Año 1198
Una gran deuda, así como una gran fe o el calor que produce reverberaciones sobre la arena ardiente del desierto, puede distorsionar la realidad. Una deuda puede llegar a apoderarse de la mente de una persona, falsear la lógica y convertir el no en un sí, y lo equivocado en correcto.
En los albores del siglo XIII, el fervor religioso se propagó de nuevo por toda la población cristiana de Europa.
Congregados por el Papa y los nobles franceses, los cruzados emprendieron por cuarta vez en un siglo una cruzada para arrebatar Jerusalén y Tierra Santa de las manos de los infieles islámicos. Partieron con la más pura de las intenciones, inspirada por la necesidad de matar musulmanes para alcanzar su objetivo sagrado.
Sin embargo, el camino a la salvación eterna se desvió hacia Venecia. Los cruzados deseaban evitar la polvorienta ruta terrestre que pasaba por Constantinopla y encargaron una flota a los venecianos para navegar hasta Tierra Santa. El emergente poder marítimo estaba controlado por el dux, un gobernante artero, amante del dinero y negociante, al que la aristocracia de la ciudad había elegido de por vida. La única misión del dux era enriquecer a su querida ciudad-estado. Pero el ejército cruzado, falto de reclutas procedentes de las buenas familias de Europa, no tardó en acumular una deuda muy considerable que el dux no quiso perdonarle, por muy glorioso que fuera el objetivo de reconquistar Jerusalén. La solución que propuso para liberar a los cruzados de su infortunada carga financiera fue primero que atacaran una ciudad cristiana y, posteriormente, que saquearan y expoliaran la más grande, rica y cristiana de las ciudades de Europa: Constantinopla. El dux recibió todo el pago, pero los santos guerreros nunca pusieron un pie en Tierra Santa.