¿Qué sucedió después?
Ningún romano habría imaginado jamás que esto podría sucederle a uno de sus emperadores. Los informes sobre lo que fue del cuerpo de Valente fueron contradictorios. Algunos dijeron que lo quemaron vivo. En cualquier caso, el cuerpo nunca se recuperó, una forma humillante de morir para cualquier hombre, y más aún para el gobernante de un superimperio. Los romanos constataron que habían sufrido su peor derrota desde la batalla de Cannas a manos de los cartagineses, 700 años antes. La tradición de sacrificarlo todo por la victoria, establecida a lo largo de los siglos por los líderes romanos —tales como el general que había muerto espoleando a sus legiones hacia la victoria en la culminante batalla de la tercera Guerra Samnita en 291 a. C., que consolidó el control romano sobre Italia central y puso a los romanos firmemente en la senda hacia el Imperio—, se había desvanecido. Y nada menos que frente a los godos.
El sucesor de Valente, Teodosio, un general que Graciano nombró nuevo emperador oriental, atacó animosamente a los godos, pero no fue capaz de derrotarlos. Se vio obligado a firmar con ellos, y en sus propios términos, un tratado de paz: los godos habían penetrado en el Imperio y pensaban quedarse. El Imperio Romano ya estaba en las últimas; con la aplastante derrota de Adrianópolis había quedado mortalmente herido. En 410 Roma fue saqueada por el rey godo Alarico, que en 376, siendo aún un muchacho, había cruzado el Danubio junto con los demás refugiados.
A finales del siglo V el Imperio ya no existía. Valente fue confinado al agujero negro de la historia, en igualdad de condiciones que muchos de los que habían sucumbido al poder romano. Tales son las recompensas de la clemencia cuando se intenta gobernar un superimperio.