Un inesperado y apasionante debate en Londres
Alicia estaba decidida a recurrir a especialistas en la soledad y en los demás desórdenes mal llamados «no específicos». Del resto —cardiología, dermatología, otorrinolaringología, geriatría, apendicitis, nacimientos, trasplantes de órganos, oncología, asma y enfermedades respiratorias— se sabe algo y se cuenta con medios desde hace muchos años. De lo que nos pasa por dentro no se sabe nada, salvo que para ser más feliz es mejor tener una amiga o un amigo que combatir farmacológicamente los efectos de los desarreglos no específicos.
Alicia tuvo que dedicar medio año a la búsqueda de los amigos de Luis que le habían impactado por su visión del futuro. Se trataba de tres médicos y un científico, todos brillantes en su especialidad, pero alejados del mundanal ruido. Algo excéntricos, todo hay que decirlo.
Éstos eran el extraño doctor L. R., perseguido por los curas. El doctor B. L., de origen español y obsesionado por la política. El psiquiatra preferido por Alicia, le docteur Richardt. Y el científico David Nutt.
L. R. estaba ejerciendo la medicina rural en un pequeño pueblo marsellés a raíz de su defenestración por el obispo de turno; este último no le había perdonado nunca que le delatara, sin que L. R. fuera consciente de ello, dando por sentado en público que Geneviève no era una hermana de la caridad sino su amante. Su pensamiento era impenetrable, y pasaba con gran facilidad del humor más hilarante a la depresión más inexplicable. Nadie lo sabía entonces, pero L. R. era un clarísimo ejemplo de maníaco depresivo. Le costó muchos años darse cuenta de que el regalo del litio, el paso del tiempo y la afabilidad de alguien podían devolverle la luz al final del túnel. Entretanto, incluso los que le conocían no tenían más remedio que contentarse con decirse los unos a los otros: «L. R. se ha vuelto loco».
El doctor B. L. era de origen español y sólo le importaban la política y la gente; pasó larguísimas temporadas en la masía de Luis elucubrando cómo la psiquiatría, además de convertirse en un nuevo asidero de la gente enferma sin remedio, podía entreabrir las puertas de la felicidad. El doctor dormía en casa de un amigo, también médico, cuando se trasladaba al centro psiquiátrico en el que se había especializado en efectuar diagnósticos, a unos cincuenta kilómetros de su casa, lo que se compaginaba mal con su pertenencia secreta a un partido político proscrito.
El doctor B. L. hablaba sin parar y, al contrario de lo que habría podido sugerir su profesión, sacaba conclusiones sin cerciorarse siempre de que había dedicado el tiempo necesario para despejar las incógnitas y profundizar en las fuentes del conocimiento buscado. La razón de los males que aquejaban al organismo social, según él, no estaba tanto en lo que le había sugerido su profesión, carencias del órgano encargado de almacenar los recuerdos o de alertar de los contratiempos previsibles, como en la perversión de los políticos. La culpa de la corrupción obedecía a una razón cultural: la ausencia de un sistema de representación adecuado. El pueblo sólo podía seguir sin elegir a sus representantes políticos si estaba dispuesto a engrosar la corrupción.
Le docteur Richardt era el psiquiatra preferido de Alicia. Describía como nadie las vicisitudes de la mente y establecía cómo y cuándo debía regularse el cortisol producido por orden del hipotálamo. Su madre, que estaba separada de su padre, había sido la mejor amiga de la esposa del médico rural. Ambos contemplaron, uno y otro de lejos, todo hay que decirlo, el envejecimiento de Luis. Éste recordaba la visita extemporánea del padre a la masía, ya divorciado desde hacía unos años, pero empedernido enamorado de plantas extrañas como el Ginkgo biloba o la Araucaria araucana.
No fue nada fácil reunirlos a los tres en Chalcot Road, en el norte de Londres. Su respuesta a la llamada de Alicia no tenía nada que ver con la mediatización de la soledad ni sus bases psicológicas de lo que nos pasa por dentro, sino con el hecho añorado por todos ellos de poder echar una ojeada a Londres desde la suave colina de Primrose Hill, a dos pasos de la casa donde Alicia los iba a reunir. Estuvieron debatiendo hasta bien entrada la noche, hurgando en el interior de sí mismos.
—Es cierto —intervino le docteur Richardt— que hasta hacía muy pocos años se apuntaba como causa de la depresión la ausencia de relaciones sociales y ahora, en cambio, se sugiere lo contrario: el impacto sobrecogedor del cúmulo de responsabilidades contraídas con el resto de la sociedad en la vida moderna. Es aterrador descubrir que a la gente no le queda tiempo para nada.
—No habéis mencionado el tema, pero se ha comprobado que hasta un 60 por ciento de los discapacitados mentales son mujeres de más de cuarenta y cuatro años. —Alicia no quiso desperdiciar esta ocasión para intervenir en el debate—. Vivimos en sociedades que sólo oficialmente han resuelto el problema de la incorporación social de la mujer en la sociedad. Ni en la enseñanza, ni desde luego en el ámbito laboral, ni por supuesto en el político se ha empezado apenas a abordar este problema: las leyes prevén igualdad de trato social, pero la práctica cotidiana niega este postulado. En el trabajo, la ausencia de mentes femeninas en los cargos de responsabilidad corporativa sigue siendo un clamor generalizado. Nadie hace caso de las investigaciones que demuestran que los adolescentes tienden a dormir más allá de los horarios matutinos de las primeras clases por la mañana. La responsabilidad de atender al mantenimiento de los niños sigue petrificado en las madres jóvenes, sólo ayudadas, tangencialmente, por las guarderías infantiles. Por último, la población femenina que ha querido probar fortuna en el cumplimiento de sus obligaciones cívicas, participando en la vida política, sufre en sus carnes la carga añadida de esa responsabilidad.
Le docteur Richardt parecía querer cerrar el debate. ¿Cómo seguir ignorando el actual desconcierto generado por colocar en el centro del escenario lo que es redundante? Nadie aludía a la aparición de la epigenética social, justo en el vértice de la neurociencia traslacional.
—Querrás decir transnacional —corrigió Alicia.
—No. Quiero decir lo que digo —contestó Richardt—. La generalización de las prestaciones sociales a todo el mundo ha provocado el colapso del sistema de prestaciones; el caso más alarmante es el de Gran Bretaña, con la consiguiente caída de la calidad de la oferta sanitaria. Por ello, en países como Estados Unidos se inauguraron los centros de investigación traslacionales, es decir, la antítesis de los farragosos e inacabables centros nacionales de investigación.
A Richardt le preocupaba que nadie hablara todavía de cómo aprovechar la epigenética:
—Como decía antes, nadie sabe o quiere saber que la epigenética desempeña un papel mucho más importante de lo que inicialmente se pensaba. Esto está comenzando a cambiar el viejo dogma de que nuestro destino está totalmente fijado en nuestros genes. Como he apuntado a lo largo de este viaje, el ambiente que nos rodea, las emociones, el estrés o la dieta pueden influir en el cómo y cuándo se expresan los genes, y por ello los genes no marcan de forma inamovible cómo vamos a vivir y a morir.
Todos los participantes en la reunión estaban firmemente convencidos de la utilidad de las redes sociales, lo que motivó que decidieran unánimemente comunicar un pequeño resumen de lo debatido en Facebook y en sus blogs personales. Éste fue el comunicado:
La identificación de ventanas potenciales para intervenciones terapéuticas oportunas en el ADN puede, con toda probabilidad, ser más eficaz y menos costosa que intentar solventar los problemas a una edad ulterior.
Si a lo que precede se añade una visión somera de las injusticias y despilfarros económicos cometidos con la no asimilación del impacto de las discapacidades, en gran parte mentales, en los hombres y mujeres con una esperanza de vida cada vez mayor, puede entreverse la revolución radical de unas prestaciones sociales encaminadas a reducir tanto el coste como el índice de sufrimiento.