¿Qué sucedió?: Operación «Un día de playa»
En 1960, la original visión de Bissell para la conquista de la Cuba comunista requería solamente un ordenado grupo formado por unas pocas docenas de infiltrados, que debían llegar ocultos bajo el manto de la oscuridad y que fomentarían una guerrilla insurgente. Un beneficio añadido a aquel plan era que la operación sería lo suficientemente pequeña para que orgánicamente pareciese cubana. Sin embargo, Richard Bissell no tenía por costumbre pensar a pequeña escala. La misión iba avanzando lentamente mientras Bissell retocaba su plan. Cuando finalmente lo desveló, el plan requería «una acción de choque», lo que en la jerga de la CIA significaba una invasión militar a gran escala. Bissell se dejaba llevar por su entusiasmo. No obstante, luego se olvidó de contárselo a alguien.
Bissell lo mantuvo en secreto por razones estratégicas. Sus propios informes de la CIA de noviembre de 1960 afirmaban que una invasión militar cubana, incluso con más de 3.000 soldados, fracasaría. La CIA concluyó que la única forma de derrocar a Castro sería desembarcar a los marines. Bissell nunca contó una sola palabra de este informe a nadie y, por el contrario, alimentó la invasión, todo por su cuenta.
El plan de Bissell era el siguiente: 1.500 rebeldes cubanos entrenados por los americanos, transportados en barco desde Guatemala, desembarcarían en una remota playa en la costa meridional de Cuba, esperarían unos días mientras un improvisado apoyo aéreo repelía al ejército cubano formado por 200.000 hombres. El país estallaría en una histeria anticastrista, y los rebeldes, a los que entonces se unirían los líderes cubanos (que estarían escondidos en un hotel de Manhattan hasta que la invasión hubiese sido llevada a cabo), simplemente tendrían que dirigirse a La Habana y hacerse con el gobierno, igual que había hecho Castro, con alguna parada ocasional para tomarse un refrescante mojito. Una operación encubierta divertida y fácil con la total negación de su implicación por parte de Estados Unidos.
El problema para la CIA, igual que con todas las revoluciones que tramaba, era que tenía que crear una fuerza invasora lo suficientemente poderosa para vencer…, pero no tan fuerte como para que se desvelase el apoyo americano. En esencia, la invasión tenía que ser cubanizada, hacer que no pareciese profesional. Tal como demostraron los acontecimientos más tarde, las operaciones militares poco profesionales le salían con naturalidad a la CIA.
Igual que un espectáculo de Broadway puliendo sus fallos en una pregira, la CIA llevó a cabo una invasión de preestreno.
En mayo de 1960 la Agencia conquistó las islas del Cisne, un reducto solitario en el Caribe occidental lleno de aves y que estaba cubierto de porquería. La CIA montó su propia emisora de radio para emitir mensajes anticastristas a Cuba. Para capturar las islas (nombre en clave: Operación Botas Sucias) hacía falta el despliegue secreto de un destructor que evacuara a algunos estudiantes hondureños borrachos que celebraban una fiesta en la isla. Los informes de la preinvasión: todo magnífico.
Para entrenar al ejército rebelde, en julio de 1960, Bissell estableció una base en una zona remota de Guatemala con la ayuda del superamistoso presidente del país, Miguel Ydígoras Fuentes.
El campamento crecía a medida que la CIA traía en avión a más combatientes cubanos, principalmente reclutados del fondo de malhumorados cubanos exiliados en Miami, que se entrenaban bajo la atenta mirada de bronceados preparadores de la CIA e instructores del ejército vestidos de civiles y con nombres falsos, para mantener la ficción de que América no estaba de ningún modo implicada. La creciente fuerza se llamó Brigada 2.506 después de que uno de los primeros voluntarios, cuya identificación secreta era el número 2.506, muriese durante el entrenamiento. En una maniobra sorprendentemente inteligente, la CIA dio números de identificación que empezaban en el 2.500 para engañar a Castro sobre el tamaño de sus fuerzas, en el caso de que descubriera su existencia. Por desgracia, éste resultó ser uno de sus movimientos más astutos.
Una complicación que se presentó en la Brigada 2.506 fue el alto índice de soldados rebeldes que se ausentaban sin permiso. Cuando la CIA descubrió que los rebeldes se iban a retozar en un burdel lejano, la Agencia no dudó en hacer lo lógico: abrió un burdel en la base. Por razones de seguridad, las prostitutas fueron reclutadas en El Salvador y Costa Rica.
Un problema mayor era que la seguridad de los planes era un tema de alta prioridad. Si se filtraba la noticia del proyecto de la CIA, aquello destruiría el mito de que la invasión americana de Cuba era orgánicamente cubana. Pero, a mediados de 1960, el Miami Herald descubrió que unos cubanos estaban siendo entrenados para la guerra y planeó sacar a la luz una historia con todo el asunto. No obstante, la presión del gobierno estadounidense acabó con la historia. El 30 de octubre de 1960, un periódico de Guatemala escribió un artículo sobre el campo de entrenamiento, que fue ampliamente ignorado en Estados Unidos, como suele suceder con los acontecimientos de Guatemala. Más tarde, el 10 de enero de 1961, el New York Times publicó una noticia en primera plana descubriendo que la CIA estaba entrenando a guerrillas cubanas. Al parecer ya habían descubierto el pastel. Pero Bissell y compañía permanecieron imperturbables, convencidos de que muy poca gente prestaba realmente atención a la primera plana del Times.
Después de la elección de Kennedy en noviembre de 1960, Bissell le informó del plan. El joven presidente no había prestado atención al asunto, igual que todo el mundo. Bissell intentó que Kennedy se centrara en el plan, pero no consiguió convencer al joven presidente de que diera luz verde al proyecto.
Cuando los planes de invasión siguieron adelante bajo la nueva Administración Kennedy, sólo se le ocurrió a Antonio de Varona, uno de los líderes políticos en el exilio, que la matemática del plan no auguraba el éxito: la brigada de invasión de unos pocos cientos de hombres se enfrentaría a unos 200.000 soldados cubanos. Bissell tenía una respuesta de una sola palabra que calmó a todo el mundo: «paraguas». La invasión estaría protegida por un paraguas de fuerza aérea, una de las leyes inviolables de la guerra moderna. Los aviones americanos arrasarían cualquier fuerza terrestre que pudieran encontrarse los invasores. El paraguas no era solamente la clave de la victoria, sino que era un tranquilizante para las mentes inquisitivas e inquietas. El paraguas iba a solucionar todos los problemas.
Un mayor problema del que nadie parecía darse cuenta era la falta de una cadena de mando clara para la operación, una gravísima violación de cualquier estrategia militar básica. A pesar de que Bissell había creado el plan y la CIA controlaba todos y cada uno de los aspectos de la operación, Kennedy ostentaba la autoridad final sobre todas las decisiones. No obstante, él carecía de un conocimiento total y concreto de los detalles. La falta de líneas de control operativas claras de Estados Unidos estaba en consonancia con la parálisis del liderazgo cubano rebelde. Por ejemplo, la principal fuerza terrestre, la Brigada 2.506, no informaba a nadie en particular. Varios grupos competían por el control: algunos eran excompinches de Batista, otros eran camaradas descontentos del entorno de Castro, otros eran exlíderes del gobierno. Se odiaban entre sí y desconfiaban los unos de los otros. Cada uno tenía su propia idea de cómo debería ser un gobierno poscastrista, y cada uno de ellos además se veía como el siguiente cabecilla. Si la invasión tenía éxito, no estaba claro quién sucedería a Castro. Era una revolución sin un revolucionario.
A pesar de que los problemas aparecían por todas partes, Bissell seguía convencido de que ninguno de ellos era insalvable y que la corrección del hecho de librarse de Castro inclinaría a Kennedy en su favor. Las entrevistas de Bissell con Kennedy durante los primeros meses de 1961 se lo confirmaron, puesto que el nuevo presidente muy pocas veces formuló preguntas inquisitivas cuando Bissell se acercaba a la Casa Blanca para poner al día a Kennedy sobre sus planes de invasión.
Como resultado, el pequeño plan de invasión de Bissell empezó a sufrir cambios de alcance que él convenientemente olvidó mencionar. La serie de pequeñas infiltraciones destinadas a inflamar una sublevación interna cubana se habían transformado en un minidía D completo, con un asalto en la costa con embarcaciones anfibias y una variopinta tripulación de rebeldes exiliados cubanos en sustitución de una División de Marines. No se lo consultó a nadie, sino que sencillamente intentó engatusar al nuevo presidente para que estuviese de acuerdo en lo que rápidamente se convirtió en una invasión a gran escala.
El 11 de marzo, un alarmado Kennedy rechazó el minidía D de Bissell por ser demasiado abierto y quiso que el plan fuera revisado de nuevo para garantizar que orgánicamente fuese cien por cien de procedencia cubana. Sin embargo, el plan no estaba cancelado. Bissell salió con paso firme a retocar su plan.
Kennedy se mantenía fiel a su predilección de toda la vida: tener exactamente lo que quería, en este caso una doble victoria para empezar su presidencia. No había ninguna razón para que Castro no pudiese ser aplastado y toda la operación oculta tras una buena capa de invisibilidad bien diseñada. Igual que había sucedido con la «ayuda» que su padre le ofreció para conseguir su elección o con las bellas «secretarias» que mantenía escondidas en los sótanos de la Casa Blanca, él no veía ninguna razón para que el aire de perfección de su reluciente nueva administración sufriera ninguna mella. Parecía tener plena confianza en que la CIA podía lograrlo sin que él tuviese que perderse siquiera su navegación de fin de semana.
A finales de marzo de 1961, un mes antes de la invasión, Bissell fue de nuevo a ver a Kennedy con una versión más suave de la invasión, que incluía un cambio que Kennedy nunca se molestó en entender. Todavía se trataba de una invasión militar, aunque ligeramente menor, pero ahora su ubicación se había trasladado de los pies de las montañas del Escambray, propicias para una guerrilla, a unos cien kilómetros de distancia en la cenagosa y aislada bahía de Cochinos. Kennedy no se dio cuenta de que este cambio significaba que si la invasión fracasaba, los rebeldes no podrían desaparecer sencillamente en las montañas y pasar a la guerrilla para continuar la lucha y mantener la ficción de que la invasión era un «asunto cien por cien cubano». Obviamente, Kennedy no había pensado a fondo en el tema y consultar un nuevo mapa no formaba parte del proceso de aprobación de Kennedy. El joven presidente era un hombre de acción sin el respaldo infalible que el dinero y la planificación de su padre le habían proporcionado. El suficiente Bissell le garantizó que el plan triunfaría incluso mejor que en Guatemala. Kennedy se encontró atrapado: si cancelaba la operación parecería débil, tanto a los republicanos como a los soviéticos.
Sin embargo, una cosa permanecía invariable: el factor decisivo de toda la invasión era el control del aire, la clave de la guerra moderna. Si los rebeldes controlaban los cielos, podrían desembarcar los refuerzos que quisieran. Pero si Castro tenía superioridad aérea, podría eliminar los barcos rebeldes y la fuerza invasora se desvanecería en las playas. Era obvio, dada la insistencia de Kennedy en mantener un manto de secretismo absoluto, que Estados Unidos no podía sencillamente inundar el aire con jets luciendo el distintivo de las USAR. Los rebeldes necesitaban su propia fuerza aérea, y Bissell se la proporcionó.
Para crear aquel monstruo alado, Bissell recurrió a los antiguos bombarderos B-26 de la Segunda Guerra Mundial aparcados y que eran propiedad de las Fuerzas Aéreas, pero éstas, recelosas de verse implicadas en aquel lío no quisieron entregárselos. Entonces tuvieron que comprarlos. Ambos bandos regatearon por el precio igual que comerciantes de alfombras en un bazar turco.
Bissell también se dio cuenta de que su ejército invasor necesitaría una flota: como dedujo razonablemente, no podían ir andando de Guatemala a Cuba. Pero entonces fue la Marina la que no quiso cooperar y proporcionar los barcos. Para conseguir algún barco, Bissell primero tuvo que conseguir el permiso del Estado Mayor Conjunto el 10 de febrero de 1961. El grueso de la flota rebelde consistía en unos destartalados buques mercantes fletados a un hombre de negocios cubano empeñado en echar a Castro.
La Junta de Gobierno del Pentágono tenía reparos acerca del plan que iban mucho más allá de no querer ceder barcos o aviones. Después de que JFK ocupara el cargo, la CIA informó a un Comité formado por los jefes del Estado Mayor Conjunto sobre su plan. Algunos planes ocupan gruesos libros; otros sólo ocupan unas pocas páginas. Éste existía únicamente en las mentes de sus organizadores, no había nada escrito sobre papel. El Estado Mayor Conjunto estaba asombrado. Tomaron notas y las pasaron por sus propios procesadores de invasiones. En febrero de 1961, concluyeron que su plan tenía un 30 por ciento de probabilidades de éxito. Sin embargo, no queriendo parecer débiles, dijeron a Kennedy que el plan tenía bastantes probabilidades de éxito sin jamás mencionar la cifra del 30 por ciento. Incluso esa ligera probabilidad requería una total superioridad aérea y un alzamiento popular en Cuba contra Castro.
A pesar de que Bissell no había considerado necesario poner por escrito el plan de invasión, la CIA tenía su propio departamento de Relaciones Públicas. Dos, de hecho. Desde el principio, la CIA había contratado al mismo tipo que había dirigido la propaganda para la operación de Guatemala para que volviera a hacer el trabajo. Su primer paso fue instalar una emisora de radio de propaganda en la isla del Cisne. Como respaldo, un relaciones públicas y su ayudante en Nueva York lanzaban comunicados de prensa dictados por la CIA en nombre de un ficticio «consejo de dirección».
Finalmente, a principios de abril de 1961, se pulsó el interruptor. Los soldados fueron enviados a un puerto de Nicaragua para ser transportados a Cuba con la flota cubana fletada. Por el camino fueron escoltados por naves estadounidenses. La fuerza de 1.500 invasores recibió una animosa despedida en el puerto del dictador nicaragüense Luis Somoza. ¡Viva la democracia!
Seguidamente, a Kennedy le entró un grave ataque de miedo. Intuyó problemas con la historia que servía de tapadera y en el último segundo retiró parte del apoyo aéreo inicial y redujo el número de bombarderos de dieciséis a ocho. El primer asalto, el sábado 15 de abril, acabó con una gran parte de la fuerza aérea de Castro pero aún dejó tras sí un gran número de decrépitos cazas de fabricación británica.
Para crear un convincente aire de autenticidad que acompañara al primer ataque aéreo, un piloto rebelde voló directamente desde la base aérea invasora en Nicaragua a Miami en un B-26 proporcionado por la CIA y, ante la prensa reunida, hizo creer que era un desertor de la fuerza aérea de Castro. La charada se vino abajo con las preguntas de la entrometida prensa libre, puesto que rápidamente se hizo evidente que el avión nunca había disparado sus armas. También porque tenía el morro de metal y los bombarderos B-26 de Castro estaban equipados con morros de plástico. Bissell engañó con un poco más de facilidad al Departamento de Estado y a las Naciones Unidas. Mientras las noticias del ataque se infiltraban por las esferas de poder en todo el mundo, sus superiores en el Departamento de Estado aseguraron al embajador en la ONU, Adlai Stevenson, un intelectual manipulable, que los «desertores cubanos» de hecho eran puros cubanos, algo que él poco inteligentemente proclamó al mundo durante un debate en las Naciones Unidas.
Pero la conexión entre Estados Unidos y el plausiblemente desmentible ataque aéreo estaba empezando a revelarse.
Castro declaró que Estados Unidos estaba detrás del ataque y los soviéticos le secundaron. El manto de secretismo estaba por los suelos. A Kennedy, que siempre estuvo más preocupado por mantener el secreto de la invasión que por su éxito, le entró el pánico. Así que cuando llegó el momento de aprobar el segundo ataque aéreo al amanecer del siguiente lunes, un ataque del que se suponía que no sabía nada, lo canceló. Aquel ataque aéreo debería haber acabado con los restos de la fuerza aérea de Castro y, por consiguiente, se trataba de la parte más vital de la operación, si Kennedy deseaba tener éxito.
Algo de lo que aún no estaba seguro.
Con la tapadera por los aires debido al primer ataque, si procedían al segundo resultaría evidente que la operación tenía el respaldo de Estados Unidos, revelando de una vez por todas que no eran las Bermudas o Marruecos quienes estaban tras la invasión, sino el Tío Sam. Bissell y otros líderes de la CIA presionaron a Kennedy y al secretario de Estado Dean Rusk para que permitiesen el ataque, pero el presidente no quiso cambiar de opinión. Y con aquella única decisión ejecutiva, JFK selló el destino de la invasión. Estaba condenada al fracaso antes de que el primer rebelde llegase a las playas. En un esfuerzo para evitar que el mundo descubriese lo que ya sabía, JFK había tirado toda la operación por la borda. Bissell no había logrado recalcarle suficientemente al presidente que el ataque aéreo era el elemento crucial de toda la operación y Kennedy no logró captar este detalle o tal vez ya lo sabía y no le importaba. De este modo, JFK cerró el paraguas.
Cuando los bombarderos rebeldes se retiraron, los sentenciados invasores avanzaron en tropel hacia la playa a primera hora de la mañana del 17 de abril, tan tranquilos, sin darse cuenta de que el ataque aéreo había sido víctima de los antojos de JFK. Encabezados por submarinistas cubanos cuyo trabajo era vigilar las playas poco antes de la llegada de las fuerzas principales, los invasores esperaron a unos pocos kilómetros de la costa preparados para desembarcar durante la noche. En el último momento, el preparador de los submarinistas, Grayston Lynch, un exoficial de las fuerzas especiales del ejército que se había incorporado a la CIA en 1960, se unió a ellos. Lynch era un veterano en desembarcos reales de Día D y poseía dos estrellas de plata.
Lynch planeó establecer un puesto de mando a unos convincentemente desmentibles kilómetros de distancia de la costa.
Cuando se acercaron a su punto de desembarco, los submarinistas descubrieron que la playa estaba bien iluminada y había una bodega llena de gente. Al ver que la confianza de los cubanos disminuía, Lynch, que sentía más entusiasmo por la liberación de Cuba que muchos de sus camaradas cubanos, condujo su bote hacia una oscura franja de playa. Justo antes de que desembarcasen, un jeep del ejército cubano se acercó y barrió la zona con un reflector. Lynch abrió fuego con su metralleta, abatió al jeep y mató a dos soldados cubanos. El repiqueteo de la ametralladora acabó con el elemento sorpresa, pero igualmente los submarinistas aseguraron la playa y llamaron por radio a los rebeldes para que desembarcasen. Lynch, al darse cuenta de que en realidad nadie estaba al mando del desembarco a pesar de los meses de preparación, tomó el mando.
La cubanización de la invasión no sobrevivió al primer disparo de la campaña.
Poco después de que Lynch abatiese al jeep en la playa, Castro ya estaba enterado de la invasión. Enseguida entró en acción e hizo dos llamadas telefónicas. Aquellas llamadas, unidas a la negativa de Kennedy de enviar una segunda oleada de bombarderos, sellaron el fracaso de la invasión. Castro lo notificó al jefe de la academia militar cubana y le ordenó que tomase a sus cadetes y repeliera la invasión. También telefoneó a Enrique Carreras, su mejor piloto, y le dio instrucciones de atacar a los buques que transportaban las fuerzas invasoras con su Sea Fury, un caza de hélice de la época de la Segunda Guerra Mundial. Aquello era lo único que Castro tenía que hacer. Hubiese podido volver a la cama.
Al final de aquel primer día, los invasores estaban inmovilizados en la playa, con su munición casi agotada, su moral por los suelos y dos de sus buques clave hundidos por el trepidante tirador de primera Carreras. Castro mantuvo la presión enviando a toda prisa más tropas al lugar.
Comparando los liderazgos entre los jefes de dos sistemas ideológicos opuestos, las diferencias eran absolutas. En los dinámicos Estados Unidos, Kennedy emitía órdenes desde su refugio en Virginia; en el estado totalitario, el dinámico Castro se unía personalmente a las columnas ofensivas y tomaba el mando activo de sus defensores. Posicionó a sus tropas, decidió qué rutas debían tomar y mantuvo contacto constante con sus líderes militares. Mientras, a Kennedy le mantenían informado de la situación mediante informes de teletipos que iban con horas de retraso del ritmo de la lucha real. Esta distancia no disuadió a Kennedy de emitir órdenes dirigiendo a sus tropas sobre el terreno, intentando dirigir la guerra desde la Casa Blanca. El presidente tomó decisiones rápidas sin acabar de comprender sus implicaciones, anteponiendo de este modo la política sobre la victoria. Castro tomó decisiones rápidas con un total dominio de la situación, centrado solamente en una rápida y decisiva victoria militar. La zona de desembarco resultó ser una de las áreas de pesca preferidas del dictador. Estaba muy familiarizado con todas sus carreteras secundarias y pueblos. Y sabía que su aislamiento detrás de las impenetrables marismas la hacían un lugar ideal para establecer una cabeza de playa. El éxito dependía de la velocidad.
Cuando la situación en la playa se deterioró, justo después de la media noche del 18 de abril, Kennedy abandonó una recepción en la Casa Blanca para celebrar una rápida reunión vestido de etiqueta. Bissell le explicó que la situación era muy grave, pero que existía una salida: enviar jets americanos desde el portaaviones Essex estacionado cerca de Cuba para acabar con las fuerzas de Castro. Bissell siempre esperó que cuando llegase el momento de la verdad, JFK, que odiaba decididamente a los comunistas, comprometería abiertamente a las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos antes de permitir que la operación fracasase. De hecho, dado que Bissell había leído los análisis de la CIA el año anterior, sabía que ésta era la única forma en que el plan podía funcionar.
Pero JFK insistió en que Estados Unidos no se involucraría en el asunto. El almirante Burke, jefe de operaciones navales, le soltó al presidente que el país ya se había implicado, pero el presidente se mantuvo firme. Por lo visto, para Kennedy, el hecho de que el país se implicara significaba que el personal de la Casa Blanca apuntara real y efectivamente con metralletas a los tanques enemigos. Pero llegados a aquella situación él no estaba pensando en la victoria para los invasores, sino que su atención se centraba en intentar salvarse políticamente de lo que se daba cuenta entonces que era un inmenso error.
Kennedy le dijo a Bissell que ya era hora de que los invasores se internasen en las montañas y siguieran la lucha como guerrillas. Bissell le hizo ver que, estando los invasores a cien kilómetros de las montañas, aquello no era posible. Llegados a aquel punto, el quinto día de operaciones militares, se podría suponer que Kennedy habría comprendido la importancia de cambiar el lugar de la invasión. ¡Mi reino por los mapas del Google!
Kennedy estuvo de acuerdo en una concesión, y permitió que los jets del Essex emplazado cerca de Cuba escoltasen a los B-26 mientras éstos atacaban el aeropuerto cubano con la esperanza de abatir a los pocos aviones cubanos que habían estado aterrorizando a los invasores. Los jets no iban a combatir al enemigo sino solamente a volar junto a los bombarderos para disuadir a los aviones de Castro de disparar a los B-26. Sin embargo, los cubanos se negaron a pilotar los aviones porque lo interpretaron como una misión suicida, así que voluntarios americanos, la mayoría pilotos de la Guardia Nacional del Aire de Alabama, que habían entrenado a los cubanos para la CIA, tomaron los controles. En una invasión que se suponía que no había implicada ninguna fuerza estadounidense, los aviones de la armada americana estaban escoltando aviones americanos con pilotos americanos para atacar a la fuerza aérea de Castro.
En otro gran momento de brillantez operacional, los organizadores de la CIA no se dieron cuenta de que Cuba y Nicaragua, donde tenían su base los B-26, estaban en diferentes zonas horarias. Como resultado de este despiste, los bombarderos llegaron una hora antes que sus escoltas navales, y cuatro de ellos fueron abatidos por el mismo puñado de cazas cubanos que volaban pegados con cinta aislante y con mucha fe. Incluso las zonas horarias trabajaban a favor de Castro. Los rebeldes resistieron durante todo el martes, pero la situación seguía siendo desesperanzadora. Al amanecer del miércoles 19 de abril, perdieron la batalla. Las tropas de Castro cerraron el cerco sobre los rebeldes. Aquella tarde, Lynch, que se había apostado a distancia de la costa poco después de los desembarcos y había asumido el papel de comandante de campo rebelde de facto, tomó el mando de una pequeña embarcación de desembarco cargada de munición y la guió hacia la costa.
Pero era demasiado tarde. Antes de que pudiese atracar, los rebeldes se rindieron. Su líder, Pepe San Román, llamó por radio a Lynch y le comunicó que iba a destruir su equipo de comunicaciones y encaminarse a las marismas. La brigada 2.506 ya no existía. Los supervivientes escaparon como pudieron por las marismas hasta que fueron rodeados por los hombres de Castro unos pocos días después. Pero la propaganda prosiguió. Los jefes cubanos exiliados, que habían aprendido las lecciones de relaciones públicas de sus preparadores de la CIA muy a fondo, declararon que la invasión en realidad era simplemente una pequeña operación de aprovisionamiento que había fracasado en conseguir sus objetivos. Y juraron por activa y por pasiva que Estados Unidos no estaba implicado.
En total, 114 rebeldes murieron y 1.189 fueron capturados. Castro devolvió a la mayoría de los cautivos a Estados Unidos a finales de 1962 a cambio de 53 millones de dólares en medicamentos y comida.
En una ceremonia celebrada el 29 de diciembre de 1962 en el Orange Bowl de Miami para homenajear a los combatientes que lucharon, Kennedy alabó su valor y juró que un día la bandera de los rebeldes ondearía en una Habana libre de Castro.
Ocho presidentes después, la espera continúa.