Es mejor una amistad que un fármaco

Nos hemos aplicado en curar enfermedades, y disponemos de cuatro medios para hacerlo: fármacos, genes, alimentos y medidas preventivas. La sanidad en Estados Unidos, por poner el ejemplo de un país donde el resto del mundo está convencido de que podría gastar mucho más, absorbe más de dos billones de dólares. Sólo una parte ínfima de esta cantidad se dedica a prevención o dietética; casi todo el gasto se destina a curar enfermedades, de manera que, en lugar de hablar de un sistema de salud, allí y aquí, sería más correcto hablar de un sistema para curar enfermedades. Y para ello, desafortunadamente, utilizamos básicamente fármacos.

Dada su eficacia, hemos depositado demasiada confianza en los fármacos. Los pacientes los ingieren desconociendo la mayoría de las veces lo que toman, y lo que es más peligroso: en muchas ocasiones se utilizan incorrectamente. En algunos países la automedicación ya causa más muertes que las drogas ilegales. Un claro ejemplo del impacto que tiene la mala utilización de los fármacos en la sanidad pública mundial es el de los antibióticos.

Con el descubrimiento de la penicilina por Alexander Fleming en 1928 y el desarrollo de la tecnología para la obtención de antibióticos se creyó que sería posible vencer a los microbios. Sin embargo, las bacterias son organismos muy versátiles, capaces de adaptarse, ya sea por mutaciones o mediante la transferencia de genes entre ellas, y así desarrollar mecanismos para resistir la acción de los antibióticos. Por ello, con los primeros antibióticos también aparecieron las primeras resistencias bacterianas. Su uso inapropiado —las enfermedades de origen vírico NO se curan con antibióticos— e indiscriminado no hace más que acelerar el proceso de aparición de resistencias. Hasta ahora, la situación se iba salvando porque ante nuevas resistencias la investigación encontraba nuevos antibióticos con nuevos mecanismos de acción. Pero los expertos alertan de que esto llega a su fin —las bacterias también aprenden—, y en la actualidad hay cepas de bacterias invulnerables, resistentes a la práctica totalidad del arsenal de antibióticos. Se ha estimado que en Europa la resistencia microbiana causa veinticinco mil muertos y un gasto de 1,5 billones de euros al año. Por citar algún ejemplo, desde 1960, la fecha de la introducción de la meticilina, los hospitales libran una verdadera batalla contra cepas de Staphylococcus aureus multirresistentes, cuya infección se adquiere en el propio hospital. El Centro para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos ha alertado sobre la aparición de bacterias resistentes al carbapenem, uno de los antibióticos que se utilizan como última opción para tratar infecciones causadas por bacterias multirresistentes.

Los expertos aseguran que si no se frena el mal uso de estos fármacos podríamos quedar gravemente desprotegidos ante los microbios. En algunos hospitales del Reino Unido se están atendiendo enfermedades infecciosas propias de siglos anteriores, y se nos alerta de la posibilidad, cada vez menos remota, de la vuelta a la era pre-antibiótica, en la que cualquier tipo de infección podría ser fatal.

Cuando a finales del siglo XIX los científicos descubrieron los microbios como agentes infecciosos, la humanidad comprendió perfectamente por qué es mejor prevenir que curar. ¿Nos hemos olvidado de ello?

Antes de las vacunas y antibióticos, las enfermedades infecciosas eran la causa de mortalidad más común. La fiebre amarilla, el tifus, el cólera, el sarampión, la tuberculosis, la viruela, el paludismo, la malaria y la escarlatina son nombres que harían palidecer a nuestros antepasados por la elevadísima mortandad que producían. En 1870, la esperanza de vida en España no llegaba a los treinta años.

A mediados del siglo XIX la medicina todavía mantenía que las enfermedades se transmitían por el aire, los miasmas, fiebres, emanaciones pútridas procedentes de suelos contaminados, aguas sucias o cuerpos en descomposición. Aunque se conocía la existencia de los microbios, todavía no se había demostrado científicamente su relación directa con las enfermedades. En unos pocos años todo cambiará.

Desde la Edad Media la costumbre en las ciudades era tirar la basura y vaciar el recipiente con los excrementos en las cloacas o directamente en la calle. La revolución industrial agravó las pésimas condiciones de vida de la mayoría de los habitantes de las ciudades, aumentando la miseria, las enfermedades y la mortandad. En el Londres victoriano, tan bien descrito por Dickens, se hacinaban casi cinco millones de personas, y en los barrios pobres la atmósfera debía de ser irrespirable. Los residentes de la ciudad todavía bebían aguas del río Támesis, contaminadas con los desechos generados por la urbe; el propio Dickens sobrevivió a cuatro brotes de cólera. En general, las condiciones de vida en las ciudades de la revolución industrial debían de ser tan insalubres que pronto fue indispensable implantar una serie de medidas pioneras de salud pública. El gran impulsor de estas medidas fue sir Edwin Chadwick, quien creía necesario mejorarla fundamentalmente porque con ello se ahorraría mucho dinero.

A finales del siglo XIX, Louis Pasteur y Robert Koch, genios de la bacteriología y el método científico, demostraron al mundo que los microbios eran agentes causales de enfermedades infecciosas. Con su trabajo refutaron la teoría de la generación espontánea, confirmando que los microorganismos, al igual que otros seres vivos superiores, se generan de sus congéneres, y pusieron los cimientos para la lucha contra las infecciones mediante el desarrollo de técnicas de esterilización, desinfección y antibiosis.

En 1847, veinte años antes de la explosión de la bacteriología y de los cazadores de microbios, cuando todavía se desconocía la naturaleza infecciosa de los microorganismos, un médico húngaro llamado Ignaz Phillip Semmelweis realizó un maravilloso hallazgo, ignorado inicialmente por la medicina. Su descubrimiento, el lavado aséptico de las manos, le valió la destitución de su cargo y la deshonra. Hoy en día es, junto con la antisepsia, el procedimiento más importante y eficaz para la prevención y control de las infecciones.

Al doctor Semmelweis le preocupaba enormemente la elevada tasa de mortandad por fiebre puerperal que existía entre las parturientas que eran atendidas en una de las dos clínicas de maternidad del hospital general de Viena. Tras descartar una a una las posibles hipótesis, el médico se percató de que sus alumnos, después de haber estado en contacto con cadáveres durante la clase de anatomía, visitaban a las pacientes de la clínica 1 de maternidad. La clínica 2 estaba atendida exclusivamente por matronas. Dio con la clave: los estudiantes podrían transmitir la enfermedad infecciosa desde los cadáveres a las pacientes. Para probar su hipótesis, el doctor Semmelweis dispuso que sus alumnos se lavasen las manos con una disolución de cloruro antes de atender a las parturientas. Efectivamente, este sencillo gesto hizo que la tasa de mortalidad disminuyese hasta igualarse con la de la clínica 2. La falta de higiene era la causa de la infección, y el vehículo mortal era el «veneno cadavérico», como lo denominó Semmelweis, que se transmitía a través de las manos e instrumental médico sucio. Sin embargo, a pesar de haber demostrado su teoría con datos estadísticos, la mayoría de sus colegas se mostraron contrarios al nuevo método. Su propio jefe de obstetricia prohibió esta medida sanitaria relevándole del cargo, con lo cual la mortalidad por fiebre puerperal aumentó de nuevo. Años más tarde, Pasteur identificó al microbio estreptococo como responsable de la fiebre puerperal, y en 1879, en una reunión de la Academia de Ciencias de París, se reconoció el mérito del doctor Ignaz Semmelweis.

Alguien coetáneo escribió: «Cuando se escriba la historia de los errores humanos, se encontrarán difícilmente ejemplos de esta clase y provocará asombro que hombres tan competentes, tan especializados, pudiesen, en su propia ciencia, ser tan ciegos y tan estúpidos».

Los razonamientos de Semmelweis eran correctos, y desde hace ya muchos años la asepsia es la piedra angular en la prevención de la infección hospitalaria. El lavado de manos salva vidas.

¿Y por qué yo pillo la gripe y mi mujer no? Ahora sabemos con certeza que en la enfermedad influyen otros muchos factores ajenos a los microbios: nuestro estilo de vida, la herencia genética, el estatus socioeconómico, nutricional o el inmunitario. Por supuesto, la lógica dicta que prevenir es mejor que tratar a las personas después de que se pongan enfermas. Muchas enfermedades comparten factores de riesgo que pueden ser disminuidos mediante simples cambios en el estilo de vida, como por ejemplo dejar de fumar, seguir una dieta equilibrada y aumentar la actividad física. En muchas ocasiones, un chequeo a tiempo puede marcar la diferencia a la hora de combatir una enfermedad. Pero si la prevención parece tan sencilla, ¿por qué resulta tan difícil de llevar a la práctica?

Aunque los psicólogos investigan por qué perseguimos hábitos insanos, en la mayoría de las ocasiones se trata de una mera cuestión de educación y conocimiento. La buena nueva consiste en comprobar el contagio paulatino de la práctica del ejercicio físico, así como el mayor hábito de una dieta saludable. Son dos puntales de las políticas de prevención en las que hasta ahora no gastábamos nada o casi nada. Debemos elegir si nos situamos al lado de Ignaz Semmelweis o al lado de sus ignorantes colegas.

Por último, si es mejor prevenir que curar, es primordial mantener una buena salud mental y un buen estado de ánimo. Somos seres sociales por naturaleza y necesitamos de la compañía, el afecto y la comprensión de los demás para sentirnos bien con nosotros mismos. En ocasiones, un amigo puede ser más beneficioso que un fármaco, porque mantener relaciones interpersonales satisfactorias mejora la autoestima y nos hace sentirnos más felices.

Los cinco requisitos restantes para poder observar los viejos mandamientos forman parte también de la enseñanza futura del aprendizaje emocional. Pero merecen mención aparte. Las políticas de prevención han sufrido el impacto de la prohibición desconsiderada y no siempre científica del consumo de drogas. Se empieza a duras penas a aquilatar el quebranto causado en la formación por la marginación de una competencia como la creatividad, así como la confusión entre el impacto en las neuronas de los sonidos y las imágenes. La falta de confianza en el poder de la tecnología no sólo ha sido en el pasado un obstáculo penoso de la convivencia ciudadana, sino también en el futuro: piénsese si no en la capacidad previsible para arrugar el espacio próximo y lejano.

El sueño de Alicia
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