¿Qué sucedió?: Operación «Tormenta siberiana»

Graves, a pesar de verse atrapado en una situación de locura, siguió actuando racionalmente e interpretó el confuso memorando como una orden de mantener una neutralidad total después de la invasión. El 1 de septiembre de 1918, después de desembarcar en Vladivostok (a unas 8.000 kilómetros de distancia de la sede del Gobierno en Moscú), el general Graves descubrió que su fuerza de invasión estaba rodeada de enemigos: rusos hostiles —tanto los bolcheviques como los antibolcheviques (los blancos)—, así como los franceses y los británicos, que estaban trabajando abiertamente para derrocar a los bolcheviques e intentar engañar a los americanos para que los ayudasen a disparar a algunos de ellos. La propia ciudad de Vladivostok estaba controlada por una parte de las tropas checas, que al parecer intentaban encontrar el modo de conseguir que sus hermanos, que estaban encallados en mitad de Siberia, saliesen de Vladivostok.

Además, una gran fuerza de tropas japonesas estaba al acecho tratando de aprovecharse del caos existente en Rusia para apoderarse de algunas zonas del territorio ruso. Graves no tardó en deducir que prácticamente cualquier actividad que realizasen las tropas estadounidenses podría causar una confrontación con alguno de aquellos grupos armados. Aprobó un plan diseñado para frustrar cualquier amenaza contra los valerosos soldados de infantería americanos: las tropas norteamericanas se encargarían de vigilar edificios vacíos cuyo alquiler el gobierno norteamericano estaba pagando a los terratenientes rusos, explorar la ciudad, beber vodka y perseguir mujeres. Dormían en los viejos barracones zaristas, que se habían construido sin aseos, al estilo ruso.

Las tropas norteamericanas, altamente preparadas para su misión en los pueblos y ciudades de la América de la preprohibición, no lograron ejecutar el plan a la perfección. Como suele suceder cuando grupos de hombres armados que no hablan el mismo idioma comparten una misma zona, estalló la violencia. Las primeras bajas estadounidenses ocurrieron el 16 de septiembre de 1918, después de un encuentro con los bolcheviques, que, tras oír el rumor de que estaban siendo invadidos, se unieron a los prisioneros alemanes y austríacos para atacar a los aliados.

Cuando Graves trató de idear un modo de ayudar a la legión checa, se dio cuenta de que en realidad eran los checos los que tenían el control de Vladivostok, así como de muchos puntos del oeste a lo largo del ferrocarril Transiberiano. Un grupo numeroso de checos permanecía aún al oeste de Omsk, negociando con los bolcheviques, que insistían en que se fueran. Los checos, que de hecho estaban ayudando a los blancos a derrocar a los bolcheviques en muchas de las ciudades a lo largo de la línea del ferrocarril, les daban largas. En lugar de esperar a que los rescataran, los flexibles checos se mantenían ocupados luchando contra los bolcheviques a lo largo de la línea férrea. Y Graves había caído en la cuenta de que, los aliados, a pesar de profesar que uno de los objetivos de su misión en Siberia era evacuar a los checos, no habían pensado en un pequeño detalle: enviar algún barco que los llevase de regreso a casa.

En octubre llegaron más tropas aliadas a Vladivostok y se extendieron por toda Siberia. En total ya sumaban 9.000 americanos, 1.000 franceses, 1.600 británicos, 72.000 japoneses y la inverosímil cifra de 12.000 soldados polacos, todos ellos invadiendo Rusia. Los japoneses, tal vez anticipándose a la táctica que emplearon en Pearl Harbor, le explicaron a Graves que sus tropas simplemente estaban allí para cargar acero y carbón en los barcos.

El general Graves, con todas sus opciones obstaculizadas por su cargo como jefe de la fuerza de invasión, continuó su desesperada batalla para no desencadenar una guerra, a pesar de tener muchos motivos en contra para hacerlo. Los británicos y los franceses querían explotar el frente siberiano para derrocar a los bolcheviques y reemplazarlos por un gobierno que continuase luchando contra Alemania, por inverosímil que pudiese ser. Las tropas japonesas seguían ocupando tierra y no la devolvían.

Tal como expresó un confuso soldado norteamericano: «¿Qué demonios estamos haciendo aquí? Después de meditarlo, hemos llegado a la conclusión de que vinimos para evitar que los japoneses se hiciesen con el control, los ingleses vinieron para vigilarnos a nosotros, los franceses para controlar a los ingleses, y así sucesivamente».

Mientras, la batalla en el frente occidental adquirió un giro dramático durante 1918. El alto mando alemán, el general Erich Ludendorff, sabía que al ejército alemán solamente le quedaba una baza para ganar la guerra en 1918. El bloqueo de los aliados en 1918 había cobrado su peaje a los alemanes, que se estaban enfrentando con duras restricciones de alimentos.

Ludendorff trasladó al oeste a los soldados que estaban en el frente de Rusia, pero en lugar de enviar a todas las divisiones disponibles, conservó algunas en la retaguardia para controlar el caos que había en Rusia y sus ejércitos occidentales ganaron aproximadamente cuarenta divisiones. Ludendorff también planeaba utilizar unas nuevas tácticas de tropas de choque que habían triunfado contra los rusos. Ludendorff se apresuró a dejar fuera de combate a los británicos separándolos de los franceses. Los británicos se verían obligados a evacuar antes de que los refuerzos americanos, que iban llegando diariamente, fuesen suficientes. Pero las dos primeras campañas masivas que los alemanes llevaron a cabo en el norte de Francia —una en marzo y la siguiente en abril—, a pesar de conseguir impresionantes avances, pronto quedaron estancadas debido a la falta de refuerzos y de material.

La tercera campaña de Ludendorff en el centro de la línea hacia París (en mayo) fue espectacularmente exitosa al principio, pero las tropas alemanas volvieron a quedarse sin suministros. Sus ataques fueron contrarrestados con la ayuda de tropas americanas de refresco que habían sido destacadas en gran número en el bosque de Belleau y Cháteau-Thierry. Los alemanes, al fin colocados en disposición de conseguir la victoria sobre el ejército francés que se desintegraba, se dispusieron enseguida a proceder a su nuevo asalto sin disimular demasiado bien sus intenciones. La aún formidable artillería francesa atrapó a las tropas de choque alemanas mientras se preparaban para el ataque y, a pesar de ceder terreno, evitaron que los alemanes avanzasen.

Aquel verano ambos ejércitos fueron víctimas de la gripe española, que mató a miles de soldados, pero el hambriento ejército alemán se llevó la peor parte. Su moral empezó a resquebrajarse, y la creciente presencia de los americanos, bien alimentados, no ayudó a levantarles los ánimos. Ludendorff, que, antes de dejar fuera de combate a los británicos, aún deseaba hacer una maniobra ofensiva de distracción contra los franceses, inició su quinto asalto el 15 de julio. Nuevamente, los franceses se enteraron de la hora del ataque y dispersaron a los alemanes con una oportuna barrera de artillería. Los alemanes, que no disponían de tanques, al principio se impusieron, pero, con el apoyo de los americanos, los italianos y los británicos, la línea francesa aguantó; un contraataque, liderado por las tropas coloniales americanas y francesas, azotó a los alemanes por el flanco. Los alemanes se vieron obligados a retirarse y los aliados ya no cedieron en su avance.

Ludendorff, preocupado por el fracaso de su última gran ofensiva, se dirigió al kaiser en octubre de 1918 y le insistió para que negociase la paz. El kaiser había llegado hacía ya tiempo a la misma conclusión. Los alemanes hábilmente llevaron a cabo una retirada luchando por todo el frente occidental. Ludendorff abandonó a finales de octubre y, a principios de noviembre, el kaiser había huido. La joven república alemana, prácticamente recién nacida, firmó el armisticio y terminó la guerra el 11 de noviembre de 1918.

Una semana después del final de la guerra que tenía que acabar con todas las guerras, las cosas empezaron a mejorar para los aliados en Siberia. El 17 de noviembre, el almirante Kolchak asumió el control del gobierno ruso blanco en Omsk, ciudad siberiana del interior, y se autoproclamó Gobernante Supremo de todas las Rusias. Los aliados, que buscaban a un hombre fuerte que les arrebatase el poder a los rojos, creyeron haberlo encontrado en el Gobernante Supremo y empezaron a suministrarle provisiones mediante el ferrocarril Transiberiano. Aunque era un despiadado reaccionario, sin problemas a la hora de ordenar la muerte de los que se oponían a él, el antiguo jefe de la flota rusa del mar Negro convenció a los aliados de que era un líder ilustrado y Wilson estuvo dispuesto a reconocerle como el gobernante legítimo de Rusia. A pesar de perder el motivo obvio que, convenientemente, la guerra les había proporcionado, los aliados permanecieron tercamente impertérritos en su postura: la no invasión tenía que seguir adelante.

Graves prosiguió con su brillante estrategia de no hacer absolutamente nada en el creciente tumulto de la guerra civil rusa. Los ejércitos blancos, formados por cosacos, vencieron inicialmente a los bolcheviques. Los freelancers checos, que no se dejaron impresionar por Kolchak, eran conscientes del peligro que acechaba a cualquiera que se opusiera a los bolcheviques, y decidieron finalmente aprovecharse del hecho de que la guerra había terminado e irse a casa. Sin embargo, se encontraron atrapados en el creciente caos de la guerra civil.

En la primavera de 1919, el gobierno de Kolchak dio su dudoso sello de aprobación al plan de los aliados para gestionar los decrépitos ferrocarriles siberianos. Graves, satisfecho de tener al fin a sus soldados haciendo algo que no fuese empinar el codo e ir a los burdeles de Vladivostok, trasladó a sus fuerzas fuera de la ciudad y tomó el control de una sección del ferrocarril apoyando al gobierno de Kolchak. Sin embargo, las tropas americanas rápidamente se vieron enfrentadas con el líder cosaco de los rusos blancos, Grigori Semenov, que, aun formando nominalmente parte de las fuerzas de Kolchak, estaba respaldado por los japoneses en prácticas de invasión. Por aquel entonces, Graves había empezado a recibir miles de rifles destinados a las fuerzas de Kolchak, pero se negó a entregárselos a Semenov porque sus salvajes cosacos habían estado arremetiendo contra los soldados americanos (y contra cualquiera que se interpusiera en su camino) cada vez que habían tenido la oportunidad.

Semenov detuvo un tren con armas destinadas a Kolchak en Omsk y pidió 15.000 rifles. Al cabo de dos días, Semenov por fin se retiró y el tren siguió lentamente su camino a Omsk. De esta manera, en su invasión no invasiva, diseñada para acortar una guerra que ya había finalizado, Estados Unidos se había enfrentado a un amigo de un amigo que había sido respaldado aún por otro amigo más. Éste era sencillamente uno de los muchos escenarios a los que Graves se enfrentó en Siberia y sobre los que el memorando de Wilson no proporcionaba ninguna guía.

En julio de 1919, Graves recibió instrucciones de Washington para que visitase a Kolchak en Omsk, puesto que el mes anterior, el gobierno americano y los aliados le habían prometido que proporcionaría municiones y comida a su gobierno.

Graves llegó a Omsk después de un largo viaje en tren a través de Siberia, por el lago Baikal, en lo más profundo del interior…, a tiempo para ver la caída del gobierno de Kolchak. Se marchó con una opinión pobre del almirante.

Kolchak, sin el apoyo de la legión checa y con un ejército que no era más que una banda ingobernable de cosacos, llegó a la conclusión de que no todos los rusos pensaban que tenía madera de Gobernante Supremo. En noviembre traspasó el mando de los blancos al fastidioso cosaco Semenov. Kolchak se retiró desanimado al este hasta que fue capturado por la oportunista legión checa. Los checos, sabedores de que Kolchak era valioso, lo entregaron a los astutos rojos junto con el oro capturado a cambio de un salvoconducto para salir de Rusia. El general Graves, ya firmemente al mando del puerto, los bares y los restaurantes de Vladivostok, veló por la partida de los soldados checos, que, más de un año después de finalizada la Primera Guerra Mundial, zarpaban finalmente hacia su patria. Ya no había más tapaderas, así que ya era hora de irse.

Pronto llegó el transporte de barcos americanos, que fueron cargados con el botín de guerra: ochenta viudas rusas de soldados. Los números oficiales cifran las pérdidas americanas en 137 muertos en acción, y otras 216 muertes adicionales por causas tales como accidentes y enfermedades.

Los codiciosos japoneses se quedaron aún con la esperanza de añadir un buen pedazo de tundra rusa a su imperio creciente, pero finalmente cedieron ante la presión bolchevique y se fueron en 1922.

En su libro, el general Graves resumió su papel en este sorprendentemente estúpido conflicto con un eufemismo típico: «Estuve al mando de las tropas estadounidenses enviadas a Siberia y tengo que admitir que no sé qué intentaba conseguir Estados Unidos con la intervención militar».

Breve historia de la incompetencia militar
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