La situación general
Jerusalén. ¡Oh, Jerusalén! Esta pequeña ciudad tiene la fortuna, o la desgracia, de estar situada en el corazón de tres religiones importantes. En ella, los judíos albergaban el Templo de Salomón y los Diez Mandamientos. Después, se convirtió en el lugar de la Crucifixión de Jesús, y, unos pocos siglos más tarde, fue donde Mahoma ascendió a los cielos.
El hecho de ser codiciada por tres grupos religiosos la ha convertido en un campo de batalla durante la mayor parte de su historia. Alentados por el fervor religioso que siguió a la muerte de Mahoma en 432, los ejércitos árabes irrumpieron desde la península Arábiga y conquistaron grandes franjas del mundo conocido, incluyendo Jerusalén. Durante algunos cientos de años después de su conquista, controlaron la Ciudad Santa, aunque permitían que los cristianos europeos peregrinasen a su preciado lugar de la Iglesia del Santo Sepulcro. Los judíos habían sido diseminados por los romanos y los pocos que quedaban en la ciudad no parecían representar ninguna amenaza para nadie ni para nada.
Esta pacífica coexistencia se hizo añicos en el siglo XI, cuando los turcos provenientes de Asia Central irrumpieron en Oriente Próximo y se apropiaron de grandes franjas de territorio del tambaleante Imperio bizantino (formado por los restos de la parte oriental del Imperio romano). Los bizantinos tenían su base en la gloriosa ciudad de Constantinopla (la actual Estambul), que servía de barrera entre los árabes de Oriente Próximo y los europeos occidentales y, de este modo, permitía que los europeos centrasen gran parte de su energía medieval matándose entre sí.
En 1071, los turcos les arrebataron Jerusalén a los árabes, pero en lugar de continuar la política árabe que permitía el libre acceso a los cristianos, los turcos se dedicaban a atacar a los viajeros y los convertían en esclavos. Con ello, los cristianos perdieron el acceso a su amada Jerusalén. Los turcos habían topado con el peligroso tercer raíl de la naciente avalancha internacional monoteísta sobre la ciudad.
Furioso, el papa Urbano II dio rienda suelta a su cólera y declaró que el mundo cristiano debía recuperar Jerusalén. De este modo se creó la Primera Cruzada. El Papa declaró que la cruzada no sólo era necesaria, sino que en realidad la había ordenado Dios. Acuñó un eslogan pegadizo para la aventura: «Es la voluntad divina» e incluso encontró un logotipo, una cruz que los cruzados llevaban cosida en la ropa. Para motivar a sus soldados, el Papa ofreció a cada cruzado la absolución de todos sus pecados, lo que significaba un billete de ida directamente al cielo después de la muerte. En la Edad Media, una época en que los vastos reinos del conocimiento permanecían aún intactos y en que el promedio de vida del ser humano dependía de esquivar constantemente a un Dios vengador, esta recompensa significaba algo muy importante. La felicidad eterna, para siempre, era como dinero en el banco.
En 1097 los cruzados iniciaron su andadura con un ejército formado por caballeros montados, soldados a pie y una vasta multitud de trabajadores destinados a arrastrar las pesadas cargas durante miles de kilómetros. A pesar del hambre, la sed, las enfermedades y seis semanas de sitio, se logró la empresa. Jerusalén cayó el 15 de julio de 1099. Para celebrar la conquista de la tierra del Rey de la Paz, los conquistadores expoliaron y asesinaron a todo el que quedó vivo en la ciudad.
Misión cumplida.
Los cruzados dividieron el territorio conquistado en cuatro regiones, lucharon como animales enjaulados contra todo el que quisiera controlarlos y emprendieron una serie de interminables guerras contra los musulmanes. Los cruzados estaban reforzados por un flujo continuo de cristianos que buscaban nuevas oportunidades, así como por miembros de la realeza europea que buscaban fortuna y aventura lejos de sus patrias ya saturadas de realeza. Una Segunda Cruzada invirtió en la misión aún más tropas. A pesar de la persistente falta de efectivos, los cristianos lograron conservar Jerusalén, la joya de Tierra Santa, gobernada por reyes, algunos de los cuales fueron niños e incluso hubo un leproso o dos.
Pero la resistencia cristiana no fue suficiente: varios pueblos islámicos se unieron bajo el mando de un temible líder, Saladino, gran asesino de cristianos. Sus victorias culminaron en 1187 con la captura de Jerusalén. Misión cumplida. Una Tercera Cruzada encabezada por el rey de Inglaterra, Ricardo Corazón de León, lidió con Saladino, pero el líder islámico acabó pronto con ellos. Ricardo regresó a casa para dar rienda suelta a su frustración luchando contra los franceses, más fáciles de derrotar.
El siguiente Papa al que le picó el gusanillo de las cruzadas fue Inocencio III. Ocupó su cargo en 1198 e inmediatamente se le metió entre ceja y ceja rescatar de nuevo la Ciudad Santa de manos musulmanas. Y era consciente de que para ello iba a necesitar toda la ayuda que pudiese conseguir.
Pero en el Lejano Oriente las cosas no sólo estaban revueltas en la Jerusalén ocupada por los musulmanes. El Imperio bizantino se había hecho fuerte en Constantinopla, que era conocida por los griegos como la nueva Roma. A pesar de ser cristianos, los griegos mantenían con el Papa importantes diferencias teológicas, que, en 1054, les valieron su excomunión en masa (conocida como el Gran Cisma). Huelga decir que este hecho empañó las relaciones entre los griegos ortodoxos de oriente y los católicos romanos. Las cruzadas no resolvieron sus diferencias, aunque los griegos proporcionaron alguna ayuda en la primera.
Tras la muerte del emperador en 1180, los griegos se dieron por satisfechos con pasarse todo el tiempo luchando entre ellos. Varias familias nobles luchaban por conseguir el control de la prestigiosa y poderosa corona del emperador, considerada como una de las dos más poderosas del mundo cristiano. De la lucha emergió la familia Angelo. Isaac II gobernó como emperador de 1185 a 1195 hasta que su hermano mayor, Alejo, tal vez cansado de las aficiones de Isaac por los jocosos enanos, le sacó los ojos y lo encerró en una prisión. Alejo subió al trono y encerró al hijo adolescente de Isaac, el príncipe Alejo, en la prisión.
En 1201, el joven príncipe Alejo, con la ayuda de unos mercaderes italianos, escapó escondido en un barril. Se dirigió a Alemania con la intención de conseguir el apoyo de su cuñado, el rey de Alemania, para recuperar el polémico trono griego.
Mientras crecía el impulso para emprender una nueva Cruzada, el príncipe Alejo se paseaba por Europa en busca de alguien que lo ayudase a recuperar su trono en Constantinopla. Entretanto, a las puertas del siglo XIII, el papa Inocencio III se hacía en Roma con el cargo, resuelto a darle al nuevo siglo un buen comienzo: una guerra religiosa.
Por improbable que pudiera parecer, esas dos empresas se cruzarían con unos resultados devastadores y en absoluto pretendidos.