Principio 32
Con la venia y comprensión de mister Shakespeare, siempre creí que tras su imbatible «ser o no ser» proseguía un modesto y personal «te creo o no te creo». Porque para convivir, ésta es la segunda gran cuestión.
Vivimos en una permanente dislexia intelectual: al tiempo que como género animal acumulamos el súmmum de la inteligencia, si esquivamos el fanatismo somos conscientes de que provenimos de unas raíces misteriosas (¿hay alguien por ahí que pueda asegurar con rotundidad el origen del mundo?), al tiempo que con la última caída de párpados entramos en una dimensión desconocida (¿algún fallecido podría tener el detalle de explicarnos qué ocurre diez segundos después de la muerte?).
Cuando somos capaces de hacernos estas preguntas (junto a otras de rango menor, como por ejemplo, cómo es posible que en la comunidad de vecinos haya dos propietarios tan cretinos), nos envuelve una sensación de falta de confianza. Es por eso que para la gente sensata existe un factor determinante que avala la confianza y paz necesarias para vivir dentro del universo desconocido: la credibilidad.
La desconfianza crea tensión, duda, temor, recelos, manías e incluso odios.
Por el contrario, la credibilidad es la llave que abre la puerta de la confianza. Con ella nos relajamos, entregamos, cedemos e incluso queremos. La confianza es el nudo que aguanta todas las presiones.
Para los fantasmas del día a día la confianza es un término antiguo, kitsch e inútil. En el baile de la vida apuestan por «la fascinación instantánea», y son capaces de moverse como convenga con tal de conseguir la atención inmediata: pueden menear el culo, removerse con una danza del vientre, puntear una milimetrada sardana o dar gigantescos brincos masáis.
Con el tiempo, siempre acaban siendo despedidos del baile. La credibilidad es una danza lenta, de pasos precisos, seguros, envolventes y profundos. Es el abrazo con el que otro te rodea y se entrega para que seas tú quien conduzcas sus mejores pasos.