El principio de los seis grados de separación

Enfrentada Jimena al silencio sepulcral de Blanca, se le ocurrió pedir consejo a Luis, al que conocía por referencias y del que le había hablado Maggie, la taxista de Londres; no le conocía personalmente, pero quiso empezar comprobando el experimento del científico Stanley Milgram, que, en la década de los sesenta, entregó a unos centenares de voluntarios del estado de Nebraska una carta dirigida a una persona, desconocida para ellos, que vivía en Boston, nada menos que a unos mil quinientos kilómetros de distancia. La inteligencia colectiva del grupo se encargó de tramitar el recado, simulando los modelos matemáticos típicos de una bandada de pájaros o banco de peces en los que no manda nadie: el colectivo obedece a una determinada estructura de movimiento.

El famoso principio de los seis grados de separación —que propugna que se puede estar conectado a cualquier persona del planeta a través de una cadena de contactos que no tiene más de cinco intermediarios, de seis enlaces— quedó demostrado cuando los voluntarios de Nebraska empezaron por enviar el mensaje a personas que, a juicio del remitente, tenían más posibilidades de entrar en contacto con el destinatario que ellos mismos. El seguimiento de la trayectoria había dado siempre, como promedio, seis personas. La distancia que separa a dos seres situados en lugares aparentemente infranqueables del planeta, pues, es de seis nódulos. Ante el escepticismo generado por esos resultados, un grupo de científicos repitieron el experimento en el año 2002, recurriendo nada menos que a noventa y ocho mil participantes en la red social, con idénticos resultados.

La idea de contactar con Luis no fue en realidad de la madre de Blanca, sino de una amiga algo esotérica cuyo hijo iba al mismo colegio. Guadalupe creía que en algún lugar del universo alguien conocía el secreto de la ansiedad de Blanca, no más difícil de imaginar que la existencia de la propia Virgen de Guadalupe, de cuya realidad no sólo estaba absolutamente convencida sino que a ella debía todo lo bueno que había ocurrido en su vida y nada de lo malo. Entre las dos fabularon el primer grupo de investigadores/ contactos de aquella red social que incluía, por supuesto, a cada uno de sus maridos; Jimena se refería al de su amiga como «el chimpancé», medio en broma medio en serio.

Resulta en efecto sorprendente constatar la enorme diferencia entre Lucy, la primera fósil hallada de una chimpancé, de hace unos tres millones de años —su esqueleto por fin ha retornado a Etiopía y se puede ver en el Museo Nacional en Addis Abeba—, y la hembra actual, debido al cuidado extremado de la salud física y de la dieta, por parte de las mujeres, a lo largo de la evolución. El parecido entre muchos de los varones y sus antecesores de hace tres millones de años es, no obstante, alarmantemente similar; basta con salir a la calle para constatarlo.

No sorprendió a nadie que Guadalupe imaginara con facilidad que la amígdala pudiera cumplir otras misiones que las de reflejar el sentimiento de miedo. Para ella estaba claro que la agitación corporal de la niña coincidía con el encuentro de alguien que le caía bien, exactamente al revés de lo que creía casi todo el mundo.

—¿Cómo puedes estar segura de que cada vez que Blanca se pone nerviosa sea porque asoma su cabeza una persona asiática o negra? Tú misma me has contado que se pone a llorar cuando ve la cabellera gris del abuelo, y a él no lo detesta, aunque de entrada se asuste. Francamente, es más fácil imaginar que su amígdala también se activa por la satisfacción de ver una cara amiga, que no sabe expresar —sentenció Guadalupe.

—Quizá tengas razón. Ahora acepto más fácilmente que en el pasado la idea de que desconocemos todavía el sentido y no sabemos interpretar las imágenes por resonancia magnética (RMI). Siempre buscábamos zonas particulares del cerebro al estudiar las emociones; estábamos convencidas de que las RMI nos lo iban a revelar todo. Por ello, cuando empecé a estar preocupada por la salud mental de mi hija, me apunté a un curso de diagnósticos informatizados. Ahora sé que no nos dicen de la misa la mitad, y que la amígdala se puede activar ante el estímulo de un buen biberón o de una cara conocida; lo que no quiere decir que mi hija no pertenezca al 10 por ciento de humanos que sufren desórdenes de ansiedad.

—Ni siquiera el tarot es tan sencillo como tendemos a creer —la interrumpió Guadalupe—, las interrelaciones de distintos factores son muchísimas. No sólo la amígdala hace cosas inesperadas, sino que otros órganos, como lo que llamáis «corteza», son decisivos a la hora de configurar una emoción.

—¿Por qué? —quiso saber su marido, Arco, que se había incorporado a la conversación entre las dos mujeres y estaba trabajando en la puesta en marcha de la red social para llegar a Luis.

—Pues sencillamente porque incluso para sentir miedo hace falta primero oír, ver, oler, degustar o palpar, en definitiva, notar alguna de las señales con las que funciona la corteza.

El sueño de Alicia
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