Principio 21
No nos hagamos los santos ni los elegantes: el odio a un competidor es directamente proporcional a la posibilidad de que él nos arrebate nuestros clientes.
El mercado es el campo de batalla de las guerras comerciales. Aunque hay frentes con escaramuzas que no nos afectan porque no coinciden de lleno con lo que ofrecemos, siempre existen otros donde hacerse con el cliente o que se vaya con el competidor es ganar o perder. Y si bien hay que asumir que humano es perder alguna batalla, aceptar perderlas casi todas sabemos que es el atajo que conduce directo al pozo de la ruina.
Por eso al competidor que nos quiere abatir, porque necesita ganarnos tanto como nosotros a él, definitivamente hay que odiarlo con una saña y refinamiento propios y exclusivos del mundo comercial.
El odio comercial, a diferencia de los odios personales atenazados por desprecio e incluso el deseo de venganza, tanto puede significar un freno corrosivo como un estímulo vitalista: sólo depende de si nos enrocamos y flagelamos o bien si nos crecemos y planteamos nuestras acciones con rabia de victoria. «La próxima vez seré yo quien ganará» debe ser el único lema que conduzca nuestras decisiones. Porque en lo comercial, el odio sin rearme inteligente sólo sirve para oxidar nuestro arsenal.
Dicho esto y sin que cunda el desánimo, si nuestro competidor es realmente bueno lo hasta aquí dicho seguro que él también se lo aplica a sí mismo. Por eso es tan importante no creerse jamás el mejor, el más grande, el invencible. Despreciar por principio a la competencia es el inicio de nuestra propia vulnerabilidad: simplemente porque la competencia existe, a veces es muy competente y, cuanto más lo es, más nos quiere vencer y derrotar.