Principio 47
Entre sus infinitas aptitudes, nuestro cerebro también tiene la de ser un inmenso archivo en el que vamos catalogando la opinión que nos merecen todos aquellos que conocemos, tanto directamente como por referencias y a través de los medios de comunicación.
Es un proceso muchas veces subconsciente pero inevitable. Adjudicamos a cada uno rasgos, circunstancias y valoraciones que al final catalogamos, con múltiples matices, como dignos de interés, neutralidad o desprecio.
Es tal la actividad e importancia de este archivo que vivimos permanentemente conectados a él, incluso en nuestras horas más olvidadas que son las del sueño. Sólo es necesario recordar o tener enfrente a X, oír en el teléfono la voz de Y, ver en la televisión a Z e incluso en plena noche soñar con ZZZ para que el archivo se active. Con independencia de la circunstancia concreta que nos conecte con aquella persona, nuestra opinión y actitud siempre estará envuelta y mediatizada por la opinión archivada que respecto a ella tenemos. Y aunque en segundos o con los años podamos reclasificar y cambiar nuestra valoración, esta envoltura queda marcada por una condición trascendental en las relaciones humanas: la credibilidad.
Si en lo personal el «ser o no ser» es la cuestión, en cualquier tipo de relación con los demás la cuestión es «creer o no creer».
Es por eso que la frase «lo importante es que se hable de uno, aunque sea mal», debería formar parte de la antología universal de las estupideces sin sentido, criterio ni porvenir.
Merecer un reconocimiento o ser simplemente alguien conocido, ya sea bien o mal valorado, en su origen depende exclusivamente de uno mismo, de lo que proyecta hacia los demás a través de lo que dice, hace y muestra.
Cuando hablamos descubrimos nuestras opiniones e intenciones. Cuando hacemos, enseñamos nuestras realidades. Y cuando mostramos (nuestro vestir, la pareja, la casa, incluso el tipo de coche, de viajes…), exhibimos nuestro rastro.
Después viene la opinión ajena, que es más potente en la medida que más exhibición pública tiene el protagonista.
En cualquier caso, y en contra del criterio de algunos crápulas sin huella, la opinión ajena siempre nace y después crece como consecuencia de los actos que genera e irradia el propio interesado.