CAPÍTULO 31

Libro cerrado

PIEZAS QUE NO ENCAJAN

El lívido rostro de Gina nos dio la bienvenida con semblante ansioso y mirada inquieta.

Nos condujo a su salón y, frotándose nerviosa las manos, nos encaró casi en actitud hostil, aunque fue en mí en quien volcó todo su reproche.

—No debería haberte dejado entrar aquel día —se lamentó indignada—. Ahora tienes la responsabilidad de dejar mi vida como estaba antes de que entraras en ella.

—Gina, esa es mi intención, se lo aseguro. Pero para eso debe colaborar con nosotros y no ocultarnos nada.

—Cuéntenos lo sucedido —pidió Luca con suavidad y mirada consoladora.

La mujer suspiró apesadumbrada y se sentó con las manos entrelazadas sobre el regazo. Le temblaban.

—Es…, oí ruidos en la cocina, hay una puerta que da al canal por donde antiguamente entraba el servicio. No quise levantarme, diciéndome que eran crujidos de la madera o quizá de las tuberías, pero no pude dormirme. Al final, logré armarme de valor cuando oí pasos en la escalera. Suelo dejar entreabierta la puerta de mi alcoba, así que me asomé por la abertura y a punto estuve de dejar escapar un grito cuando vi una sombra descendiendo sigilosa los escalones. Decidí esconderme bajo la cama y esperé hasta que despuntó el alba para salir. No he pasado tanto miedo en toda mi vida.

—¿Ha echado en falta algo? —preguntó Luca, todavía de pie.

La anciana asintió queda, componiendo una mueca incómoda y pesarosa.

—Sí, nada de valor realmente, pero había una carta, tan hermosa que la releía continuamente, aunque llevaba tiempo sin hacerlo. Sabía que iba dirigida a ella, la nombra: «Alonza», «mi Alonza». —Suspiró nostálgica y sacudió la cabeza. A continuación, me miró mordiéndose incómoda el labio inferior—. Temí que, si te confesaba su existencia, me la arrebatarías. Estaba en un viejo baúl en el desván con un documento que también se han llevado.

—¿La carta estaba firmada?

—Solo había dos iniciales: una «L» y una «A», bellamente entrelazadas.

—¿Y el documento? ¿De qué se trataba?

—Era una partida de nacimiento…

Luca y yo nos miramos conteniendo el aliento.

—Y de defunción.

—¿Alonza? —inquirí con un nudo en el estómago y la garganta seca.

—Sí, murió en 1648 tras dar a luz a su hija Chloe.

Dejé escapar un gemido consternado y miré demudada a Gina.

—Esa… esa información…, esos documentos pertenecen a mi familia —repliqué ofuscada por la ocultación de algo tan relevante.

Gina tuvo la decencia de bajar la vista y mostrar cierto arrepentimiento.

—No te conocía de nada, y aunque dudé si revelártelo, cuando vinisteis el otro día me asusté.

Respiré hondo y asentí. Aquella mujer tan apegada a sus cosas, solitaria y recelosa, simplemente había temido que su mundo cambiase, no podía culparla de su silencio. Le cogí la mano y la enterré entre las mías.

—Comprendo, Gina. Ahora debe serenarse y confiar en nosotros. —Reprimí una mueca de culpabilidad a tiempo, pues si no hubieran entrado ellos lo habría hecho Luca—. Ya tienen lo que buscaban y no volverán a molestarla. De todos modos, instale alarmas por su seguridad y su tranquilidad.

Luca tomó asiento frente a nosotras en un anticuado butacón de terciopelo verde oscuro y miró a la anciana con una sonrisa dulce.

—Gina, ha mencionado que leía a menudo esa carta —comenzó con voz pausada y suave—, ¿podría transcribirla?

La mujer compuso un mohín caviloso e indeciso y finalmente asintió sin mucha convicción en su gesto.

—No la recuerdo completamente, solo algún párrafo suelto.

Rebusqué en mi bolso el bloc de notas que siempre llevaba y se lo ofrecí junto con un bolígrafo.

—Necesito pedirle de nuevo el favor de que me permita registrar ese desván. Le prometo que si encuentro algo se lo haré saber y, sea lo que sea, pagaré lo que usted me pida.

La mujer suspiró hondo y asintió pesadamente.

—Vayan, intentaré hacer memoria mientras tanto.

Nos levantamos y la dejamos sola apelando a su memoria y quizá todavía luchando contra su desconfianza.

El desván se encontraba en un altillo del tercer y último piso del edificio. Era un espacio abuhardillado, penumbroso y polvoriento. Blanquecinas telarañas pendían de las vigas, bamboleantes ante las corrientes de aire, pero tan sólidas y elásticas que mantenían su forma con orgulloso empeño frente a la extraña brisa que nos acompañó al entrar. Era como si el plateado telón de un teatro se abriera para mostrarnos el escenario que encerraba.

Varias cajas se apilaban en un rincón con rótulos precisos de su contenido. Muebles cubiertos por sábanas, percheros, sillas, cuadros…, todo podía adivinarse por la forma. Una pequeña ventana emergía en la unión del tejado a dos aguas, proyectando una luz desvaída que incidía en un objeto en particular, resaltándolo del resto. Un baúl antiguo, seguramente de madera de nogal, con correajes de latón oxidado y un candado cubierto de herrumbre del que sobresalía una llave en similar estado.

—Muy místico, ¿no te parece? —comenté embebida en el haz de luz con motitas de polvo suspendidas como minúsculas perlas lamidas iluminadas por la luna.

—Demasiado.

Miré confusa a Luca, frunciendo el ceño con desconcierto.

—¿No te parece una escena sacada de una película de misterio?

—Es un desván como cualquier otro —musité derramando de nuevo la mirada por cada rincón sin apreciar ninguna anomalía. Era tan solo un desván abarrotado de muebles y objetos en desuso.

—A mí me parece un decorado, es muy… cliché —adujo él receloso.

—¿Adónde quieres llegar?

Luca dio un paso hacia delante y alargó el brazo abarcando todo el espacio.

—Fíjate bien, ¿no ves un cierto orden?

—Y ¿qué tiene eso de malo?

—Lo normal es arrinconar los muebles pesados al fondo, o apilarlos con cuidado y cubrirlo todo con una sábana o lo que sea. En cambio, están diseminados alrededor del baúl, de cara a la puerta, como si fueran los coristas de la vedete principal: el baúl, que además han colocado teatralmente bajo la luz de la ventana con el claro objeto de atraer nuestra atención sobre él. También se han esmerado en el aspecto del baúl: le han aplicado una pátina que le da el aspecto de viejo. Pero quizá han olvidado que soy también anticuario, y esa pieza tiene a lo sumo unos treinta años, no más: esas bisagras son relativamente actuales. Es tan solo una burda pieza de imitación de un baúl antiguo.

—Me maravillan tus elucubraciones, pero tampoco entiendo qué hay de extraño en eso. Quizá Gina lo viera y lo adquiriera y no sea parte de la casa, simplemente lo dejó ahí de manera casual.

Negó con la cabeza y me sonrió perspicaz.

—No hay nada casual aquí —aseguró rotundo—. Si te fijas —apartó una telaraña con la mano y se frotó las palmas—, las telarañas son reales, pero sobre las sábanas no hay una mota de polvo. Quieren llevarnos hacia el baúl, por eso dirigen nuestra atención hacia él, lo camuflan para hacernos creer que es del siglo diecisiete y nos conducen con mano invisible hacia donde ellos quieren.

Caminó en su dirección, lo abrió y se asomó a su interior.

—Quizá haya subido los muebles hace poco —planteé acercándome a él.

—Y ¿no se molestó en quitar las telarañas? No, esto es lo que parece: un escenario cuidadosamente diseñado para embaucarnos. E imagino que lo que hay aquí dentro es lo que quieren que encontremos.

Se agachó junto al baúl y comenzó a extraer papeles, alguna baratija y un libro de encuadernación cosida y tapa rugosas y hoscas en piel curtida y seca. Lo abrió y comenzó a pasar las gruesas páginas apergaminadas de un desvaído color amarillento. Su rostro mostró interés y asombro.

Parecía un libro de botánica, repleto de ilustraciones de diversas hierbas con un texto abajo que explicaba sus diferentes usos, cuidado y localización.

Y entonces comprendí qué libro era y de quién.

Luca me clavó una mirada suspicaz y suspiró quedo. Pareció meditar con la vista perdida en un punto indefinido y, tras un resoplido, examinó más concienzudamente el ajado volumen.

—¡Qué amables! Me regalan el libro de anotaciones de Lanzo. Todo un detalle —masculló mordaz.

Me lo entregó y se puso en pie con los brazos en jarras, observando con agudo interés cada rincón del desván.

—¿Crees que Gina está involucrada en esto?

—Creo que anoche el intruso o los intrusos la amenazaron y la obligaron a ser partícipe de este engaño. Por eso nos ha llamado y nos ha hecho venir. Cuando vinimos nosotros se negó en redondo a dejarnos inspeccionar su casa; es más, nos echó de aquí. Y ahora nos llama en lugar de avisar a la policía. No tiene mucho sentido, ¿no?

—No —acepté—, pero también puede que no quiera más complicaciones. Ella solo desea recuperar la tranquilidad que tenía antes de conocerme.

—Y yo se la quiero dar. Pero era incapaz de sostenernos la mirada, y este desván me ha revelado más cosas de las que ellos pretendían mostrarme.

—Te subestiman.

Luca me dirigió una sonrisa pendenciera que me encandiló.

—Y no saben cuánto todavía.

Caminó hacia el fondo del desván y comenzó a inspeccionar el suelo con suma atención. Fue retrocediendo en oblicuo siguiendo unas marcas de arrastre hasta toparse con lo que parecía un armario de dos puertas cubierto por una sábana. Tiró de ella, descubriéndolo, y alzó una ceja indagador.

—Ayúdame a moverlo —pidió decidido.

Arrimé mi hombro a uno de los extremos y empujamos al unísono en la misma dirección. El recio armario crujió quejoso, pero cedió lentamente a nuestro avance.

Luca chasqueó complacido la lengua al descubrir una pequeña trampilla.

—¿Cómo sabías que este armario podía ocultar algo?

—Es el mueble más pesado de todos, y fue el que arrastraron intencionadamente y sin razón aparente a este punto en particular, por algún motivo «de peso». —Me guiñó el ojo ante su agudeza con gesto burlón y prosiguió—: Lo que hicieron para que no se viera tan extraño y solitario en mitad de este espacio fue acompañarlo con muebles diversos y conformar el decorado en torno al baúl.

Nos pusimos en cuclillas y Luca introdujo los dedos en la presilla metálica que delimitaba el encaje de ese tablón del suelo con el resto. Aun así, no cedió. Se inclinó para inspeccionarla.

—Parece que la placa de metal tiene un pequeño orificio —comprobé pasando la yema de mi índice sobre ella—. Quizá sea una minúscula cerradura.

—Lo es —afirmó él frunciendo el ceño. De repente su mirada se iluminó y comenzó a rebuscar en el bolsillo trasero de sus vaqueros con torpe urgencia—. No puede ser…

Lo miré intrigada cuando extrajo un delgado filamento metálico con extraños salientes. Parecía una nota musical, una semicorchea plateada invertida.

—¿De dónde…?

—Estoy tan sorprendido como tú. Es el alambre que extraje de la pieza de vidrio de mi jarrón.

Abrí la boca atónita cuando Luca encajó el filamento en el orificio a modo de llave. Lo hizo girar y oímos con claridad un suave chasquido.

—¡Joder, no puedo creerlo! —exclamó estupefacto—. El destino está de nuestra parte.

Me dirigió una sonrisa entusiasmada. Su mirada refulgió excitada.

Tiró con fuerza y el madero cedió quejumbroso. Dejó la tabla a un lado y se inclinó lateralmente, introduciendo la mano y el antebrazo bajo el suelo, palpando a ciegas.

—Creo que he tocado algo.

Encogió el gesto prolongando su esfuerzo y se afanó por sacar lo que había encontrado. Lo extrajo con un gruñido victorioso y me lo mostró.

Era un cilindro metálico con una especie de tapa unida con cadena al extremo de la abertura. Luca tiró con suavidad y cedió ligeramente; otro tirón más fuerte finalmente la arrancó.

Nos miramos graves y expectantes. Una invisible serpiente reptó por mi espalda y se enroscó en mi nuca.

Luca introdujo dos dedos y arrastró al exterior su contenido. Contuve la respiración cuando del cilindro emergió un pergamino enrollado con una cinta roja. Deshizo la lazada, que parecía acartonada por el tiempo, y desenrolló el ajado documento, que se negaba a perder su cilíndrica forma.

Tragué saliva y la impaciencia me corroyó.

Me puse a su lado y paseé la vista por el pergamino.

—Es un acta matrimonial —leyó Luca.

Cuando leí los nombres de los contrayentes, dejé escapar una exhalación sorpresiva.

—Jamás lo habría imaginado —murmuré impávida.

—«Fabrizio Rizzoli contrae matrimonio con Rosella Brunetti en el año de Nuestro Señor de 1613 en la catedral de San Marcos».

—¿Brunetti? ¿Es… fue cuñado de Carla, de ahí proviene su odio? —especulé—. No cabe duda de que tuvo que ocurrir algo muy grave entre ellos.

—Bastante grave —concordó Luca—, ya lo leerás.

Despegó otro pergamino y leyó lo que parecía el dictamen de un juez:

—«Se juzga a Fabrizio Rizzoli por la acusación presentada contra él por delito de estupro contra la joven Carla Brunetti, añadiéndose el delito de adulterio y reclamo por parte de la familia Brunetti de la devolución total de la dote y los bienes adquiridos a raíz del enlace».

Se interrumpió mirándome pensativo. Su ceño se acentuó y sus ojos se abrieron como platos revelando su asombro mientras leía en silencio el acta.

—Eso fue lo que…

—¿Qué?

—No deseo adelantarte nada, Alessia.

—¿Estupro? —inquirí, desconocedora de ese término legal.

—El estupro es un delito sexual que se produce cuando alguien, generalmente mayor de edad, mantiene relaciones sexuales con una persona adolescente que consiente la relación.

Alcé las cejas asombrada y a mi mente acudieron toda clase de hipótesis sobre lo acontecido entre ellos.

Luca continuó leyendo:

—«Se declara al acusado inocente de todos los cargos, considerándose justificado el amancebamiento con la joven mencionada en el auto. Se aporta a este caso un pacto firmado por ambas partes, en el cual, y dado el incumplimiento conyugal de la esposa, la familia Brunetti, ante el reclamo del acusado, conviene en cederle a su hija menor, de once años de edad, para que satisfaga los compromisos carnales que su hermana mayor se niega a procurar, tal como se estipula en el derecho romano y en los mandamientos de la Santa Madre Iglesia».

—Es aberrante —murmuré ofuscada.

—Hoy lo es, entonces era común.

—Pero si ya le había dado tres hijos —repliqué confusa—, había cumplido con creces sus deberes conyugales, ¿no?

—Ella nunca los cumplió, como bien dice el auto.

Abrí la boca sobrecogida por aquella revelación.

—¿Carla es… fue…?

—Sí. Fue el objeto que todos usaron para sus intereses. Pero la historia aún acabó peor.

Me compadecí profundamente de ella. A pesar de llevar tanto tiempo muerta, la sentía tan cercana como al resto de las personas que habían rodeado la vida de Alonza. Aquel diario los resucitaba con tanta viveza que sentía como propias sus historias.

—No entiendo por qué lo acusan de estupro si habían sellado un pacto previo —murmuré reflexiva—. No tiene sentido.

—El pacto lo firmó el padre de Carla. Cuando este murió, su madre intentó liberarla. Fue cuanto se le ocurrió.

—¿No habría sido una opción más sensata por parte de Fabrizio anular el matrimonio por no consumación y tomar como esposa a Carla?

—Es que hubo consumación en la noche de bodas. Rosella fue violada y golpeada por su flamante esposo.

—Comprendo que no quisiera repetir —repuse sofocando un escalofrío—. Y ¿no pudo Rosella pedir ayuda? No sé…, ¿declararlo nulo por agresión?

—En aquellos tiempos, la esposa era propiedad del marido, su dueño y señor, y lo único que podría haber hecho era huir. Ningún tribunal de la época condena la agresión a la mujer por parte del esposo o padre ni la asiste en nada.

Mi ofuscación crecía, aunque comprendía que la sociedad del siglo XVII, por fortuna, nada tenía que ver con la de ahora, y que, por tanto, mi mentalidad nada tenía que ver con aquel entonces. Sin embargo, me enorgullecía saber que habían existido mujeres con el coraje suficiente para enfrentar aquella sociedad machista y patriarcal. Y que una de ellas fue mi antepasada.

—Lo que también me parece atroz es que, conociendo el motivo de rechazo de su hija mayor, el padre le entregue a esa bestia a su hija menor.

—Todo se reduce al tema económico. Imagino que no estaban en disposición de asumir una demanda con compensación. No lo sé, Alessia, me parece tan sórdido como a ti. Pero, por desgracia, así eran las cosas antes. La mujer era tan solo una moneda de cambio.

—Carla debió de vivir un infierno —murmuré apenada.

—Lo vivió, sí, y eso la convirtió en una mujer fuerte, valerosa y libre —aseveró Luca con un marcado deje de admiración—. Dicen que los grandes guerreros se curten en las más feroces batallas. Ella y Alonza son un claro ejemplo.

Y en aquel momento me avergoncé ante la decisión de abandonar una vida a la que ya no le encontraba sentido alguno. Quizá cegada por el abatimiento que día a día había hecho mella en mí, como una gris polilla en la madera de mi corazón. Pero la vida, la vida siempre sorprendía, zarandeaba y te giraba para que retomaras un nuevo camino. Y quizá incluso todo lo que en un principio consideré una desgracia no era sino el cambio a algo mucho mejor. Si mi marido no me hubiera engañado, quizá yo nunca habría accedido a ir con Luca. El destino elegía caminos a veces desoladores para reconducirte al correcto. Y, mirando a aquel hombre, supe que él era mi camino, que aquel diario era la puerta que me había conducido a él, y que conocer a Alonza inflamaba mi alma de orgullo y fuerza. Que todo tenía un porqué y que nada abre más los ojos que una profunda oscuridad.

Sentí la mirada de Luca fija en mí y esbocé una sonrisa cautivada.

—Bendito el día que llegaste a mí.

—Bendito el día que te descubrí.

Apoyada en su hombro, lo miré afectada; él inclinó el rostro y me besó la frente. Cerré los ojos y suspiré arrobada.

—Hay otro documento y una nota —señaló con extrañeza.

Era un listado con nombres tachados y solo uno rodeado por un círculo: Lanzo.

Miré a Luca, que observaba anonadado aquel pergamino.

—¡La famosa lista negra! —exclamó impávido.

Había diez nombres. Solo reconocí a Claudio Monteverdi, Fabrizio y Lanzo, Simone Gabini, el inflexible abogado de los Rizzoli, Piero Rossi, y un nombre que recordé como el profesor de biología de Lanzo: Johann Georg Wirsung.

—Hasta donde llevo leído, solo reconozco a seis.

Se los señalé con el índice y me encogí de hombros ante los otros cuatro.

—Dos eran dramaturgos y los otros dos humanistas. Todos ellos eran los miembros de la Sociedad de la Niebla, los que fueron asesinados en 1643, en pleno carnaval.

—¿La misma noche?

—No, Monteverdi murió meses después, en noviembre, creo recordar. Lanzo tampoco, desapareció en la batalla de Creta dos años más tarde. El resto, esa noche de carnaval.

Otro escalofrío me sacudió. Me abracé a mí misma y aquel desván comenzó a perder la nota de teatralidad intencionada para teñirse de un aura lúgubre cargada de revelaciones siniestras.

—Si esa lista estaba escondida en esta casa y fue tachada de ese modo, está claro que la escondió el autor de los asesinatos, autora me temo —conjeturé—: Carla o Alonza. Tendría sentido que ambas excluyeran a Lanzo. Y, puesto que el otro día me aseguraste que no fue Alonza, el misterio queda resuelto.

—Cierto —se limitó a musitar concluyente—, y esta lista escondida en su desván lo demuestra. En cuanto al modo, solo puedo anticiparte que fue tan brillante como trágico.

—Pero ¿por qué?

—El motivo está en el diario.

Luca giró el pergamino y reparó en unas pequeñas y apenas visibles letras en la esquina inferior izquierda que conformaban una inquietante frase. Entornó los ojos y leyó:

—«Flores frescas sobre su tumba y un secreto bajo ella».

Nos miramos intrigados. Luca frunció el ceño concentrado en sus propias cavilaciones. Releyó la frase para sí y sacudió la cabeza.

—Es una pista —afirmó rotundo.

—Y ¿la nota qué dice? —interpelé curiosa.

—Es una dirección, Arquada, un pintoresco pueblo cerca de Padua. La escribió Alonza, es su grafía. Ahora se llama Arquà Petrarca en honor al poeta.

Oímos la voz de Gina, que subía por la escalera, y Luca se apresuró a enrollar los pergaminos, los metió en el cilindro y los ocultó en la cinturilla de sus vaqueros bajo su camisa, a un lado de su cadera.

—¡Aprisa, sal y entretenla!

Me precipité hacia la puerta y bajé el primer tramo de escaleras tosiendo violentamente. Me la topé en aquel rellano.

—¡Querida! —musitó preocupada—. ¿Qué te ocurre?

—El… polvo…, soy alérgica… —Tosí abruptamente y boqueé con un sonido sibilante simulando que me faltaba el aliento—. Necesito agua, por favor.

Gina me tomó del brazo, me ayudó a bajar la escalera y me condujo hasta la cocina. Allí, me ofreció agua y la bebí de un solo trago, jadeando aliviada.

Comenzó a abanicarme con la mano y yo sonreí agradecida.

—Me encuentro mucho mejor, gracias, Gina.

Al cabo apareció Luca, algo sudoroso y despeinado, pero con una sonrisa tan cómplice y traviesa que serpenteó en mi estómago. Llevaba en la mano el libro de hierbas de Lanzo.

—Solo hemos encontrado esto que sea de nuestro interés —confesó acercando el volumen a la anciana.

—Pueden quedárselo, es solo un libro de botánica antiguo.

—Muy amable, Gina, ¿pudo recordar la carta de Lanzo?

La mujer metió la mano en el bolsillo de su chaqueta de punto granate y le entregó una hoja doblada.

Luca la desdobló y paseó curioso la vista sobre ella. Acto seguido, esbozó una sonrisa complacida y asintió satisfecho.

—Gracias de corazón, Gina, no imagina lo importante que es para nosotros desenterrar el pasado.

Tomó la mano de la mujer y se la llevó gentil a los labios. Aquel caballeresco gesto, acompañado de su penetrante mirada, turbó a la anciana y le arrancó una sonrisa encandilada y un tímido rubor a sus ajadas mejillas.

—No volveremos a molestarla, pero no olvide instalar alarmas para su completa tranquilidad. En cualquier caso, no dude en llamarnos si nos necesita.

Gina se volvió hacia mí y yo le estreché la mano afectuosa.

—Lamento haber enturbiado nuestro encuentro, Gina. Como dice Luca, estamos a su disposición.

Abandonamos la casa de la mano, con paso raudo y mirada alerta.

Llegamos a una cafetería, junto a un banco, y Luca me dejó sentada en la terraza mientras pasaba a la sucursal a consultar el ingreso.

—Siempre está atestado, aprovecha para leer un poco, estoy ansioso por que lo termines.