CAPÍTULO 12
TRAS LA LUZ DE UN CANDIL
En aquella ominosa oscuridad, una difusa y parpadeante luz se empecinaba en incomodarme. Iba de un lado a otro, moviéndose decidida en la apacible negrura que me cubría, alejando el sopor y despertando mi curiosidad. Antes de animarme a abrir los ojos, un fuerte olor a pescado me hizo arrugar la nariz. Fue ese intenso hedor el que aceleró mi corazón ante el mensaje que encerraba. ¡Estaba viva!
Abrí lentamente los ojos y aquel anaranjado puntito luminoso comenzó a definirse: era la llama de un candil. Tras él creí distinguir una silueta inconcreta, un rostro pálido que no logré perfilar. Me escocían los ojos, y de nuevo los cerré. Al instante oí voces soterradas que actuaron como un melódico arrullo que me acunó, adormeciéndome. No fui capaz de descifrar lo que decían, detecté voces distintas y cómo unas manos me zarandeaban, pero yo estaba demasiado cansada para prestarles atención.
—Muchacha…
Gruñí y sacudí la cabeza, alguien me zarandeaba suavemente.
—Tienes que intentar comer algo.
Era una voz femenina, dulce y acariciadora.
Entreabrí apenas los ojos. Una luz agrisada y mortecina iluminó un rostro maduro, ajado pero bondadoso. Los azules ojos de la mujer me trajeron otros de un color similar a la mente, y me encontré esgrimiendo una tímida sonrisa ante la constatación de que había logrado sobrevivir y que pronto volvería a verlo.
Asentí, pues no encontré voz con que tildar mi conformidad.
La mujer me alzó la cabeza y dobló la almohada bajo mi nuca.
—Eres solo piel y huesos, muchacha. La fiebre ha consumido tu cuerpo. No pensamos ni que llegaras a despertar.
Tenía muchas preguntas en la mente, pero escasas fuerzas para pronunciarlas. Mi única prioridad era recuperarme cuanto antes, así que abrí temblorosa la boca, relamí mis agrietados labios y esperé. La mujer acercó con tiento una cuchara llena de un caldo oscuro a mi boca. Lo tragué dificultosamente, sentí la garganta tan reseca como los labios, y aquel terso líquido fue como ambrosía para mis sentidos. Abrí de nuevo la boca repitiendo el proceso. Comencé a tragar tan ansiosamente que eso me provocó un abrupto golpe de tos. La mujer dejó la escudilla en una mesa cercana y se apresuró a incorporarme para palmearme la espalda con brusquedad.
—Despacio, no te atragantes.
Asentí mientras ella me limpiaba con mimo.
Volvió a acercarme la cuchara y me tomé todo el contenido del cuenco.
—Estos días atrás te alimentaba empapando un lino en caldo, gota a gota. Resultaba desesperante. Apenas si puedo creer tu restablecimiento.
Abrí la boca para intentar vocalizar, y me sorprendió oír emerger de mi garganta un extraño y sibilante gemido rasgado.
—¿Có… mo…?
—Mi marido Aldo pescaba cerca de Poveglia. Ningún pescador se atreve a echar sus redes tan cerca de esa isla, por esa razón los bancos de peces son más abundantes por ese litoral. Ya regresaba a casa cuando vio algo flotando a la deriva. Eras tú, atada a un madero. Te creyó muerta y te tanteó con el bichero. Ya pensaba dejarte a la deriva y se alejaba cuando una gaviota se posó sobre ti y picoteó uno de tus mechones que ondeaban sobre el agua, tirando de él. En ese momento, tú gemiste y Aldo te subió a la barcaza. Ay, muchacha, un pájaro te salvó la vida.
«Y otro me la condenó», me dije sofocando un acceso furioso.
—¿Cómo te llamas? —inquirió la mujer con los ojos bien abiertos rezumantes de curiosidad.
—A… lonza.
Ella sonrió y tomó algo posado en mi escote.
—Entonces no es tu inicial.
Levantó lo que sus dedos sujetaban y me lo mostró.
—Ibas completamente desnuda con este colgante en tu cuello. Escapaste de esa isla, ¿verdad?
Asentí y mis ojos se humedecieron ante el recuerdo de lo vivido.
—Nadie ha logrado escapar nunca de ese infierno.
—No solo… llevan allí a… los infectados —murmuré.
—Lo sé, Aldo te trajo porque no vio bubones en tu cuerpo. Se cuentan muchas cosas de esa isla. No imagino cómo debiste de sentirte allí sola.
—Fue… horrible.
Las lágrimas se deslizaron por mis mejillas y la mujer se apresuró a acercarme un paño.
—Ya pasó, Alonza, todo estará bien a partir de ahora. ¿Tienes a alguien que cuide de ti?
Asentí, y las lágrimas fluyeron más generosas.
—Haremos algo —propuso con voz tranquilizadora—. Cuando estés un poco más repuesta, escribirás un mensaje y me dirás a quién debo entregárselo, ¿de acuerdo?
Asentí de nuevo con una sonrisa titilando en mis labios.
—¿Cuánto… tiempo…?
—Dos semanas. Pero me temo que tardarás algo más en recuperarte. Todavía te asedia la fiebre. No tenemos dinero para proporcionarte un médico. He hecho cuanto he podido por ti, pero me temo que, si no recibes atención médica, esta maldita fiebre acabará contigo. Tienes el vientre hinchado y no logro detener los sangrados… no son muy abundantes, pero huelen mal. No me gusta, y no sé qué más hacer. Así que dime a quién acudir. Temo que vuelvas a dormirte para no despertar.
Pensé de inmediato en Lanzo, pero temí que interceptaran el mensaje si él seguía en Padua.
—Concetta —pronuncié con más firmeza—. Sirve en casa de los… Rizzoli. La… encontrarás en la cocina. Quiero… escribir ahora.
—¿Te ves con fuerzas?
Contesté incorporándome ligeramente. Aquel nimio esfuerzo me mareó.
—Aguarda, yo te ayudo. Por cierto, me llamo Berta.
Acomodó y ahuecó la almohada contra mi espalda y, con el ajetreo, mi estómago se resintió. Sentí náuseas y sofoqué una arcada mientras ella se alejaba buscando algo con que escribir.
Al cabo, me acercó un pliego amarillento y un carboncillo afilado.
—Gracias…, Berta. No olvidaré esto.
Le sonreí con profundo agradecimiento y ella me correspondió con afectada compasión.
Tomé el carboncillo entre los dedos y recordé las hierbas y los retratos que solía dibujar Lanzo. Tragué saliva y comencé a escribir…
Concetta:
Soy Alonza. Estoy viva pero muy enferma. Me escondo en casa de un pescador que me rescató del mar. Logré escapar de Poveglia. Ven a verme, te lo suplico, necesito saber qué pasó con Lanzo y encontrarlo. Confía en Berta, ella te traerá hasta mí.
Una punzada dolorosa me atravesó el bajo vientre y me recliné jadeante contra la almohada. Un sudor frío resbaló por mi piel.
Berta tomó el pliego y me miró con honda preocupación.
—Estás pálida como el mármol, muchacha.
Posó una mano en mi frente y torció el gesto con un mohín alarmado que se aprestó a ocultar sin éxito.
—Bebe un poco de agua, entregaré esta nota sin pérdida de tiempo.
Me acercó una jarra de barro y bebí apenas un trago. Tenía el estómago revuelto y la mirada enturbiada.
La mujer se envolvió en un chal gris y salió de la casa tras una última mirada inquieta.
Cerré los ojos e imaginé un hermoso día invernal bajo la nieve. Tenía frío y comencé a sacudirme en espasmos, pero yo sonreía. Lanzo estaba frente a mí y me sujetaba por la cintura bailando bajo los copos. Giré entre sus brazos y me sumergí en su tierna mirada. Casi sentí su aliento en mi boca y un escalofrío me recorrió. «Lanzo, abrázame…»
De nuevo, la negrura se desdibujó en colores difusos. Tardé un buen rato en percatarme de que alguien me zarandeaba. Una voz con un marcado deje angustiado despertó de golpe mi conciencia, obligándome a abrir los ojos.
—Alonza, atiéndeme.
Enfoqué la vista costosamente y asentí.
—Vengo de la mansión de los Rizzoli, no trabaja allí ninguna Concetta.
Parpadeé confusa y negué con la cabeza.
—No… puede… ser.
—Hablé con la cocinera, me dijo que no sabía a quién me refería. Pero no me gustó su mirada y la forma en que me echó de allí, así que pregunté en la casa de al lado. Unas sirvientas me contaron que Concetta había desaparecido el mismo día que tú fuiste llevada a Poveglia, nada saben de ella. Creo que despidieron a todo el servicio, no solo a Concetta.
Cerré los ojos, me pesaban los párpados. Una profunda desolación comenzó a hacer mella en mí, el miedo por el paradero de Concetta me sepultó.
—¿Sabes dónde vive?
Rebusqué en mi memoria algún dato sobre ella, para descubrir que no sabía nada de su vida. Abrí los ojos y negué con la cabeza.
Berta tragó saliva y me miró afligida.
—¿Conoces a alguien más?
—Lanzo… Lan… zo Rizzoli.
—Intentaré averiguar su paradero, te lo prometo —murmuró acariciándome la mejilla.
—Na… die más debe sa… ber… que estoy viva.
—No quieren que regreses, ¿verdad?
Negué con la cabeza de nuevo y las lágrimas asomaron a mis ojos, tan ardientes como mi piel.
—Debes intentar comer algo, muchacha. Tu cuerpo languidece cada día que pasa.
Asentí y Berta me incorporó cuidadosamente.
—He preguntado en una botica y me han aconsejado una infusión de ajo y caléndula con un poco de corteza de sauce para atacar las fiebres y combatir tu dolencia.
Me acercó una escudilla con el preparado y lo bebí despacio. Tenía la garganta seca, y cada trago fue revitalizador.
Cuando me lo terminé, volví a reclinarme respirando hondo. En ese momento apareció un hombre enjuto de rostro curtido por el sol, con marcadas arrugas y semblante cansado. Me miró con cierto asombro y se acercó sonriente.
—Es la primera vez que te veo despierta, Alonza.
Tomó un taburete y se sentó junto al jergón, observándome curioso.
Dibujé una sonrisa agradecida en mis temblorosos labios, y el hombre de cabello ralo me la devolvió con tinte paternal.
—Gra… cias, Aldo.
—Dáselas a Dios, muchacha, ese día no pensaba salir a faenar. Aunque parece que se ha empeñado en ponerte duras pruebas.
Berta me tomó la mano en un gesto cariñoso, amonestó a su esposo con mirada severa y, acto seguido, me sonrió beatífica.
—Aquello ya pasó, ahora solo tienes que pensar en recuperarte.
—Necesito a… Lanzo.
Berta asintió y le pidió a su esposo que indagara sobre su paradero. El hombre apretó los labios en un mohín desazonado.
—Los Rizzoli son una familia poderosa, muy cercana al dux, Berta. Son muy conocidos, no creo que me cueste mucho averiguar sobre ellos.
»¿Eres una Rizzoli? —espetó curioso.
—No. Pero Fabrizio era mi tutor, me… acogieron con ellos… cuando mi familia murió afectada… por la gran plaga, hace casi tres años.
—¿Por qué te internaron en esa isla si no estabas infectada?
—Porque Lanzo… y yo nos enamoramos —confesé en un hilo de voz—. Y arruinamos el compromiso de Lanzo con una joven de buena familia.
No me atreví a confesar la parte más truculenta de la historia.
—Malograste un buen contrato —resumió Aldo frunciendo el ceño pensativo—. Y ¿ese Lanzo permitió que te condenaran a muerte?
—Él no… no estaba en Venecia. Estudia en la… Universidad de Padua.
—Quizá siga allí y no sepa nada de tu desgracia.
—Tal vez Concetta… lo haya puesto al corriente, me… prometió que lo haría.
—Pero Concetta ha desaparecido, quizá corrió una suerte parecida a la tuya.
—¡Aldo! —lo reprendió ofuscada Berta—. Deja de preocuparla. Anda, viejo tonto, ve a buscar a su enamorado. No hay tiempo que perder.
El hombre hizo una mueca arrepentida y me pidió disculpas.
—Ya todo es posible —murmuré apesadumbrada.
El desasosiego que sentía por Concetta se había trocado en angustiosa preocupación. El miedo por su bienestar, además, añadía culpa al tormento que me afligía.
—Encontraremos a ambos, muchacha. Todo va a salir bien —aseveró Aldo poniéndose en pie. Inclinó la cabeza y salió de la cabaña.
—Es un buen hombre, y cumplidor. Hará todo lo posible por ayudarte.
—Ya lo ha hecho, me ha salvado la vida.
Berta sonrió orgullosa y palmeó mi mano con calidez. Luego me miró con cierto desasosiego y tomó una profunda bocanada de aire antes de hablar.
—Estabas encinta de ese muchacho, ¿verdad?
Asentí y sostuve su mirada, no hallé condena en ella. Eso me alivió.
—La infección procede de ese aborto, no te limpiaron bien, niña.
—Concetta no tuvo tiempo.
—Creo que debo avisar a una partera y que te limpie como es debido. Presumo que quedan restos en tu interior y, mientras no los extraigan, no te curarás.
Asentí entre lágrimas. Comencé a estar muy cansada de nuevo. Sentí el sopor abrazándome y me entregué a él.
—¿Fue un aborto natural?
Negué con la cabeza y sofoqué un sollozo. No quería recordar aquello, no entonces. En esos momentos debía estar fuerte y todavía no estaba preparada para hablar de ello. Berta lo entendió, alisó la manta sobre mi pecho y me dio un suave beso en la frente.
—Nunca pude darle hijos a Aldo —comenzó poniéndose en pie—, pero a él pareció no importarle, o al menos eso intentó hacerme creer. Cuando te trajo ese día medio muerta, envuelta en un saco de sarga apestando a pescado, y vi su mirada conmovida sobre ti, supe que habría sido un buen padre y que por unos instantes yo podría ser una buena madre. De algún curioso modo, Dios te envió a nosotros para que ambas partes gozáramos de un regalo inesperado.
Sonreí afectada, las lágrimas nublaron mis ojos. Tras vivir la maldad más abominable, ante mí tenía a personas bondadosas, generosas y piadosas. Ese intrigante Dios me llevaba a los extremos, pensé turbada. Mi siguiente pensamiento antes de dejarme llevar por el sueño fue una pregunta: ¿qué me tendría preparado a continuación?
Aldo entró estrujando su bonete de punto entre las manos. Su desasosegada expresión hizo que me tensara en el acto.
—Lanzo Rizzoli… —hizo una pausa— se ha casado en Padua.
Sentí como si un hierro candente entrara en mi pecho, atravesándome de parte a parte. Contuve el aliento y negué vehemente con la cabeza.
—¡Eso no es posible! —exclamé furibunda.
Berta se cubrió la boca abierta con la mano y me miró pesarosa. Sus asombrados ojos brillaron compasivos.
—Es lo que he averiguado —reiteró Aldo, tan consternado como su esposa—. Me lo contó uno de los criados de los Rizzoli cuando le dije que tenía una carta para él. Pero no me conformé con esa información y trabé conversación y chanzas con algunos siervos de las familias vecinas, y me lo confirmaron. La desposada es una tal Bianca Lombardi. La ceremonia se celebró, con sospechosa urgencia, en la ciudad donde estudiaba el muchacho, pues pensaba seguir cursando sus estudios allí.
Me hirvió la sangre, apreté los puños y los dientes e intenté salir de la cama. Berta se precipitó sobre mí y me detuvo.
—¡Eso es una burda falacia! —grité impotente.
—Cálmate muchacha —musitó Berta preocupada—. Seguro que todo se arregla, quizá sea un malentendido.
Aldo avanzó determinante hacia mí, pero antes miró reprobador a su mujer.
—Cuanto antes asimile la verdad, mucho mejor, Berta —adujo con firmeza—. Media Venecia murmura sibilina sobre los motivos de esa precipitada boda. Todos coinciden en que los novios ya consumaron antes de pronunciar sus votos. Es un escándalo en la familia de los Lombardi, pero al menos la joven contrajo matrimonio acallando los rumores de deshonra. También se dice que usaron ese ardid para obligar al joven a contraer nupcias anticipadas. Se decidió que vivieran en Padua no solo por los estudios de Lanzo, sino por evitar a Bianca las chanzas que ya circulan en la ciudad sobre su ligera virtud.
—¡Nooo…! —gemí rota—. ¡Eso no puede ser cierto, es una infamia! ¡Lanzo jamás se casaría con esa serpiente! ¡No es cierto! ¡No lo es!
Berta me abrazó intentando calmarme, pero la angustia que me atenazaba era tan grande que creí desfallecer. Me repetía incesantemente que era imposible, que todo lo habían tramado para extender esa mentira. Pero otra voz de mi interior me decía que no había motivos para urdir algo así, puesto que a mí me daban por muerta. Lo que sí supe es que habían atrapado a Lanzo en una farsa repugnante para obligarlo a aceptar aquel horrible futuro. Y, aun así, no alcanzaba a comprender cómo había renunciado a mí tan pronto, incluso creyéndome muerta. No entendía cómo su amor por mí no había logrado hacerlo invulnerable a cualquier engaño. Él detestaba a Bianca, habría preferido cualquier tortura antes de unirse a alguien tan deplorable como ella. Nada encajaba y, sin embargo, esa parecía ser mi realidad.
Lanzo estaba lejos, yo no tenía fuerzas para ir en su busca, y solo me quedaba ser paciente y esperar reponerme para trazar un plan.
Porque, si algo me juré en aquel momento, fue regresar para convertirme en la pesadilla de mis verdugos, de todos y cada uno de ellos. Pero, sobre todo, me juré recuperar a Lanzo, luchar por él, por nuestro amor, con uñas y dientes. Nada me detendría cuando estuviera preparada. Nada.
—No te preocupes, Alonza, nosotros cuidaremos de ti.
Sollocé mi desdicha en brazos de Berta, descargué en su hombro mi dolor y turbación, pero, cuando volví a tumbarme, permanecí largo tiempo hierática mirando al techo con un solo pensamiento en la mente: viajar a Padua.
Pasaron los días y mi salud empeoró. Los dolores regresaron y mis fuerzas languidecieron de nuevo. Berta paseaba inquieta de un lado para otro, mostrando en la crispación de su rostro toda la impotencia que sentía. Aldo me observaba afligido, rezando en voz baja por mi recuperación, pidiendo un milagro que no terminaba de obrarse. Finalmente, y reuniendo algunos ahorros, llamaron a una experimentada partera para que me atendiera.
Aquella tarde apareció con una cesta de mimbre de la que sacó extraños instrumentos. Todos me produjeron intensos escalofríos.
—¿Le diste el preparado que te recomendé?
Berta asintió nerviosa y se ofreció de asistente. Aldo se acercó sombrío, se inclinó sobre mí y me besó dulcemente la frente antes de desaparecer raudo.
—Bien, pues dale algo que pueda morder.
A Berta se le desencajó el rostro, se acercó a la partera y le susurró algo al oído.
—Ese preparado espero que le evite lo peor, pero doler le dolerá. Con algo de suerte perderá el conocimiento —explicó la mujer sin reservas.
Cerré los ojos buscando la fortaleza que iba a necesitar, no obstante, solo fue miedo lo que hallé.
Berta me miró mortificada, intenté sonreírle tranquilizadora y vi cómo sus ojos se humedecían.
—Todo saldrá bien —murmuré, más para mí que para ella.
Tragué saliva cuando la partera retiró la manta que me cubría con bastante hosquedad. Berta me subió el camisón hasta las caderas, flexionó mis rodillas y las abrió despejando la zona que se debía tratar. Luego me acercó un trozo duro de goma y respiró profundamente, casi más alterada que yo.
—Muerde con fuerza, jovencita. Si hubieras tenido las piernas cerradas cuando debías, ahora no tendrías que abrirlas para esto.
Apreté entre los dientes la goma y fulminé a la partera con la mirada. Era una mujer grande y tosca, de mirada dura y gesto indolente.
Berta me apretó la mano para imprimirme confianza y me dirigió una reconfortante mirada tierna.
Cuando alcé la cabeza para observar los movimientos de la partera, casi desfallezco al descubrir una larga y extraña cuchara afilada y curva en el extremo.
Pusieron gruesos lienzos bajo mis nalgas y una jofaina con agua caliente y una esponja a un lado de la cama. Berta tenía en las manos más lienzos limpios que estrujaba entre sus dedos con evidente inquietud.
—Bien, espero que la adormidera surta pronto efecto. Esto que veo no pinta bien.
Sentí cómo unos dedos fríos hurgaban en mi interior y me encogí, cerrando las piernas instintivamente.
—Ahora sí las cierras, ¿eh? —musitó burlona la mujer.
—Te agradecería que te guardaras tus opiniones. Se te ha pagado para que hagas bien tu trabajo, nada más —la reprendió Berta, regalándole un ceño furioso.
La mujer endureció el gesto, pero asintió.
—Acércame el candil —pidió asomada entre mis piernas.
Berta le aproximó la luz a mi entrepierna y yo me sentí expuesta y avergonzada.
Oí cómo la partera chasqueaba la lengua y mascullaba para sí. Alcé de nuevo la cabeza y me topé con una mirada sorprendida y una mueca arrepentida.
—Lamento haberte juzgado tan ligeramente —musitó entonces con inusitada humildad—. Te han desgarrado, muchacha. Fuiste forzada por una bestia, ¿no es así?
Por un instante fui incapaz hasta de tragar saliva. Permanecí mirándola fijamente, hasta que capté la mirada horrorizada de Berta. Me quité la goma de la boca y asentí.
—Sí, me forzó una bestia inmunda.
Berta exhaló un gemido contrito, apretó los labios conteniendo sus emociones y no pudo evitar abrazarme. Fue en ese momento cuando las lágrimas pugnaron por salir. Sin embargo, no lo permití. Tenía que ser fuerte.
—¿Fue lo que malogró tu embarazo?
Asentí y volví a reclinarme contra la almohada. No quería seguir respondiendo sus preguntas. Ya habría un momento para recordar, cuando tuviera a esa bestia frente a mí, no antes.
—Haré lo que pueda por ti, muchacha. Perdiste al niño, pero tu matriz está inflamada y supura inmundicia, señal de que quedan restos en tu interior. Eso provoca la infección, y es lo que voy a intentar expulsar de tu cuerpo. No será agradable, pero es de vital importancia si quieres vivir.
—Quiero vivir —pronuncié tajante.
—No me vendrá mal la ayuda de la santa Madonna, es hora de que te encomiendes a ella. No es una intervención fácil, el sangrado es un riesgo y tu debilidad otro. Pero al menos veo que tu espíritu es fuerte y pareces valiente.
—No me queda más remedio que serlo.
Volví a encajar entre mis dientes la goma y me tensé.
La mujer me sonrió. Creí percibir admiración en su gesto.
—Bien, vamos a ello. Aguanta, muchacha.
Sentí cómo aquella cucharilla se introducía en mi carne. La partera la manejaba con brusca pericia contra las paredes de mi más tierno interior, consiguiendo que yo mordiera con saña la goma. Y, aun así, mis gritos emergieron sofocados, desgarrando el silencio. Estrujé las sábanas de áspero lino entre los puños y me retorcí apuñalada por un dolor atroz.
—¡Sujétala contra la cama! —ordenó agitada la partera.
Berta me afianzó sobre el colchón aferrando mis caderas con fuerza.
—Pronto pasará el dolor, ya verás.
Gruñí acometida por punzadas lacerantes y me debatí huyendo de aquella agonía.
Noté cómo mis muslos se empapaban en sangre y cómo imprecaba la partera ante mi resistencia. Intenté mantenerme quieta, pero mi cuerpo se retorcía incluso contra mi voluntad.
Hubo un momento en que el dolor fue tan agudo que mi cuerpo se quedó laxo, como si se hubiera acorchado, como si hubiera alcanzado el límite de lo soportable. Poco a poco, esa laxitud se acrecentó y pude sentir agradecida cómo un intenso sopor me alejaba de allí.
—Gracias a Dios, la adormidera ha hecho su efecto.
Tras esa frase, una mano me acarició el rostro. Fue lo último que sentí.