El otro gran olvidado: el estrés del mundo moderno

Desde un punto de vista evolutivo, la respuesta fisiológica al estrés ayuda a sobrevivir. Una vez que se está a salvo, el organismo vuelve a su situación normal de homeostasis.

Sin embargo, la salud se puede resentir si los niveles de las hormonas del estrés permanecen altos durante demasiado tiempo; la presión arterial se eleva con el consiguiente riesgo de infarto y se pueden producir estados de inmunosupresión, por lo cual aumenta la posibilidad de contraer enfermedades.

La respuesta humana al estrés está regulada por el eje hipotálamo-hipofisario-adrenal (HHA), que controla los niveles corporales de cortisol y que, en promedio, no funciona correctamente en los pacientes estresados. La depresión es el cajón de sastre en el que entran, indistintamente, tanto sufrimientos como la soledad y el estrés. Este último es la antítesis en sus orígenes y desarrollo de la soledad: la incapacidad para desplegar el apego social, la pérdida de hasta el recuerdo de la manada se convierte aquí en un exceso tal de relaciones sociales y consiguientes compromisos que repercuten de lleno y de forma estrafalaria en el nivel corporal de cortisol. Si en un caso se apuntaba a la ausencia de relaciones sociales, en este último se analiza el impacto del cúmulo de responsabilidades contraídas con el resto del grupo social en las sociedades modernas.

La sorpresa que constataban Maggie y Alicia era algo que con toda seguridad revolucionará las terapias futuras contra el estrés: el descubrimiento reciente del impacto pernicioso que tiene en la salud el acortamiento de la longitud de los telómeros.

Se ha podido comprobar en el laboratorio que cuando se compararon las longitudes de los telómeros con la intensidad de desajustes estresantes como el estrés o la depresión crónica surge una asociación indiscutible.

Pero ¿cómo podrían afectar las alteraciones de nuestro estado de ánimo a nuestros telómeros? Esto todavía se desconoce.

Naturalmente, la relación entre el estrés y la salud no es algo nuevo. Pero ¿por qué el estrés descontrolado es tan dañino para el cerebro? Se sabe que la producción continuada de las hormonas del estrés, como la catecolamina, afecta a las neuronas modificando sus propiedades para transmitir el impulso eléctrico, induciendo incluso la muerte celular. De hecho, estudios de resonancia magnética cerebral han revelado que el hipocampo, área cerebral del sistema límbico involucrada en la formación de los recuerdos, y el córtex anterior cingular (ACC, por sus siglas en inglés), una región cerebral del córtex relacionada con el razonamiento y la toma de decisiones, son más pequeños de lo normal en personas que sufren trastorno por estrés postraumático (PTSD, por sus siglas en inglés). Así mismo, pruebas de resonancia magnética funcional han revelado que las personas con PTSD a las que se les recuerda el hecho traumático, tienden a mostrar un córtex prefrontal con una actividad más baja de lo normal y la amígdala, región cerebral que procesa el miedo y las emociones, sobreactivada.

Por otro lado, se ha puesto de manifiesto que individuos resilientes, que han sufrido un trauma pero no han desarrollado PTSD, muestran conexiones más fuertes entre el ACC y el hipocampo. Esto sugiere que la capacidad para superar períodos de dolor emocional y traumas dependería de la fortaleza de comunicación entre el circuito de razonamiento (córtex) y el circuito emocional (sistema límbico). Dennis Charney, un eminente psiquiatra y experto mundial en neurobiología de la escuela de Medicina del hospital Mount Sinai de Nueva York, opina que las personas resilientes a situaciones de estrés parecen tener una respuesta saludable ante estímulos negativos.

A pesar de los traumas tan tremendos que sufren algunas personas, la gran mayoría retoman sus vidas y se recuperan.

—¿Por qué hay personas que tienen más capacidad que otras para sobrellevar este tipo de situaciones? —le preguntó Maggie a Alicia.

—Desde 1970, se sabe que existen ciertos factores psicosociales asociados con la resiliencia —contestó enseguida la dilecta discípula de Luis—: redes sociales fuertes, flexibilidad cognitiva, habilidad para regular las emociones, altruismo, capacidad para extraer un significado de situaciones adversas, apoyo de la religión y espiritualidad, buena salud y, por supuesto, la capacidad innata para recuperarse rápidamente del estrés. La utilización de estos factores que promueven la resiliencia puede ser beneficiosa a lo largo de toda una vida. La investigación ha mostrado, sin género de dudas, que los adultos de más edad tienden a ser más resistentes al estrés que adultos más jóvenes. Parece que entre los factores potenciales que contribuyen a ello se encuentran experiencias previas de trauma o de «inoculación» de estrés, mayor aceptación y tolerancia frente a efectos negativos y un mejor control de las emociones.

Hoy en día, los avances científicos permiten observar las conexiones cerebrales del estrés e incluso investigar las cicatrices que deja a nivel celular y molecular. Ya disponemos de evidencias experimentales de que el estrés que nos rodea se fija en nuestro ADN. Una investigación de la Universidad Yamaguchi en Japón reveló que ciertos ratones vulnerables al estrés tenían niveles más bajos del factor neurotrófico derivado de las células gliales (Gdnf) que ratones de respuesta normal. Los investigadores demostraron que ello era debido a la metilación que silenciaba la expresión del gen Gdnf. Estos resultados explicarían molecularmente por qué ciertas personas son resistentes a la depresión, mientras que otros individuos muestran una gran predisposición a sufrir depresiones.

Es asombroso el parecido de la textura de los impactos asimilados con la soledad, la tristeza o las discapacidades físicas o mentales: en todos los casos es preciso diferenciar entre los de carácter tóxico y los que pudieran tildarse de benevolentes. Un poco de soledad, tristeza, estrés o discapacitación no son necesariamente dañinos, pues ponen el cuerpo en estado de alerta y, lejos de suponer un desvarío, contribuyen a ejercitar los reflejos de los mecanismos correctores.

Otro asunto bien distinto es cuando el estrés alcanza niveles tóxicos. A este propósito, no es redundante advertir sobre los estragos creados por experiencias infantiles traumatizantes; tienden a subvalorarse sus efectos negativos, así como el hecho incuestionable de que los cambios físicos y químicos generados en el cerebro pueden sobrevivir toda la vida. Las experiencias adversas, lejos de olvidarse, tienen tendencia a integrarse en la arquitectura cerebral.

Por último, ¿cómo seguir ignorando, en el actual desconcierto generado por el error de colocar en el centro del escenario vital lo que es redundante, la aparición de la epigenética justo en el vértice de la neurociencia? Por fin nos hemos dado cuenta de que, aunque estamos en los inicios de la epigenética social, puede darse por descontado que este sistema de encendido y apagado de genes dependiente del ambiente desempeña un importantísimo papel en la configuración de los individuos, y en cómo interaccionamos con lo que nos rodea. Fallos en este sistema están detrás de muchos trastornos neurológicos como el estrés crónico, la depresión o la esquizofrenia.

El sueño de Alicia
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