Principio 66
Todo lo que hacemos con la intención de producir un efecto en otro, sólo se consigue en la medida en que el otro se lo crea.
Sin credibilidad, lo que intentamos es recibido y decodificado por nuestros receptores dentro de una amplia gama de matices, que van del divertimento desternillante al desprecio vomitivo.
En la práctica, todo objeto o utensilio que compramos oficialmente, es decir, pagando el correspondiente IVA, está garantizado por ley: a cambio de nuestro dinero, durante un plazo de tiempo prefijado debe funcionar. La garantía sólo existe para reforzar la confianza del consumidor.
¿Y respecto a nosotros mismos, a todo lo que hacemos, decimos y proyectamos? O bien y también… ¿respecto a nuestra empresa y a todo lo que ofrece y proyecta? ¿Sabemos si somos creídos o si simplemente somos oídos?
La credibilidad es fundamental porque significa que lo que emanamos hacia el exterior, a nuestros receptores les llega garantizado. La credibilidad es nuestra garantía de aceptación. Y al igual que sucede con las marcas, no es una garantía eterna: siempre tiene fecha de caducidad. Pero en cualquier caso, a corto o medio plazo sirve para conseguir algo: no hay futuros que crezcan solos, todos hay que regarlos y cuidarlos.
Tener un solvente sentido del nivel de nuestra credibilidad, ya sea como personas, empresa o institución, es determinante para la solidez y continuidad de nuestro caminar.
A nivel personal, la solidez se mide por la cantidad y calidad de los acuerdos y fiascos que nos acompañan en nuestro constante deambular biológico.
A nivel empresarial ocurre exactamente lo mismo, aunque curiosamente, para los institutos de investigación dedicados a escanear las entretelas y entresijos de sus clientes-empresa la medición de los niveles de credibilidad que el mercado otorga es una de sus asignaturas pendientes. ¿Será que no lo hacen porque en ocasiones tendrían que explicar que el principal factor de falta de credibilidad lo constituye la imagen que proyectan sus propios directivos?