CAPÍTULO 13

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ATRAPADA POR EL DESTINO

Pasó el tiempo, y aunque rocé el umbral de la muerte en varias ocasiones, subyugada por fiebres altas y dolores espantosos, no consiguió llevarme consigo. Luché hasta el límite de mis fuerzas, pronunciando el nombre de Lanzo en mis delirios, suplicándole que me abrazara. No podía morir si no era entre sus brazos. Y así, esperándolo, evité a la Parca, que con tanta tenacidad me seguía.

Mi recuperación fue lenta, larga y difícil. La partera solía acudir a visitarme para controlar mi estado y admirar maravillada mi lucha por vivir. Bromeaba comparando mi batalla con la narración bíblica de David y Goliat. En mis escasos momentos de conciencia, recordaba su voz alentándome: «¡Vamos, muchacha, apunta bien con la honda!». Habría sonreído de haber podido, pues yo siempre apuntaba y disparaba piedras cuando la fría negrura me oprimía más fuerte que de costumbre.

El día que pude levantarme de la cama y dar unos titubeantes pasos, Berta y Aldo lloraron emocionados. En efecto, durante esa larga convalecencia me había convertido en esa hija que nunca tuvieron, y ellos, en los padres que yo tan pronto perdí. Mi gratitud se había convertido en un cariño profundo por aquellas dos almas puras y nobles que me habían dado tantas oportunidades de sobrevivir. Incluso a costa de perder su propio bienestar.

A pesar de hablar en susurros entre ellos, intentando solventar sus acumuladas deudas por culpa de mis costosos cuidados y remedios, veía en los oscuros cercos que rodeaban sus ojos y en la acusada preocupación que nublaba sus rostros que su situación comenzaba a ser desesperada.

Quizá fue eso lo que empezó a acelerar mi recuperación, pues sentía la necesidad acuciante de ayudarlos.

Delante de mí, sonreían orgullosos y me prodigaban continuos mimos por mis avances. Y yo, con cada gesto recibido, me prometía saldar cada deuda contraída, y no solo eso, sino ofrecerles una vida mejor.

Comencé a comer con más apetito y mi mejoría avanzó a pasos agigantados. Daba pequeños paseos por la zona del brazo de Berta. El primer día que salí me sorprendió comprobar que no estaba en Venecia, sino en Murano, una pequeña isla frente a la ciudad. Descubrí maravillada una profusión de talleres donde fundían vidrio para confeccionar exquisitas y coloridas figuras y objetos de decoración. Resultaba hermoso observar cómo trabajaban el cristal moldeándolo con tan increíble precisión.

—Aldo fue de joven un gran maestro cristalero —comentó Berta mientras nos deleitábamos en el trabajo de un joven aprendiz.

—Y ¿por qué lo dejó?

—No lo dejó —respondió apesadumbrada—. Comenzó a sufrir unos ataques nerviosos que lo convulsionaban en bruscos espasmos. Durante uno de ellos, se quemó con cristal fundido al volcar la matriz. El taller se prendió fuego y él casi muere aquel día. Lo perdimos todo y tuvo que echarse a la mar para poder subsistir.

El muchacho ayudaba a su maestro concentrado sus explicaciones, lo que no impidió que me dedicara una tímida sonrisa al reparar en mí. Berta se alejó para conversar con los trabajadores, evitando que yo oyera su conversación, aunque sabía muy bien que buscaba trabajo.

Contemplé absorta cómo el maestro hacía girar un globo de vidrio azul ensartado a una larga vara hueca y le daba forma con unas pinzas. Luego tomó unas extrañas tijeras y recortó los finos sobrantes. Acto seguido entregó la vara con la pieza a su ayudante y el muchacho se apresuró a introducirla en un gran horno abierto por el que escapaban brasas candentes. Aguardó un instante y la extrajo para acercarla raudo a su maestro. Este la apoyo en la barra de hierro donde la estaba trabajando, la giró un par de veces y, acercando la boca al otro extremo, sopló con fuerza. El globo de cristal aumentó su tamaño y el artesano comenzó de nuevo a darle forma mientras la giraba con cautivadora pericia. Tan ensimismada estaba, que no me percaté de lo cerca que me encontraba de la zona de trabajo.

Una mano apresó entonces mi muñeca, haciéndome retroceder con suavidad.

—Oh, lo lamento, no pretendía ser un estorbo —me disculpé azorada.

—Me preocupa más vuestra seguridad.

La dulce sonrisa del muchacho iluminó un rostro agraciado y complaciente.

—Gracias, ya nos íbamos.

—No es mi intención echaros, podéis quedaros a vernos trabajar.

Me limité a asentir y me aparté ligeramente, pero él me siguió tras dirigir un rápido vistazo a su maestro, que continuaba embebido en su trabajo.

—Nunca os había visto en la isla. Sois de Venecia, ¿verdad?

—Sí, solo estoy de visita.

—Mi nombre es Leonardo Boccia. Si lo deseáis, puedo mostraros los rincones más bonitos de Murano.

Lo miré algo sorprendida y negué con una sonrisa para suavizar el rechazo.

—Os lo agradezco, pero mis parientes ya se encargan de eso.

Volví a girarme cuando de nuevo él se puso frente a mí, bloqueándome el paso.

—¿Puedo saber al menos vuestro nombre?

—No entiendo para qué.

—Para que, cuando os sueñe, no os apode Hada de Cristal.

Agrandé los ojos turbada por su atrevimiento. Sentí las mejillas arreboladas, pero logré sostener su penetrante mirada.

—Alonza.

—Vuestra apariencia es tan etérea, tan frágil como el vidrio que moldeamos.

—Sin embargo, soy muy resistente y poco moldeable —espeté altiva.

El joven sonrió complacido y se apartó para dejarme pasar.

—Pasaos por aquí cuando deseéis, me encantará enseñaros lo que sé hacer.

Detecté un brillo travieso en su mirada que evidenciaba la doble intencionalidad de sus palabras. Fruncí el ceño y me alejé con la espalda erguida hacia Berta.

Estaba en un rincón, hablando con un hombre de aspecto ladino. Se apresuró a terminar la conversación cuando me sorprendió acercándome.

—Estoy cansada, me gustaría regresar a casa.

—Claro, vamos.

En el camino de vuelta, Berta me contó que Aldo había ido a Venecia a cumplir un encargo de su patrón, y que aprovecharía para preguntar de nuevo por Lanzo y Concetta.

—He pensado que, si averiguara su dirección en Padua, podría escribirle una carta explicándoselo todo.

—Es justo lo que pretende descubrir Aldo. Y es un hombre tenaz, te lo aseguro. Yo creo que rechacé su cortejo al menos en una docena de ocasiones y, mírame, llevamos toda una vida juntos. Por cierto, ¿qué te ha dicho el guapo aprendiz? He visto que hablabas con él.

—En realidad era él quien hablaba conmigo —respondí con desidia.

—Alonza, eres una muchacha muy hermosa, y aunque te falta carne sobre los huesos, algo que pienso remediar muy pronto, tendrás que acostumbrarte a llamar la atención de los hombres.

—Son ellos los que no llaman mi atención. Mi corazón ya tiene dueño —aduje con firmeza.

Berta asintió conforme, aunque no pudo evitar traslucir en su gesto una nueva preocupación hacia mi persona, esta vez dirigida a mi corazón.

Caminamos el resto del trayecto en silencio, ambas sumidas en nuestras propias preocupaciones.

Llegué cansada, pero me negué a meterme en la cama. Ayudé a Berta a preparar la comida y oculté mi debilidad con sonrisas animadas. Mientras cortaba verduras, maduré un plan para encontrar trabajo y poder solventar así las deudas adquiridas y ahorrar para mi viaje a Padua.

Estábamos a la mesa sirviendo la sopa cuando Aldo apareció en el umbral. Por su semblante, supe que no traía buenas noticias. Tragué saliva y respiré hondo.

Me miró de soslayo mientras se lavaba las ajadas manos en la jofaina, temeroso de revelar su descubrimiento. Aquel huidizo gesto aceleró mi pulso, su atribulada expresión me constriñó el pecho. El miedo comenzó a latir casi con más rotundidad que mi propio corazón.

Soporté paciente su intencionada demora por sentarse a la mesa. Mis crispados dedos se frotaron unos contra otros y mis pies se movieron inquietos. La ansiedad me corroía.

Descubrí en Berta el mismo desasosiego que me apresaba a mí. Ambas nos miramos nerviosas. Cuando Aldo se sentó a la mesa, nos miró detenidamente un instante. Su rictus se estiró tenso, sus ojos se preñaron de tristeza, su estrangulada exhalación me alertó, advirtiéndome de que las palabras que estaba a punto de pronunciar serían vitales para mí.

—Alonza —comenzó mirándome con gravedad—, no traigo buenas nuevas para ti, me temo.

—¡Habla de una vez, viejo tonto! ¿No ves que le falta el aliento? —exigió Berta ceñuda, colocando las palmas sobre la mesa.

Aldo oprimió los labios y asintió compungido.

—Lanzo va a ser padre…, por eso lo obligaron a casarse.

Un fulminante acceso de furia me atravesó y me dejó trémula y jadeante. Ahora sabía que todo era una patraña, Lanzo jamás tocaría a Bianca, jamás se casaría con ella, aunque el diablo lo obligara. Tenía que salir de allí como fuera e ir a buscarlo. Clavé la mirada en el rugoso tablero de la mesa, en mi cuenco de madera humeante, cavilando sobre aquel urgente viaje. Cuando alcé la vista y me topé con la preocupada mirada de mis ángeles particulares, sonreí ante su completo desconcierto.

—Necesito la dirección de Lanzo en Padua.

—Ese muchacho te cree muerta, está casado y va a ser padre —arguyó Aldo mirándome a los ojos—. ¿Tan importante es para ti como para romper una familia?

—Rompería Venecia entera por él —respondí tajante. Apreté los puños y me puse en pie, mirándolos alternativamente—. Y no voy a romper nada porque nada hay, porque todo esto es una farsa bien urdida, un complot de Fabrizio para no perder otro jugoso contrato comercial y nobiliario. No, no van a engañarme, ¿me oís? Conozco a Lanzo porque está aquí —me señalé el pecho—, y de aquí no saldrá jamás, como yo no saldré de él. Está atrapado en la mentira y yo lo rescataré de ella.

—¡Alonza, has de entrar en razón, te lo suplico! —exclamó Berta vehemente—. Ese muchacho pertenece a una familia poderosa, una familia que ya te condenó a muerte y que no volverá a dudar ni un segundo en cargar contra ti si interfieres en sus vidas. Acepta lo que el destino ha decidido, no te expongas. Eres muy joven, muchacha, te enamorarás de nuevo.

—Pero Lanzo…

—No —me interrumpió ella poniéndose en pie y mirándome furiosa—. Lanzo ha decidido dejarse embaucar y ni se ha molestado en saber de ti. No merece que vuelvas a jugarte la vida por él.

—¡No sabemos qué le dijeron, no voy a renunciar a él! ¡No hasta saber la verdad de todo esto!

—¡La verdad ya te la ha dicho Aldo!

—¡No —casi grité indignada—, la verdad tendré que verla con mis propios ojos!

—Padua no está muy lejos —murmuró Aldo abatido—, pero nosotros no podemos viajar ahora.

—Ni yo os lo pediría. Bastante habéis hecho ya por mí.

A Berta le brillaron los ojos y apartó la mirada, conteniendo infructuosamente la emoción.

—No puedes ir tú sola, apenas eres una niña —repuso soliviantada.

—No, la vida me ha convertido a golpes en una mujer.

Había tomado una decisión y la llevaría a cabo. No tenía nada que perder ya. En mis devaneos con la muerte, la había aceptado como fiel compañera de viaje. En cuanto a la vida, sin Lanzo, perdía brillo. Sin ese amor que me había rescatado del infierno, poco importaba ya lo que fuera de mí. Según aquella partera, jamás podría tener hijos y, según yo, jamás podría volver a amar.

—Regresaré —prometí con lágrimas en los ojos— y os recompensaré con creces.

—Nuestra única recompensa es que regreses sin más —musitó Aldo poniéndose trabajosamente en pie.

Berta me estrechó entre sus brazos y Aldo nos abarcó entre los suyos a las dos. Permanecimos un largo instante abrazados envueltos en llanto, asumiendo mi pronta partida y prodigándonos el profundo afecto que nos había unido.


Accedí a que Aldo me organizara el viaje. Un antiguo compañero de trabajo, dueño de uno de los talleres de vidrio, solía ir a Padua a por materiales una vez al mes. El hombre había accedido a llevarme y ya solo quedaba una semana para la partida.

Durante esos días, solía salir a pasear con bastante asiduidad aprovechando los últimos días de un verano ya mortecino. Y todos y cada uno de mis paseos eran interceptados por el díscolo discípulo de aquel taller, que se había empeñado en arruinarme mis salidas en solitario.

Leonardo Boccia era un incansable joven con dos grandes defectos: la sordera y el egoísmo. Por más que yo le dijera que me dejara tranquila, él solo se atenía a sus propios deseos: perseguirme con una perorata interminable que aceleraba mis pasos y acentuaba mi ceño.

No obstante, no cejaba en su curioso cortejo. Aquella tarde logró desconcertarme con un inusitado cambio de actitud. Caminaba a mi lado cabizbajo y silencioso, y, aunque con mucho, era preferible a su continuo parloteo, no pude evitar indagar qué le pasaba.

—Me he estado preguntando qué hay de malo en mí —respondió alzando sus ojos avellanados.

—Y ¿por qué te haces semejante pregunta?

—Por cómo me tratas —adujo apesadumbrado.

Aquello me hizo mirarlo con sorpresa. ¿Dónde estaba su habitual bravuconería?

—Solo te ignoro.

Leonardo alzó una ceja y chasqueó la lengua.

—Por eso mismo —aclaró contrariado—. Nunca me había ocurrido con ninguna otra chica.

—En ese caso, es más fácil que pienses que el problema lo tengo yo.

—Y ¿qué problema es ese?

—Uno que no te incumbe, pronto me iré de aquí.

—A Padua, lo sé.

—Pues entonces sabrás que pierdes el tiempo.

El joven negó con la cabeza y esbozó una sonrisa suficiente.

—No he perdido ni un solo instante contigo —repuso orgulloso—, puesto que, mientras yo hablaba y tú ni te molestabas en mirarme, he absorbido cada uno de tus rasgos. Algún día moldearé un hada de cristal con tu rostro.

—Entonces, ¿soy tu musa?

Leonardo me contempló con inquietante profundidad.

—¿Acaso puedo aspirar a algo más?

—No —respondí con franqueza.

—Quién sabe, Alonza, quién sabe… —masculló soñador—. Mi maestro suele decir que el vidrio es como la vida: gira sin parar y en cada giro se transforma y cambia de color. Quizá a mi sueño solo le falten unos cuantos giros para hacerse realidad.

No pude evitar sonreír ante su conmovedor optimismo.

—Es una excelente comparación —repliqué frente a él—, pero en mi caso el vidrio ya está moldeado y lo hago girar yo.

—Afortunado el artesano que logró moldearte —musitó repasando con sus ojos mi rostro.

Su mirada se detuvo en mis labios y no pudo evitar morderse el labio inferior. Luego desvió la mirada hacia el canal y suspiró quedo.

—Mucha fortuna no hemos tenido, espero poder girarla a nuestro favor.

—¿Por eso vas a Padua? —preguntó con la mirada perdida en el horizonte.

Asentí y contemplé la esplendorosa puesta de sol sobre la laguna. Una esfera de oro cobrizo comenzó a sumergirse perezosa en aquel horizonte líquido, tachonando de destellos dorados un sendero que lo despedía como el manto de una Virgen.

—Hermoso —susurré embriagada por el mágico ocaso.

Leonardo se giró hacia mí, me tomó las manos con actitud reverencial e inclinó respetuoso la cabeza antes de alzar su rostro hacia mí.

—Déjame ayudarte, Alonza. Si no puedo albergar ninguna esperanza en lo que a ti se refiere, déjame al menos el consuelo de llevarte a quien supo ganarte. De saberte protegida y querida.

—¿Por qué? —pregunté con aguda desconfianza—. No me conoces.

—Ni yo mismo lo sé, te lo aseguro, simplemente es lo que mi corazón me pide que haga.

Nos sostuvimos la mirada con expresiones contrapuestas. En la de él brillaba la esperanza; en la mía, el recelo.

—No, Leonardo. Pero te lo agradezco.

La desilusión pintó sus facciones, aunque asintió resignado.

—Tendré que pedirle a Dios que vele por ti en mi lugar —murmuró entristecido.

Acercó mi mano a sus labios y besó el dorso con galantería, sumergiéndose en mis ojos.

—Sé que algún día volveremos a encontrarnos, Hada de Cristal.

—Pues hasta ese día, futuro maestro.

Solté mi mano y me alejé de él.


Tras atravesar la laguna hasta la costa en una pequeña embarcación, los hombres alquilaron unas carretas para cargar con la mercancía que pensaban adquirir en Padua. Se tardaba toda una jornada en llegar a la ciudad, y ante la expectación por volver a encontrarme con Lanzo, aquella distancia me pareció interminable.

Acampamos en una arboleda para pasar la noche. Los hombres se sentaron a cenar frente a una hoguera y yo decidí quedarme dentro de la carreta con un simple trozo de pan y algo de queso. Estaba ansiosa por dormirme y que amaneciera, por acortar el tiempo y la distancia, por volver a sentir sobre mí sus hermosos ojos azules. Sin embargo, el sueño no accedió a mis ruegos. Me removía inquieta, me despertaba con el pulso acelerado, sobresaltada por pensamientos que acudían traicioneros susurrándome que no lo encontraría, o que ya no querría saber nada de mí. Entonces, yo me aferraba a los recuerdos para alejar ese implacable desasosiego, aun así, el malestar prevalecía.

Fue una noche larga, mucho más que todo el día anterior traqueteando por la campiña. Pero cuando el sol asomó perezoso, mi ánimo se iluminó con él.

Cepillé animada mi cabello y me lo trencé sobre el hombro. Desayuné con apetito y hasta sonreí a la mañana con un entusiasmo que casi había olvidado.

—Muchacha, da la impresión de que hoy es el día de Navidad y te esperan muchos regalos junto a la chimenea —bromeó el maestro amigo de Aldo.

—Solo anhelo un regalo, y espero que me sea concedido hoy.

El hombre me sonrió comprensivo y me ayudó a subir a la carreta. Me senté junto a él.

—Bien, pues volveremos todos cargados de regalos.

Jaleó a los caballos al tiempo que sacudía enérgicamente las riendas y partimos rumbo a Padua entre chanzas e ilusiones.

Mi mente evocaba sin cesar cómo sería nuestro encuentro, tratando de imaginar su rostro al verme. Ya casi sentía sus brazos en torno a mí. Solo en ellos desplegaría todo el pánico, la soledad y el sufrimiento que había sentido desde que se alejó de mi lado. Y él, con su infinito amor, los borraría con besos y miradas.

No tardamos en llegar a la ciudad, un canal la rodeaba sinuoso. Cruzamos el puente de entrada y nos adentramos en la bulliciosa Padua.

A nuestro alrededor, una explosión de vida emergió entre coloridos tenderetes, vociferantes mercachifles y vibrante algarabía. Por encima del piafar de los caballos se alzaban conversaciones variopintas, los reclamos de los mercaderes atrayendo a clientes, risas de niños y música de trovadores callejeros entonando canciones al ritmo de un laúd.

Escudriñé curiosa entre la gente, quizá esperando verlo por un golpe de suerte. No sabía dónde vivía, pero no importaba; mi destino era la Universidad de Padua, allí seguro que lo encontraría.

—Te dejaremos donde nos pediste y regresaremos al mercado. No creo que puedas esperar más ese regalo. —El maestro me guiñó un ojo cómplice y yo le sonreí ilusionada—. Pero nosotros partiremos a la mañana siguiente. Si deseas regresar, te esperaremos en cuanto salga el sol en la entrada de la ciudad. Si para entonces no estás allí, nos iremos sin ti.

Asentí conforme y recé para mis adentros no tener que buscarlos.

Atravesamos estrechas callejuelas, llegamos al centro justo de la villa, donde se encontraba el palacio del Bo, el suntuoso edificio que al parecer albergaba la prestigiosa universidad.

Cuando la carreta se detuvo frente al hermoso palacio, tuve que obligarme a respirar hondo antes de descender.

—Ha llegado la Navidad, señorita.

—Gracias por el viaje.

—Lo habría hecho igualmente. Suerte ahí dentro.

Sonreí agradecida. El hombre se llevó una mano a su sombrero como despedida y chasqueó con fuerza la lengua para azuzar a los caballos y salió al trote por aquellas empedradas calles.

Me erguí ante el pórtico de entrada, rodeado de soportales, y respiré hondo antes de avanzar decidida.

Me adentré en un amplio vestíbulo, donde varios jóvenes deambulaban entre conversaciones susurradas. Me aproximé al muchacho que repasaba unos pergaminos con bastante concentración.

—Disculpa, necesito encontrar a un alumno de anatomía.

Alzó algo contrariado la vista y frunció el ceño ante mi interrupción.

—Se llama Lanzo Rizzoli —añadí.

—Lo conozco —respondió. Mi corazón dio un salto en mi pecho—, pero desde que se desposó ha desaparecido. Dicen que quizá esté ahora en la Universidad de Bolonia. Era muy brillante, su profesor había sido alumno allí y le aconsejó el traslado.

Parpadeé aturdida. «No, no, por favor…», me dije mientras la desolación comenzaba a acomodarse en aquel rincón de mi ser donde la esperanza había anidado momentos antes.

—¿Dónde… dónde vivía aquí?

—Se hospedaba en un albergue para estudiantes, dos calles más atrás.

—¿Cuánto hace que no lo ves?

El muchacho pareció meditar un segundo antes de dar su respuesta.

—Pues hará unas tres semanas. La última vez que lo vi fue en el anfiteatro de anatomía, asistiendo a una de las clases del prosector Johann Georg Wirsung. Ese día teníamos examen patológico. Desde entonces no he vuelto a verlo. Los rumores que circulan son esos, pero no podría asegurar en modo alguno que sean ciertos. Desapareció de un día para otro, sin decir nada a ninguno de sus compañeros, fue algo muy extraño. También se dice que intentó huir de ese matrimonio impuesto y que no está casado, sino escondido. Pero Lanzo no es de los que huyen, y menos de la paternidad.

Cada palabra cayó sobre mí como piedras de granizo congelado. Agradecí la información y salí de aquel lugar con paso errante y mirada perdida.

Intentaba asimilar cada palabra para forjar un plan, pero la angustia que sentía abotargaba mi mente y desgarraba mi pecho. En efecto, Lanzo no era de los que huían. Pero tampoco de los que se dejaban atrapar con mentiras. Porque, si de algo estaba segura, era de que aquella paternidad impuesta por esa víbora era un ardid para atraparlo. Mientras yo peleaba contra la muerte para regresar a sus brazos, a él lo había enredado en una treta endiablada. Pero ¿qué debían de haberle dicho sobre mí? Debían de haberle contando al menos que había muerto, a saber de qué manera. Y él ¿cómo debía de haber reaccionado? No quería ni imaginar su dolor porque mi corazón se rompía. Pero quizá, sumido en esa terrible desesperación, nublado por el sufrimiento, se había abandonado a su destino, indiferente ya al infierno que lo aguardaba. Pero ¿aceptar al hijo de otro hombre?

Me senté en la escalinata exterior, entre las fornidas columnas, y escondí el rostro entre las manos. Pensé en Bianca y el estómago se me revolvió con acidez. Puede que incluso ni siquiera estuviera encinta, pero, si lo estaba, la posibilidad de que Lanzo la hubiera tocado me repugnaba con tanta virulencia que no podía ni barajarla. No, él jamás… Ni enloquecido por el tormento de mi pérdida se habría arrojado a los brazos de esa arpía.

Me puse en pie algo tambaleante y pregunté por el albergue de estudiantes. Quizá la casera supiera algo más.

Era un edificio modesto pero limpio. Una hacendosa mujer barría la entrada con entusiasta vigor.

—Busco a Lanzo Rizzoli.

Se apartó de un tosco resoplido las guedejas que se le pegaban al rostro y me miró con curiosidad. Se apoyó indolente en el palo del escobón y forjó una mueca desdeñosa.

—Se te adelantaron, muchacha, y de qué manera —explicó con hiriente sorna.

Fruncí el ceño y me acerqué a ella.

—¿Quién lo buscó antes que yo?

—Una damita altanera con mucho genio y pocos modales.

—Y ¿se fue con ella?

—No le quedó más remedio: no vino sola.

—¿Lo sacaron a la fuerza de aquí?

La mujer negó vehemente con la cabeza.

—Hubo una tremenda discusión. Cuando se fueron, Lanzo destrozó la habitación. Nunca lo había visto así, no era un muchacho libertino ni lo había visto beber nunca, pero esa noche enloqueció. A la mañana siguiente se marchó dejando aquí todos sus enseres. Una semana después vino alguien de su familia, pagó la renta y se llevó sus cosas.

—¿De dónde salió el rumor de… su casamiento y su paternidad?

—De esa discusión, toda la pensión la oyó. Lo acusaron de haber deshonrado a su prometida y le exigieron una compensación. —La mujer ladeó la cabeza y la sacudió con cierta diversión—. Pero él lo negaba todo y comenzó a gritar que jamás se casaría con una mentirosa. Todo fueron gritos y confusión. Creo que golpeó a su padre y lo echó a empujones de su cuarto.

Asentí con lágrimas en los ojos. Estaba mareada, y me acuclillé en un rincón. La mujer soltó la escoba y se acercó preocupada a mí.

—Has palidecido, muchacha, ¿te encuentras bien?

Negué con la cabeza, un hipido escapó entre mis sollozos.

—Tengo que encontrarlo —musité en un hilo de voz.

—No sé dónde podrá estar. El mundo es muy grande.

Abracé mis rodillas y escondí el rostro en ellas. No podía más, las fuerzas, la esperanza, la ilusión morían sin remedio, dejándome vacía.

—Regresé de la muerte para nada —susurré contra mi regazo.

Una mano se posó en mi hombro sacudiéndome ligeramente. Cuando alcé la vista, me topé con una expresión demudada.

—Recuerdo una frase —dijo la casera con un deje asombrado en su faz.

—¿Cuál?

—Una que gritó Lanzo con tanta fuerza que su voz se quebró y me dio escalofríos. Estaba en la portería y recuerdo que sentí un nudo en la garganta.

—¿Cuál?

—«Si ella está muerta, yo también».

El corazón se detuvo en mi pecho.

—¡Oh, Santa Madonna!… ¿Eres tú a la que creyó muerta?

—Ahora es cuando lo estoy.

Me sacudieron los sollozos y el dolor me abatió. Intenté ponerme en pie, pero las rodillas me fallaron. Él no podía… No, no, nooo…

Caí al suelo antes de que la casera tuviera tiempo de reaccionar.