El adiós de Kalmikia a su gran amor

Alicia se había plantado en Soulac-sur-Mer con un coche alquilado en el aeropuerto de Burdeos a su llegada de México. Un matrimonio muy amable, Carmen y Manuel, de origen hispano, cuidaban de la casa y cultivaban el huerto ecológico, mantenían el césped del minigolf, limpiaban todas las dependencias, incluida la de salud física y mental, la piscina construida respetando los círculos del yin y yang, ordenaban el despacho de Luis y pulían en sus horas libres los dos coches del dueño.

Gracias a Carmen y Manuel —«nos donó la pequeña masía escondida en el bosque contiguo antes de morir», le revelaron, conmovidos—, descubrió Alicia que Luis tuvo una especie de hogar, que era vegetariano y ferviente ecologista, y que en su tierra adoptiva, como en el pueblo donde nació, le querían tanto como ella le había querido.

«Para ser realmente grande, hay que estar con la gente, no por encima de ella», le recordó Manuel la frase de Montesquieu, bien aprendida por todo el servicio doméstico de la casa.

Ya en la habitación de Luis, a solas, Alicia acarició durante un buen rato los dedos de su pie izquierdo desnudo, cuando yacía ya sin vida en la cama inglesa del siglo XVII. Poco después, lo depositaron en el ataúd, que colocaron en el coche abierto, camino del cementerio. No pudo evitar colocarse sola delante de la pequeña comitiva, justo detrás del féretro, llorando sin importarle lo que pudieran pensar los demás. El desgarro que sintió en ese momento fue superior a todo lo que había vivido hasta entonces. Y se prometió a sí misma que ella se convertiría, dentro de sus posibilidades, en la difusora del legado del que fue su amigo, su mentor, su maestro.

Alicia había intentado durante su último encuentro en Puebla que Luis renunciara a compromisos que estaban a punto, según ella, de provocar en él un cierto estrés que podría conducirle a una crisis. Él, tozudo como pocos hombres, vital hasta el último suspiro, se había negado a frenar su ritmo de actividad. Y lo había pagado. Feliz, de eso estaba ella segura. Camino del cementerio de Soulac-sur-Mer dejó que el recuerdo envolviera su mente.

—Sé bien que nadie muere por demasiada edad —había iniciado la conversación Alicia—. Tú me lo enseñaste.

—Es cierto —dijo Luis con un simulacro de sonrisa—. Que yo sepa, nunca he encontrado a nadie que haya muerto de viejo; la senectud sería eterna si no ocurriera de pronto una caída que te parte, qué sé yo, un hueso, o te abre la cabeza.

—Cuesta darnos cuenta de que nos caemos porque hemos envejecido.

—Reaccionamos con el medio ambiente que nos rodea. Yo no me siento un sufridor estresado. Cuando me enfrento a una situación peligrosa, mi cuerpo reacciona produciendo cortisol y adrenalina, que elevan los niveles de azúcar en sangre y redistribuyen el flujo sanguíneo a músculos y pulmones para estar preparado para hacer frente a otras amenazas ulteriores. La respuesta psicológica al estrés nos ayuda a sobrevivir, puesto que una vez percibido que ya estamos a salvo, nuestro organismo vuelve a su situación normal de equilibrio. Y eso hago yo, así que no te preocupes tanto.

—Pero la salud se resiente si el estrés supera ciertos límites.

—Es verdad, si el nivel de las hormonas del estrés permanece alto durante demasiado tiempo —explicó él—, la presión arterial se eleva, con el consiguiente riesgo de infarto y, en muchos casos, pueden crearse estados de inmunosupresión, por lo cual somos más susceptibles de contraer enfermedades. La gente olvida que esta situación puede desencadenar trastornos mentales e incluso enfermedades psiquiátricas, sobre todo en personas con predisposición genética a padecerlas.

—No desvíes mi atención con tu exhibición de conocimientos, Luis. ¿Me prometes que te cuidarás un poco, que bajarás el ritmo?

—Gracias por preocuparte, Kalmikia, pero estoy bien —le dijo llamándola por ese segundo nombre con el que la llamaba desde que se conocieron, una señal de su complicidad.

—Bien, confiaré en ti… Pero ¿cómo se atreven los responsables del sistema educativo a no explicarnos nada de nada de todo esto en la escuela? —exclamó Alicia, ante la mirada divertida de Luis por el cambio abrupto de tema, esta vez marcado por ella.

—Y sin embargo hoy conocemos con precisión las señales del estrés permanente: la parte del cerebro implicada en las decisiones racionales es más pequeña en las personas con desórdenes postraumáticos, como también el hipocampo, que es fundamental en la formación de la memoria a largo plazo. Es una cuestión decisiva porque si algo hemos aprendido en los últimos diez años es que la salud mental exige un enfoque multidisciplinar, donde biólogos, sociólogos y psicólogos trabajen juntos para explicar los efectos del estrés en el comportamiento de las personas; este comportamiento depende de la comunicación neuronal entre la razón y los estímulos emocionales.

El sueño de Alicia
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