CAPÍTULO 6
POR SIEMPRE
—¡Condenada remolona! —acusó Concetta vociferante—. ¡Mueve rápido ese trasero antes de que lo empuje a escobazos!
Bufó furiosa y se puso las manos en las caderas, mientras la pobre Florentina se apresuraba a cumplir sus órdenes con mirada espantada.
Esbocé una risita ante la enojada expresión de Concetta, lo que atrajo sobre mí su disgusto.
—Muchacha atolondrada, ¿qué diantre haces merodeando por aquí?
—Estoy aburrida.
—No me lo digas dos veces, que te pongo rápido un delantal.
—No me importaría, seguro que trabajando no se piensa.
Deambulé por las largas mesas de madera donde las mujeres preparaban las viandas seguida de Concetta, que se limpiaba las manos de restos de harina en un mugriento trapo.
—Además, me vendría bien aprender algún oficio.
—¿Has perdido el juicio? Vives en una casa de bien y pronto pasarás a otra de más categoría, y no como acogida, sino como dueña y señora. No necesitas aprender nada, y mucho menos trabajar.
—Das muchas cosas por hecho —manifesté tomando indolente una manzana. La froté contra la tela de mi falda y me la llevé a la boca.
Concetta me miró intrigada, frunció el ceño confusa y me siguió hasta la terraza, en la que había un pequeño jardín aromático y una despensa. Por las tardes daba el sol en el pequeño banco que había contra el muro, y me senté entre macetas de tomillo y romero.
—Tu matrimonio es un hecho, niña, pero me preocupa lo que andará rondando esa cabeza tuya.
—No es un hecho —objeté con desidia—. Aún queda para que llegue ese día, y mientras tanto pueden pasar muchas cosas.
La mujer me miró alarmada y se me acercó con expresión preocupada.
—Y ¿qué cosas, según tú, pueden pasar?
—Puede pasar que la novia haya desaparecido.
Concetta abrió la boca desmesuradamente, sus ojos parecían querer salirse de las órbitas.
—Dime que estás burlándote de mí, te lo ruego.
Mordí la manzana y negué lentamente con la cabeza.
—No, de quien pienso burlarme es del destino.
Ella sacudió la cabeza exasperada y se santiguó. Acto seguido, resopló sonoramente y se sentó a mi lado.
—Escúchame, muchacha, la vida ahí fuera es muy dura. Aquí vives en una jaula de cristal y crees que lo que ves al otro lado es un mundo vibrante y lleno de oportunidades, pero es una ilusión. Si sales de esa jaula, ese mundo que te parece atractivo te devorará sin piedad, ¿lo entiendes? No tienes más opciones que las que el señor Rizzoli te planteó. Es así, eres mujer, y por suerte has caído en una casa noble. Aquí, en la cocina, hay mujeres que se parten la espalda trabajando en decenas de cosas para dar de comer a sus familias, mujeres sufridas y sacrificadas que nunca tendrán la oportunidad de lucir un rico brocado o que le sirvan la cena. Sí, deberás casarte con un hombre mucho mayor que tú y te convertirás en un mero objeto decorativo. Pero piensa esto: es mejor adornar que servir.
—¿Acaso no lo serviré? ¿No seré su juguete? ¿No podrá abusar de mí, apalearme si le place o desterrarme si lo aburro? —espeté ofuscada—. ¿Es justo, pues, que entregue mi cuerpo, mi vida, mi corazón y mi alma a un hombre que solo será mi amo? No, Concetta, no lo es. Tampoco quiero servir a Dios. Yo solo quiero servirme a mí misma.
En mi arrebato, emergió mi frustración. Apreté los labios y contuve las lágrimas.
—Pequeña, no es justo, pero pocas cosas lo son. ¿Qué locura habías pensado? Pues te recuerdo que, si malogras este matrimonio, te organizarán otro, por no mencionar la ira del señor Rizzoli. También es posible que te recluyan en un convento a la fuerza.
—Pienso huir.
—¿Y que te devore el mundo?
—¡Que lo intente! —barboté altanera, lanzando la manzana mordisqueada al suelo.
Concetta chasqueó la lengua, permaneció un instante en silencio pensativa y, tras tomar aliento, cogió mi mano entre las suyas.
—Hay otro camino —anunció casi con arrepentimiento.
»¿Conoces la historia de Veronica Franco?
Negué con la cabeza y la observé con atención, ávida de sus palabras.
—Fue la más elogiada y popular de las cortesanas honestas venecianas. No solo se distinguió por sus artes amatorias y su capacidad de seducción, sino también por su exquisito talento. Fue una reconocida poetisa y llegó a convertir el salón de su casa en una especie de centro cultural donde se daban cita músicos, pintores o literatos para disfrutar de un concierto, conversar de filosofía o escuchar poesía. Incluso llegó a publicar algunas obras. Por uno de sus besos llegaron a pagarse quince escudos y cincuenta por una noche. Atesoró una verdadera fortuna, y fue reconocida y respetada por todos.
Concetta hizo una pausa para volver a tomar aliento.
—Sin embargo, no todas pueden aspirar a ser meretrices de prestigio. La gran mayoría acaban bajo el arco del Rialto, ofreciendo sus servicios a desalmados y granujas por unas pocas monedas. Son golpeadas, violadas, insultadas y hasta asesinadas. Contraen enfermedades y conciben hijos que venden o abandonan. Es una existencia sucia y miserable, y algunas de esas afamadas cortesanas acabaron así sus días. La vida de meretriz es arriesgada, pero puede salirte bien si sabes jugar tus cartas con inteligencia.
»Veronica Franco murió hace cuarenta años ya, pero todavía se recuerda en Venecia una de sus famosas frases: “Cuando nosotras también estemos armadas y entrenadas, podremos convencer a los hombres de que tenemos manos, pies y un corazón como los suyos…”.
»Ella siempre decía que solo la cultura y la educación les daría a las mujeres cierta libertad.
Apretó firmemente mi mano y me miró con gravedad.
—Alonza, tienes las armas para ser una gran meretriz: belleza, inteligencia y valor. Pero aun así necesitas un protector, o una cortesana experimentada que te incluya en su lista y te instruya. Sin una de esas dos cosas, no tienes ninguna posibilidad.
—¿Una lista? —pregunté confusa.
—Sí, las meretrices de prestigio tienen su propia casa de encuentros y un plantel de pupilas que ofrecer a sus clientes. Cuanto mejores sean las jóvenes en el oficio, más costosos serán sus servicios. Por eso se esmeran en entrenarlas y en elegirlas. No solo aprenden a complacer a un hombre en la cama, también han de hacerlo fuera de ella. Aquí, en Venecia, la más prestigiosa es la casa de placer de Carla Brunetti.
—Todo se reduce a lo mismo, a complacer a los hombres —me lamenté frustrada.
—No, no es lo mismo. Paradójicamente, los hombres de alcurnia que pagan por una cortesana la respetan y la veneran, pues esta les ofrecen cosas que sus mujeres se niegan a darles. Si además consiguen enamorarlos, son ellas las que se adueñan de ellos y los someten a sus caprichos. Y, como no son de su propiedad, los hombres se doblegan a ellas y les dan cuanto desean. Y es ahí cuando la mujer domina y elige.
Solo pensar en pasar de mano en mano me revolvió el estómago.
—No creo que yo sea capaz —confesé abatida.
—En tal caso, habrás de aceptar tu destino y olvidarte de ese plan estúpido.
—Lanzo me despreciaría si me convierto en meretriz —afirmé, revelando el motivo principal de mi incapacidad para tal oficio.
—Lanzo se casará con otra mujer, tú con otro hombre, ¿qué importa lo que piense?
—A mí me importa.
Concetta me miró con ternura, sonrió beatífica y me abrazó.
—Deja de resistirte, Alonza, y acepta tu destino.
Asentí con la cabeza y negué con el corazón. Me puse en pie, agradecí a la mujer sus consejos y abandoné las cocinas.
Y, aunque en mi estómago seguía palpitando la repulsa ante la posibilidad de ser meretriz, sí tomé un consejo de la famosa Veronica Franco: culturizarme. Así que adopté por costumbre dedicar gran parte del día a leer, a aprender otros idiomas y a seguir las enseñanzas de los grandes humanistas. Mientras estudiaba, no pensaba, y si no pensaba no dolía.
Y, así, un día tras otro, la Navidad llegó y mi corazón se abrió como una rosa en invierno el día que Lanzo por fin regresaba a casa.
Pasé gran parte de la mañana deambulando nerviosa de un lado a otro del salón, estrujándome los dedos y mordisqueando mi labio inferior. Corría a la ventana con la ilusión de verlo llegar o iba hasta la puerta ansiosa por oír el aldabón.
Cuando lo oí, casi se me paró el corazón.
Me alisé la falda, tomé aire y me abalancé hacia la puerta. Cuando la abrí y lo vi allí parado, con una carpeta bajo el brazo y sus grandes ojos azules fijos en mí, no pude contener mi felicidad y me lancé llorosa a sus brazos.
—Alonza…
—Lanzo…
Me alzó del suelo y giró conmigo entre sus brazos. Reí alborozada y cubrí su rostro de besos sin apercibirme de que estábamos siendo observados.
—Debes aprender a moderar tu entusiasmo, Alonza —me reprendió Fabrizio. Tras él, Marco nos observaba con escalofriante frialdad—, ya no eres una niña.
Lanzo no dejaba de mirarme risueño, y yo no podía borrar mi propia sonrisa, a pesar de la amonestación recibida.
—Imagino que estarás agotado, hijo.
Fabrizio se acercó y le palmeó la espalda.
—Tus notas son espléndidas, tus maestros dicen que eres brillante. Estoy muy orgulloso de ti.
—Gracias, padre.
—De algo le ha servido ser una rata de biblioteca —masculló Marco esbozando una sonrisa desdeñosa.
Lanzo miró a su hermano con gravedad, pero no contestó.
—Bien, descansa en tu cuarto, esta noche cenaremos en familia. Ya habrá tiempo de ponernos al día —concluyó Fabrizio.
Caminamos cogidos del brazo mirándonos felices. Lo acompañé hasta su cuarto sin soltarlo, ninguno podía despegar los ojos del otro.
Nos detuvimos en la puerta, hice amago de entrar, pero él me detuvo y me cogió las manos.
—Creo que no verán con buenos ojos que entres a mi habitación, Alonza. Después de todo, ya estás prometida. Nos vemos en la cena —musitó en un tono demasiado alto y severo.
Y, tras una sonrisa huidiza, me dio la espalda, entró y cerró la puerta sonoramente, lo que me dejó boquiabierta y con la vista fija en la doble hoja de roble macizo.
Contrariada, ya me daba media vuelta cuando la puerta se abrió de nuevo con cierto sigilo. Lanzo asomó la cabeza, me guiñó un ojo burlón, alargó la mano aferrando mi muñeca y tiró de mí hacia el interior de su alcoba.
Posó su dedo índice sobre sus carnosos labios y cerró con cuidado, girando la llave.
Después me cogió de la cintura y me abrazó con más intimidad. Me relajé entre sus brazos y aspiré su fragancia rozando con mi nariz el lateral de su cuello. Lanzo se estremeció.
—No sabes cuánto te he echado de menos, Alonza —susurró contra mi pelo.
—Puedo imaginarlo, a mí me faltaba el aire.
Lanzo tomó mi rostro entre las manos y me miró con absoluta devoción.
—He pensado mucho, Alonza.
—También yo.
Dibujó en sus labios una sonrisa tan tierna que deseé besarlos.
—Y he llegado a una sola conclusión.
Sus pulgares acariciaron mis mejillas, mientras sus ojos se hundían en los míos con una intensidad abrumadora.
—No puedo permitir que te cases con otro hombre, como yo no puedo soportar casarme con otra mujer que no seas tú.
Mis latidos se aceleraron golpeando con fuerza mi pecho.
—Y, tras meditar mucho mis opciones, solo he encontrado una salida y es que huyamos juntos.
—Lanzo, pero ¿y tus estudios y tu futuro?
—Mi futuro está a tu lado.
—Tu sueño es ser apotecario.
—Mi sueño eres tú.
No pude aguantar más y atrapé su boca. Él me besó apasionado. Su torpe urgencia me encogió el corazón.
Enredamos nuestras lenguas con ansia, inexpertos e inseguros, pero arrebatadoramente entregados. El beso encendió nuestros ánimos y comencé a sentir sus manos ascendiendo por mis costados, indecisas y trémulas. Noté sus pulgares recorriendo las curvas de mis pechos y todo un abanico de sensaciones confusas me recorrió.
—Dios, Alonza —gimió contra mi boca—, párame.
Me separé de él jadeante; apenas retrocedí un par de pasos y lo miré aturdida. Aunque mi intención no era precisamente obedecerlo.
Comencé a desatar el corpiño hasta lograr aflojarlo ante la ardiente mirada de Lanzo. Luego me bajé los hombros del vestido, saqué los brazos y empujé la tela hacia abajo, mostrándole mis pechos.
Él dio un paso hacia mí. Tenía los puños apretados, la cabeza baja y la mirada entornada y nublada por un velo que no había visto antes. Temblaba y apretaba los labios con contención.
Retrocedí, y él avanzó. Llegué a su cama y me recosté en ella mirándolo invitadora.
—Esto no es lo que te he pedido —murmuró con voz estirada.
—Pero es lo que deseas —repliqué subiendo la falda por mis muslos.
—Sí, es cuanto deseo, hacerte mía.
Avanzó tenso hasta mí, hundió una rodilla en el colchón y se cernió sobre mi boca de nuevo. Sentí sus manos ahuecadas en mis senos, acariciándolos con firmeza. Gimió en mi boca y me tumbó completamente. Cuando dejó de besarme, observé su inflamada boca y me relamí. Su mirada turbia me excitó casi más que sus manos danzando sobre mi piel.
Cuando tomó uno de mis pezones entre sus labios casi me sentí desfallecer. Lamió, succionó y besó con delirio, y yo jadeé hundiendo los dedos en su cabello, cimbreándome contra su cuerpo.
—Detenme, Alonza, o no podré parar.
—No quiero que pares.
Lanzo dejó escapar un gemido estrangulado y cerró los ojos frunciendo el ceño como si una punzada lo atravesara.
—No me alientes, no… no debemos…
—Quiero ser tuya. Nada más me importa. Sé que sabes hacerlo.
Mi última frase trazó una peculiar sonrisa en su rostro.
—Todos los hombres saben.
—Pero tú eres el único que deseo que lo haga. Quiero entregarte mi pureza, quiero que me marques, que te grabes en mi piel, como ya lo estás en mi alma.
—Alonza, tú te grabaste en mi corazón el primer día que te vi, cuando no te conocía aún, cuando ni siquiera habías reparado en mí. Y, cuando cruzaste el umbral de esta casa, supe que los milagros existen y que los sueños se cumplen. Ahora me pides que me grabe en ti, y lo haré, porque nací para eso.
Se colocó entre mis piernas y me besó de nuevo, mientras sus manos encendían pequeñas hogueras en mi piel. Aferré su nuca y devolví cada beso con la misma pasión que recibía. Nos ayudamos a desnudarnos mutuamente, casi sin despegar nuestras bocas, con tembloroso apremio. Y, cuando nuestras pieles libres de ropas se tocaron, ambos nos estremecimos.
El torso lampiño de Lanzo, que respiraba agitadamente, oprimía mis erectos pezones, su sexo altivo se cobijaba pulsante en mi ingle y nuestras piernas entrelazadas me hicieron sentir que ya formaba parte de él.
Acaricié su tersa espalda, resiguiendo la hendidura de su columna, y él exhaló un gemido y se arqueó levemente. Alcancé la hondonada lateral de sus nalgas y él se puso tenso. Las aferré con fuerza y cerró los ojos con expresión atormentada.
Cuando los abrió de nuevo, me observó con fijeza. Su expresión se endureció y sus rasgos se contrajeron.
—Te deseo demasiado… tanto, que duele. Y creo que voy a traspasarte mi tormento.
Y, tras lo dicho, comenzó a deslizarse hacia abajo y se acomodó entre mis muslos, situando la cabeza a la altura de mi entrepierna. Instintivamente, cerré las rodillas avergonzada, él detuvo el movimiento con sus manos, alzó la cabeza, me sonrió tranquilizador y besó suavemente el interior de mis muslos.
Sus besos, como aladas mariposas, ascendieron gradualmente hasta mis ingles. Cuando sentí la humedad de su lengua en mi hendidura, contuve la respiración. Lanzo comenzó a lamer lánguido, titubeante, explorador, y yo apreté la sábana en mis puños sometida al placer de su capricho.
Poco a poco se tornó más audaz, y el hormigueo que provocaban sus caricias fue aumentando y extendiéndose, depositándose latente en mi bajo vientre. Alcé las caderas extasiada, momento que él aprovechó para introducir con extrema delicadeza su dedo en mi interior sin dejar de lamer cada pliegue.
Un placer inmisericorde me sacudió, mi vista se desdibujó y todos mis sentidos se aguzaron hasta casi desbordarse. Mi cuerpo ondeó sobre el lecho zarandeado por espasmos continuos. Tuve que morder la almohada para evitar gritar, cuando un desconocido éxtasis, abrupto y demoledor, sumió mi conciencia en un mar turbio y denso de puro goce.
Al abrir los ojos me encontré con la mirada preocupada de Lanzo, sonreí y él sonrió con dulzura alejando con ese gesto su inquietud. Aun así, la tensión todavía crispaba sus facciones y relumbraba en sus bellos ojos claros.
—Podemos dejarlo así, si lo deseas. Disfruto viéndote gozar.
Le di una respuesta tajante. Me abrí de piernas y alcé ligeramente las caderas en un claro ofrecimiento.
—Grábate en mí, como prometiste. Quiero tenerte en mi interior y sentirte mío en lo más profundo de mi ser.
Asintió. Sus ojos eran tiernos y brillaban emocionados, pero su rostro era duro, pétreo, cincelado por una contención que mostraba la batalla que libraba en su interior. Me admiró su paciencia, su generosidad y su férreo control sobre sus propios deseos. Lo amé más en ese instante, si es que eso era posible.
Se acomodó con cuidado, evitando descargar su peso en mí y, con su mano derecha, tanteó mi abertura y enfiló su dureza hacia la entrada. Empujó lentamente, atento a mis gestos. Su mandíbula se tensó, su ceño se frunció y su esfuerzo por ser delicado requirió de una gran dosis de voluntad. Pero incluso sufriendo aquel lento proceso resistió y se preocupó en cada instante de mi bienestar. Yo sentí una aguda punzada ante su avance y él se detuvo aguardando inmóvil en mi interior, esperando mi aprobación para continuar y turbado ante mi repentino malestar.
Resoplé suavemente, tratando de aflojar mi cuerpo, aguardando a que se acomodara a aquella invasión. Y entonces Lanzo me besó.
Su lengua agasajó a la mía, recorrió mi boca, jugó en mis labios y logró cautivar mis sentidos lo suficiente para que volviera a disfrutar, olvidándome de la intrusión que estaba teniendo lugar más abajo.
Subyugada por aquel ardiente beso, no reparé en que Lanzo sabiamente avanzaba con más facilidad. Enterrado en mí, volvió a separarse para mirarme y comprobar que todo iba bien. Pareció complacido con lo que vio y comenzó a moverse lánguidamente. Su delicadeza y su ternura embriagaron mi alma de adoración por él.
Sus suaves movimientos empezaron a obrar un cambio en mí. Las molestias desaparecieron dejando en su lugar pequeñas oleadas de placer que recorrieron mi columna y me erizaron la piel.
Enlacé su nuca y lo acerqué a mi boca. Apresé sus labios y busqué su lengua. Gemí ardorosa y él jadeó lujurioso.
Nuestras caderas se acompasaron rítmicas en una danza que comenzó a nublarnos los sentidos. Y, así, envueltos en una pesada nube de placer, nos entregamos mirándonos a los ojos, sumergidos en un éxtasis que nos desgastó en largos gemidos, en caricias almibaradas y miradas penetrantes.
—Alonza…, muero en ti —susurró con voz quebrada y mirada sufrida.
Entonces apretó los dientes, arqueó la espalda con brusquedad y se hundió profundamente en mí, descargando su placer en un gruñido largo y liberador.
Lo abracé con fuerza, él enterró su rostro en mi hombro y, jadeantes y dichosos, permanecimos así largo rato, embebidos por la miríada de emociones que todavía nos zarandeaban.
Cuando alzó el rostro, Lanzo se sumergió en mis ojos con semblante emocionado.
—Acabamos de grabarnos el uno en el otro —musitó—. Nos pertenecemos, y así será por siempre.
—Por siempre —repetí fervorosa perdida en su mirada.