Principio 73
La base de la libertad es que cada uno pueda conducir cómo y hacia donde quiera, siempre que no abolle los vehículos de los demás.
La libertad parte de la fe y la confianza absoluta en la capacidad de pensar, planear y hacer del individuo, sin otra limitación que la ética del respeto hacia los demás. En sus antípodas se encuentran los regímenes ultraintervencionistas, en los que al individuo se le anula la voluntad propia para ser deglutido por un macroengranaje que dirige, premia y castiga sin apelación.
En una concepción de vida presidida por la libertad de elegir, la responsabilidad de todos nuestros actos sólo recae en nosotros mismos. Las excusas y aguas tibias de los fracasos propios atribuidos a otros pueden ser cataplasmas para no mortificarse, pero jamás espejismos para justificarse.
Con los lógicos riesgos, incógnitas y dificultades que acompañan a todo nuevo camino, la libertad significa poder optar para elegir el destino, la ruta, las etapas y el estilo. La libertad potencia al individuo porque, por principio, se fía y confía en él. A cambio, los posibles beneficios —y también, por supuesto, los posibles fracasos— serán esencialmente suyos.
La dirección que elijamos será la ruta de nuestra vida. Como siempre, el azar y la tradición pueden llegar a formar parte de nuestra elección: un contacto o una influencia inesperada, o tal vez la actividad ejercida por padres o parientes próximos, pueden influir decisivamente en la elección de nuestro futuro. Son «contactos» que, al tiempo que no hay que rechazar, tampoco podemos permitir que nos dominen y arrastren en nuestra determinación. La decisión de orientar la vida es demasiado importante para dejar que la conduzcan vientos que no sean los propios y timones que se escapen de nuestras manos.
La meditación profunda, así como la desapasionada suma de las posibles ventajas que nos aguardan y la resta de los posibles inconvenientes que encontraremos, es esencial para enfocar nuestro objetivo.
Pero por encima de todo, lo que debe determinar la decisión final debe ser la ilusión.
No podemos casarnos con una actividad concreta si no sentimos en nuestras entrañas cerebrales una potente y responsable ilusión por ser, conseguir y triunfar. La ilusión es el combustible de la pasión profesional. Sin ella, con los años pasaremos a engrosar la masa de los inapetentes frígidos laborales. Nuestra vida posiblemente caminará, pero jamás sabremos lo que es pegar grandes brincos ni dar sorprendentes saltos.