Principio 77
Necesaria advertencia: dada la naturaleza de este libro, aquí no se va a tratar del triunfo obtenido por un excelso físico huérfano de química cerebral, del conseguido por herencia de fortuna o estirpe no acrecentadas o del manipulado por periodistas tanto o más cretinos que sus insolventes personajillos, tres ítems que en muchas ocasiones dominan la pool position de la actualidad.
Una vez más, nuestro foco se concentrará en el cerebro y los éxitos que de él se desprenden.
Tus neuronas, tus circunstancias y el momento han coincidido: de repente sientes que lo que haces te está saliendo muy bien, puede que incluso excepcional, y percibes un halo de reconocimiento e incluso admiración. Estás entrando en la pasarela iluminada del éxito.
En la medida que tu aportación es vitoreada por los medios de comunicación, la congénita necesidad de admirar de un alto porcentaje de seres humanos se multiplica.
En este escenario cotidiano de los días que es la llanura, tu éxito ha configurado un discreto promontorio, un importante cerro o tal vez un gigantesco Everest. Acabas de dejar de ser plano: tu nombremarca ondea en una cumbre y destaca más que la de muchos.
A partir de aquí, quieras o no, tu vida es otra, porque tu prominencia provoca, junto a la admiración e incluso devoción de unos, la envidia y muchos conatos de vil aprovechamiento de otros. El éxito es un cocktail que eleva su graduación alcohólica en proporción simétrica a su notoriedad, y precisamente por ello hay que saber digerirlo a sorbos cortos y con mucha serenidad.
El lado pragmático de tu éxito será el reconocimiento, que te abrirá puertas y te facilitará contactos. «No hay nada que atraiga más al éxito que el propio éxito» es un principio que mientras bulle no queda bien cuestionarlo, y quienes lo hacen, fácilmente son etiquetados de miserables envidiosos.
El lado escabroso serán los halagos interesados que vas a recibir de muchos para conseguir tu interés y tus favores, además del incienso envenenado que algunos expelen mientras ocultan la invisible bala de odio en la enfermiza recámara de sus fracasos no asumidos.
Por todo ello, quienes alcanzan cualquier nivel de éxito deben entender que contraen una nueva obligación: la de comprometerse con su decente y responsable administración.
La sencillez pública, entendida como proximidad, simpatía y afectuosidad, multiplica la admiración. El creerse superior y establecer visibles distancias con la sociedad, larva y fermenta la repulsión. Los que así entienden el éxito son los efímeros nuevos ídolos con pies, y por supuesto cerebros, de barro.