CAPÍTULO 9
CONOCIENDO A UN EXTRAÑO
Venecia, en la actualidad
Tuve que cerrar el diario porque el nudo que aprisionaba mi garganta apenas me dejaba respirar. Haber leído el título del siguiente capítulo me había erizado el vello: «Poveglia».
Sentía escalofríos ante la viveza de lo relatado, había estado en todo momento en la piel de Alonza y esa hermandad entre nosotras había sido casi física. Pues, en ese momento, la repulsión, la pena y la rabia se mezclaban en mi interior en un batiburrillo que me había impedido seguir leyendo.
Necesitaba una ducha, un buen desayuno y caminar. Llevaba toda la noche en vela y la dureza de los últimos acontecimientos en la vida de la veneciana me habían dejado en shock.
Tras cubrir mis dos primeras necesidades, salí a la calle, que por fortuna parecía más despejada, dadas aquellas tempranas horas, y caminé pensativa. No había conseguido quitarme del todo la aprensión de aquella horripilante vivencia, pero saber que la aguardaba algo peor me impedía de algún modo continuar leyendo, al menos hasta adquirir algo más de entereza. Y la única manera de fortalecerme era tomar contacto con mi realidad y sacudirme esa extraña conexión que me unía a Alonza, o quizá fuera el modo en que ella narraba su historia, no lo sabía, pero había una persona a la que podía preguntárselo.
Tras una larga caminata por angostas callejuelas empedradas impregnadas de historia, llegué a la plaza de San Marcos y a mi mente acudió aquel teatro popular donde Alonza había visto la representación de El mercader de Venecia. Imaginé con suma facilidad los puestos del mercadillo y a las gentes de entonces pululando por aquellos adoquines.
Recorrí los soportales sin rumbo fijo y, acariciando las columnas de piedra, admiré la belleza de la catedral, el Campanile y la fachada del Palacio Ducal, y coincidí en que, en efecto, aquel lugar era el más bello salón de Europa.
A las ocho de la mañana comenzaron a emerger turistas como hormigas hacendosas, pegados a sus cámaras y almacenando recuerdos en sus tarjetas de memoria, más que en sus sentidos. Los cafés abrieron sus puertas y yo tomé asiento en el más histórico de la ciudad, el Florian. Ya sabía que iban a pedirme casi nueve euros por un simple café, pero no me importó lo más mínimo.
Saqué mi smartphone del bolso y marqué el número de Luca.
Contestó al segundo tono.
—Buenos días, Alessia.
Su tono jovial alargó la comisura de mis labios levemente.
—Buenos días, Luca, te invito a un café.
—¿Dónde?
—Estoy en el Florian.
—Un café por todo lo alto —bromeó con ligereza.
—Al menos, tendremos música de violín —repuse, observando cómo un hombre con esmoquin abría su estuche—. No es Paganini, pero habremos de conformarnos.
Luca rio y su cascabeleo vibró en alguna parte de mi interior, provocándome una abierta sonrisa.
—No tardo, no te tomes toda la música tú sola.
Esta vez reí yo. Él no colgó hasta que terminé de reír, y aquel simple detalle me complació.
Disfruté de aquel temprano sol en el rostro, de la belleza que me rodeaba, e intenté evitar que mi mente viajara a aquel diario. Aquel último capítulo todavía me estremecía.
No tardó en llegar, emergió de la calle que salía al Palacio Ducal y caminó con paso felino hasta donde me encontraba. La elegancia en sus movimientos y ese aplomo en cada paso rezumaban fuerza y confianza, algo que yo nunca había conseguido tener.
Cuando llegó a mi altura, se inclinó sobre mí y me estampó sendos besos en las mejillas musitando un jovial «Buenos días, Alessia».
—Como ves, he guardado algo de música para ti.
Los acordes del violín flotaban por la plaza, sus notas se entremezclaron con el arrullo de conversaciones, con los motores de las embarcaciones y con la musicalidad de alguna risa eventual.
—Muy considerada —musitó él sonriente.
Se sentó frente a mí, cruzó las piernas con cierta indolencia y alzó la mano para llamar al encopetado camarero.
Tras pedir un café expreso, fijó su atención en mí.
—¿Qué quieres saber?
Aquella pregunta me hizo replantearme si en verdad era conocedor de su atractivo. Bien era cierto que yo había sido bastante distante y fría con él, y que lo único que nos unía era un diario codificado. Pero no me pasaba por alto que ese hombre ocultaba muchas cosas, y que por algún motivo yo no le era indiferente. Su familiaridad conmigo era lo que más me desconcertaba de su actitud, bueno, eso y su intimidante franqueza.
—De todo lo que me has contado —contesté tras apurar mi delicioso café—, de toda esa cantidad de información que todavía intento asimilar, hay algo que no para de rondar mi cabeza con insistencia.
Evité confesarle que el otro motivo por el que lo había llamado era porque necesitaba distraerme y distanciarme de la lectura lo suficiente para poder retomarla con fuerzas renovadas.
Luca bebió un corto sorbo mientras me miraba por encima del borde de su taza. Su oscura y penetrante mirada me observó con agudeza.
—¿Y es…?
—Mencionaste que llevabas tiempo vigilándome.
—Así es —confirmó depositando la taza en el platillo.
—¿Cuánto tiempo?
—Bastante.
—¿Puedes ser más preciso?
El hombre resopló dubitativo y evaluó mi expresión un instante como si de ella dependiera su respuesta.
—Mañana hará ya unos cinco años.
Se me desencajó la mandíbula, un pulso irregular palpitó en mi sien y un sudor frío me recorrió la espina dorsal.
—¡Por Dios bendito! ¿Llevas cinco años espiándome?
—Era parte de mi trabajo.
—¡Atentar contra mi intimidad es ilegal, por todos los santos! —bufé airada.
Estaba furiosa, mucho, a decir verdad. Saber que un completo desconocido había estado vigilando mis movimientos, acechando mi vida, me alteró lo suficiente para desear alejarme de él en aquel mismo instante. Llamé al camarero y pedí la cuenta.
Luca se inclinó sobre la mesa y aferró mi mano. Me zafé rauda y lo taladré con la mirada.
—No es ilegal, Alessia, lo hacen todos los detectives —murmuró tranquilizador.
—Pero tú no eres detective, sino criptógrafo… o eso dices al menos.
—Yo solo he sido un simple espectador de tu vida.
Aquello me secó la garganta. Cinco años atrás, mi vida había girado en mil direcciones. Debía de haber presenciado los buenos momentos con mi esposo, su traición, la separación y mi soledad. Me sentí… desnuda y avergonzada. Dios mío, ¿qué habría visto ese hombre de mi vida, de mí? Ahora me explicaba su familiaridad, me conocía sobradamente y eso me hacía sentir muy insegura. Yo no sabía nada de él, y esa tremenda desventaja me daba vértigo.
Otra cuestión surgió entonces en mi cabeza, acelerando mi corazón.
—¿Me… me fotografiabas?
—Sí. —Y ante mi expresión angustiada añadió—: Las incluía en mis informes semanales.
Cerré los ojos buscando serenarme.
—Siempre fui muy respetuoso con tu intimidad, Alessia —aclaró preocupado por mi reacción.
—¿Por qué, maldita sea?
—Porque era la única forma que tenía tu abuela de compartir tu vida.
El camarero trajo la cuenta en una bandeja plateada, pagué los dos cafés y me puse en pie. Luca me imitó y me siguió cuando enfilé hacia la calle trasera.
—Escúchame, Alessia, debes comprender que…
Me giré hacia él sin detener mis pasos, fulminándolo con la mirada.
—Si me hubiera escrito antes de morir, habría ido a verla. Yo misma le habría contado mi vida entera si me lo hubiera pedido.
—Ornella tenía sus motivos para estar lejos de ti.
—Ya da igual, ¿no crees?
Reanudé mi marcha acelerando mis pasos, intentando dejarlo atrás. Luca no solo me alcanzó en un par de zancadas, sino que atrapó mi brazo y me detuvo, acercándome a él. Parecía indignado, pero también temeroso.
—No da igual, no puedes ni debes juzgar a una mujer que tanto se sacrificó por los que amaba.
—¿Y tú?
Abrió los ojos como platos, confuso.
—Me crees estúpida, ¿verdad?
—Alessia, creo que estás teniendo una reacción desmedida.
—No, ningún criptógrafo hace de detective ni se implica tanto en un simple trabajo si no tiene sus propios intereses… mucho menos, espiar durante cinco años a otra persona.
—Soy criptógrafo —se defendió—. Puedo enseñarte mis títulos y mi vida laboral si lo deseas. No soy detective, pero te investigué, te espié y te fotografié. De algún modo, estuve presente en cada momento de esos cinco años, y sé que no eres estúpida y que no comprendes por qué lo hice realmente. En parte fue por lo que te dije, porque llegué a profesar un verdadero afecto por tu abuela, y la otra parte me la guardo para mí. Sé que… sé que mis secretos generan tu desconfianza y sé que te sientes desprotegida porque yo conozco los tuyos. Pero debes confiar en mí, Alessia, te lo ruego. Yo solo quiero tu bien.
Inspeccioné minuciosamente su rostro, estudié su expresión, su mirada y la tensión que emergía de él. Tenía miedo, y esa vulnerabilidad me sosegó. Parecía sincero, y algo en sus ojos me instó a darle una oportunidad. En realidad, lo necesitaba si quería llegar al fondo de aquel asunto, y no solo en lo referente al supuesto tesoro. Tuve la certeza de que él también guardaba un celoso secreto que lo ataba a ese caso. «Algo personal», había dicho el día anterior, y me propuse averiguarlo.
—Confiaré en ti si tú me ofreces tal confianza.
—¿A qué te refieres exactamente?
—Contestarás preguntas personales —exigí—, creo que es lo justo.
—No lo es, te recuerdo que era parte de mis funciones remuneradas. En tu caso es simple y llana curiosidad. Pero las contestaré.
Asentí conforme. Miré la mano que todavía apresaba mi brazo y de inmediato me soltó.
—¿Vives aquí o estás en un hotel?
—Vivo aquí; de hecho, soy socio del restaurante al que te llevé ayer. También tengo una tienda de antigüedades, aunque la regenta Loretta. Yo vivo en un apartamento que hay en el piso de arriba.
—Y ¿te desplazabas a Como semanalmente?
—En ocasiones, dos veces a la semana.
Bufé y puse los ojos en blanco. Él esgrimió una sonrisa culpable y se encogió de hombros.
—Debió de ser tedioso.
—No, no lo fue.
Su mirada brilló de un modo diferente. Ante mi escrutinio, se apresuró a desviarla y, con las manos en los bolsillos de su pantalón de lino, comenzó a caminar. Esta vez lo seguí yo.
—Me gustaría visitar tu apartamento.
Alzó las cejas sorprendido y me dirigió una mirada suspicaz.
—Ahora me desconciertas tú. ¿Qué esperas encontrar en él?
—Al enigmático Luca Vandelli —aduje mordaz.
—Y ¿puedo saber por qué quieres conocer a ese cretino?
Esbocé una sonrisa que apaciguó un tanto mis ánimos.
—Me parece un tipo interesante —respondí sardónica.
»Tú me conoces y yo quiero conocerte —agregué decidida—. Dentro de poco nos aventuraremos en una isla inhóspita llena de misterios y me sentiré más segura si estoy con alguien en quien puedo confiar.
—Es razonable. Iremos dando un paseo si te parece: a esta hora de la mañana la ciudad está más descongestionada y no vivo lejos.
Caminamos uno junto al otro. En mi mente se acumulaban decenas de preguntas que deseaba hacerle y que durante el trayecto fui ordenando mentalmente.
Su negocio se encontraba en una coqueta callejuela en el pintoresco barrio de San Polo, muy cerca de la preciosa basílica de Santa Maria dei Frari. La fachada de la tienda exudaba un mágico halo renacentista, incluso el cartel con el nombre de la casa, Antichi Segreti, parecía traído de otro siglo. Fachada de piedra y puerta de oscura madera de nogal con aldabón. Un pequeño escaparate como un gran ventanal ojival mostraba los artículos expuestos.
—Anticuario, hostelero, criptógrafo y detective…, ¿te da tiempo a vivir?
Luca alzó una ceja y sonrió divertido.
—Respecto a los dos primeros, solo soy propietario; el tercero es cómodo, pues yo mismo me organizo las horas y trabajo desde casa, y en cuanto al último, ya no ejerzo. —Me guiñó un ojo y abrió la puerta para dejarme pasar. Todavía no estaba abierto al público—. Aunque ser voyeur tenía su encanto.
Aquel último comentario me incomodó de nuevo, él lo notó y se volvió hacia mí.
—Alessia, no presencié ninguna situación íntima si es lo que te preocupa.
—No es solo eso. Es…, bueno, saber que conoces mi vida casi al completo en esa temporada. Saber que he estado bajo vigilancia me provoca aprensión e inseguridad, creo que es lo normal, ¿no? Sabes que me divorcié, e imagino que también la razón, y, bueno, detalles que no han sido fáciles en mi vida.
Su mirada se suavizó hasta el punto de teñirse de una ternura que me desarmó momentáneamente.
—Te conozco, Alessia, y más que espiarte, prefiero pensar que compartí ciertos momentos contigo. A veces deseaba tanto poder acercarme y…, bueno, decirte que hacías lo correcto o que te equivocabas. Otras veces te habría ofrecido mi hombro, y otras una palmada alentadora. Pero no podía y, créeme, aquella situación me generó bastante frustración.
Su tono sonó apasionado, algo que me asombró y halagó a partes iguales. Hablaba como un amigo, uno que yo nunca había tenido y que me habría venido de perlas. Sin embargo, reconocía que no era persona que se abriera con facilidad a los demás, y quizá por eso nunca gocé de una amistad verdadera. Mi carácter retraído y algo nostálgico me había aislado en cierta forma del resto.
—Y he aquí mi reino, gentil dama —anunció encendiendo varias lámparas de pie.
Observé en derredor admirando objetos diversos. Muebles, adornos, cuadros, indumentaria, incluso armas plagaban cada rincón. También había una vitrina con libros antiguos.
—Esa parte es mi preferida —murmuró siguiendo mi mirada—. Tengo grimorios que valen una fortuna, lástima que no haya compradores que sean conscientes de su valor.
—¿Te gastaste tanto dinero en ellos?
—Más bien se trata de estar en el momento adecuado en el lugar adecuado, y tengo un contacto que me facilita mucho esa ventaja.
—Es un sitio con mucho encanto.
Sin saber muy bien por qué, pasé la yema de mis dedos por la rugosa superficie de la piedra del muro que tenía cerca, como si el contacto me susurrara el pasado de aquel lugar o los secretos de su dueño.
—Yo también lo hago —coincidió sonriente—, acaricio la piedra o las maderas antiguas para sentirlas. Suelo preguntarme cuántos sucesos habrán presenciado, cuántas vidas podrían contar, y me siento parte de su historia al vivir la mía entre ellas.
Aquella faceta de Luca me desconcertó. En efecto, estaba descubriendo a un hombre más complejo de lo que en principio había supuesto.
—¿Todo el edificio es tuyo?
—Sí, fue una antigua botica, los anteriores dueños también vivieron arriba.
De inmediato me vino un nombre a la cabeza: Lanzo.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
Esgrimió una oblicua sonrisa mordaz y me guiñó un ojo.
—Ya me estás haciendo una.
Reí, y sus ojos color chocolate chispearon. Desvié la vista hacia un candil antiguo y lo acaricié repasando su globo de cristal.
—Adelante —me instó.
—¿Te afectó de algún modo la lectura del diario?
—¿Por dónde te has quedado?
—La violación de Alonza por Marco —respondí con un deje furioso.
Se aposentó en el borde de un grueso mostrador tan antiguo como el lugar en sí, cruzó los tobillos y me contempló un instante antes de contestar.
—Es una narración dura y muy vívida. Y, sí, me afectó, yo también tuve que parar para poder respirar. En ese punto en concreto, deseé meterme en el libro y matar a Marco con mis propias manos.
—Saber que es un diario, que es real, me abruma —confesé—. Ella es mi antepasada, llevo su sangre, y quizá por eso me afecta más de lo debido. Sentí que me ahogaba.
—Por eso me has llamado, ¿no es así?
Me mordí el labio inferior, pero terminé asintiendo. Pareció complacido.
—Alessia, me temo que vivirás episodios peores —me advirtió con gravedad—. Y…, bueno, como te he contado, no pude intervenir en tu vida ni ofrecerte mi consuelo en los momentos duros. Yo… yo solo era una sombra, un invisible espectador atado de manos. Pero ya no lo soy, puedes apoyarte en mí y dejarme ayudarte a pasar por esto. No estás sola, Alessia, estoy contigo, si me lo permites, naturalmente.
Aquel ofrecimiento me erizó la piel por la velada vehemencia de su tono. Su penetrante mirada y su expresión ansiosa me alteraron. Aparté la vista de él y la fijé en una pequeña columna de granito verde. Deslicé mis dedos por su suave superficie y asentí sin mirarlo.
—Gracias, Luca.
No contestó, tan solo me observó con aguda intensidad.
—Me gusta ver cómo acaricias mis cosas.
Lo miré agrandando los ojos, él cayó en la cuenta del doble significado de aquella frase y ambos nos echamos a reír al unísono.
—Ven, subamos a mi apartamento. Quizá quieras acariciar un hermoso jarrón de cristal de Murano que enamora a todo el mundo.
Sonreí y me dejé guiar escaleras arriba.
—¿No te resulta incómodo tener que atravesar la tienda para subir a tu casa?
—No hace falta. Tengo una entrada en el callejón lateral que es la que uso habitualmente, pero quería enseñarte la tienda.
Llegamos a un recibidor bastante sobrio, ocupado tan solo por una butaca, un paragüero y una maceta regada por la blanca luz de una gran claraboya. En la pared frente a la escalera, una sencilla puerta de madera oscura también con aldabón. Luca sacó un manojo de llaves y abrió. Caballerosamente, me cedió el paso y me adentré en un espacio abierto, bastante amplio. Era un salón y, como había imaginado, rústico y con el mismo encanto que la tienda.
Comprobé que había incorporado en él detalles más actuales, en un estilo ecléctico muy personal. Me llevó a una mesa estrecha y con burlona pompa me presentó el jarrón que había mencionado.
—Todo tuyo. Si lo deseas, puedo dejarte a solas con él.
Sonreí y negué con la cabeza, aunque no me privé de tocarlo.
Era fabuloso, tenía forma de una «A» invertida, hueco en su interior. El vidrio alternaba de color en cada franja: añiles, verdosos, rojos y naranjas atrapaban en su transparencia la luz y la irradiaban en todas direcciones.
—Es extraordinario —alabé admirada por el trabajo tan exquisito del artista.
»Debe de ser maravilloso estar rodeado de cosas tan hermosas —añadí impresionada.
—Lo es, aunque algunas no se puedan tocar.
Su tono y su forma de mirarme me secó la garganta.
—Imagino que por su fragilidad.
—Porque temo que, si lo hago, desaparezcan para siempre. Me conformo con mirarlas —musitó con gravedad.
Aparté inquieta la mirada, no quise detenerme en sus palabras ni me permití analizar su extraña expresión. No, me dije, debía centrarme solo en la cuestión que nos atañía. Aunque en ese momento, en su casa y a solas con él, sentí su magnetismo envuelto en un misterio que me había decidido a esclarecer. Quizá de ese modo perdiera ese encanto que debía reconocer me afectaba.
Algo que me llamó la atención poderosamente fue la ausencia de fotos. Sabía que no debía preguntar, pero no pude evitarlo.
—¿No hay ninguna señora Vandelli?
Luca sonrió y, con las manos en los bolsillos, enfiló sus pasos hasta el fondo del alargado salón.
—Te estás desquitando, ¿no es así?
Estaba de espaldas a mí, por lo que no pude ver su rostro. Corrió unas cortinas, dejando ver un gran ventanal.
—No, no hay ninguna señora Vandelli —aclaró abriendo las dos puertas batientes de la ventana.
—Siento incomodarte. Y, sí, imagino que es mi pequeña venganza.
—Habría preferido oír que realmente sentías curiosidad —profirió volviéndose hacia mí.
No supe qué contestar, así que compuse un gesto de disculpa y una sonrisa vacua.
—¿Te apetece tomar algo?
—Solo un poco de agua fresca —acepté.
Mientras desaparecía por un pasillo lateral, volví a admirar el exquisito jarrón de Murano. Comprobé que el mismo tablero de cristal de la mesa proyectaba la luz, con lo que resaltaba los colores con más viveza. Me di cuenta de que había un cajón medio abierto, intenté cerrarlo, pero algo lo impedía. Lo abrí y, ante mi completo asombro, descubrí que el pico de un marco de plata antigua era lo que impedía el cierre.
La fotografía que mostraba me heló la sangre. Miré agitada hacia el pasillo, no oí sus pasos, así que me permití tomar el retrato y contemplarme a mí misma.
Era yo, mirando por la ventana de mi casa que daba al jardín; el viento apartaba el cabello de mi rostro, revelando un semblante nostálgico. Recordé vivamente aquel momento de absoluta soledad.
Una sensación insidiosa y un malestar agudo me azotaron con fuerza. Resultaba obvio que el lugar de aquella fotografía era junto al bello jarrón. Pero él la había escondido, quizá la noche anterior, quizá esa mañana antes de salir. ¿Qué estaba pasando, realmente? ¿Quién era aquel hombre? Y ¿por qué tenía una fotografía mía de hacía casi cuatro años en su salón?
Apareció con un vaso de agua y se detuvo sobresaltado al verme con el retrato en la mano.
—Puedo explicarlo —se apresuró a aclarar.
—Tienes cinco minutos.