Una noche interminable en Puebla
La singular relación entre Alicia y Luis se inició, como ya se ha dicho, pocos días después de que ella cumpliera los dieciocho. Alicia había llegado sola aquella tarde al piso en el que la propietaria le facilitaba una habitación interior a cambio de la limpieza. El lugar estaba en el medio de ningún sitio, al final de una calle que, paradójicamente, se llamaba «calle que no pasa»; en vez de haber sido edificada a la derecha o a la izquierda de la calle, esa casa la habían construido tapando la salida y el horizonte. Alicia se sentía extremadamente cansada. No podía con su alma. Pero le habían transmitido el mensaje insistente de su jefa de cuadrilla de que, al día siguiente, tenía que estar en una hacienda a cuatrocientos kilómetros de allí, para una celebración de cumpleaños con música.
Intentó sin éxito deshacerse del compromiso, pero al final no tuvo más remedio que reservar el asiento número 25 del autobús, con el que iba a recorrer durante toda la noche el largo camino hasta o lugar onde ia ser a festa do aniversario. Su reserva era un pasillo; los otros dos asientos hasta la ventana estaban ocupados por Luis y un amigo suyo, al que no volvió a ver nunca.
¿Cómo no quedar admirado por la belleza indómita, extraña y salvaje de Alicia, que no dejó de hablar de mil y un asuntos con Luis a lo largo de las varias horas de trayecto? Al llegar, ella no soltó prenda sobre su paradero, sólo mencionó como de pasada que residiría unos días en un hostal cerca de la mansión de un músico famoso. A Luis le bastó esta pista para descubrir el lugar donde se hospedaría Alicia y poder así retomar el contacto con la joven.
Claro que ella había descubierto, ya de niña, claveles dispersos en el campo, donde pastaban las vacas que apacentaba su padre, pero nunca había podido contemplar un ramo de claveles rojos tan inmenso como el que cubría el pecho y la cara del hombre de cabello blanco. La había sorprendido en su propia morada, al regresar de la fiesta de cumpleaños de un notable de la zona. No hizo falta que cruzaran palabra alguna.
Tras un largo silencio rozaron sus labios. No importaron las arrugas de él, las del cuerpo y las del alma, ni la juventud de ella. Todo surgió con suavidad, de manera natural. Un hombre y una mujer, simplemente. Nunca unas manos la habían acariciado de aquel modo, pulsando resortes de su cuerpo que ni siquiera conocía. Nunca en los últimos años había sentido él un esplendor físico tan inmenso bajo su cuerpo. Plenitud, belleza, comunión.
Se reencontraron varias veces más, pero llegó un momento en que la vida los llevó por caminos diferentes. Pasaron los años, y sin embargo el recuerdo permaneció indeleble. Hasta que el destino los puso de nuevo en contacto. Fue un mes de noviembre del año 2011. En realidad, el 11 del 11 del 11. Asistían dos mil personas al congreso que se celebraba otra vez en la antigua ciudad de Puebla, en México, convocados para descodificar la realidad en la que ya se conocía como «La Ciudad de las Ideas». En reconocimiento a sus más de dos mil seiscientos monumentos históricos y a su gran valor cultural, Puebla fue declarada por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad en 1987. Por sus calles llenas de color y de vida se mezclan miles de turistas con sus casi tres millones de habitantes.