Principio 75
Una idea es el nacimiento de un manantial. Un determinado cerebro genera una corriente íntima, un cúmulo de nueva vida y energía, en ocasiones en compañía de otros cerebros.
Después, algunos quieren convertir ese manantial en utilidad. Y para hacerlo posible entienden que primero es necesario que brote el líquido, y después, encauzarlo. De no ser así, será una riqueza encerrada en una gruta sin salida, y si ve la luz se convertirá en un charco sin la menor trascendencia.
La gloria de los seis mil millones de cerebros que hoy convivimos en este planeta es nuestra capacidad para generar ideas. Y la lacra es que faltan cauces para convertirlas en realidad.
Sobran ideas y faltan cauces.
En pleno siglo XXI, es repulsivamente inquietante ver cómo culturas, ideologías políticas, gobernantes, líderes religiosos, países, educadores, organizaciones, empresas, directivos, familias y padres cada uno a su nivel, guillotinan cualquier intento de imaginar, idear y cambiar lo que existe si no procede de ellos mismos o de su turbio sanedrín de apalancados aprovechados.
Todavía hoy, en excesivas ocasiones el apoyo a la novedad continúa estúpidamente jerarquizado y acotado, en lugar de estar generosamente encauzado como nueva fuente de energía. Aún se entiende como una singularidad ocasional, en lugar de una permanente actitud cultural.
Un NO corre menos riesgos que un SÍ. Un SÍ requiere apertura de mente, masaje de neuronas y la actitud de aceptar escenarios cambiantes y nuevos. Y eso, mientras para los mente-empujantes significa oportunidad, para los mente-durmientes huele a riesgo.
Las escasas épocas en las que unos concretos líderes han sabido abrir y encauzar las energías íntimas de gentes y estructuras han sido las más brillantes de la historia de la humanidad.
Sócrates, Claudio y los Médicis, Roosevelt y Juan XXIII, Bill Gates, Ghandi y Nelson Mandela, son algunos vértices de una inmensa y silenciada legión de humanos que, cabalgando sobre la proa de la paz, han sido conscientes de la inmensa energía que supone liberar y propulsar la imaginación y la iniciativa de quienes les rodearon. Todos ellos nos facilitaron mucho de lo mejor que hoy tenemos.
Sería formidable que, como elemento trascendente de su propia evolución y progreso, cualquier agrupación humana dispusiera de oidores-encauzadores de nuevas iniciativas. En demasiadas estructuras, el propio sistema se convierte en el Drácula de la imaginación: chupa sangre y escupe neuronas. Quienes han sabido darle la vuelta a esta castrante visión, hoy son ejemplos mundiales de la audacia que propulsa rentabilidades.
Si en un plazo corto —¿tres, cuatro años?— fuese posible convertir en realidad todas las ideas que hoy existen en estado latente para mejorar la vida y la convivencia, la humanidad daría el salto evolutivo más gigantesco y espectacular que los más soñadores pudieran llegar a especular.
No hay democratización más provechosa que el hacer realidad los mejores frutos del talento.