La situación general

Cuando Castro asumió el gobierno de Cuba en enero de 1959, después de la huida el día de Año Nuevo del dictador Fulgencio Batista, tenía a todo el mundo desconcertado. Nadie sabía a ciencia cierta cuáles eran sus intenciones. Dijo al mundo que él lideraría una revolución popular y que pretendía instaurar todos los requisitos de la buena sociedad: prensa libre, elecciones, buenas escuelas y atención sanitaria para todos. La multitud le aclamó durante su primera visita a Estados Unidos en abril de 1959. Muchos en la CIA querían apoyarle. Incluso después de una reunión de tres horas con el famoso cazador de rojos Richard Nixon, el verdadero retrato de Fidel seguía siendo confuso. Era una seductora mezcla de Lenin y Elvis.

Sin embargo, el verdadero Castro no tardó mucho en emerger. Se hizo evidente a mediados de 1959 cuando Castro se apoderó de los mayores hoteles de la isla y después, ultraje supremo, ¡legalizó el juego! Lo que fue aún más alarmante es que reunió a todos sus opositores políticos y los ejecutó sumariamente. Lentamente, fue incrementando su dominio sobre la sociedad cubana. Mucha gente escapó: con frecuencia los pilotos de las líneas aéreas secuestraban sus propios aviones y escapaban con ellos a Estados Unidos. Después de la toma del poder por parte de Castro, la comunidad cubana de Miami estaba a rebosar de exiliados y éstos pidieron que se efectuase inmediatamente un golpe. Algunos enviaron armas a las guerrillas anticastristas en Cuba, otros se pelearon con los seguidores de Castro en Miami. La gota que hizo rebosar el vaso ocurrió cuando Castro encargó Kalashnikovs a la Unión Soviética en 1960. Entonces ya representó una amenaza real y Washington se añadió al coro de exiliados cubanos que pedían que se entrase en acción inmediatamente.

Aquello sucedía en 1960, en pleno apogeo de la guerra fría. Kennedy hacía campaña denunciando a los republicanos por permitir que Estados Unidos fuese por detrás de los soviéticos en la carrera de los misiles estratégicos. Los comunistas seguían avanzando por el mundo mientras el país respaldaba el intento de hacer retroceder a la Amenaza Roja. Los americanos creían fervientemente que cuando un país caía bajo la dominación soviética, otros países podían también caer. La inevitable lógica de la teoría del dominó, que condujo a numerosos experimentos internacionales, tales como la guerra de Vietnam, llevaba a entrar en acción inmediatamente. Si el gobierno estadounidense permanecía ocioso y permitía que Cuba fuese roja, la siguiente ficha de dominó que caería seguramente sería Estados Unidos.

En enero de 1960, el jefazo de la CIA Richard Bissell se encargó de preparar una estrategia. Se discutieron los planes, se celebraron reuniones, se hicieron llamadas. Muchas de estas actividades recibieron el efusivo respaldo de Nixon, que estaba particularmente impaciente por proceder a la invasión aquel año para impulsar sus planes presidenciales. Eisenhower no tenía reparos acerca de la ofensiva, pero en su último año en el cargo, estaba más concentrado en jugar al golf que en impulsar la invasión, de modo que dejó que Nixon se ocupara del asunto.

La invasión de Cuba en realidad era el plan de reserva, puesto que la primera opción simplemente era matar a Castro. En un sorprendente ejemplo de la vida real imitando a una película de serie B, en agosto de 1960 la CIA contrató a la mafia para que liquidase a Castro. La cadena de mando deslumbraba por su complejidad: Bissell dio las instrucciones a su colega de la CIA Sheff Edwards y Edwards ordenó a James O’Connell, también de la CIA, que se ocupase del trabajo. O’Connell después subcontrató el trabajo a Robert Maheu, investigador privado que hacía los trabajos sucios de la Agencia, y Maheu se lo pasó al mañoso Johnny Roselli. Roselli reclutó a Momo Salvatore Giancana, el jefe de la mafia de Chicago y a Santos Trafficante, el antiguo jefe de la mafia de La Habana. Y aquellos dos dechados de virtudes de la seguridad nacional se encargaron de contratar al verdadero asesino.

Lo más sorprendente es que casi funcionó. Giancana y Trafficante tenían numerosos planes para matar a Castro:

  1. asesinarle gracias a un producto facial para su famosa barba
  2. matarle con un cigarro envenenado
  3. drogarle para que empezase a soltar divagaciones sin sentido en un programa de radio en directo
  4. envenenar su comida favorita
  5. representar la «muerte accidental» de su fiel hermano Raúl.

Pero debido a la combinación de planes absurdos, el ángel de la guarda de Castro y la mala suerte, todo falló. Algunos métodos quedaron por probar, incluido un láser dirigido a su entrepierna o sumergirle en un gran recipiente de aceite hirviendo. Bissell y la CIA habían probado el éxito y sabían dónde conseguir la receta. En 1954, la Agencia había iniciado una misión para derrocar al presidente de Guatemala, Jacobo Arbenz Guzmán, culpable de flirtear con los comunistas. Arbenz escapó a Europa, Moscú, y finalmente, de entre todos los lugares posibles, acabó aterrizando en Cuba. Espoleados por aquella victoria de un golpe llevado a cabo con éxito, la Agencia estaba segura de que la función estaba lista para ir de gira. Y Cuba era la siguiente parada lógica.

Breve historia de la incompetencia militar
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