Principio 50
Lo tienes allí, de cuerpo y galón presente, a tres metros de distancia. Está en la cabecera de la gran mesa de juntas y hace mucho más que dirigir la reunión: la controla, manipula a su antojo, sentencia, vaticina, promueve, degüella, encumbra, se escucha, se escucha, se escucha… Contradecirle es un ataque mezquino, discutirle es un vale de incineración laboral… porque él y sólo él lo sabe todo, lo intuye, lo controla y lo decide todo.
He conocido a alguno de estos pajarracos burros. Su enfermedad se llama «obsesión de sillón». Todos sin excepción desplegaron su mejor vuelo para alcanzar su gran meta: entrar en el nido del gran poder, allí donde se incuba el futuro de la empresa. Pero una vez dentro, su gran interés se concentra en calentar e incubar sus propios huevos: en servirse del sillón en lugar de servir al sillón, demasiadas veces preparando en silencio su próximo asalto a una empresa más importante.
Engañan a headhunters, a herederos bobos de empresas familiares que juegan a trabajar, a consejos de administración cebados en la holgazanería distante y diletante. Y cuando sus superiores les demandan información sobre sus fiascos, les sobran frases, estudios y asesores para demostrar que ellos son los mejores y que toda la culpa la tiene el mercado y la coyuntura.
Desde la perspectiva de la empresa, el gran tema es atajar a tiempo esta sangría cerebral. En muchas ocasiones, si se exceptúan los balances financieros, muchas empresas tienen implantados escasos e incluso muchas veces ningún mecanismo o método de observación y control sobre su poder. Si la empresa es familiar y los problemas los crea alguien del clan, sólo un buen protocolo firmado entre los socios puede evitar fiascos definitivos. Pero en demasiadas ocasiones la solución llega tarde, cuando la devastación es difícil y costosa de reponer.
En cualquier sector donde exista un mínimo de alegría, cuando determinada empresa va de mal en peor no indagues demasiado: para encontrar el origen de todos sus problemas vete directamente a su cabeza.
Esta misma situación, cuando se produce en los niveles más elevados de la sociedad, con sus gobernantes, líderes económicos, intelectuales e incluso espirituales, el problema alcanza dimensiones gigantescas y grotescas.
Algún día habrá que reformular, para su propio y nuestro propio bien, la democracia: habrá que hacerla más democrática. Y a ciertos jerarcas habrá que bajarlos de sus pedestales: es indiscutible que la fe para que se perpetúen siempre debe ser ciega, pero algunos deberían corregir su escandalosa miopía respecto a su humanismo.