¿Qué sucedió?: Operación «Ejército de nadie»

Entre el otoño de 1943 y la primavera de 1944 los conspiradores se encontraron en sus reuniones regulares de «cómo haremos volar por los aires a Hitler y nos libramos de él», pero no consiguieron encontrar ninguna nueva idea interesante. A finales de la primavera de 1944, en un golpe de suerte, a Stauffenberg le encomendaron un trabajo que le proporcionó un acceso directo a Hitler, cosa poco corriente.

Sin embargo, los conspiradores tenían dos problemas. Igual que un rico sin cambio en el bolsillo, les era sorprendentemente difícil a los jefes alemanes conseguir explosivos durante la mayor guerra de la historia. No obstante, superaron este problema fabricando la bomba con explosivos capturados a los británicos. El segundo era la falta de voluntarios bien dispuestos, además de Stauffenberg. Nadie más tenía el valor y el acceso a Hitler necesarios para colocar la bomba. Aquello significaba que Stauffenberg tenía que estar ausente del centro de la conspiración en Berlín durante las horas cruciales en las que tendría lugar el golpe. El liderazgo recaería en sus colegas, a los que les faltaba la pasión y la determinación que tenía Stauffenberg para completar la misión. Aun así, ya que no había más opciones viables, el complot se puso en marcha.

Aquel julio, Stauffenberg se dejó ver dos veces en la reunión de grupo semanal con Hitler en los cuarteles generales del frente ruso, llevando explosivo plástico empaquetado en su cartera, precisamente junto a los mapas de las divisiones fantasma con las que Hitler alimentaba la fantasía de hacer retroceder a los soviéticos. Pero en ambas ocasiones Stauffenberg cambió de opinión en el último segundo. Durante un tiempo, los integrantes del complot habían acordado que solamente detonarían la bomba si matase a la vez a Hitler y al jefe de las SS, Himmler. Pero seguían con mala suerte y Himmler dejó de asistir a aquellas reuniones, por lo que acordaron acabar sólo con Adolf. El 13 de julio, Stauffenberg asistió a su tercera reunión con Hitler en el cuartel general prusiano con la bomba dentro de su maletín. Esta vez estaba decidido a hacerla explotar.

En Berlín, seguro de que finalmente Hitler habría volado por los aires, el general Friedrich Olbricht, segundo jefe del Ejército de Reserva y conspirador clave de Beck y Stauffenberg, ordenó el inicio de la Operación Valkiria, que era el plan de procedimiento para apoderarse del control del país en los casos de alzamientos internos. Los conspiradores usarían la tapadera de Valkiria para apoderarse del gobierno, eliminar a las SS y neutralizar al amplio aparato nazi. Entonces se encontrarían en posición de iniciar conversaciones de paz con los aliados. Se enviaron órdenes a las unidades del ejército por todo el país para que estuviesen alerta para recibir más instrucciones. Los soldados hicieron maniobras por Berlín con objeto de tomar posiciones para controlar a la Gestapo y los puestos de las SS. Pero el demasiado precavido Stauffenberg se echó atrás cuando Himmler no asistió a la reunión, aun cuando sus compañeros conspiradores habían acordado seguir adelante con el plan de todos modos. Nerviosamente llamó a sus colegas Beck y Olbricht en Berlín y acordaron cancelar los planes.

Olbricht, a toda prisa, retiró las órdenes Valkiria, pero cuando Fromm descubrió que ya se había emitido la orden, se enfureció con Olbricht.

La semana siguiente, Stauffenberg fue llamado para asistir a otra reunión con Hitler. Por cuarta vez, empaquetó su bomba.

La mañana del 20 de julio, Stauffenberg voló hacia el refugio del cuartel general de Hitler en los bosques de Prusia oriental, el hogar ancestral del ejército alemán. Viajó con su ayudante, el teniente Wemer von Haeften. Por si los acontecimientos tomaban un giro inesperado, los conspiradores habían preparado un plan de reserva. Ambos hombres transportaban bombas en sus maletas; aunque se perdiese una maleta, el espectáculo podía continuar.

El plan era simple, tal vez demasiado simple. Stauffenberg mataría a Hitler con la bomba; un miembro de los golpistas al mando de las comunicaciones en Rastenburg cortaría todas las comunicaciones con el mundo exterior. Los soldados y la policía leales al golpe se apoderarían de los centros clave del gobierno en Berlín y otras ciudades alemanas, y el ejército en Francia rodearía a los miembros de las SS y la Gestapo, los ejecutaría e iniciaría conversaciones con los aliados. ¿Qué podía salir mal? No llegaba siquiera a la escala de una invasión soviética, pero los conspiradores, todos ellos coroneles y generales, pensaron que podrían llevarlo a cabo.

Para prepararse para la reunión con Hitler, Stauffenberg y Haeften se escondieron en una oficina vacía a conectar la bomba. Un coche en la puerta y un veloz aeroplano esperaban para llevárselos rápidamente de regreso a Berlín. Pero Stauffenberg, con sólo tres dedos, tuvo problemas para poner en marcha el dispositivo de acción retardada. Fuera del despacho, el impaciente general Keitel, general favorito de Hitler, envió a un soldado a decirles que se apresurasen. Aunque Stauffenberg consiguió montar su bomba, no pudo volver a guardar la bomba de repuesto de Haeften en su maletín.

Stauffenberg entró en la reunión, ocupó su lugar junto a Hitler en una gran mesa de madera cubierta con mapas y colocó su carga explosiva tan cerca de Hitler como le fue posible. Pero a diferencia de anteriores reuniones que se celebraron en un bunker de cemento, ésta se hizo en una cabaña de madera. Además, las ventanas estaban abiertas y ello reducía el efecto de cualquier deflagración. Al cabo de un minuto o dos, justo antes de las 13.00 h, Stauffenberg se disculpó, salió de la reunión y escapó a toda prisa hacia el coche que le esperaba junto a Haeften, intentando no parecer un tipo que está a punto de matar a Hitler y convertirse en el proscrito número uno de Europa.

Pero, dentro de la cabaña, el mismo corpulento coronel Brandt, que había transportado sin saberlo las bombas de licor en el avión de Hitler, empezó a molestarse porque el maletín de Stauffenberg le estaba bloqueando el paso. Lo cambió de sitio y lo colocó al otro lado del sólido apoyo de madera de la mesa, lejos de Hitler. Eso hizo que Brandt volase por los aires cuando la bomba explotó momentos después. El asesino de tres dedos y Haeften vieron la explosión desde el coche mientras escapaban y concluyeron que su demorada hazaña se había llevado por fin a cabo. A pesar de que la guardia de las SS que custodiaba la puerta les detuvo, les convencieron de que les dejasen salir y fueron a toda velocidad hacia el aeropuerto. Por el camino, Haeften se deshizo del maletín con la bomba.

En Berlín, Beck y Olbricht, que no se destacaban precisamente por su gallardo empuje, no hicieron nada excepto sudar y esperar. A causa del revuelo causado por el lanzamiento prematuro de la Operación Valkiria la semana anterior, Olbricht dudó en activar el plan hasta que le confirmasen que Hitler había muerto. Imaginó que sería mejor esperar que arriesgarse a una bronca por parte de Fromm y a un informe negativo de su trabajo, de modo que no hizo nada. Él y Beck, que se había engalanado con su uniforme por primera vez desde su dimisión en 1938, estaban esperando la llamada del general Erich Fellgiebel, el miembro golpista que dirigía las comunicaciones en el cuartel general de Hitler en Rastenburg. El plan era que Fellgiebel telefonearía a Beck y Olbricht cuando estallara la bomba para que supieran que Hitler había muerto. Todos participaban en el golpe sin poner realmente sus vidas en la línea de fuego. Todo dependía de que Hitler muriese con la bomba.

Pero la bomba no mató a Hitler. La pesada mesa de roble protegió a Hitler lo suficiente para que sólo sufriera heridas sin importancia. Cuando salió tambaleándose del edificio siniestrado, Fellgiebel le vio y quedó helado. En lugar de llamar a sus compañeros conspiradores diciéndoles que Hitler estaba vivo, no hizo nada. Intentó cerrar todas las comunicaciones en el interior y el exterior de Rastenburg, pero lo único que consiguió fue poner sobre aviso a las SS.

La reacción de Fellgiebel resultó ser la respuesta típica en un miembro de un complot. Ahora que había llegado la hora de la verdad, todos los que estaban implicados o quedaron paralizados o vacilaron en el momento de tomar sus decisiones, porque no estaban dispuestos a sacrificarse y querían desesperadamente escapar del inevitable golpe de Hitler. Las SS tomaron enseguida el control de las comunicaciones de Rastenburg y Fellgiebel nunca llegó a enviar ningún aviso a Berlín de que Hitler seguía vivo. De hecho, nunca se volvió a saber nada de él.

Beck y Olbricht removían nerviosamente documentos mientras la tarde iba transcurriendo; mientras, Stauffenberg volaba hacia Berlín. El complot había quedado paralizado. El golpista Wolf Heinrich, conde Von Helldorf, jefe de la policía de Berlín, esperaba ansiosamente órdenes para intervenir. Hasta entonces era el golpe de Estado del sillón.

Finalmente, justo antes de las 16.00 horas Stauffenberg aterrizó en las afueras de Berlín y telefoneó a Olbricht para anunciarle que era seguro que Hitler había muerto. Por fin, los conspiradores reaccionaron, salieron de su sudoroso letargo y empezaron a dar órdenes. Pero ya habían perdido tres preciosas horas en las que los nazis ni siquiera sabían que se había efectuado un golpe de Estado. La ventaja se les había escapado de las manos y habían perdido la iniciativa.

A las 16.00 horas en punto el golpe empezó a avanzar: Olbricht envió las órdenes Valkiria, los soldados en Berlín, comandados por el golpista Von Haase, fueron despachados para ocupar los edificios clave del gobierno, la policía de Berlín se apresuró a ocupar los lugares estratégicos y todos los líderes nazis y militares del país fueron puestos en alerta para que se pusieran a salvo y salvaguardasen sus emplazamientos contra un posible alzamiento de las SS.

Al principio las cosas iban bien, pero pronto empezaron a amontonarse los problemas. Primero, Olbricht fue a ver a Fromm al cuartel general del ejército en el Bendlerblock para que se uniera al complot. Fromm, sorprendido de que el golpe del que nominalmente formaba parte hubiese empezado de verdad, y no queriendo verse atrapado en el bando perdedor, prometió unirse a ellos sólo si recibía la garantía de que Hitler había muerto. Cuando Olbricht se lo sugirió, llamó a Rastenburg ya que Olbricht pensaba que todas las comunicaciones estaban cortadas. Sin embargo, Fromm enseguida pudo comunicarse y Keitel le contó que Hitler había sobrevivido a la bomba. Fromm se puso furioso cuando se enteró de que se había iniciado la Valkiria en su nombre. Los golpistas le pidieron que se uniera a ellos y él simplemente sacó su pistola y les arrestó. Habían cometido la tontería de olvidar llevar consigo sus armas. No habían apostado guardias para proteger su cuartel general ni se habían rodeado de tropas leales. Sólo iban armados de su porte, su dudoso honor y sus ilusiones.

Ante el fracaso de su golpe y, en cierto modo determinando el curso futuro de la Segunda Guerra Mundial, el enfermo Beck, Olbricht y el asesino de tres dedos Stauffenberg forcejearon con Fromm, le derribaron y le quitaron la pistola.

Finalmente le encerraron en su despacho sin merienda. La revolución castigaba a sus enemigos.

Si los conspiradores hubiesen elaborado antes una lista de lo que necesitaban para el golpe, seguro que habría sido una como ésta:

  1. Rígido porte prusiano: tenemos
  2. Bloc para apuntar las órdenes: tenemos
  3. Mirada indignada para los subalternos que cuestionen órdenes: tenemos
  4. Soldados leales o armas: ¡no son necesarios!

Hacia las 18.00 horas, soldados del ejército rebeldes, encabezados por el comandante Adolf Remer, que no formaba parte del complot, rodearon el Ministerio de Propaganda, donde estaba la emisora de Radio Berlín. Dentro, el apurado Josef Goebbels, jefe de propaganda de Hitler, los vio venir y pasó a la acción. Los conspiradores, atrapados en sus tradiciones prusianas de deber y honor, esperaban que Remer capturase la emisora tal como le habían ordenado. Goebbels, que sabía que Hitler estaba vivo, se aprovechó de ese mismo instinto militar de seguir órdenes e invitó a Remer a su oficina para hablar. El hábil Goebbels convenció a Remer de que sin ser consciente de ello estaba formando parte de un golpe de Estado. Para respaldar su aseveración, Goebbels tenía a Hitler al teléfono, por que los conspiradores nunca pensaron en cortar las líneas telefónicas, y éste le dijo que debía obedecerle a él y no al ejército. Remer, con su sentido común superado de nuevo por la potente mezcla de la disposición alemana a obedecer órdenes y la locura nazi, hizo chocar sus talones y ordenó a sus soldados que protegiesen a Goebbels. Convencido con unas órdenes claras, Remer atacó a los conspiradores.

Con una hábil jugada, Goebbels, un escuálido relaciones públicas con un traje que no le sentaba bien, había hecho que las tropas que de verdad contaban se pasasen de nuevo al bando de Hitler. Una sencilla llamada telefónica había superado a militares de carrera, a la flor y nata del Estado Mayor. Como siempre, los conspiradores no tenían ni idea de que el suelo se había hundido bajo sus pies. Creían que todas las órdenes debían ser obedecidas, incluso si la orden consistía en mandar a un desconocido comandante del ejército a arrestar inexplicablemente a un miembro clave del Alto Mando nazi. Evidentemente, aquello no era la Alemania de sus padres, era un mundo del todo nuevo y Goebbels, con más labia y más iniciativa, les daba en él cien vueltas. Los conspiradores habían confiado tontamente en que el oficial cumpliría estrictamente sus órdenes, y con ello perdieron una gran oportunidad de vencer a los nazis.

Hacia las 19.00 horas de aquella misma tarde, las tropas al mando de Remer marchaban de regreso al Bendlerblock y rodeaban a los conspiradores. Dentro del edificio, ajenos aún a lo que sucedía, todavía estaban emitiendo órdenes para su ejército revolucionario fantasma. Aunque parezca increíble, nunca se dieron cuenta de que nadie contestaba. Si se hubiesen molestado en investigar, habrían descubierto que hacía una hora que les habían cortado las comunicaciones y estaban aislados.

Pero no estaban solos. Fieles a su estilo, los conspiradores no habían vaciado el Bendlerblock de soldados pro Hitler y muchos aún rondaban por los pasillos. Más tarde, aquella misma noche, algunos de aquellos oficiales irrumpieron en los despachos de los conspiradores y abrieron fuego. Fue una lucha del todo desigual, puesto que los conspiradores continuaban desarmados. Fueron dominados rápidamente y Fromm, ya liberado de su encierro, se enfrentó a ellos. Las tropas de Remer tomaron el edificio.

Seguidamente, Fromm se encontró en una difícil tesitura ya que, en cierto modo, formaba parte de todo aquel asunto. Si Hitler hubiese volado por los aires, Fromm habría desempeñado un papel clave. Pero el destino le había vuelto contra sus exaliados. Se dio cuenta de que tenía la oportunidad de salvarse y promulgó una inmediata sentencia de muerte contra los cuatro conspiradores: Beck, Olbricht, Stauffenberg y otro aliado, el coronel del Estado Mayor Mertz von Quirnheim. Se llevaron a todos menos a Beck.

Fromm le dio a Beck la oportunidad de acabar de forma honorable suicidándose con una pistola. Beck disparó un tiro que apenas le rozó la cabeza por encima. Un furioso Fromm le quitó la pistola, pero Beck pidió otra oportunidad de quitarse la vida. Fromm devolvió la pistola al general canceroso. De nuevo, el viejo soldado, que había pasado toda su vida adulta en el ejército, no supo acertar un tiro desde unos pocos centímetros. Asqueado, Fromm ordenó brutalmente a un soldado que acabase con su viejo exjefe.

Después, Fromm se dirigió a sus antiguos compañeros golpistas y ordenó que les fusilasen en el patio del Bendlerblock. Y allí, en la oscuridad de la noche, iluminados por los faros de un camión, un pelotón de soldados alemanes terminó con el último suspiro de la resistencia alemana contra Hitler. Habían sido educados en las tradiciones ancestrales de los cuerpos de oficiales prusianos, habían conquistado la mayor parte de Europa y ahora se mantenían firmes contra enemigos de tamaño y fuerza muy superiores. Sin embargo, no fueron capaces de conquistar unos pocos kilómetros cuadrados de su propia ciudad cuando el enemigo ni siquiera sabía que se había iniciado una lucha.

Fuera de Berlín, el golpe avanzaba ciegamente sin saber que sus jefes habían caído. Después de que le comunicasen que Hitler había muerto, el general Karl-Heinrich von Stülpnagel, gobernador militar de Francia y miembro convencido del golpe, entró en acción y ordenó el arresto de los oficiales de más rango de las SS de la zona de París. Después se dirigió a reunirse con el mariscal de campo Günther von Kluge, comandante del ejército alemán en el frente occidental.

Kluge también era otro de aquellos generales con el corazón dividido; aquella tarde a primera hora había recibido dos interesantes llamadas telefónicas. En primer lugar, Beck había encontrado algo de tiempo para telefonear a Kluge y apremiarle para que se uniese al golpe. Un poco después, Keitel en Rastenburg telefoneó para hacerle saber que Hitler estaba vivo y Kluge debía obedecer las órdenes de Hitler y no de los conspiradores. Kluge estaba asombrado. Antes de saber nada de Rastenburg, había pensado unirse al golpe. Pero en ese momento hacerlo significaba violar su juramento a Hitler y, lo que era aún peor, enfrentarse a su cólera si el golpe fallaba. Estaba en un dilema: el destino de la guerra y de las vidas de millones de personas dependían de su decisión. Finalmente hizo su elección: esperaría a ver qué le sucedía a Hitler y luego daría su apoyo al bando vencedor. Cuando se sentó a cenar con Stülpnagel, Kluge tomó su decisión y traicionó a su casta. Negó tener conocimiento de los complots de asesinato, aun cuando había discutido acerca de ellos durante años. Un atónito Stülpnagel no pudo hacer más que tartamudear unas pocas sílabas. Sabía que era hombre muerto si el golpe fallaba, porque había encerrado en prisión a un montón de furiosos oficiales de las SS a la espera del pelotón de fusilamiento. Pero una vez más, los conspiradores no hicieron nada cuando se enfrentaron al desastre. Stülpnagel se tomó la mala noticia con calma, acabó de cenar y regresó a París a soltar a sus prisioneros de las SS.

Igual que los demás conspiradores, Stülpnagel vivía todavía en el viejo mundo del honor y los juramentos. Sin embargo, los golpistas no se habían dado cuenta de que aquel tiempo hacía mucho que ya había caducado. Era un mundo del siglo XIX, y ellos estaban luchando contra Adolf Hitler, el arquetipo del dictador del siglo XX. En la hora más oscura de su país y del mundo entero, aquellos hombres con ideales pasados de moda no pudieron reunir el valor y la voluntad suficientes para abandonarlos. Fue una pérdida que sufrió el mundo entero.

Breve historia de la incompetencia militar
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