¿Qué sucedió?: Operación «¿Acaso no hay nadie capaz de iniciar una revolución aquí?»
Para Hitler, fascinado por sus propias creencias fanáticas, igual que lo estaba su creciente ejército de seguidores, la organización y planificación del golpe había sido una idea de última hora. El plan consistía simplemente en hablar con los líderes de Baviera antes del discurso de Von Kahr, convencerles para que se uniesen al golpe de Estado de Hitler (el putsch de Hitler) y, después, declarar la revolución y marchar inmediatamente sobre Berlín. Con Hitler al frente, por supuesto.
Hitler llegó a la cervecería temprano y se paseó por el vestíbulo esperando a Goering y a sus guardaespaldas personales.
Tal como estaba planeado, Von Lossow y Von Seisser, así como prácticamente todas las figuras de poder en Munich, llegaron a la Bürgerbráukeller para escuchar el discurso de Kahr. Mientras Von Kahr estaba hablando, Goering y los guardias llegaron en camiones, se abrieron paso a empujones y colocaron una ametralladora en el vestíbulo de la cavernosa cervecería. A una señal de Hitler, la puerta se abrió de par en par; Hitler, en el centro de un grupo de soldados, se abrió paso entre la multitud agitando su pistola como si fuese el Llanero Solitario, mientras Goering se permitía la extravagancia de blandir dramáticamente un sable. Se abrieron paso hacia el escenario y Hitler tranquilizó a la multitud con un tiro al aire. La revolución había empezado.
Furiosos porque Hitler había roto su promesa de que no efectuaría el golpe sin ellos, los tres líderes, Kahr, Lossow y Seisser, se negaron a moverse. Hitler, lívido ante su intransigencia, les arrastró hacia una habitación lateral y les clavó la pistola en el oído. Aun así se mostraron reacios. Hitler se puso hecho una fiera, pero no tuvo más remedio que regresar con el inquieto auditorio, al que Goering estaba tratando de tranquilizar diciéndoles en tono de broma: «¡Vamos, al fin y al cabo tenéis cerveza!».
Hitler avanzó a grandes zancadas hacia el escenario y anunció la alineación del nuevo Gobierno, incluido el papel que en él desempeñarían Kahr, Lossow y Seisser, y la multitud se puso de su lado. Volvió de nuevo a la habitación lateral triunfante, sabiendo que había ganado el pulso. Pero el reacio triunvirato aún estaba tratando de hacerse a la idea. Entonces Ludendorff, el héroe de la Primera Guerra Mundial que había perdido la guerra, hizo su aparición. Era el más allegado a Hitler, pero lo cierto es que no parecía precisamente un general prusiano, puesto que llevaba el traje viejo que empleaba para ir de cacería los fines de semana, para preservar la ilusión de que su implicación en el golpe era una decisión que había tomado en aquel mismo momento.
Entonces el triunvirato se dio cuenta de que las cosas se estaban poniendo en su contra. Bajo la influencia de Ludendorff, Lossow y Seisser estuvieron de acuerdo en unirse al golpe, pero Kahr seguía apostando por la reinstauración de su amada monarquía. Finalmente, cuando Hitler le contó la mentira perfecta, cedió: el golpe de Estado era lo que el kaiser hubiese querido. Por supuesto, Hitler estaría al mando, Lossow y Seisser representarían los papeles estelares, el inservible Ludendorff dirigiría de nuevo el ejército y Kahr seguiría siendo gobernador de Baviera. Después de apoderarse de Munich, todos marcharían sobre Berlín y completarían la revolución.
Después de firmar el trato, todos volvieron al escenario, donde uno a uno prometieron unirse a la revolución de Hitler. La multitud enloqueció.
Afuera, había anochecido: había llegado la hora de que los escandalosos combatientes de los batallones de las SA demostrasen en las frías calles de Munich lo valiosos que eran para la revolución. Se reunieron en las cervecerías de la ciudad, bebiendo y esperando la orden para abalanzarse sobre los centros del gobierno y atacar a cualquiera que se resistiese a la revolución.
Al veterano líder de los Freikorps, Gerhard Rossbach, le dieron seis soldados de caballería y le encomendaron ocupar la Escuela de Infantería. Los cadetes enseguida estuvieron dispuestos a unirse al popular Rossbach, un legendario combatiente de las Freikorps. Los nuevos cadetes de Rossbach marcharon armados hacia Marienplatz, el centro de la ciudad, situado en la orilla del río opuesta a la que Hitler había efectuado el golpe.
Sin embargo, en el resto de Munich, el golpe estaba teniendo menos éxito. Los soldados de las SA no consiguieron convencer a los soldados del cuartel del 19.o Regimiento de Infantería para que les entregasen las armas de su arsenal. Otros soldados de las SA quedaron encerrados en otro arsenal por un oficial del ejército determinado a no someterse al golpe sin órdenes explícitas.
Mientras, Ernst Rohm, que esperaba que le llegasen noticias de que el golpe de Estado se había efectuado, había formado a su batallón de las SA en la lujosa cervecería Löwenbräukeller bajo pretexto de pasar una noche divertida amenizada por la música de una banda y un discurso de Hitler. Himmler estaba allí, agarrado a la bandera nazi, su mayor contribución al golpe.
Cuando les notificaron que la revolución había empezado, Rohm lo anunció a la multitud; todos salieron a la calle y formaron enseguida llevando armas de fuego, cortesía del maestro acumulador de armas Rohm. Los soldados armados marcharon hacia la Bürgerbráukeller para unir sus fuerzas a las de Hitler, liderados por una banda de música y recogiendo las armas que habían ocultado a lo largo del camino. Himmler marchaba orgullosamente con la bandera en la mano, satisfecho de tener por fin su oportunidad de participar en la guerra.
El complot, sin embargo, empezó a hacer aguas. Entre la confusión que se produjo en la Bürgerbráukeller, un inspector de policía se escabulló por una puerta lateral e hizo sonar la alarma. Las noticias llegaron a los oficiales superiores de la policía, que mandó a sus hombres a proteger las conexiones telegráficas y telefónicas. Puesto que Von Lossow, el jefe del ejército en Munich, estaba atrapado en la cervecería, la policía llamó al oficial superior del ejército en la ciudad, el general de división Von Danner, un monárquico que odiaba a los nazis y que acudió inmediatamente en su ayuda.
Otro oficial de policía, alertado, por los disparos en las calles, de que una revolución nacional había empezado, salió a toda prisa de su casa en zapatillas para asegurar rápidamente la oficina gubernamental de Von Kahr. Los ufanos y desorganizados golpistas acabaron mordiendo el polvo reducidos por un puñado de mandos intermedios que actuaban rápidamente.
El escandaloso desfile de Rohm conquistó el Ministerio de Defensa para Ludendorff y Von Lossow sin derramamiento de sangre, pero olvidaron ocuparse de las conexiones telefónicas del interior del edificio, desde donde los oficiales leales llamaron a todo el mundo. Rohm, un militar de alto rango en Munich, ya no era de fiar.
Cuando Hitler, regodeándose en su glorioso momento de su recién estrenada dictadura, se enteró del problema en el cuartel del 19.o Regimiento de Infantería salió corriendo de la cervecería para arreglar la situación. Dejó a Ludendorff al mando de los cautivos Kahr, Lossow y Seisser. El convoy de Hitler se unió a Rossbach con sus cadetes de Infantería. Se detuvo para soltarles a sus nuevos reclutas un fiero discurso y luego se dirigió al Ministerio de Defensa para felicitar a Rohm. Su convoy avanzó por las calles entre los ciudadanos, luciendo orgullosamente su uniforme y el rojo-negro-blanco de la antigua monarquía alemana. La alegre atmósfera carnavalesca del golpe inundó el frío aire de la noche, libre de disparos. Parecía que el golpe de Estado estaba triunfando brillantemente. Hitler estaba asombrado. Hitler finalmente llegó al cuartel, pero el terco centinela de la puerta no le permitió entrar. Presintiendo que se avecinaba un problema, Hitler volvió a la cervecería del golpe y delegó la resolución del asunto del cuartel en Von Lossow. Cuando Hitler se fue, Ludendorff, cada vez más impaciente por recuperar su cargo al frente del ejército, decidió soltar al triunvirato. Von Kahr, Von Lossov y Von Seisser le dieron por supuesto su total y absoluta garantía prusiana de que continuarían apoyando a los golpistas. Los otros golpistas no estuvieron de acuerdo con su decisión y se lo hicieron saber con vehemencia, pero no pudieron convencer al anciano general.
De este modo Von Kahr, Von Lossow y Von Seisser salieron despreocupadamente y, sin saberlo, el golpe de Estado recibió un golpe mortal a manos de su mejor baza.
Cuando se vieron libres de las garras de los golpistas, el trío de vones, que controlaba prácticamente todos los canales legales de poder en la región, decidió que no quería trabajar para el joven Adolf. Querían irse para salvar el pellejo y si para ello era necesario hundir el golpe, lo hundirían.
Kahr salió disparado hacia su despacho, donde un representante de la brigada de los Freikorps le dijo que si se proclamaba dictador, los 15.000 soldados de la brigada invadirían Baviera para apoyarle. El cauteloso Kahr declinó la invitación para impulsar una guerra civil. Al mismo tiempo, Seisser corrió rápidamente a un puesto de mando de la policía local y emitió órdenes a la policía estatal para que se protegieran. Para cubrirse las espaldas, como llegados a ese punto estaba haciendo ya todo el mundo, Seisser optó por no moverse aún contra el golpe de Estado y, a continuación, se dirigió a las oficinas de Kahr.
Cuando Hitler regresó a la cervecería, no se dio cuenta de la gravedad del error garrafal que Ludendorff había cometido al soltar al trío de vones: estaba convencido de que le apoyarían y no podía concebir que alguien no anhelase que él se convirtiera en dictador. Lo que más le preocupaba era que los soldados de las SA rondasen arrastrándose por la cervecería en lugar de conquistar los edificios gubernamentales clave.
Hitler había perdido completamente la concentración diabólica que le había llevado a las puertas de la victoria. Estaba embriagado por la gloria de su aparente victoria. Cuando Rossbach y sus cadetes de Infantería llegaron al local donde se había producido el golpe y quisieron desfilar triunfalmente, Hitler aceptó gustoso y los recibió con un pequeño discurso mientras Ludendorff observaba orgulloso. Seguidamente, los soldados entraron a beber cerveza y comer salchichas.
Ludendorff, llevado por su innata conciencia prusiana, se dirigió finalmente al Ministerio de Defensa, guardado por Rohm.
Se sentó en la antesala del despacho de Von Lossow a esperar a que llegase para empezar a planear la marcha sobre Berlín.
Pero Lossow nunca llegó: había ido directamente a los cuarteles de Infantería. Y, hasta al cabo de una hora o dos, Ludendorff, el inocente revolucionario, no empezó a sospechar que algo había sucedido. Pero no fue lo suficientemente suspicaz. Mientras Rohm y Ludendorff esperaban sentados al hombre que creían erróneamente que iba a controlar el destino del golpe, en otras dependencias del Ministerio de Defensa se estaba organizando ya la resistencia al golpe de Estado.
Ludendorff, harto ya de esperar en la antesala de Lossow, finalmente empezó de nuevo a pensar como un soldado y corrió a avisar a los cadetes de Infantería de Rossbach, que estaban haraganeando en la cervecería, para que se dirigieran a toda prisa a las oficinas del gobierno, que, por otra parte, ya estaban todas vigiladas por la policía estatal. Éste iba a ser el primer enfrentamiento de la noche. El cordón policial que rodeaba el exterior de las oficinas del gobierno informó educadamente a los soldados de Rossbach de que el trío había cambiado de bando. Rossbach se negó a retirarse. Finalmente, el mismo Seisser salió para comunicarle personalmente la situación. Había llegado la hora de decidir en qué bando estaban. Los casi cien oficiales de policía se enfrentaban a unos cuatrocientos cadetes de Infantería armados.
Rossbach, el feroz líder de los Freikorps, sabía que las revoluciones requieren sangre y ordenó a sus soldados que abriesen fuego. Pero los soldados, muchos de los cuales se conocían y querían una revolución de derechas con algo de estilo, eran reacios a terminar con aquel ambiente de carnaval disparándose entre sí. En aquel momento, el confuso liderazgo del golpe contribuyó a hundir sus oportunidades aún más. De repente, llegó un turbio mensaje de la cervecería que ordenaba a los soldados de Rossbach que fueran a vigilar la estación de tren. Cuando los cadetes se marcharon, Kahr y Seisser fueron libres para escapar y reunirse con Von Lossow en el cuartel de Infantería. La oposición de Hitler ya estaba unida.
Sin embargo, la noche se estaba convirtiendo rápidamente en un cómico escenario de Abbott y Costello, al estilo del ejército prusiano. Nadie quería hacer un movimiento sin saber primero lo que el otro iba a hacer. Los leales pero simpatizantes soldados no querían disparar a los golpistas, pero tampoco querían unirse a ellos. ¡No les habían dado órdenes!
¡No podía esperarse que un soldado alemán se uniese a una revolución sin que le diesen la orden!
La compañía de las SA, cuyos intentos habían sido frustrados en los cuarteles, había regresado a la cervecería del golpe.
Los hombres se sentaron en el local, esperando órdenes, atiborrándose mientras de salchichas y cerveza gratis. Algunos empezaron a planchar la oreja debajo de las mesas, presintiendo que iba a ser una larga noche. Otros tenían que levantarse temprano a la mañana siguiente para ir a trabajar.
El golpe de Estado se había convertido en un circo descoordinado. Goering estaba preocupado por su esposa enferma. En lugar de ocupar los centros de poder de la ciudad, los nazis llevaron a cabo ataques aleatorios contra sus objetivos favoritos.
El hotel donde se hospedaban los oficiales del ejército aliado fue atacado y los oficiales de control de armas franceses y británicos fueron abordados en pijama; el personal del hotel, sin embargo, pudo convencer a los nazis de que les dejasen quedarse en el hotel. Los nazis atacaron también a sus enemigos habituales, los judíos y los comunistas, y arrastraron a 58 prisioneros hasta la cervecería del golpe.
A medianoche, en Berlín, el alarmado presidente Ebert, para entonces ya versado en aplastar desafíos a su gobierno tanto de la izquierda como de la derecha, se dirigió a su jefe especialista en levantamientos, el general Hans von Seeckt, y le ordenó que controlase el tema. Cuando los ministros, temerosos, le preguntaron dónde estaba el ejército, el gélido Von Seeckt replicó: «Detrás de mí». Von Seeckt no iba a permitir que el renacimiento de Alemania fuese secuestrado por un principiante como Hitler. A medianoche, ordenó al ejército que marchara a Munich para reforzar la minúscula fuerza del ejército en la ciudad.
Desde la seguridad de su guarida secreta en el cuartel, Kahr, Lossow y Seisser emitieron un mensaje en el que repudiaban el golpe de Estado y ordenaron que se imprimieran carteles y que fueran puestos en circulación. Pero en realidad ya estaban totalmente derrotados. No podían confiar más que en un millar de policías estatales y un puñado de soldados del ejército leales para enfrentarse a los miles de soldados de las SA que rondaban por las calles.
Hitler y Ludendorff aún gozaban de una posición de ventaja, pero la situación se les estaba escapando de las manos.
Ludendorff, después de esperar en vano durante horas en el despacho de Von Lossow, aún malgastó más tiempo telefoneando a varios ministerios para encontrarle. Los funcionarios de Lossow entretuvieron al ingenuo Ludendorff no descolgando el teléfono o asegurándole que Von Lossow aún debía de estar de camino. Cuando el 9 de noviembre —el quinto aniversario de la abdicación del kaiser— despuntó, Hitler y Ludendorff finalmente se dieron cuenta de que Kahr, Lossow y Seisser los habían traicionado. Tardaron casi siete horas en comprender este hecho. Prácticamente todas las instalaciones clave estaban ya bajo el control de la policía y el ejército: el cuartel de Infantería y las oficinas de telégrafos y teléfonos. Se reunieron en la cervecería y discutieron amargamente acerca de los próximos pasos que debían dar mientras los soldados pululaban por la fría y húmeda cervecería llena de humo. La contribución de Goering fue encontrar una banda que tocara para despertar a los cansados soldados de su aturdimiento matutino mientras Hitler planeaba frenéticamente sus siguientes movimientos. La amodorrada banda, ante la amenaza de recibir una buena patada en el culo, aceptó tocar sin haber desayunado ni cobrado.
Para estimular aún más a sus soldados, Hitler envió a dos comandantes de las SA (uno de los cuales era el yerno de Ludendorff), ambos expertos trabajadores de la banca, y varios camiones de cerveza cargados con un par de docenas de bravucones a robar en las imprentas donde los funcionarios del gobierno se pasaban la noche imprimiendo dinero para seguir aumentando la inflación. Cada soldado recibió un par de trillones de marcos por su noche de servicio, justo lo suficiente para cubrir la factura de las cervezas de la noche.
Luego, con una enloquecida y desesperada jugada, Hitler mandó a un amigo del depuesto príncipe de la corona de Baviera a suplicarle que se uniera al golpe de Hitler y que ordenara a Kahr, el adorador de la monarquía, que obedeciese a Adolf.
La buena noticia para Hitler era que los batallones de las SA estaban de regreso a la cervecería y que llegaban refuerzos de fuera de la ciudad. Finalmente, Kahr dejó que se filtrase la noticia sobre su resistencia al golpe. Pero Hitler, hábilmente sintonizó la máquina propagandística para ganarles la mano. Carteles y periódicos anunciaban en sus titulares que la revolución estaba en marcha y que Hitler y Ludendorff eran sus líderes.
Por fin, hacia las 11 de la mañana, un destacamento de la policía estatal fue enviado a custodiar el puente que enlazaba la cervecería del golpe con el corazón de la ciudad. A juzgar por las órdenes que recibió, se diría que la policía iba a enfrentarse a un atajo de escolares: en caso de verse enfrentada a los golpistas, no debía resistirse activamente, sino pedirles educadamente que tomasen por favor otra ruta. Nadie sabía muy bien qué posición adoptar.
Hitler envió a sus guardaespaldas a tomar el cuartel general de la policía, pero cuando llamaron a la puerta fueron despedidos educada y firmemente, y, en lugar de atacar el cuartel general, decidieron consultar a sus superiores. Goering les ordenó que regresasen: había habido un cambio de planes. Los miembros fundadores del grupo que iba a matar y aterrorizar a millones de personas guardaron sus metralletas y, dócilmente, marcharon de regreso a la cervecería, donde Hitler había encontrado tiempo en su agenda para conceder una entrevista. Le encontraron celebrando su primera conferencia de prensa internacional con periodistas del New York Times y otros periódicos americanos.
Goering, después de reunir a la banda musical, se quedó sin nada más que hacer y decidió capturar al Consejo de la ciudad como rehén y asegurarse de que todos los buenos ciudadanos de Munich hacían ondear la bandera nazi. Pero, finalmente, la policía estatal se apostó en los puentes que separaban la parte este de Munich de la parte oeste. Casi ya era mediodía y, excepto por la enérgica toma de rehenes de Goering, no había sucedido gran cosa más. Hitler y Ludendorff se dieron cuenta de que, si no hacían nada, su golpe de Estado iba a fracasar. Llegaron informes de que habían mandado refuerzos policiales y del ejército para rodear a Rohm y a Himmler, ambos aún escondidos en el Ministerio de Defensa, donde Hitler y Ludendorff los habían dejado olvidados.
Ludendorff sabía que sólo tenían dos opciones: atacar inmediatamente o retirarse. Descartaron retirarse a las colinas, porque Hitler estaba a la espera de recibir una respuesta del depuesto príncipe de la corona, pero su mensajero aún estaba en camino. Ludendorff no tomó ninguna de las dos opciones y, extrañamente, decidió avanzar pacíficamente por las calles en un desfile triunfal hasta el centro de la ciudad tratando de poner de su lado al populacho y presumiblemente liderarlo hacia Berlín. A Hitler no le gustó la idea, probablemente porque no era suya, pero Ludendorff, luciendo su revolucionario sombrero tweed en lugar de su puntiagudo Pickelhaube, ordenó: «En marcha». Arrastrado por su fervor revolucionario, abandonó alegremente tácticas de infantería tan básicas como atacar al enemigo.
Hitler se puso realmente frenético, pero no logró contener al general cabeza dura. La banda, a la que aún no habían pagado, guardó sus instrumentos y regresó a casa. Ludendorff, el gran héroe de guerra, Hitler, el ingenuo, y su séquito de miles de soldados de fortuna desesperados tendrían que marchar a la victoria sin acompañamiento musical.
Hitler, Ludendorff y Goering encabezaron una columna y marcharon desde la cervecería del golpe hacia el centro de la ciudad, a unos cientos de yardas de distancia. Después de presumiblemente rechazar la recomendación policial de seguir una ruta alternativa, los guardaespaldas de Hitler tomaron por la fuerza el puente que conducía al centro de Munich y apartaron sin dificultad a un lado a los policías que animosamente les bloqueaban el camino. La marcha siguió avanzando.
Los periódicos matutinos y los carteles habían cumplido su cometido. El populacho salía a la calle para vitorearles. En cada esquina parecían ganar fuerza. Era la primera mañana gloriosa de la revolución nazi. La confusión de la pasada noche se estaba desvaneciendo en el festivo aire matutino. En Marienplatz, una milla al oeste del río, tropezaron con otra línea de policía estatal, pero esta vez cambiaron de dirección y siguieron avanzando. Los cantos terminaron; Hitler, Ludendorff y los demás pusieron a punto sus armas. Estaba sucediendo tal como habían soñado.
A continuación, doblaron otra esquina y se enfrentaron a una línea de policías en la entrada de Odeonplatz, en el corazón de Munich. Los golpistas arrinconaron a la policía en la plaza. Los policías se pusieron en guardia. Sonó un disparo. Los solventes y brutales guardaespaldas de Hitler atacaron con las bayonetas desenfundadas. Resonaron más disparos y la multitud se dispersó.
El tiroteo duró al menos un minuto. La descarga de fuego policial había devastado la columna y dispersado a los golpistas, excepto al implacable Ludendorff, que gloriosa y tercamente parecía ajeno a todo, incluso a su entorno más inmediato. Se levantó del suelo, pasó por encima de los muertos y los heridos y marchó directamente a través de las líneas de la policía, donde fue capturado.
El hombre que marchaba junto a Hitler fue alcanzado mortalmente por un disparo, y el guardaespaldas de Hitler, un fornido exluchador llamado Ulrich Graf, echó a Hitler al suelo y recibió ocho balas para proteger de la muerte al futuro asesino de millones de personas. Hitler sólo sufrió un esguince en el hombro y salió huyendo en un coche que le esperaba. Goering resultó malherido en la entrepierna y se arrastró hacia una casa cercana donde fue atendido por la esposa de un hombre de negocios judío y su hermana; luego se escabulló a Austria. (Tiempo después, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, Goering ayudó a las hermanas a escapar de Alemania).
Algunos de los golpistas consiguieron abrir fuego a su vez y matar a cuatro policías estatales. El resto huyó como ratas, dejando a catorce de sus compañeros golpistas muertos en la calle.
El golpe de Estado había terminado. Finalizó ignominiosamente, menos de un día después de haber empezado.