¿Qué sucedió?: Operación «Olímpiadas de Invierno»

Para los finlandeses parece natural esquiar por el bosque con el rifle colgado al hombro, deslizarse sobre los esquís, echarse al suelo y efectuar algunos disparos rápidos y precisos, y a continuación alejarse esquiando. Incluso se creó un deporte basado en ello: el biatlón, una combinación de esquí y tiro. En las competiciones, los biatletas disparan a dianas fijas. Durante los meses de invierno de 1939-1940, los competidores finlandeses dispararon a dianas vivas, que en ocasiones estaban más quietas que las olímpicas. Los nevados bosques de Finlandia de pronto se llenaron con los objetivos más fáciles de alcanzar en los que un soldado podría soñar jamás: soldados soviéticos.

Como casi todos los planes de Stalin, éste era brutalmente sencillo: alinear a tantos soldados y tanques como pudiera reunir en la frontera, introducirlos en Finlandia y aplastar a los finlandeses. Y, por si aquello no fuese suficiente, tenía listos miles de aviones para bombardear a los finlandeses y devolverlos a la Edad de Hielo. Los generales aseguraron a Stalin que la operación en conjunto no debería durar más de dos semanas. De hecho, a Stalin más bien le preocupaba que su ejército arrollara Finlandia tan deprisa que acabara llegando a la frontera de Suecia, un país que Stalin aún no quería conquistar.

El ataque se concentró en tres áreas principales. Primero, los soviéticos arrasarían el estrecho istmo de Carelia mediante el avance de sus divisiones, largas columnas de carros blindados y cientos de aviones de combate y bombarderos. Después, cinco divisiones barrerían el norte del lago Ladoga para flanquear a los finlandeses inmovilizados en la Línea Mannerheim, que era la línea defensiva finlandesa a través del istmo. Y mucho más lejos, al norte, en las regiones árticas y escasamente pobladas, los soviéticos lanzarían numerosas divisiones en un intento inútil de dividir el país por la mitad.

Stalin se inspiró para su ataque en la guerra relámpago que Alemania lidió en Polonia. Su plan era brillante excepto por dos importantes fallos: 1) él no tenía el ejército alemán y 2) Finlandia no es Polonia. La rápida ofensiva de Hitler estaba diseñada para luchar en las amplias y vastas llanuras de Europa. La invasión de Polonia fue tan bien en parte porque los nazis tenían mucho espacio de maniobra para sus inmensas columnas de tanques y el tiempo era cálido y seco. En aquellas condiciones, los inmóviles polacos se encontraron fácilmente flanqueados, aislados y diezmados.

Pero Finlandia es un país imponente para los invasores, incluso en verano. Una invasión en invierno es un acto de locura.

Una tercera parte del país está por encima del círculo polar ártico y en invierno toda su superficie está helada (la noche dura entonces veinticuatro horas y las temperaturas regularmente caen a 20-30 grados bajo cero). Hay pocas carreteras y además son estrechas e impracticables para los carros de combate. Entre las carreteras no hay más que oscuros y profundos bosques que se elevan encima de montículos de nieve capaces de engullir a un hombre.

Sin embargo, los soviéticos pronto descubrieron que la parte más dura de Finlandia eran los finlandeses. El país contaba con 4,5 millones de habitantes, todos ellos resistentes: es la única forma de sobrevivir en aquel entorno tan agreste. Los finlandeses poseen un conocimiento excepcional de cómo sobrevivir en el exterior durante el invierno. Su tenacidad, que ellos denominan sisu, resultaría su arma más potente en su batalla contra las fuerzas soviéticas, claramente superiores.

El ejército finlandés, capaz de reunir como máximo a unos 150.000 soldados, estaba terriblemente superado en número.

No disponían de carros de combate, y sólo contaban con unas pocas armas contracarro, una artillería que tenía unos cuarenta años de antigüedad y un esbozo de fuerza aérea. Mannerheim sabía que sus soldados irían armados con sisu y poco más. El ejército lucharía simplemente para sobrevivir con la esperanza de que alguna potencia extranjera —Gran Bretaña o Francia— los rescatase. Si no, Mannerheim decía, su ejército sufriría una «honorable aniquilación».

El Ejército Rojo, en cambio, parecía estar bastante bien sobre el papel, como un equipo de fútbol cargado de figuras.

Durante 1939, los rusos estuvieron preparándose para la invasión: construyeron cerca de la frontera finlandesa líneas ferroviarias que les permitirían no sólo colocar en el campo más tropas de las que Mannerheim esperaba, sino hacerles llegar las provisiones. Los rojos ya poseían montones de todo. Tal vez éste fue el último movimiento inteligente que hicieron. En el campo, sin embargo, el ejército soviético dejaba mucho que desear. Nunca había luchado contra un ejército real, de modo que no habían demostrado su valía en una batalla. Stalin había purgado los cuerpos de oficiales durante la década de 1930 y había reemplazado a muchos de los oficiales veteranos por zánganos que carecían de cualquier iniciativa y que se limitaban a cumplir órdenes. Si alguno de ellos se atrevía a correr algún riesgo, era recompensado con un pelotón de fusilamiento.

Otro problema menor era que el plan no tenía en cuenta ni la climatología ni el terreno. El único lugar donde podían operar grandes cantidades de tropas era el istmo, el resto del país estaba demasiado arbolado para moverse en camión. Y, aunque sobre los mapas soviéticos los bosques no parecían una barrera, en realidad la única forma factible de moverse por ellos era esquiando. No obstante, ningún soldado soviético había recibido entrenamiento sobre tácticas de combate con esquís. A algunos se les entregaron esquís, pero sin instrucciones de cómo usarlos. A otros sólo les llegó el manual de instrucción, pero no los esquís. Tal vez el plan era atar los manuales a los pies de los soldados y que los usasen. Pero, puesto que el ataque sólo debía durar dos semanas, no se molestaron en arrastrar todas aquellas ropas pesadas de invierno. Muchos de los soldados avanzaron simplemente vestidos con chaquetas de algodón y zapatos de lona.

Dos cosas revelaban el nivel de planificación que auguraba problemas para los soviéticos. En primer lugar, transportaban en camiones grandes cantidades de armas contracarro a pesar de que los finlandeses carecían de carros de combate. En segundo lugar, en lugar de cargar los camiones con abrigos de invierno, los llenaron de propaganda comunista y de prensa, por si los finlandeses necesitaban ponerse al día sobre las glorias de la vida en el paraíso de los obreros.

La guerra empezó el 26 de noviembre, cuando los soviéticos dispararon algunos proyectiles de artillería sobre Finlandia.

Con una bien estudiada indiferencia, Stalin denunció una agresión finlandesa y, apropiadamente ultrajado, declaró que debía tomar medidas para manejar el «tema finlandés». La mañana del 30 de noviembre, cuatro ejércitos soviéticos atravesaron la frontera. Seiscientos mil soldados de la Unión Soviética invadieron Finlandia a lo largo de sus mil doscientos kilómetros de frontera común. Los aviones rugían sobre sus cabezas, bombardeando y destruyendo campos y ciudades finlandesas, matando a cientos de civiles. Fue un glorioso comienzo. Cuidado, Suecia.

Los finlandeses retrocedieron tambaleándose, superados en número por más de diez a uno. En el norte, los soldados rápidamente se pusieron sus chaquetas de esquiar blancas de invierno y sus esquís hechos en casa y empezaron a esquiar en círculos alrededor de los soviéticos, ametrallando a los invasores y escabullándose en los bosques helados.

Después del primer día de la invasión, los soviéticos enviaron en camión a un comunista finlandés, O. W. Kuusinen. Vivía en Moscú desde que habían perdido la guerra civil finlandesa en 1918, y se autoproclamó nuevo líder de Finlandia. Aquella marioneta proporcionaba a los soviéticos el cambio de actitud refrescante que estaban buscando, puesto que enseguida estuvo de acuerdo con las demandas soviéticas. ¡Tres hurras!

Para impulsar aún más a su marioneta, los soviéticos crearon un ejército sólo para Kuusinen. Formado principalmente por otros finlandeses comunistas que vivían en Rusia, aquella patética horda desfiló ante la prensa mundial. Incapaces de encontrar otra indumentaria, los rusos vistieron a su ejército con unos antiguos uniformes de la época zarista que robaron a un museo militar local. Ofendido por aquella agresión, el resto del mundo expulsó a Rusia de la Liga de las Naciones e hizo campaña a favor de los valientes finlandeses.

A medida que los rusos los obligaban a retroceder hacia el norte del istmo, los finlandeses iban colocando bombas por doquier. Plantaron minas, instalaron explosivos en graneros e incluso convirtieron al ganado congelado en trampas mortales.

La apisonadora soviética avanzaba a paso de tortuga.

El plan de Mannerheim era impedir que los invasores utilizasen el sistema de ferrocarril interior. Si mantenía a los soviéticos en las carreteras secundarias, sabía que quedarían empantanados y se convertirían en una presa fácil para sus guerrillas móviles. Tal vez aquello no significase una victoria, pero le ayudaría a ganar tiempo.

El primer problema con que se encontraron los finlandeses fue la lucha contra los carros de combate. Los hombres de Mannerheim prácticamente no tenían armamento anticarro, y los que sí tenían andaban cortos de munición. Para librarse de ellos confiaron en el sisu y la ingenuidad, y recurrieron principalmente al «cóctel Molotov», un arma que ellos mismos bautizaron y perfeccionaron. Los cócteles Molotov eran recipientes llenos de gasolina, queroseno y otros líquidos inflamables que los finlandeses lanzaban contra los vehículos blindados desde distancias cortas.

La técnica era simple. Alguien colocaba un tronco en la trayectoria del tanque y, cuando el vehículo se detenía, recibía una lluvia de botellas de gasolina en llamas. Los finlandeses también atacaban las unidades blindadas con bolsas de explosivos y granadas de mano. Esto también requería grandes dosis de sisu. Unos dieciocho tanques fueron abatidos durante los primeros días, pero los valientes atacantes sufrieron duras pérdidas.

A pesar de la sólida resistencia finlandesa, el 6 de diciembre los soviéticos alcanzaron la línea Mannerheim, un continuo de bloques de cemento, fortines y trincheras armadas que se extendían a lo largo de 130 kilómetros. La barrera estaba guarnecida con luchadores decididos, pero andaba muy escasa de armamento anticarro, artillería y armas antiaéreas. Los finlandeses se atrincheraron. Los soviéticos siguieron adelante, preparados para aplastar a su enemigo. «Tácticas —exclamaron en tono de burla—, nosotros no necesitamos ridículas tácticas».

Los soviéticos iniciaron sus maniobras de ataque contra las defensas finlandesas, pero sus movimientos rápidamente resultaron predecibles: avanzaban justo después de que apuntase la primera luz del día, se acercaban lentamente a los defensores, lanzaban ataques continuos en formaciones cerradas, causando pocas bajas en el enemigo, pero muchas entre los suyos (en ocasiones, habían muerto mil soldados soviéticos en una hora). Los soviéticos se retiraban al anochecer y formaban círculos defensivos alrededor de alterados fuegos de campaña. Durante la noche, los finlandeses recuperaban el terreno perdido y disparaban desde sus escondites a los intranquilos soviéticos. Algunos ataques terminaban con artillería certera, otros se evaporaban con intenso fuego de ametralladora. Durante diciembre, los soviéticos intentaron avanzar por varios sectores de la línea finlandesa, pero sufrieron el mismo trato en todas partes. Los tiradores finlandeses segaban una tras otra las hileras de atacantes que se iban adelantando lentamente en un avance suicida, desprovistos de cualquier protección. Las bajas soviéticas fueron tan numerosas que algunos soldados finlandeses se vinieron emocionalmente abajo, tras matar a tantos enemigos. Fieles a la forma, los soviéticos nunca cambiaron sus tácticas.

Los finlandeses viven para el invierno: saben equiparse para el frío, esquiar a través de los densos bosques, quitarse rápidamente los esquís a la hora de luchar y mantenerse calientes. El ejército soviético, en cambio, a pesar de vivir en un país igualmente frío, no sabía nada de esto. Muchos de ellos ni siquiera tenían idea de dónde estaban. Así que mientras las tropas soviéticas trataban inútilmente de luchar contra el frío enfundados en sus oscuros uniformes, que destacaban a la legua sobre el fondo blanco del paisaje nevado, los finlandeses llevaban uniformes blancos de camuflaje, dormían en refugios subterráneos calientes y bien aprovisionados, e incluso disfrutaban de saunas ocasionales. Cada noche los soviéticos encendían fogatas y se apiñaban a su alrededor, resultando evidentemente un blanco fácil para los francotiradores. Para los invasores, el simple hecho de sobrevivir un día más se convertía en una proeza. Casi era una lucha injusta, excepto por el detalle de que el ejército soviético era diez veces más poderoso. Aunque, incluso teniendo eso en cuenta, era una lucha injusta.

Las batallas se libraban en la Línea Mannerheim, de modo que los soviéticos mandaban divisiones contra los finlandeses, muy inferiores en número y apostados en la orilla norte del lago Ladoga. Allí, los soviéticos presionaban sin descanso para avanzar mientras los finlandeses emprendían la retirada sin dejar de luchar. Cuando los soviéticos se aproximaron a las encrucijadas que les habrían permitido mayor libertad de movimiento, Mannerheim llamó a filas a los reservistas. Eran principios de diciembre. A pesar de haber incrementado sus fuerzas, los finlandeses aún estaban en clara desventaja numérica. Mannerheim sabía que necesitaba una victoria para elevar la moral de sus hombres. Durante la noche sin luna del 9 de diciembre, dos compañías finlandesas cruzaron un lago helado para atacar un campamento soviético. Una compañía se perdió. La otra, encabezada por el teniente coronel Aaro Pajari, se acercó sigilosamente a todo el regimiento soviético, tomó posiciones con sumo cuidado y abrió fuego. En pocos minutos todo había terminado: murió todo el regimiento, unos mil hombres borrados del mapa. El asalto desconcertó a los soviéticos, que no se movieron durante dos días, mientras que los finlandeses vieron un atisbo de esperanza al descubrir que los rojos podían ser vencidos.

Los finlandeses seguían presionando. Uno de sus destacamentos tendió una emboscada a una expedición soviética de unos 350 hombres: todos ellos murieron. Otro ataque nocturno a la retaguardia finlandesa fue abortado cuando los soviéticos detuvieron su avance para tomarse una sopa de salchichas en una cocina finlandesa abandonada. Mientras los soviéticos cenaban al fresco, los finlandeses se reagruparon y acabaron con los comedores de salchichas. Los finlandeses avistaron otro avance enemigo nocturno en un lago: abrieron fuego y no se detuvieron hasta que los doscientos atacantes soviéticos acabaron muertos sobre el hielo.

El 12 de diciembre, el comandante finlandés Mannerheim hizo avanzar a sus tropas. Atacaron presionando a pesar de la feroz resistencia soviética. Cuando las tropas soviéticas estaban demasiado menguadas, simplemente llamaban a más de refresco. Los finlandeses no podían permitirse este lujo, pero seguían luchando con sus fuerzas cada vez más reducidas.

Cuando el ataque empezó a detenerse el 23 de diciembre, los finlandeses habían desplazado al enemigo lo suficientemente lejos de las carreteras principales para sentirse seguros. El coste fueron unas 630 bajas finlandesas, unas 5.000 soviéticas y otros 5.000 heridos. A pesar de que era una sorprendente victoria para Mannerheim, estaba claro que los finlandeses se quedarían sin soldados antes que los soviéticos.

En Navidad, los soviéticos hicieron una pausa para reagruparse, aún en territorio finlandés. Habían lanzado más de siete divisiones contra la línea enemiga y los finlandeses los habían hecho retroceder con el sisu y habían destrozado casi un 60% de sus vehículos blindados. La línea de Mannerheim no se había visto afectada. Ahora bien, cuando uno ha purgado a la mayoría de oficiales del ejército, ha celebrado parodias de juicios para eliminar a sus amigos políticos y rivales, y ha enmascarado cualquier situación histórica inconveniente, no puede decirse que haya preparado el terreno para que sus ayudantes le digan las verdades. Pero el jefe de las fuerzas armadas soviéticas, Kliment Voroshilov, como un tonto, atribuyó vehementemente el fracaso de la guerra a las purgas a que Stalin había sometido al ejército y remató lo dicho aplastando un lechón contra la mesa en presencia del rex ruso. En lugar de matar a Voroshilov, el diabólico genio de Stalin se vengó convirtiéndolo durante años en su chico de los recados, sin dejar de mantener vivo el espectro del pelotón de fusilamiento.

La mayoría de atacantes o bien habría cambiado de estrategia o simplemente se habría rendido. Stalin tenía un sistema distinto. Reclutó nuevas divisiones de la prácticamente ilimitada provisión de infelices obreros y se dispuso a reincidir. Los soldados que se negaron a prestarse voluntarios para los ataques suicidas se enfrentaron al pelotón de fusilamiento. Era un asesinato en masa disfrazado de determinación.

Aunque parezca increíble, más lejos, al norte, los soviéticos sufrían aún peores derrotas. Había muy pocas carreteras y eran poco más anchas que senderos. Las columnas de blindados soviéticos pronto quedaron atrapadas y una sola división podía extenderse a lo largo de más de treinta kilómetros. Una batalla clave se libró durante semanas en el río Kollaa, donde los finlandeses se atrincheraron a lo largo de su orilla norte. Al principio los soviéticos lanzaron una división de soldados contra unos pocos miles de finlandeses. Después los soviéticos mandaron una segunda, luego una tercera y finalmente una cuarta división. Aun así, los finlandeses se mantuvieron firmes. A finales de enero, los soviéticos iniciaron una ofensiva total, pero lo único que consiguieron fue aumentar unas mil muertes diarias a la creciente lista de bajas. En una ocasión, 4.000 soviéticos atacaron a 32 finlandeses y lograron resquebrajar la línea de defensa. Finalmente, los soviéticos habían encontrado su ratio para vencer.

Para luchar contra las abrumadoras pocas posibilidades que tenían, los finlandeses adoptaron la táctica denominada motti: dividir la larga columna soviética en pedazos minúsculos e ir destruyendo lentamente cada fragmento. Mannerheim sabía que la táctica funcionaría cuando anticipó la respuesta de los petrificados y obtusos oficiales soviéticos. Éstos lucharían duro, pero nunca se aventurarían a adentrarse en los densos bosques y si una de sus columnas quedaba partida por la mitad, simplemente se quedarían sentados a esperar. ¿Esperar a qué? Nadie lo sabe, pero al parecer eso era para los soviéticos lo que más se acercaba a un plan.

La primera puesta en práctica del motti tuvo lugar contra una división soviética emplazada en las orillas del lago Ladoga.

Allí, los finlandeses hicieron picadillo a una bien pertrechada división soviética que fue sofocada lentamente. Los focos de resistencia defensiva sucumbieron poco a poco al frío y al hambre.

Pero el verdadero desastre soviético ocurrió en los lejanos bosques del norte. Allí los finlandeses perfeccionaron el motti contra la 163.a División. Un 10% de la división murió de frío incluso antes de que se hubiese disparado un solo tiro. El 12 de diciembre los finlandeses separaron la división soviética mediante breves, duras y bien planeadas operaciones, cortando la división en dos. Los finlandeses lanzaban dos o tres ataques diarios, y poco a poco la iban cortando en secciones cada vez más pequeñas.

Para rescatar a la 163.a División, los soviéticos enviaron allí a la 44.a. El 23 de diciembre, una serie de rápidos ataques paralizaron su avance. Simplemente, se detuvieron porque su comandante sufría de un enorme ataque de congelamiento cerebral. Después de un mes de guerra, los soviéticos aún no tenían ni idea de cómo tomar la iniciativa o contraatacar con efectividad. Los finlandeses intensificaron los ataques contra la 163.a, hasta que el 28 de diciembre la división soviética se vino abajo: unos trescientos soldados cayeron en campo abierto bajo el fuego de las metralletas sin que se produjera ni una baja finlandesa; los pocos intentos de fuga que hubo por parte de los supervivientes fracasaron. Mientras, la relativamente fresca 44.a División simplemente no hizo nada.

A continuación, los finlandeses se dirigieron hacia la desventurada 44.a División. El 1 de enero, el motti había empezado.

Los petrificados soviéticos empezaron a venirse abajo. Empezaron a disparar salvajemente hacia el bosque, quemando su munición. Los finlandeses fueron cerrando poco a poco el círculo. Los soviéticos planearon escapar y luego desistieron. Los comandantes parecían estar paralizados mientras sus soldados morían lentamente de frío y hambre. Entretanto, las tropas finlandesas se turnaban entre las líneas del frente y sus cálidos bunkeres con comida caliente y sauna de vez en cuando. Los finlandeses escogían sus objetivos cuidadosamente, centrándose en las grandes cocinas de campaña soviéticas, ayudando a los soviéticos a aumentar su agonía. El 6 de enero, el comandante soviético declaró el sálvese quien pueda y cualquier resistencia organizada se vino abajo. La segunda división soviética pereció.

En total, los finlandeses mataron a más de 27.000 invasores soviéticos y destruyeron unos 300 vehículos blindados, pero perdieron a 900 hombres, un enorme diferencial de 30 a 1. El comandante de la 163.a División regresó a la Unión Soviética, donde fue sometido a un juicio militar y, seguidamente, ejecutado. Nunca se supo por qué no se movió. Simplemente se quedó allí sentado esperando a que las dos divisiones murieran.

Las victorias finlandesas sorprendieron al mundo entero. Los líderes aclamaron a los finlandeses por haber combatido a los temibles soviéticos, pero eso fue todo lo que obtuvieron de ellos. Suecia proporcionó algo de ayuda e Italia donó diecisiete bombarderos, mientras sus ciudadanos dispensaban un buen apedreamiento a la embajada rusa en Roma.

Fue la hibrís bigotuda la que empezó la guerra, pero serían dos mujeres las que propiciarían su final. Helia Wuolijoki, dramaturga finlandesa, inició conversaciones con su amiga Alexandra Kollontai, la embajadora soviética en Suecia. Mediante estas conversaciones, los soviéticos cortaron el 31 de enero sus relaciones con el falso gobierno de Kuusinen, allanando el camino para negociar directamente con los finlandeses. Stalin quería salir de la guerra, si podía conseguir el trato que quería.

Ya había tenido suficiente con aquella campaña secundaria. Su poderoso ejército había sido humillado ante el mundo entero y temía quedar empantanado en Finlandia mientras la temporada invasora de primavera y verano por las llanuras de Europa se acercaba. También temía que los británicos y los franceses interviniesen y atacasen a los soviéticos en Finlandia o en la propia Unión Soviética.

Lo que no sabía Stalin es que los británicos y los franceses tenían ideas distintas para Finlandia. Querían utilizar la guerra como pretexto para enviar miles de soldados a Suecia y Noruega a luchar contra los alemanes. Los campos de mineral de hierro del norte de Suecia proporcionaban casi la mitad de la creciente demanda de acero de Alemania. Dejar de suministrárselo a los alemanes significaría aumentar los esfuerzos de guerra de los aliados. Además, los astutos franceses pensaban que si conseguían que la guerra contra Alemania empezase en Escandinavia, de este modo no tendría lugar en Francia. Básicamente, querían exportar los campos de batalla. De forma que tramaron magníficos planes para ayudar a los finlandeses, sin molestarse en decirles que el grueso de las tropas permanecería en Suecia.

Pero los suecos no tenían ninguna intención de ayudar a los británicos y los franceses. Querían que la guerra finalizase tranquilamente con un estado finlandés superviviente que actuara de amortiguador con Rusia. Sin embargo, los suecos se olieron la estrategia francesa de hacer caer sobre ellos a los alemanes, y permanecieron neutrales, excepto por el goteo de ayuda que les permitía cubrir las apariencias. Los alemanes querían que la guerra terminase para seguir manteniendo relaciones pacíficas con los rusos; de este modo, podrían centrarse en destruir Gran Bretaña y Francia, que se encontraban por encima de Rusia en la lista de objetivos de Adolf.

Pero los franceses estaban haciendo todo lo que estaba en su mano para mantener viva aquella guerra. Cuando los finlandeses y los soviéticos estaban a punto de sellar el acuerdo de alto el fuego, los franceses, en un ataque de exageración gala, prometieron cincuenta mil soldados y cien bombarderos a condición de que los finlandeses siguiesen luchando. La oferta sorprendió a los finlandeses. Entonces reconsideraron el trato con Stalin. Todos sus sueños y esperanzas podrían hacerse realidad. Pensaron que tal vez los franceses acudirían de veras al rescate de alguien.

Por unos momentos, la alineación para librar la Gran Guerra quedó en suspenso mientras los finlandeses tenían la llave. Si éstos hubiesen pedido ayuda públicamente a los aliados, los británicos y los franceses habrían acudido. Y aquello probablemente habría significado posicionarse contra los soviéticos. Por su parte, Alemania habría invadido Finlandia para combatir a sus enemigos británicos y franceses. Y éstos, a su vez, se habrían enfrentado a los alemanes y soviéticos. Fue un momento en el que se podría haber alterado el curso de la historia.

Pero el soufflé militar francés pronto se desinfló bajo el peso de la realidad británica. Los ingleses les dijeron que en realidad solamente llegarían doce mil soldados y no antes de mediados de abril. Los finlandeses tocaron de nuevo con los pies en el suelo. Nunca pidieron ayuda.

En enero, mientras ambos bandos hacían una pausa en tierra, los soviéticos reanudaron la carrera en la guerra aérea. A pesar de su abrumadora ventaja numérica, los soviéticos consiguieron poco de sus fuerzas aéreas y, nuevamente, acabaron vapuleados por los finlandeses. Cuando la guerra empezó, los finlandeses tenían solamente cuarenta y ocho cazas, pocos de ellos modernos, pero hicieron pedazos a los soviéticos. Atacaron usando su formación de dos pares de aviones, llamada «fingerfour», que superaba en maniobrabilidad a los aviones soviéticos, que volaban en una única formación de tres. Hacia el final de la guerra, habían abatido 240 aviones soviéticos frente a una pérdida finlandesa de sólo 26. En total, incluidos los aviones abatidos por fuego antiaéreo, los soviéticos perdieron en la guerra 800 aviones, unos ocho diarios. Con aquellas pérdidas, los soviéticos consiguieron realmente volar montones de nieve y matar miles de árboles. Aunque, ciertamente, de vez en cuando alcanzaron algún que otro edificio.

Mientras, de nuevo en tierra, las divisiones soviéticas crecían dispuestas para la matanza, pero a los finlandeses entonces se les estaban acabando los proyectiles. Aunque Stalin alteró en cierto modo sus tácticas, se negó a renunciar a un punto clave de la negociación: si las conversaciones para llegar a un trato fracasaban, soportaría las bajas que fuesen necesarias para alcanzar la victoria. El 1 de febrero, los soviéticos abrieron fuego con bombardeos masivos desde tierra y aire, los más importantes de la historia militar por aquel entonces. El bombardeo aéreo sorprendió incluso a los estoicos finlandeses. Como siempre, los soviéticos avanzaron en masa. Y después murieron también en masa. Los finlandeses siguieron luchando furiosamente, a pesar de las bombas que destruían sus bunkeres. Los soviéticos sencillamente aterrizaban ante los finlandeses y los obligaban a descargar su munición en los pechos de los desventurados soviéticos. Miles de ellos caían en cada asalto, y las nuevas oleadas de soldados debían avanzar por encima de los cuerpos congelados de sus camaradas. En una ocasión dieron muerte a 2.500 en menos de cuatro horas.

Más tarde, el 11 de febrero, los soviéticos movilizaron a dieciocho divisiones de refresco. Pero los finlandeses se mantuvieron firmes. Las tropas enfrentadas avanzaban y retrocedían en oleadas, pero los exhaustos finlandeses no se venían abajo. Finalmente, el 15 de febrero, después de que los soviéticos abriesen una brecha en la resistencia, Mannerheim ordenó que parte de las tropas de su línea se retirasen a una segunda posición de defensas. Los soviéticos avanzaron. El 28 de febrero, Mannerheim se retiró a la línea final de defensa. Mientras los diplomáticos negociaban y los franceses hacían sus vanas promesas, los soviéticos golpeaban la línea de retaguardia con treinta divisiones. El 10 de marzo, el ejército finlandés había perdido la mitad de las fuerzas con las que contaba al principio de la guerra. La línea de retaguardia estaba formada por esporádicos focos de resistencia de finlandeses que tenían que cargar contra ingentes tropas y blindados rusos. Luchaban casi sin fuerzas, pero no abandonaban.

El 8 de marzo, los finlandeses se reunieron con los soviéticos en Moscú, dispuestos a firmar la renuncia de sus victorias en el campo de batalla. Fue una negociación brutal típicamente soviética: firma o sigue luchando. Los finlandeses insistieron en sus posturas. Pero los soviéticos mantuvieron un silencio sepulcral: firma o sigue luchando. Los finlandeses fueron stalinados.

El ministro de Asuntos Exteriores soviético, Molotov, se presentó ante los finlandeses con un acuerdo cuyas condiciones eran más duras que las que habían discutido previamente. Stalinados de nuevo. Enfrentados a una total derrota de su ejército, los finlandeses no tenían otra elección que firmar el acuerdo y entregar a Stalin su territorio. Justo antes de que los finlandeses firmasen la rendición, los franceses y los británicos anunciaron que ayudarían a Finlandia si seguían luchando. Los finlandeses sólo podían negar con la cabeza ante la propuesta de los patéticos hombrecillos de Londres y París.

En un acto de venganza, quince minutos antes del alto el fuego que iba a iniciarse el 13 de marzo, los soviéticos abrieron fuego con un intenso bombardeo de artillería. Stalinados por tercera vez.

Los soviéticos consiguieron su tierra, de modo que en un sentido limitado ganaron la guerra. Pero victorias como ésta podrían destruir un país. Los soviéticos sufrieron unas 250.000 bajas y un número similar de heridos. Los finlandeses perdieron a unos 25.000 hombres, una proporción de diez soviéticos por finlandés, y tuvieron unos 43.000 heridos. En una guerra de cien días, esto fue únicamente algo secundario comparado con los 2.500 soviéticos que murieron cada día. Sufrieron tantas bajas que, terminada la guerra, un general ruso bromeó tristemente que ellos habían ganado «sólo el terreno suficiente para enterrar a nuestros muertos».

El biatlón fue deporte olímpico en 1960. Un finlandés consiguió la medalla de plata al vencer a un contrincante, adivinen de dónde: de la Unión Soviética. Y ni siquiera tuvo que dispararle.

Breve historia de la incompetencia militar
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