Principio 56
Para alcanzar el éxito hay que estar permanentemente dispuesto a driblar tonterías y solucionar problemas. La acumulación de tiempo, talento y adrenalina que todos dedicamos diariamente a resolver complicaciones reales y estupideces ficticias es un lastre que calculo acorta como mínimo nuestras vidas en un 20 por ciento, y nuestra felicidad, dependiendo del momento, incluso en el 101 por ciento.
Definitivamente, la existencia tiene una inclinación natural a rodar por una pendiente llamada complicación.
Si aceptamos esta generalizada y contaminante miseria humana, su mejor antídoto se llama simplificación.
Cuando simplificamos estamos poniendo trabas a las dobles interpretaciones, a los «no te entendí», «me confundí» y toda la letanía de excusas tan habituales entre los exhibicionistas de cerebro almidonado.
La comunicación es el arte de hacerse entender; la simplificación es el atajo del entendimiento entre los humanos. Es la síntesis y la concreción necesarias para llegar a la esencia.
Las personas que mejor comunican son aquellas que, teniendo algo interesante que contar, se explican llanamente, con claridad y con sencillez. Si además lo hacen con ingenio —un ingenio que no les aparte un milímetro de lo que quieren expresar— sus palabras serán escuchadas con más atención, mejor comprendidas y más recordadas.
Las vueltas al ruedo sin que haya habido corrida es un defecto de quienes equivocadamente creen que la simplicidad es una derrota. En determinadas actividades y momentos hay en juego tanta decisión y dinero que algunos creen que hay que ponerle mucho arabesco al lenguaje. Entran en un ejercicio de pura forma, utilizando palabras y conceptos con el propósito de parecer distinto y superior, olvidando que la gente sólo acepta aquello que entiende. Lo que no se entiende puede agradar y ser admitido como puro entretenimiento, pero ni se acepta ni se encaja en las conveniencias o en los hábitos de vida.
La pura forma arranca aplausos perecederos de las manos, pero difícilmente de las neuronas.