¿Qué sucedió después?
El espectáculo de los pequeños finlandeses luchando valientemente contra el oso ruso fascinó al mundo entero. Los líderes mundiales les echaron la bronca a los malvados soviéticos, mostrando un nivel de indignación directamente proporcional a la distancia a la que se encontraban de los hechos.
En un extraño giro de la historia, los delirios paranoides de Stalin acerca de la agresión finlandesa resultaron ser ciertos cuando, en 1941, los finlandeses se unieron a los nazis e invadieron la Unión Soviética de nuevo bajo el mando de Mannerheim. Mannerheim no quiso avanzar más allá de la frontera que habían perdido en 1939, y la lucha pronto se estancó. El hecho de aliarse a los nazis destruyó la buena relación que Finlandia había construido con Occidente y desde entonces los finlandeses fueron tratados como amigos de Hitler. En 1944, las tropas de Stalin obligaron a retroceder a los finlandeses de nuevo y Mannerheim se convirtió en presidente de Finlandia. Negoció la paz con la Unión Soviética y luchó para librar al país de los alemanes. Sus problemas de salud lo obligaron a dimitir en 1946 y se retiró a escribir sus memorias en Suiza. A partir de entonces, durante décadas, Finlandia vivió bajo la mano dura de los soviéticos, que mantuvieron la vista puesta en su vecino.
A pesar de que las masivas bajas sufridas en la guerra impresionaron a Stalin lo suficiente para hacerle caer en la cuenta de que era necesario reformar su ejército, el mayor impacto de la guerra fue que, a partir de entonces, Hitler tuvo claro que el una vez temido Ejército Rojo era vencible. Hitler se mofó de Stalin ofreciéndole en privado someter a los finlandeses. Hitler ya no volvió a temer a los soviéticos.
Stalin condujo a su pueblo a una guerra que acabó con unos 20 millones de ciudadanos soviéticos y, para alivio de todo el mundo, murió en 1953.