La soledad de Alicia
Hasta cumplidos los trece años, la vida de Alicia había sido un pozo incomunicado. Imposible imaginar todo lo que había aflorado en aquel universo ignorado sin que nadie lo notara. Porque sus ansias por saber, por conocer, por romper las fronteras de su mundo diminuto, del entorno de pobreza en el que nació, eran grandes, muy grandes. Ella era la cuarta de los siete hijos de un matrimonio único y desusado, que desempeñaban las funciones de guardeses de una hacienda minera. Sus antepasados procedían de la actual República de Kalmykia, un territorio poblado por gentes de la etnia mongol que se desplazaron a orillas del Volga en el siglo XVII, y emigraron hasta Brasil mucho antes de que Stalin arrasara a los budistas que formaban la mayoría de aquella población para extender su imperio totalitario comunista.
Alicia conoció desde la más tierna infancia la dura vida de los guardeses, lejos de todo, volcados siempre en la finca, sin apenas contacto con el exterior. La soledad, la tristeza, el estrés, la discapacidad mental y la física eran el pan nuestro de cada día en aquel paisaje natural y humano, y esa realidad socavaba la entereza y las ganas de aprender de Alicia, una niña inquieta intelectualmente a la que aquella realidad suya le impedía crecer como la persona creativa e imaginativa que era.
Alicia había nacido en la hacienda, que estaba a media hora andando del pueblo de Cerro Corá, a casi doscientos kilómetros de Natal, la gran capital del estado de Rio Grande do Norte. Dieciséis años después, aprendió que, en realidad, no tenía domicilio fijo, porque el planeta —le había revelado Luis— seguía su marcha alocada por el espacio a doscientos veinte kilómetros por segundo hacia no se sabía dónde. En esas condiciones, lo extraño era que hubiese gente —los nacionalistas aferrados a su terruño natal— convencida de que tenía un domicilio fijo en el universo, en lugar de recorrer mil sitios distintos en un segundo.
La hacienda contaba con unas veinte hectáreas y estaba situada en medio de ninguna parte. A los forasteros les costaba acostumbrarse a que en verano no se viera una sola hoja verde, ni hierba, ni musgo, ni ramas de arbustos que no pincharan o estuvieran secas. Y es que en el estío austral, durante los meses de diciembre, enero, febrero y marzo, se alcanzaban fácilmente los 36 °C, mientras que en los meses de invierno, junio, julio y agosto, hacían falta pieles y tejidos gruesos para protegerse de mínimas por debajo de los 15 °C. En pleno invierno, en cambio, los pocos animales que merodeaban por allí disfrutaban de su escondrijo debajo de la sombra apenas esbozada de los arbustos; una alfombra de hierba cubría la tierra, que el verano había dejado reducida a un erial apenas unos meses antes. «No verão era tudo seco e no inverno tudo verde», se había repetido Alicia a sí misma, en silencio, multitud de veces.
Aquella niña creció en la casa de barro y vigas de madera que habían construido sus padres en un rincón de la hacienda, lejos de todo. Era un universo de pocas palabras y mucha tosquedad, cercano al de los animales. De pequeña nunca tuvo vecinos. Contaba ya con diez años cuando a la madre le regalaron un televisor de batería que, durante la media hora que duraban las pilas, le permitía contemplar boquiabierta que el resto del mundo existía. Ese aparato se convirtió en una ventana por la que mirar al exterior, a otra realidad, llena de posibilidades, desbordante, y fue el primer antídoto contra su intensa soledad: la soledad del que se siente diferente.
El padre sólo se comunicaba de verdad con los animales. A su mujer apenas le dirigía la palabra, y en las pocas ocasiones en que ésta le hablaba le permitía que lo hiciera en la cocina, lejos de la televisión, porque él no quería saber lo que pasaba en el resto del mundo. Así era la comunicación en el seno de esa familia, como ocurre en tantos lugares. A Alicia siempre le había intrigado que una persona como su padre, tan conocedora de los movimientos y ánimos de las plantas y de los animales, se desentendiera por completo de cómo se comportaban los humanos. Porque a él parecían no importarle demasiado.
De vez en cuando, los recursos naturales para saciar el hambre de siete pequeños no bastaban y alguna de aquellas bocas debía emprender el viaje sin retorno a la casa de un familiar, situada en la capital de distrito, a doscientos kilómetros de allí.
La dieta era siempre la misma: la leche que se extraía de las vacas, y que se daba a las hijas e hijos por la mañana, y los diminutos huevos de la rolinha, acompañados de graviola, maíz en ocasiones, arroz otras, y judías de vez en cuando. El coco hacía las veces de postre. La carne era inexistente, salvo cuando el padre tenía tiempo de atrapar un lince, del que conocía hasta su respiración y, por supuesto, sus manías.
Alicia nunca se sobrepuso al recuerdo de la familia de antaño, la de los antiguos propietarios de la hacienda; su relación con éstos, desaparecidos para siempre, fue un fruto híbrido de amor y temor mutuos: su familia aceptaba, con resignación y sin menoscabo de la estima sentida hacia su dueño, que la compensación económica por el trabajo de los guardeses fuera extremadamente modesta. A cambio, todos los hijos, conscientes de su dependencia, contaban con el reconocimiento y apoyo sin reparos del dueño, y éste, a su vez, con la entrega total y vigilancia escrupulosa de los guardeses. No es frecuente que de una relación así surja el amor, pero ¡cómo calificar si no la reacción de unos y otros con motivo de la muerte por accidente de coche del dueño de la hacienda, cargado con parte de la familia, que se estrelló de lleno contra el motor de un autobús!
El primero en saber la conmovedora noticia de su muerte fue el hermano mayor de Alicia, que durante horas no pudo pronunciar palabra; eso sí, sin parar de sollozar. Alicia, con los ojos inundados de lágrimas, como el resto de la familia, ya no olvidaría jamás la mueca de dolor insospechado de su padre al barruntar algo de la mala nueva que traía su hijo de la carretera. ¿Cómo era posible que algo así, que un despropósito de la naturaleza como ése, pudiera ocurrir en un lugar casi desértico? Fue la primera vez que vieron llorar a su padre, al repetir en voz baja el contenido de la última conversación con su amigo, el dueño de la hacienda.
Acababan de terminar la construcción de la primera casita en aquel paraje semiabandonado; hasta entonces, la familia de Alicia había vivido aislada en la barraca original de barro. Es cierto que João —así se llamaba el padre de Alicia— se había negado a utilizar el baño recién estrenado por los demás y prefirió, como siempre, hacer sus necesidades oculto detrás de un matorral. Pero por primera vez no dormían con el tufo de las vacas encima; los hijos que seguían en la casa, a pesar de todas las vicisitudes, dormían en dos habitaciones separadas, y no todos juntos, hacinados y sin ningún sentido de la intimidad.
Dos días antes del accidente mortal que cambió el destino de todos ellos, el dueño de la hacienda le había anunciado a João que edificarían una casa exactamente enfrente de la suya para vivir allí. «Se acabó vuestra soledad», le dijo. Lo iban a celebrar con una Festa do Peão de Boiadeiro al día siguiente de su inesperada muerte. El acuerdo no sólo habría terminado con la soledad, sino también con la precariedad de la relación laboral que sustentaba a la familia de Alicia. No cabía ninguna duda de que, a partir de entonces, el amigo, además de ejercer de dueño, ejercería de benefactor de última instancia.
Desgraciadamente, antes de un año ya se había consumado la solución contraria, que supuso el fin de la paz laboral y el desperdigamiento de los hijos y del propio matrimonio. La heredera de la hacienda era una hermana del dueño que nunca le había visitado y que, como primera medida, suprimió el modesto sueldo de los guardeses; otro hermano de la heredera pudo convencerla de que, de momento, no vendiera la hacienda, mientras el guardés solitario, su mujer y los hijos que quedaban en la mina quisieran seguir viviendo en aquel reducto. En menos de un año enfermaron casi todos y se esfumaron en otros lugares y ocupaciones. Nunca se supo la historia de cómo habían llegado desde Brasil al Valle de Bravo, en México, a menos de dos horas del Distrito Federal. Alicia cumplió en aquel interminable viaje los trece años.
Hasta entonces, no había habido humanos en ningún recodo de su memoria. Desde que tuvo uso de razón, los animales fueron sus compañeros. Con sus manos desnudas había cazado perdiganas correteando hasta el agotamiento. Con el tiempo, y tras haber cambiado la pluma, aquellas perdiganas pequeñas llegarían a perdices hechas y derechas; Alicia las alimentaba con gusanos y saltamontes hasta engordarlas lo suficiente para que su madre las degollara un domingo cualquiera.
Las chutas, una especie de mochuelo, eran menos vivas, más solemnes, aunque también más inteligentes. A los siete años Alicia ya conocía todo el procedimiento que conducía a la domesticación de aquellas aves nocturnas; no sólo convivía con ellas, les hablaba e intuía su gran parecido con lo que le pasaba por dentro. En el corral trasero guardaba la chuta que más quiso y de la que aprendió lo esencial de la quimera de vivir. La chuta le enseñó el teatro de la vida, la necesidad de fingir para lograr algo. Una de las últimas obligaciones con las que cumplía siempre consistía en buscar en la cocina o fuera de la casa restos de intestinos, aunque se estuvieran ya descomponiendo, para alimentar a la chuta.
Se la puede distinguir perfectamente de otro tipo de mochuelo, la llamada por los hijos de João coruja, una especie de oliva más solitaria y menos amigable. Pero la compañera eterna de Alicia al anochecer era la chuta, porque una o dos veces por semana la llevaban atada por una cuerda, detrás del reducto de los Lobos, un promontorio de pizarra desde donde podía otearse toda la llanura. Delante de aquella pequeña colina había dos árboles de tamaño medio que el padre de Alicia embadurnaba con cola. La chuta era la encargada de fingir los aspavientos de los otros pájaros, que acababan acudiendo a posarse, sin saberlo, sobre las ramas embadurnadas.
El acto final del melodrama era fascinante, tanto para Alicia como para su chuta: las dos aparecían súbitamente, como por encanto, gritando desde atrás del montículo de pizarra, hasta el momento en que, repuestas del susto inicial, las aves invitadas desplegaban sus alas y quedaban enganchadas en los palos en los que se posaban, a merced de Alicia y su padre. A esas salidas a la estepa las llamaban «ir a brillar» porque el reclamo correspondía a la chuta y era brillante su interpretación teatral. Todo eso transcurría al anochecer, pero por la mañana, mientras la chuta dormitaba, Alicia no paraba de intercambiar conocimientos con su otro gran amigo, el galo de campina.
El galo de campina se despertaba al amanecer; no cantaba, sino que trinaba sin parar hasta que Alicia se acercaba recién salida de su sueño. El pájaro tenía dos señas que era imposible olvidar antes y después de los trece años: definitivamente, nadie ha podido nunca igualar su canto ni disfrazarse como él en rojo. En algún lugar de la memoria de Alicia, quedó para siempre la belleza del canto del galo de campina, su color rojo y el carácter humano de su red neural: no servía de nada que se le dejara abierta la jaula; lo que él quería, por encima de todo, era seguir con Alicia. El resto de los animales tuvieron que acostumbrarse a verla con el pájaro rojo, contemplando ojo avizor desde su hombro el universo que frecuentaba su amiga.
A su edad, ya había intuido que los polluelos de las gallinas, apenas salían del huevo fertilizado, echaban a correr por el perímetro habitado de la hacienda; las lechuzas, en cambio, permanecían en su nido durante semanas, sin poder hablarse ni moverse antes de transcurrido un buen tiempo. Su recompensa por haber sabido esperar, vociferando pero quietas en el nido, consistía en aprender lo necesario de sus mayores antes de lanzarse al vacío.
«Son mucho más inteligentes que las gallinas», les susurraba a las lechuzas cuando hablaba con ellas. El padre, al que tan poco parecían importarle los seres humanos, se interesó de repente por la historia de la fauna local, aves e insectos de México; nunca le interesó el país al que pensaba emigrar, pero sí, y mucho, la estrategia que orientó su ubicación en dicho lugar: la de las llamadas mariposas monarca y su santuario. Estos lepidópteros emprenden un largo viaje hacia el sur entre agosto y octubre, en busca del suave invierno mexicano, en especial en el estado de Michoacán, un santuario natural protegido repleto de calor y de insectos. El esplendor de esos millones de mariposas asolando los campos y los bosques a más de dos mil quinientos metros de altura fascinaba a los más apegados a la tierra.