¿Qué sucedió?: Operación «Tormenta de excrementos»

Las regiones del guano eran algunas de las zonas más secas y más duras de la Tierra. Nadie vivía allí permanentemente, de modo que la región prácticamente no contaba con carreteras y las que existían iban directamente de las minas a la costa.

Sin ninguna ruta norte-sur, quien controlase las rutas marítimas tendría la capacidad de trasladar tropas a voluntad y, por tanto, podría ganar con facilidad la guerra.

Aunque la población de Chile fuese la mitad de la de Perú y Bolivia juntas, su fuerza militar era más poderosa. Su ejército regular contaba con 3.000 hombres, armados con dieciséis nuevas piezas de artillería, algunas metralletas y rifles de repetición. También tenía 18.000 hombres de la guardia nacional provistos con mosquetes de la época de la guerra civil de Estados Unidos. La armada presumía precisamente de dos acorazados, el Cochrane y Blanco Encalada, que poseían el arsenal y la fuerza para dominar a la armada peruana. Sin embargo, los soldados estaban mal pagados y el ejército iba escaso de personal médico. Además, los altos oficiales, tanto del ejército como de la armada, habían sido designados políticamente y carecían de experiencia militar. Aun así, según los estándares de Sudamérica, Chile se alzaba como una importante potencia.

No obstante, el presidente Pinto de Chile se enfrentaba a un problema aún mayor. Sus principales generales también resultaban ser los líderes del partido político de la oposición; una rotunda victoria en el campo de batalla podría catapultar a cualquiera de ellos hasta su cargo. Pero una derrota también caería sobre la cabeza de Pinto, apartándolo también del cargo.

Era una situación en la que no podía ganar. Inteligentemente, Pinto solucionó el problema nombrando «coordinador» de guerra a Rafael Sotomayor: su cometido era supervisar a los altos cargos en servicio, robándoles la gloria en caso de victoria o culpándoles de la derrota.

Tanto el ejército de Perú como el de Bolivia, fieles reflejos de la economía de su país, eran un desastre. El ejército permanente de Perú, de 5.000 hombres, estaba equipado sin orden ni concierto con un batiburrillo de armas. Tal como era apropiado en una dictadura más preocupada por la lucha interna que por defender sus fronteras, los regimientos estaban estacionados cerca de las principales ciudades, listos para acudir al rescate en cualquier acción golpista.

La armada de Perú contaba con dos acorazados de fabricación inglesa. Aunque eran navíos sólidos, palidecían en comparación con los dos navíos chilenos. Lo que era aún más problemático para los peruanos era que sus barcos habían sido hasta entonces tripulados principalmente por chilenos. Cuando empezó la guerra, expulsaron a aquellos marinos y dejaron a los barcos con poco personal, integrado por peruanos poco entrenados.

La preparación boliviana para un estado de guerra aún era peor. A pesar de tener aún línea costera, el país carecía de flota. Su ejército estaba un poco mejor: constaba de algo más de 2.000 hombres, adiestrados para derrocar a dictadores trasnochados en lugar de para enfrentarse a soldados bien armados en el campo de batalla. Las mejores tropas eran probablemente el regimiento de la guardia de palacio, los «colorados» (de donde procedía el presidente Daza), que alcanzaban un número de 600 experimentados golpistas armados con modernos rifles de repetición. Además, la alta jefatura del ejército estaba tan sobrecargada que era un milagro que el cuerpo no se cayese: de los 2.000 soldados, más de 600 eran oficiales, y la mayoría habían sido ascendidos por lealtad política. Iniciando una secuencia de ridículos errores al inicio de la guerra, Bolivia les prometió a sus aliados peruanos que conseguiría un ejército de 12.000 soldados, una cifra que incluso un observador casual habría calificado de imposible.

Aun así, en La Paz, capital de Bolivia, la fiebre de la guerra subió tan alto como los Andes. Unos cuatro mil voluntarios, algunos procedentes de las mejores familias bolivianas, formaron nuevos regimientos espléndidamente financiados, vestidos con pantalones blancos y chaquetas de varios colores que representaban a su regimiento elegantemente organizado. La escasez de armas no empañó su entusiasmo por lo que todo el mundo predecía que sería una guerra breve y victoriosa, pródiga en glorias. Para la «Jet set» de La Paz, la guerra iba a ser una gran fiesta.

Para empezar con la parte terrestre de la guerra, una fuerza de chilenos se había trasladado hacia la minúscula ciudad boliviana de Calama. La ciudad estaba defendida por unos 135 ciudadanos y algunos soldados, todos armados con rifles viejos y casi inservibles. El 22 de marzo, los chilenos avanzaron a través del río, se adentraron en la ciudad y dispersaron a los defensores. Se quedó un solo resistente, un civil llamado Eduardo Abaroa. Rodeado, disparó con sus dos rifles al enemigo. Los chilenos le pidieron que se rindiese. Él rechazó la oferta declarando: «Que se rinda tu abuela, carajo», y los chilenos le mataron a tiros. Después de ese desafío, generaciones de niños bolivianos repetirían la firme declaración de honor de Eduardo Abaroa, al que se dedicó una estatua de bronce que se alza prominentemente en La Paz. Bolivia había establecido su estilo de guerra: la derrota seguida de martirio.

A mediados de abril, Daza pasó revista a su ejército pobremente equipado, sin preparación y que aún no había sido sometido a prueba, y lo declaró enseguida apto para acabar con los chilenos. Hizo desfilar a su ejército ante los efusivos ciudadanos de La Paz, dio media vuelta a la izquierda y salió de la ciudad camino a la costa, a cuatrocientos kilómetros de distancia.

Los líderes chilenos enseguida se dieron cuenta de que, en la región, un movimiento de tropas a gran escala sólo podía hacerse por mar. Avanzar por el desierto, desprovisto de carreteras, sería demasiado duro, y abastecer allí al ejército era un auténtico desafío, porque dependía completamente del control de la zona costera. Sotomayor ordenó al contralmirante de la marina Juan Williams Rebolledo que atacase la armada peruana. Pero el almirante, falto de empuje, se negó a atacar a sabiendas de que la flota peruana era un blanco fácil: sus dos acorazados estaban en dique seco en Callao, cientos de kilómetros al norte, con sus calderas desmanteladas.

En lugar de atacar a su enemigo indefenso, el almirante Williams estableció un bloqueo en el puerto peruano de Iquique, en el núcleo del territorio del guano donde se estaba reuniendo el ejército peruano. Su estrategia era aplastar económicamente a los peruanos impidiendo que su guano saliese del país, obligándoles así a salir y luchar sin la protección de sus rifles desde la costa, o a ver como su ejército se debilitaba.

El almirante Williams, después de demorarse demasiado, de pronto decidió navegar hacia el norte y atacar Callao. Su infalible plan, sin embargo, hizo aguas por todas partes. Williams se cruzó casualmente con un barco de pesca italiano que le informó de que los dos acorazados peruanos, su presa, habían zarpado del puerto hacía cuatro días. Sin saberlo, las dos flotas se habían cruzado en el mar en direcciones opuestas. El enemigo había hecho lo que él había planeado, pero Williams ni siquiera se había enterado. Y, lo que era aún peor, los acorazados peruanos abrieron brechas en los dos viejos navíos que Williams había apostado fuera de Iquique. El almirante chileno dio media vuelta y acudió apresuradamente en su ayuda.

Pero llegó demasiado tarde. El 21 de mayo, el almirante peruano Grau atacó con agresividad a los dos viejos navíos chilenos. Después de que sus inexpertos marinos disparasen inútilmente, Grau decidió embestir el barco de madera chileno Esmeralda con su acorazado Huáscar. Sabiendo que su barco estaba condenado, el comandante chileno, el capitán Arturo Prat, dio la orden de abordar al enemigo, pero entre el barullo sólo le siguió un soldado. Los marinos peruanos les abatieron en segundos. Después de que fracasase una segunda embestida, otro grupo de chilenos saltó al abordaje a la cubierta del Huáscar y sufrió el mismo destino. Finalmente, una tercera embestida acabó mandando el barco chileno al fondo del mar.

El otro cañonero peruano, el Independencia, persiguió al pequeño navío chileno, el Covadonga, cuyo calado poco profundo le permitía avanzar pegado a la costa. El Independencia siguió implacablemente a su presa, ajeno a los peligros que le acechaban bajo las aguas. De pronto, el barco chocó con una gran roca y el casco se resquebrajó irremediablemente: el golpe había sido mortal. Hasta entonces, al disponer de sus dos acorazados, Grau había albergado la esperanza de que podría derrotar a los chilenos o al menos amenazar su dominio naval lo suficiente para mantener sus tropas en el puerto. Pero entonces, al contar con sólo un navío, el Huáscar; sus esperanzas desaparecieron entre las invisibles rocas del fondo del Pacífico. La guerra ya casi había terminado para Perú y Bolivia. Todo el mundo lo sabía excepto ellos.

El desastre espoleó aún más la furia del almirante Grau. Atacó la costa de arriba abajo con el único acorazado que le quedaba. El pueblo chileno se indignó ante el giro que tomaron los acontecimientos. El almirante Williams fue despedido y todo el gabinete dimitió. Increíblemente, Perú parecía estar ganando la guerra, pero no era más que una ilusión. Chile, con su nueva región rica en nitrato a buen recaudo, se aprovisionó con armas europeas.

Finalmente, el 8 de octubre los chilenos alcanzaron a Grau. El acorazado chileno Cochrane tuvo un encontronazo con el Huáscar y le disparó un proyectil directamente al puente de mando: Grau murió. Los chilenos remolcaron el Huáscar hasta Valparaíso como botín. En aquel momento ya casi habían ganado la guerra. Casi. Pero los bolivianos y los peruanos aún no lo sabían.

Durante el mes siguiente, los chilenos agruparon toda su fuerza de invasión para asestar el golpe final. Sin embargo, la invasión del 2 de noviembre no salió como se había planeado. Los chilenos llegaron al despuntar el día y, al parecer, el capitán al mando de los desembarcos estaba bebido. Por fortuna, iban a enfrentarse a soldados bolivianos, muchos de los cuales huyeron aparentemente liderados por sus generales; la victoria estaba pues asegurada.

Los ineptos aliados planearon un contraataque con dos fuerzas principales. El dictador boliviano Daza y 2.400 hombres entre los que estaba su valorado batallón de colorados se prepararon para entrar en acción después de meses de preparación.

El 10 de noviembre, Daza, naturalmente sin previsión ni coherencia alguna, emprendió una marcha por el desierto en dirección sur para unir sus fuerzas con las del general Juan Buendía y sus peruanos. No se molestó en comprobar las raciones y planificó el avance durante las horas diurnas más calurosas. En lugar de comida y agua, Daza dio a sus tropas efectivo: debía de creer que iban a encontrarse con algunas docenas de bodegas bien aprovisionadas por el camino. Al cabo de cuatro días de marcha brutal, Daza se detuvo en el río Camarones; sólo había llegado a medio camino de su objetivo. El diez por ciento de sus tropas ya habían desertado por el camino. De pronto, Daza fue presa del pánico. Se dio cuenta de que corría el enorme riesgo de perder el apoyo de sus colorados con su estúpida incursión en el desierto y cabía la posibilidad de que las tropas que él mismo había armado para la guerra se usasen en su contra cuando regresasen a casa. Para él era más importante defender su poder que cualquier zona costera. Sin siquiera haber encontrado la ubicación de sus aliados, ni tampoco la del enemigo, dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. Daza se dio cuenta de que realmente no merecía la pena morir por aquella lucha y se convirtió en un refusenik de su propia guerra. Los bolivianos le honraron con el apodo de «El héroe de los camarones».

El general Buendía, con un ejército de 9.000 hombres integrado por bolivianos y peruanos, se negó en cambio a abandonar. Los chilenos avanzaron hacia el interior con 7.000 soldados y esperaron a Buendía. La incompetencia de los aliados seguía persistiendo. Los chilenos enviaron refuerzos por ferrocarril delante de las narices de los aliados; la columna de Buendía se detuvo en los apestosos campos de nitrato a la vista del enemigo, en pleno día, bajo un sol de justicia.

El 19 de noviembre, ambos contendientes esperaron a que el otro empezase la batalla. Pero algunos soldados peruanos y bolivianos sedientos querían ir a buscar agua en el pozo que estaba justo bajo el fuego chileno y de pronto decidieron atacar sin que les hubiesen dado la orden. Al alarmado Buendía no le quedó más elección que ordenar un avance general. La artillería chilena repelió el ataque. Intuyendo que estarían más seguros en la retaguardia, la caballería aliada se alejó del campo de batalla, seguida por la mayor parte de la infantería boliviana.

Una niebla envolvente, típica de la zona, descendió sobre el ejército aliado dificultando su huida de los chilenos. Su líder no se había molestado en traer un mapa de la zona, ni tampoco una brújula, negándole así a su ejército la posibilidad de abandonar el campo de batalla de forma ordenada. Cuando salió el sol a la mañana siguiente, las desventuradas tropas aliadas descubrieron que aún estaban a la vista del enemigo en las colinas de San Francisco: simplemente habían avanzado en círculos. Ahora que podían ver lo que tenían alrededor, los soldados escaparon por fin como pudieron de los chilenos. Los soldados del ejército de Buendía que se quedaron llegaron tambaleándose, muertos de sed, a la provincia peruana de Tarapacá el 22 de noviembre. Los chilenos, que sí llevaban mapa, les seguían de cerca desde una distancia segura.

Incapaces de defenderse, los peruanos abandonaron el puerto de Iquique al día siguiente. Habían perdido ya el último puerto de guano que les quedaba y, con él, la posibilidad de vender su única exportación de valor. Los aliados se reagruparon en Tarapacá. Los chilenos, creyendo que los soldados estaban desmoralizados y listos para ser rematados, iniciaron un ataque, pero los aliados los superaban en número de dos a uno. Cada ofensiva chilena era repelida. La lucha acabó por la tarde, cuando el calor era ya insoportable y los niveles de agua de las cantimploras estaban prácticamente a cero. Aquel día murieron unos 500 chilenos. Aunque reanudaron su retirada, los aliados probaron el sabor de la victoria por primera… y por última vez.

La pérdida de todas las zonas de guano convulsionó a ambos países perdedores. Incluso antes de la pérdida, el presidente Prado había olido la derrota en el aire. Entregó el mando del ejército peruano al vicealmirante Lizardo Montero y escapó a Lima para «organizar» el esfuerzo de guerra. Sin embargo, una vez allí, los disturbios causados por el desastroso estado de la guerra le atraparon en el palacio presidencial. El 18 de diciembre resolvió cómo arreglar los problemas: despedir a su gabinete, llevarse una parte del oro del gobierno, dar un beso de despedida a su familia e irse volando a Europa para «comprar más armas». En una carta a Daza, Prado dijo que se marchaba por el bien de su país, aunque condenasen su reputación personal. Tenía razón, su reputación resultó vapuleada.

Seguidamente, estalló el caos en Perú. No sólo había un ejército extranjero acampado en su territorio, no sólo el país había sufrido una derrota catastrófica, no sólo había perdido su único recurso valioso, no sólo su ejército de tierra estaba al mando de un almirante, sino que encima el país se había quedado sin gobernante. El vicepresidente De la Puerta asumió el mando, pero a la edad de 84 años no estaba en condiciones de ponerse al frente de la guerra. El 21 de diciembre, aprovechando el vacío de poder, apareció Nicolás Pierola, un antiguo pirata ávido de poder. Consiguió el apoyo de algunos soldados y los dirigió contra los soldados leales a De la Puerta, pero el anciano vicepresidente no tenía estómago para la lucha y la flor y nata de la sociedad de Lima le convenció de que lo mejor sería que Pierola tomase el poder. Pierola no perdió ni un momento y estableció rápidamente una constitución que le otorgaba todo el poder y eliminaba potenciales ambigüedades tales como la legislatura. También se autoasignó el desafortunado título de «protector de la raza indígena».

Para poder tener un mayor control del país, Pierola creó su propio ejército. Mientras equipaba con nuevas armas a su ejército favorito, iba lentamente estrangulando al ejército regular, que estaba bajo el mando del almirante Montero, su mayor rival.

Atrapada en la espiral de muerte junto con su aliado, Bolivia tenía que luchar al mismo tiempo con sus propios jaleos políticos. Después de sacar a la luz un complot de Daza para retirar a sus tropas de la lucha, el 26 de diciembre los jefes del ejército boliviano solicitaron la ayuda del almirante Montero para eliminar a Daza. Pero los peruanos no querían iniciar una miniguerra civil dentro del campamento militar boliviano con base en Perú, así que Montero declinó amablemente prestarles sus tropas y les ofreció a cambio la posibilidad de tramar un artero complot.

El 27 de diciembre, Daza subió a un tren para reunirse con Montero. Unas pocas horas después, el jefe del Estado Mayor y jefe golpista ordenó a los soldados colorados de Daza que colocasen sus armas en sus barracones y fuesen al río a tomar un relajante baño. Mientras se zambullían en el río, las tropas leales al golpe cerraron los barracones y tomaron el control del cuartel general del ejército.

Daza se enteró de que había sufrido dos golpes de Estado, como jefe del ejército y jefe del gobierno. Presa del pánico, le pidió a Montero que sofocase el golpe, pero, después de haber vivido su segundo golpe de Estado en una semana, el almirante se había convertido ya en un experto en esquivar tales contratiempos y declinó la oferta de implicarse. Daza se puso como un loco: saltó a lomos de un caballo, escapó hacia la costa y empezó un recorrido ya bien trillado de exilio a Europa.

Mientras los dos antiguos presidentes se escabullían de camino a sus futuros europeos, los mandos en Bolivia nombraban al general Narciso Campero presidente provisional. Educado en la academia militar de Saint Cyr, en Francia, el nuevo cargo de Campero llegaba con el dudoso premio de liderar el débil esfuerzo de guerra de Bolivia.

Y, por si no había ya bastantes problemas, la economía peruana estaba oficialmente en el caos. El país había perdido sus tierras de guano y prácticamente todas las exportaciones habían sido detenidas por el bloqueo chileno. El único punto positivo era que aún aventajaba a la economía boliviana. Chile controlaba el mar, había conquistado todas las tierras del guano, firmado acuerdos para vender ingentes cantidades de excrementos de ave e invertido el dinero en armas nuevas.

Cuando 1879 tocó a su fin, los aliados habían sufrido una derrota naval, militar, política y económica, pero, fieles a su eterno espíritu de incompetencia, no se habían enterado aún de la gravedad de su situación y seguían sin rendirse.

Chile quería terminar la guerra, pero no podía: antes tenía que lograr la firma de un tratado que le concediese oficialmente las tierras de guano conquistadas. Aunque con la guerra los chilenos habían conseguido más de lo que podían haberse imaginado, su orgullo estaba herido por la derrota en Tarapacá. Chile quería terminar la guerra a lo grande. Por lo tanto, Sotomayor reorganizó al ejército, aumentó el número de soldados y se preparó para atacar de nuevo.

El 26 de febrero de 1880, los chilenos desembarcaron en una ciudad llamada Lio, situada ciento cincuenta kilómetros al norte de la ciudad peruana de Arica, y expulsaron a los defensores, que huyeron al desierto. El camino hasta Lima había quedado ahora expedito y los chilenos tenían en sus manos la posibilidad de asestar un golpe y terminar la guerra. Pero al presidente chileno Pinto le dio por hacerse el listo: quería derrotar al ejército aliado que tenía su base en la ciudad meridional peruana de Tacna, tomar posesión de aquella región e intercambiarla con los bolivianos si acordaban dejar la guerra. Los chilenos avanzaron con dificultad por el terreno durante su larga marcha hacia Tacna, azotados por el calor y faltos de agua.

Pero cuando por fin se reunieron con su ejército en las afueras de la ciudad, Sotomayor murió de pronto de un ataque al corazón.

El ejército aliado de 9.000 hombres, bajo el mando directo del nuevo dictador boliviano Campero, defendió Tacna desde una meseta al norte de la ciudad, manteniendo una fuerte posición defensiva. Antes de atacar, los chilenos reconocieron el terreno y se retiraron para preparar su ofensiva. Sin embargo, los aliados malinterpretaron esa retirada como una señal de debilidad, y decidieron preparar un ataque sorpresa para acabar con el enemigo antes del amanecer. Los soldados aliados, sin embargo, se perdieron de nuevo en la oscuridad y regresaron a duras penas a sus posiciones justo a tiempo de repeler el repentino ataque chileno al despuntar del 26 de mayo. Habían conseguido dominar a los chilenos hasta que un oficial peruano se convenció de que aquella tregua temporal del enemigo para rearmarse era en realidad una retirada y decidió posicionar su unidad expuesta en las laderas. Un rápido contraataque chileno acabó con ellos en un suspiro y este error garrafal se convirtió en otra devastadora derrota.

Dos mil chilenos habían resultado muertos y heridos, una cuarta parte de sus fuerzas, pero la oposición aliada había sido aplastada. Campero encabezó la larga marcha a casa con mil bolivianos. Avanzaron penosamente a través del abrasador desierto y las heladas montañas, donde se enteró de que había sido elegido formalmente presidente de su asediada y derrotada nación. En esa larga travesía, murieron montones de sus hombres, y los que sobrevivieron tuvieron que soportar la humillación de ser desarmados al llegar a su propia frontera: el gobierno quería evitar que se amotinasen cuando les dijera que no les pagaría por haber perdido la guerra. Los bolivianos habían abandonado de forma ignominiosa la guerra que ellos mismos habían empezado y ahora dejaban que los peruanos siguiesen la lucha por ellos. El almirante Montero y sus combatientes regresaron a Lima sumidos en la derrota. Los bolivianos estaban acabados y nunca más se volvió a saber de ellos.

Los chilenos, a continuación, se centraron en la ciudad peruana de Arica, la salida al Pacífico de La Paz gracias al ferrocarril que unía ambas ciudades. Los defensores instalaron grandes cañones para proteger la ciudad de una invasión naval y se apostaron en el lado terrestre para contrarrestar el inevitable ataque de los chilenos que avanzaban desde Tacna. Los defensores peruanos plantaron modernas minas terrestres alrededor de toda la ciudad, pero consiguieron el no intencionado resultado de aprisionar a las tropas peruanas, que temían patrullar por los campos de minas. Cuando los chilenos lo capturaron, el orgulloso diseñador de las defensas, desprovisto de cualquier sentido de la lealtad, no tuvo ningún reparo en revelar alegremente las ubicaciones exactas de las minas. Todo un día de bombardeos por parte de la flota chilena marcó el inicio del ataque. Dos días después, ante la negativa de los peruanos a rendirse, los chilenos retiraron fácilmente las minas e irrumpieron en las trincheras desde tierra. Los peruanos resultaron diezmados y su inevitable rendición llegó antes de que el rocío de la mañana se hubiese secado.

Chile había llegado a lo más alto. Había conquistado toda la costa boliviana junto con la región de nitratos de Perú y, por supuesto, había acaparado el mercado del guano.

Llegados a ese punto, el paso que debían dar Bolivia y Perú lógicamente era rendirse. La lógica, sin embargo, no era un recurso natural que abundase en estos dos países. Mientras Bolivia contemplaba la situación con decreciente interés desde su distante y privilegiada posición montañosa, los peruanos escapaban penosamente batallando mano a mano con el enemigo.

Los chilenos estaban desesperados: querían acabar de una vez con el asunto y regresar a su estimada extracción de guano. Su armada bloqueaba la costa peruana para acabar con la poca vida económica que quedaba en Perú. Después de fracasar en su intento de comprar en Europa algunos barcos para cambiar el rumbo de la guerra, el presidente peruano Pierola finalmente aceptó celebrar una conferencia de paz. Los chilenos pidieron quedarse con los territorios de nitrato conquistados y requerían a los aliados que les pagasen por el privilegio de haber sido aplastados. En contrapartida cederían una parte de la costa peruana a Bolivia como premio de consolación. En esencia, Perú debía estar dispuesto a perder dinero, territorio y prestigio. Tal vez aún creyendo que seguía siendo tan importante y poderoso como en los días que había sido la sede del Imperio español en el nuevo mundo, Perú rechazó el acuerdo. Su esfuerzo perdedor continuaría.

Los chilenos, que andaban peligrosamente cortos de victorias, planearon entonces un avance hacia Lima, la capital peruana. 42.000 chilenos desembarcaron en la costa y avanzaron hacia las selladas defensas en las afueras de la ciudad. A los defensores no les quedó más remedio que tratar de conseguir hombres incluso de debajo de las piedras, y formaron diez divisiones de tropas agrupadas por los oficios que tenían de civiles. De este modo los vendedores, decoradores, peluqueros, economistas, maestros y otros hombres con trabajos igualmente pacíficos tuvieron sus propias divisiones y su parte de la defensa de la ciudad. Incluso algunos nativos del Altiplano con dardos, cerbatanas y flechas envenenadas arrimaron el hombro. Cuando quien defiende tu capital son peluqueros y tipos con cerbatanas, tienes que empezar a plantearte que tal vez no quede esperanza alguna en el campo de batalla.

Los chilenos dieron una paliza a los peluqueros peruanos, hicieron caso omiso de las heridas causadas por los dardos y coronaron su victoria saqueando y matando a todos los rezagados que se les ponían por delante. Pierola ordenó a sus soldados que entregasen sus armas y se fueran a casa. Lima ya era una ciudad abierta de par en par. Cuando los chilenos entraron para apoderarse del botín el 16 de enero de 1881, Pierola se llevó su gobierno a las colinas, convirtiéndose en el segundo líder peruano en escapar de la guerra.

Escapó tan deprisa que ni siquiera tuvo tiempo de llevarse los documentos de Estado o asaltar el Tesoro para disponer de dinero para el viaje. ¿Un dictador sudamericano huyendo sin llevarse el dinero? Pues sí. La élite peruana, a pesar de su total y absoluta incompetencia desde el inicio de aquella guerra desastrosa, estaba determinada a no entregar su ilegítimo señorío sobre los restos del Imperio español.

Los chilenos ocuparon Lima e instalaron a un abogado llamado Francisco García Calderón como nuevo presidente del Perú, esperando que éste correspondiera a su gentileza rindiéndose. Los chilenos permitieron que Calderón reuniese un pequeño ejército para protegerse de algunos de sus ciudadanos más furiosos y pronto descubrieron que su abogado no era la marioneta manipulable que parecía. Infectado con la ilógica de su cargo, Calderón encontró la forma de firmar una rendición total cuando los diplomáticos de Estados Unidos insistieron en que Chile no podía quedarse con ningún territorio conquistado a menos que los perdedores se negasen a pagar las indemnizaciones de guerra.

Mientras, Pierola continuaba su resistencia desde las colinas. En abril de 1881, se le unió el recientemente herido general Andrés Cáceres, uno de sus generales más capaces. El dúo planeó mantener una guerra de guerrillas de baja intensidad, con la esperanza de que los chilenos se cansarían y les ofrecerían la paz para guardar las apariencias. Para luchar en su nueva guerra, Cáceres reunió a dieciséis de sus mejores camaradas.

Los chilenos, desesperados, enviaron una división a las montañas para cazar a los rebeldes. A medida que ascendían dificultosamente por los Andes, el astuto Cáceres, cuyas fuerzas ya llegaban a los cien hombres, iba esquivando fácilmente a sus pretendidos captores. Nunca conseguían siquiera acercársele. Los peruanos, que odiaban la ocupación, acudieron en masa a Cáceres y aumentaron el ejército de la montaña en miles de personas.

Frustrados por la negativa de Calderón a firmar el tratado de paz, los conquistadores le encerraron en la cárcel. Así como viene, se va. El encarcelamiento convirtió a Calderón en un mártir peruano. De camino a la cárcel nombró nuevo presidente al almirante Montero. Perú alardeaba ahora de tener a dos gobernantes ilegítimos. Cáceres traicionó astutamente a Pierola y, tras abandonarlo, le dio su apoyo a Montero. El ya tambaleante Pierola emprendió el muy trillado camino del exilio a Europa.

A pesar del avance de las victorias chilenas, la guerra aún no quería terminar. Cáceres abordó a los chilenos e incluso los venció en algunas ocasiones. La ocupación estaba empezando a dividir a Chile. Los políticos chilenos se peleaban furiosamente para hacerse cargo de la ocupación. Unos estaban a favor de seguir el curso de los acontecimientos hasta que una única y estable dictadura fuera establecida en Perú. Otros, en cambio, querían abandonar la zona y simplemente quedarse con las tierras de guano.

Del torbellino de ese espeso caos surgió otro aspirante peruano, el general Miguel Iglesias, un excomandante del ejército que en aquel momento hizo un llamamiento de paz bajo cualquier condición. Chile había encontrado a su hombre. Aquel mismo diciembre fue elegido «Presidente Regenerador» por los representantes del norte de Perú, que ya tenía su tercer aspirante al título. Los chilenos, en agradecimiento, le entregaron dinero y armas para que sobreviviese lo suficiente para firmar los artículos de la rendición.

Para poder reforzar el gobierno de Iglesias en Perú, los chilenos tenían que quitar a Cáceres de en medio. Iniciaron la ofensiva en abril de 1883 y aplastaron a su ejército tres meses después. Pero el astuto, traidor y aparentemente infatigable líder escapó cabalgando en su herida montura.

Ahora quedaban solamente dos gobernantes, así que los chilenos se prepararon para reducir la lista. Enviaron varias columnas en busca de Montero, refugiado en su recién declarada capital de Arequipa. Cuando los dos bandos se enfrentaron en octubre, los habitantes de la ciudad recuperaron de pronto el sentido común y obligaron a Montero a rendirse sin disparar un solo tiro. Montero, el quinto dirigente peruano al que vencían en la guerra, escapó, cómo no, a Europa, que ya podía presumir de una abultada población de exdirigentes sudamericanos.

Después de numerosos falsos finales, por fin la guerra había terminado. Casi fiel a su palabra, Iglesias firmó un tratado de paz con los chilenos para terminar la guerra, pero olvidó decírselo a los bolivianos, entonces sorprendidos de que su alianza secreta hubiese sido violada. Por supuesto, los bolivianos habían estado negociando en secreto con Chile durante años, pero aquello no evitaba que se pusiesen histéricos al sentirse apuñalados por la espalda por los peruanos. Según el tratado, Chile se quedaba con todas las tierras de guano que había conquistado y se retiraba de Lima, finalizando así su ocupación, que había durado tres años. Los dos países acordaron diferir la propiedad de algunos territorios más durante al menos diez años.

Entonces Bolivia quiso firmar algo. Después de haber rechazado inicialmente una propuesta en firme de paz a cambio de una franja de la costa peruana, ahora los bolivianos decidieron aceptar el trato. Los chilenos contemplaron a los bolivianos como si fuesen un espejismo. ¿Lo habrían entendido? Aquel buen trato se había ofrecido únicamente para romper el tándem infernal de Perú y Bolivia. Una vez Perú hubo capitulado, el trato caducó. Los chilenos querían legalizar sus conquistas, no regatear con los destrozados bolivianos. Los bolivianos habían demostrado ser tan ineptos como diplomáticos que como luchadores. Finalmente, los dos bandos acordaron una tregua; los chilenos administrarían los territorios conquistados y se estipularía un tratado de paz.

Pero la guerra no terminaba, y las negociaciones de paz, tampoco. Después de años de conversaciones, en 1904 Bolivia y Chile firmaron un acuerdo mediante el cual terminaban la guerra y legalizaban la situación de Bolivia como un país insignificante y sin salida al mar.

Perú y Chile discutieron durante años por los territorios disputados y finalmente concluyeron los trámites burocráticos en 1929: Perú salvó un infinitésimo gramo de honor recuperando uno de sus territorios perdidos.

Después de haber perdido su línea costera, Bolivia decidió crear una armada. Con almirantes.

Breve historia de la incompetencia militar
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