incierto futuro de Chloe si su enamorado no respondía por ella. Mi preocupación no hacía más que aumentar, y esa sensación premonitoria, auspiciada por aquella adivina, continuaba latente en mí como un pájaro de mal agüero.
—No te preocupes, con los debidos cuidados se pondrá bien.
Alcé la vista descubriendo una mirada tierna y compasiva que me dejó temblorosa y necesitada de un abrazo. Sonreí agradecida y Lanzo se prendió de mi boca el tiempo suficiente para reconocerme a mí misma que deseaba que me besara. Cuando logró recomponerse, sacudió ofuscado la cabeza y fue al estante a por otro tarro.
Repitió el proceso y, al cabo, me entregó dos frascos de vidrio.
—El rojo es para ella, debe tomarlo diariamente, durante los primeros meses. Cuando lo termine, le prepararé otro.
Me miró largamente a los ojos, y fue entonces cuando descubrí que aquel escudo que se afanaba en esgrimir contra mí comenzaba a debilitarse mostrando sus emociones.
—Y el otro es para ti. Sé que…, bueno, vosotras usáis diversos métodos para… evitar el embarazo, pero con este tónico astringente, además, alejarás el contagio de enfermedades sexuales. Son lavados para después de…
Bajó la vista mortificado y se dio la vuelta fingiendo ordenar su mesa. Pude apreciar en su pose rígida que contenía su frustración.
—Gracias —musité apesadumbrada—, pero yo no lo necesito. No puedo tener hijos.
Se detuvo abruptamente, como si el tiempo lo hubiera congelado en mitad de un movimiento. Tras un tenso silencio, pareció respirar hondo, apoyó las palmas de las manos en el tablero de la mesa y hundió los hombros.
Me puse a su lado, pero no pude verle el rostro. Tenía la cabeza inclinada hacia delante y el largo cabello oscuro ocultaba su rostro. Posé con suavidad mi mano en su hombro y lo oprimí levemente para reconfortarlo.
—No te preocupes por mí, Lanzo. Estoy bien. Nunca he sido tan fuerte.
Entonces se giró hacia mí y su atormentada mirada me conmocionó.
—No tienes ni idea de lo que es tenerte tan cerca y tan lejos a un tiempo. Es como si me desgarrara por dentro.
—Lanzo…
Acaricié su mentón con infinita ternura y mis propias barreras comenzaron a bajar, dejándome indefensa.
—No hay noche en que no me duerma sin llorar tu pérdida —musitó con voz rasgada y sufrida.
Me abracé a él, y sus brazos me ciñeron con fuerza.
Trémulos y desolados por aquel despiadado ardid del destino, empecinado en separarnos, nos fundimos en un abrazo apasionado y emotivo. Cerré los ojos arrasados en lágrimas y maldije la vida y a quien la gobernara, ya fuera desde el cielo o desde el infierno. Maldije mi destino y a todos aquellos que se habían encargado de malograrlo, y maldije mi corazón por no poder desvincularse del suyo, por amarlo con esa fuerza arrolladora que, en lugar de aplacarse, crecía implacable ante su cercanía.
Cuando logramos separarnos, el límpido y húmedo azul de sus bellos ojos mostró todo el dolor que aún guardaba y que había logrado mantener encerrado en algún rincón de su ser.
Reseguí sus labios y él cerró los párpados, exhalando un débil gemido anhelante.
Cuando los abrió de nuevo, su cautivada mirada me atrapó.
Acerqué mi boca a la suya con intención de rozarla apenas con ademán titubeante. Pero Lanzo la tomó con determinante vehemencia, derramando en el beso todo lo que había estado conteniendo. Su voracidad, apasionada y desesperada, encendió mi deseo con la virulencia de una llama devorando una seca espiga de trigo.
Mi mente se abotargó ante su imperiosa necesidad de mí. Gruñó hambriento en mi boca y sus manos comenzaron a recorrerme con ruda ansiedad. Las mías se afanaron por filtrarse bajo su camisa, acariciando cada ondulación de su espalda. La suave tibieza de su piel despertó mis sentidos, queriendo sentirlo en mi interior.
—¡Santo Dios…, Alonza…! —gimió enloquecido.
Aferré su nuca y lo besé con delirio, hundiendo mis dedos en su espesa melena, deleitándome en su tacto y acercándolo más a mí, si acaso eso era posible.
Se inclinó sobre mí, me agarró de las nalgas y me alzó con pasmosa facilidad. Enlacé mis piernas a sus caderas y me sentó en el borde de la mesa, apartando con rauda torpeza mis faldas para colocarse entre mis piernas.
Despegó su boca de la mía para besar mi cuello, mordisqueándolo, y yo gemí ardorosa. Solo él conseguía arrancarme el corazón del pecho con cada beso, constreñirme con aquel deseo devorador que nublaba mi razón y elevaba mi placer a cotas inimaginables. Solo él lograba hacer vibrar mi alma y que me olvidara del mundo. Solo con él, aquel acto tenía un verdadero sentido.
De repente oímos la campanilla de la tienda y unos pasos que se acercaban. Lanzo se tensó, me miró turbado y regresó a la realidad de la mano de una conocida y aguda voz de mujer. Alarmado, se apartó veloz de mí, recomponiendo sus ropas, y, peinando su alborotado cabello, se alejó en largas zancadas hacia la botica.
Respiré hondo, bajé de la mesa, alisé mis faldas y acomodé algunos mechones sueltos de mi recogido, maldiciendo a aquella horrible mujer, a cuyos muchos defectos añadí en aquel momento el de inoportuna.
Me dirigí hacia el camastro donde estaba Chloe y me avergoncé de mi conducta. Lanzo era mi fruta prohibida, y, por mi bien, no debía comerla.
En ese instante, dos mujeres irrumpieron en la trastienda inmersas en una distendida cháchara, a pesar de que Lanzo intentaba detenerlas con palabras que no escuchaban.
—Estoy asistiendo a un paciente —se quejó furioso.
—Solo necesito jugo de amapola para Caterina, no duerme bien y…
Ambas enmudecieron abruptamente. Me miraron boquiabiertas y yo las fulminé con una sonrisa ácida y cínica.
Cuando reparé en el estado de Bianca, tuve que controlar las ganas de llorar. Endurecí el gesto y me puse en pie para enfrentarlas. Ver aquella prominente barriga, sabiendo que albergaba un hijo de Lanzo, me acuchillaba y reavivaba el odio que me inspiraba.
—Hola, Bianca, Caterina…, ¡cuánto tiempo sin veros! —exclamé mordaz.
Les dirigí una larga mirada escrutadora para terminar componiendo una mueca soberbia y una sonrisa desdeñosa.
—No el suficiente para mí —barbotó Caterina.
—En cambio, yo tenía ganas de volver a teneros frente a mí.
Lanzo se interpuso entre nosotras y le ofreció a su hermana un pequeño recipiente.
—Aquí tienes el jugo de amapola —repuso grave—, largaos de aquí.
Su rudeza con ellas me desconcertó.
—¡¿Qué hace aquí esta puta?! —bramó Bianca con el rostro desencajado.
—Es una clienta —contestó desafiante Lanzo—, y yo, el dueño, y os echo de mi establecimiento.
—¡Soy tu esposa y ella es tu hermana, no puedes tratarnos así!
Lanzo las miró amenazante con una dureza que jamás había visto en él.
—Os trato como merecéis.
Las cogió a ambas del brazo y las arrastró fuera del almacén. Ellas protestaban a gritos y se revolvían contra él como las víboras que eran.
De nuevo se oyó la campanilla de la puerta, seguida de un portazo.
Cuando Lanzo regresó, su semblante afligido y su furia todavía palpitante acicatearon mis ganas de volver a abrazarlo, pero me contuve.
—Lamento haberte causado problemas, no debería haber venido, pero temí tanto por Chloe…
Se pasó ambas manos por el cabello y se lo despeinó de nuevo. Tuve que morderme el labio inferior para no hundir las mías en él.
—No, soy yo el que debe pedir disculpas.
Inclinó avergonzado la cabeza y tuve que girarme hacia mi amiga para no abalanzarme sobre él. En mi interior, esa bola de emociones que crecía a un ritmo alarmante comenzaba a desbordarme, y supe que tenía que salir de allí antes de cometer una locura.
—Son tu esposa y tu hermana, pero no tienes que responder por sus actos. Nunca cambiarán, me temo. No espero nada bueno de ellas, pero no las temo porque ya no soy aquella Alonza a la que pudieron herir con su crueldad y sus malas artes. No, ahora tengo más garras que ellas.
Nos miramos intensamente con una gravedad que constriñó mi pecho, ambos contenidos y trémulos. Comencé a sentir que me faltaba el aire y aparté la vista.
—No sabía que vas a ser padre, enhorabuena —mascullé intentando camuflar mi dolor.
—Es lo único bueno que puedo esperar de mi esposa —murmuró compungido.
—Mira a tu alrededor. Cargaste con ella por un buen motivo: tu libertad y tu sueño. No te dejaron otra alternativa, y yo…, al principio me costó entenderlo, pero ahora lo entiendo. Tienes tu botica y pronto tendrás un hijo; soportarla merece la pena.
Lanzo levantó la vista y me miró con extrañeza, confundido, pero al cabo de unos segundos asintió, apretó los labios disgustado y compuso un rictus frustrado y tan triste que pesó en mi alma como una piedra sumergiéndose en el océano.
Y entonces ya no pude reprimirme más.
Avancé hacia él y me abracé a su pecho.
Sentir sus brazos a mi alrededor era el consuelo que necesitaba, el refugio que ansiaba y el calor que me faltaba.
—Dicen que, cuando te roban el corazón, este solo regresa cuando el ladrón te abraza —susurró afectado—. Y es cierto.
Lo estreché con más fuerza, como si quisiera meterlo dentro de mí, para que, cuando saliera de aquel lugar, ese vacío que me corroía día a día fuera más soportable. Y entonces me pregunté por qué no podía tenerlo. Por qué debía privarme de sus abrazos, sus besos y su pasión, de su dulzura, su compañía y su amor. Podía ser su amante, podía formar parte de su vida de aquella secreta manera.
Me aparté y lo miré esperanzada.
—No renunciemos a esto.
Lanzo frunció el ceño y me miró inquisitivo.
—A lo que sentimos —expliqué tomando su rostro entre las manos.
Él pegó su frente a la mía y cerró los párpados con expresión atormentada.
Suspiró profundamente, como si cada aliento lacerara su alma, y, cuando abrió los ojos y me miró, pude ver su respuesta titilando en ellos.
—Jamás renunciaré a lo que siento por ti, porque es lo único que me hace sentirme verdaderamente vivo —profirió con vehemencia.
—Ni yo, aunque ese sentimiento me obligue a guardarlo en un oscuro rincón para poder continuar con mi vida. También me prohibí acudir a él para que la nostalgia y el dolor no me derrotaran. Pero sigue ahí, tan brillante como el primer día. Sin embargo, ahora…, ahora que estoy entre tus brazos no quiero privarme de ellos. Podemos seguir viéndonos, podemos amarnos al margen de nuestras vidas.
—¿Esconder nuestro amor y convertirlo en algo oculto y prohibido? ¿Sabes lo que supondría convertirte en mi amante? Que no querría que nadie más te tocara. ¿Aceptarías eso? Si sucumbiéramos a ese tipo de relación, ni tú soportarías que en mi cama estuviera ella, ni yo que por la tuya pasaran otros hombres. Me volvería loco, Alonza. Muchas noches ya lo hago, cuando te imagino… con ellos. —Apretó la mandíbula como si una punzada de dolor lo acometiera—. No podría con ello.
—De acuerdo —acepté con amargura—. No debería haberte propuesto semejante locura. Sigue con tu vida, yo seguiré con la mía.
Ya me retiraba cuando me tomó del codo y me atrajo de nuevo hacia él.
—Acepté sacrificarme porque era cuanto podía hacer, sí, pero no por el motivo que crees. Y lo volvería a hacer, por lo que no me arrepiento de compartir mi existencia con un ser tan deleznable como ella. Intento… intento sacar el máximo partido a mi vida, Alonza, sabiéndote lejos, sabiéndote de otros, sabiéndote a salvo de la maldad que te acechó un día. Y, si he de ser el parapeto que los separé de ti, lo seré. No volveré a ser el puente entre ellos y tú. Mantente lejos de los Rizzoli, nada bueno podrás esperar de ellos.
—¿Ni de ti?
—Yo no tengo nada que ofrecerte ya. Te di mi corazón y contigo estará mientras lata. Mi vida ya no es mía, y mi destino ya lo condené.
—Bien —repliqué resentida—, no tenemos nada más que hablar sobre este tema.
Me dirigí hacia el camastro, me senté junto a Chloe y posé mi palma en su frente. La fiebre había desaparecido.
—Parece mejorar —advertí fingiendo normalidad e intentando denodadamente enfriar mis emociones—. ¿Podrías despertarla? Se está haciendo tarde y hemos de regresar a casa.
No me volví hacia él, pero oí sus pasos tras de mí. Deduje que buscaba algún otro frasco.
Cuando se acercó, me envaré y me obligué a no mirarlo. Acercó el frasquito a la nariz de Chloe y, casi al instante, ella comenzó a removerse. Abrió los ojos, parpadeó repetidas veces y nos miró alternativamente, mostrándose confusa.
—¿Y… y mi hijo? —preguntó en un débil tono de voz.
—Todo está bien —respondí con dulzura—. Lanzo ha detenido la hemorragia y te ha preparado un remedio para afianzar el embarazo. Pero debes cuidarte mucho.
Su mirada se iluminó emocionada y dirigió a Lanzo una amplia sonrisa.
—Gracias —murmuró sentida.
Él asintió esbozando una sonrisa tibia y la ayudó a incorporarse.
—¿Cuánto te debo por todo?
Lanzo me dedicó una mirada ofendida y negó con la cabeza.
—Nada, ya has pagado demasiado.
Nos sostuvimos la mirada con profunda gravedad. La retiré temiendo echarme a llorar y la fijé en Chloe.
—¿Puedes andar? Tenemos que irnos.
Asintió y la cogí de la cintura para ayudarla a caminar. En ese momento, la campanilla volvió a sonar.